El Alquimista

Los vecinos sabían de la sabiduría que tenía aquel hombre de cabellos cortos, bigotitos bien limitados sobre le labio y lentes redondos. Era flaco. Siempre usaba ropas holgadas. Los sacos colgaban de sus hombros y la túnica blanca, inmensa, le llegaba hasta los tobillos. Parecía un espantapájaros, un loco, pero sabía mucho y eso lo reconocía todo el mundo.
Para las quemaduras había inventado una fórmula extraña: no más de un gramo de sulfadiazina de plata, apenas un poquito de digluconato de clohexidina y excipientes. Daba resultados, sin dudas, curaba las quemaduras, pero tenía un olor tan fuerte que la gente cruzaba la calle o se hacía la distraída para no encontrarse con quien la usara.
Mucha gente nerviosa, tensa, de esa que anda con ojeras marrones y cara triste, lo visitaba para pedirle el "frasquito natural" como él mismo lo llamaba. Era una mezcla de boldo con piscidia, un poquito de crataegus, bastante passiflora y mucha paulina, todos yuyos descubiertos en la antigüedad, cuando los alquimistas buscaban convertir el plomo en oro y lo que convertían eran flores y plantas en medicinas o inventaban la pólvora. Este licor espeso y rosado era de maravillas, pero tranquilizaba tanto a la gente nerviosa que las dormía ahí nomás, donde estuvieran. Más de uno había protestado pidiéndole que la hiciera más suave porque siempre la tomaba por la mañana y se queda dormido de pie, frente al water. Alguno tuvo peor suerte todavía y la tomó antes de pasar una velada amorosa con su novia, por primera vez y se quedó profundamente dormido sobre ella, con sus ciento veinte quilos brutos. La novia también le quitó el saludo al viejo farmacéutico.
Para el resfrío tenía una fórmula muy original, absolutamente efectiva, particularmente cuidada, ya que era la de mayor demanda en los meses de invierno. Se trataba de una suerte de cementerio de microorganismos, de neumococos, estreptococos, estafilococos y otros, junto a polen vegetal concentrado, polvo doméstico, pelos de perro, gato y caballo, y plumas. Se debía mantener en lugar fresco y lejos de la luz y no solo era efectivo contra el resfrío sino muy eficaz para las alergias, los catarros, el asma y las mañas para comer. Eso sí, daba unas diarreas que nadie aguantaba y el papel higiénico tenía mucha salida, tanto que el almacenero se lo mandaba de regalo.
Temístocles, -así se llamaba el hombre en honor a su tocayo griego que se convirtiera en líder demócrata después de la primera guerra médica, que de medicina no tenía nada. había sido educado por su padre, también farmacéutico, quien a su vez había sido entrenado por el abuelo, que había heredado todos los conocimientos de una vieja sin nombre, que se los había dado para que alguien siguiera buscando la fórmula de la vida eterna. Cuentan que esa vieja, casi bruja o hechicera, trasmitió los conocimientos en una sola noche, sentada sobre la letrina, luego de curarse un resfrío. Murió deshidratada por la imparable cagalera.
Ahora, casi cien años después, Temístocles seguía trabajando. Mientras sus investigaciones públicas resultaban en esos menjunjes curativos, por las noches pasaba horas en la pieza del fondo estudiando el elixir de la vida o licor de la eternidad. Temístocles había intentado con mezclas de todo aquello que tuviera algo que ver con la vida o que fuera origen de la vida o que alimentara la vida humana. En ese sentido tenía decenas y decenas de frascos con huevos de gallina entreverados con escamas de pescado de río, algas descompuestas, sal atlántica y polvo de roca que era solamente arena. El color era muy interesante: iba del amarillo intenso al lila, con vetas verdosas en todos los casos, pero lo inaguantable era el olor a podrido de todos esos envases cerrados con corchos renegridos.
En la estantería más alejada había toda clase de combinación con huesos de animales, ojos de gato, plumas de gorriones y frutas secas también adentro de botellas en cuyo interior todo fermentaba, se pudría y finalmente terminaba en un color homogéneo, mortuorio e inútil, porque tomar aquello, muy lejos de dar vida eterna, resultaría en una mortal intoxicación. Y en esas pruebas había trabajado toda su vida al igual que su padre, su abuelo, su bisabuelo y más atrás, hasta la vieja bruja, inventora de aquellas alquimias. Nadie dejaba de reconocer que Temístocles era, sin embargo, un gran sabio. Gente venida de todos lados lo visitaban para consultarlo y lo que él sugería daba algún resultado.
-Es que la gente cree en lo que yo le doy y eso ya es casi la completa curación -decía y tenía razón. Todos creían en sus preparados menos él, cuya única intención era llegar al licor de la eternidad o elixir de la vida o brebaje para evitar la muerte o menjunje de la juventud sin fin o, simplemente, "el preparado" como Temístocles solía llamar a lo que sería su invento más importante.
Una noche de invierno él estaba en su pieza del fondo haciendo experimentos cuando, tal vez alucinado por los gases que despedían sus preparados, comenzó a ver alrededor suyo figuras rarísimas que flotaban por el aire. Primero eran difusas pero poco a poco se podían distinguir más claramente. Viejos de largas barbas y sombreros cónicos adornados con estrellas y con lunas, viejas sin dientes, encorvadas y feísimas, gatos por todos lados, niños con pies de cabra y orejas de perro, todos, sin excepción danzaban alrededor de aquel hombre y se reían señalándolo. Por momentos lo aplaudían, por momentos se burlaban, por momentos el hombre creyó que se estaba volviendo loco y era cierto. Hasta él mismo se veía entre esas figuras estrafalarias riéndose y burlándose y señalándose como si su alma se hubiera desprendido de él.
Mientras eso ocurría sus manos seguían mezclando el extraño licor en la copa azul. Cuando estuvo pronto lo levantó, lo puso casi sobre su cara que ahora miraba hacia el techo y sintió como nunca las carcajadas de aquellos fantasmas que giraban alrededor suyo, flotando en el aire, metiéndose entre las piernas, tocándolo, señalándolo. Ahora él mismo ya no era un fantasma sino diez, tal vez cien o mil y lanzó una carcajada como la más sonora, como la más auténtica, como la última. Acercó la copa azul a sus labios y gritó bien fuerte para que lo oyera todo el mundo.
-¡Elixir de la vida, licor de la eternidad, líquido de la juventud imperecedera, maravilloso invento que mi ingenio ha creado, ahora te tengo y te bebo hasta el final para que me des la eternidad! Y eso hizo, bebió hasta la última gota. Entonces rió como nunca, bailó, giró sobre sí mismo varias veces, saltó sobre su mesa y su silla, tiró todos los tubos de ensayo y las pipetas y los jarros de vidrio de su laboratorio, se desprendió la camisa, se sacó los zapatos y volvió a bailar feliz como nunca antes lo había hecho. Sus lentes rodaron para cualquier parte. Algún vecino vio desde la vereda su enorme sombra sobre la pared del fondo que se movía junto con él. La fiesta siguió hasta muy entrada la noche. Los únicos ruidos eran los golpes de sus pies sobre el piso de madera, las palmas en pleno ritmo y su risa, su incontrolable risa. Luego fue todo silencio. No cabía dudas que aquel hombre había alcanzado la eternidad igual que sus antepasados, igual que muchos sabios que él no conoció pero que ahora habían venido a buscarlo para estar con él y festejar el gran descubrimiento. ¡Por fin sería eterno!.
A la mañana siguiente alguien empujó la puerta de la farmacia y halló todo vacío. Sólo en el fondo se veía el enorme cuerpo tirado, sonriente, tranquilo, feliz, muerto.

Ignacio Martínez, Ignacio 
"Cuentos para leer en el ómnibus". Editado en 1999

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