El reloj

La señora Clementina de Arena hacía once años que no salía de su casa. Toda la gente del vecindario comentaba que desde la muerte de su marido, don Benjamín, ella se había hecho el firme propósito de no salir más a la calle. Al principio se habló mucho de aquella mujer y su desgracia, pero con el paso del tiempo muy pocos se acordaron de ella y durante todos estos años nadie la había visto jamás bajar de su casa.
Había llegado al barrio en la época que todavía la gente lo nombraba Barrio Reus al Norte y las calles eran una pequeña Barcelona vestida de emigrantes vascos, catalanes, italianos y polacos. Nadie había conocido al hijo de Clementina, muerto por la década del cuarenta, y pocos recordaban la voz de la mujer. Sólo el panadero de la esquina comentaba que había sido una gran persona, culta, simpática y de buen conversar, pero no podía explicar por qué se había encerrado once años. Algunos decían que era la artritis que le impedía subir y bajar la escalinata de su casa. Otros no dudaban en afirmar que estaba loca y que desde que decidió no salir más estaba tejiendo una bufanda para esperar a su marido. No faltaba el que se esforzaba en hacer cálculos de la longevidad de semejante bufanda. Sin embargo, de vez en cuando, si alguien miraba las ventanas de la casa, podía ver por las tardes que la señora Clementina se asomaba entre las cortinas blancas, bordadas con finos motivos rosados. Si se observaba detenidamente se podía llegar a apreciar un breve movimiento pendular propio de la mecedora que seguía oscilaciones rítmicas muy leves pero constantes. Eso ocurría cualquier tarde del año pero más frecuentemente en invierno, cuando el sol se oculta, preferentemente con el cielo nublado los días de lluvia.
El frente centenario de la casa se mantenía con decoro. El balcón de hierro negro todavía mostraba algunos detalles dorados que delataban incrustaciones de bronce. Toda la estructura se apoyaba sobre fino mármol blanco y gracias a una señora que iba dos veces por semana, la fachada lucía plantas y flores. Los ventanales llegaban hasta el techo de bovedilla y cada uno tenía dos puertas de fina madera con vidrios biselados que mostraban un tiempo de deleite por el buen arte y el gusto delicado de una familia que ya no existía.
Adentro todo era quietud. Un penetrante olor a humedad y naftalina inundaba las habitaciones e impregnaba la ropa, las cortinas y los muebles. La señora Clementina tenía la piel de su cara y la cara de su alma del mismo color y el mismo olor que aquella bolitas aromáticas que ya eran casi de la casa.
Los dos sillones de la sala principal lucían tapizado florido de otro tiempo. La alfombra había perdido sus colores y sus flecos, pero estaba entera. En las paredes había muchos retratos, algunos amarillentos otros con colores falsos del tiempo en que se pintaban las fotografías. Todas estaban bajo vidrio, en marcos repujados y dorados a la hoja que aún conservaban su esplendor. Una fotografía, tal vez la más grande, mostraba la pareja Arena con un niño en los brazos de ella. Todos sonreían sobre un fondo despejado del cielo de Piriápolis por donde se veía el Cerro San Antonio. Otra foto mostraba una pareja de principios de siglo, él sentado, ella de pie detrás del hombre. Entre foto y foto había una buena cantidad de platos de porcelana de diferentes tamaños, un violín, una repisa con pequeños objetos también de porcelana y un espejo empotrado en la pared, con doble bisel y marco de bronce. En la repisa lo que más se destacaba era el elefante de marfil blanco, con la trompa totalmente levantada que sostenía un billete arrollado de una moneda que ya no existía.
Frente a la silla mecedora que usaba la señora Clementina todas las tardes, había un enorme reloj de péndulo que estaba apoyado sobre el suelo con una finísima terminación de madera oscura, pulida y brillante. Los números romanos eran dorados igual que el largo brazo y el disco que completaba el mecanismo pendular de aquel reloj antiguo. Sobre su borde superior, también de madera, se podía leer una inscripción "Auf Wiedersehen", con letras doradas como si el tiempo saludara en alemán a todo el que mirara la pieza. Las agujas tenían un trabajo delicadísimo que daba la sensación de haber sido hecho por un virtuoso artesano que las había tejido o bordado con hilos de metal. Toda la caja de madera mostraba grabados de flores y escenas de campo con fondos de montañas nevadas. Alrededor de la misma máquina, dos ángeles desnudos sostenían los números al tiempo que tocaban unas trompetas pequeñas que en realidad disimulaban las bocas de salida del sonido que el reloj lanzaba cada hora.
Clementina de Arena sonreía desde su silla mecedora. Por momentos hablaba con alguien que no contestaba porque ella estaba sola en la habitación. de a ratos miraba por la ventana, pero enseguida volvía a alguna fotografía colgada en la pared y seguía su conversación acompañada de delicados ademanes como si se tratara de una charla entre buenos amigos. Se podían oír con claridad algunas expresiones como "sí m'hijo" o "querido Benjamín" lo que delataba a sus interlocutores en medio de sus monólogos apenas balbuceados.
A veces ella desviaba sus ojos, dejaba las fotos y la ventana y miraba el viejo reloj que se había detenido a las tres menos veinte una tarde de noviembre, once años atrás. Clementina, haciendo un ademán que señalaba las fotografías y se dirigía al reloj, mostraba las agujas detenidas. 
-Miren -decía y volvía a sonreír inhalando con fuerza el penetrante olor de la habitación cerrada. Entonces esperaba un buen rato balanceándose en su silla mecedora. Ella sabía que a pesar de todo había en algún lugar oculto otro reloj, el alma del reloj de pie que seguía su curso y que algún día, aunque más no fuera por reflejo, movería las agujas lo suficiente como para cambiar la posición del finísimo segundero. Entonces se oiría el leve "tac" o el frágil "tic" por una vez y para siempre y el tiempo volvería a transcurrir, pero esta vez sin ella que viviría su último suceso y, entonces, sólo le quedaría que alguien se ocupara de colgar una foto suya en algún lugar vacío de las paredes de la gran habitación.
Mientras tanto todo era quietud y lo seguiría siendo; todo menos el mundo de afuera que seguía su curso, pero que para nada importaba a Clementina que ni idea tenía de su existencia lejana y ajena. El suyo, entre naftalina y fotos viejas, se había detenido en un péndulo que esperaba ver moverse como una espada filosa, un golpe brutal, un definitivo impacto, último, mortal, obstinadamente hacia la nada, en el último segundo de su muerte que había comenzado once años atrás.

Ignacio Martínez, Ignacio 
"Cuentos para leer en el ómnibus". Editado en 1999

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de  Martínez, Ignacio

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio