Velorio de la  amante

Juan de Marsilio

                              I

 

Fueron afortunados,

según ella se dice:

lo de ellos no llegó jamás a oídos

de la pobre legítima,

la que

con tan solo poner cara de “supe”,

de “me contaron”,

los hubiera partido para siempre.

 

Fueron afortunados

– ella se dice y casi se lo cree –

mientras a solas  cumple clandestino

velorio a cuerpo ausente.

                               II

 

Días después caminará,

como quien se paseara porque sí,

por el cementerio solo,

sin llorar

(siempre discreto, siempre clandestino

lo suyo con su amado).

 

A treinta pasos de la tumba

no tendrá piernas para

acercarse más:

todavía las coronas

de sus queridos de él,

los oficiales y visibles.

 

Bastará la mirada casi furtiva:

respetuosísima como en la vida,

más que en la vida amante.

 

                                   III

 

 

Ella se ocupa en las cosas

de los mandados,

la casa

y el día:

ya basta con la noche para que pese el doble.

 

Ella trajina en lo mismo de siempre,

conversa lo de siempre con la gente de siempre:

hace como si no,

como si nunca,

y de a ratitos casi se lo cree.

Pero en alguna pausa traicionera

se acuerda de alguna

de aquellas poquitísimas

medias horas robadas,

de estarse así,

tranquilos,

con el hombre,

de jugar al marido y la mujer.

 

Esta nostalgia de lo no tenido

casi le duele más que todo lo otro.

 

                                     IV

 

Ella acuna

en la casi absoluta soledad

su dolor de escasísimos confidentes.

Muda canción de cuna para nadie:

el hijo era imposible desde el mero principio.

Canción de cuna muda

y este dolor callado,

que no quiere dormirse.

 

                                      V

 

 

Septuagenaria,

pasional,

ridícula:

quién la mandaba ser

de un tiempo en que el divorcio

era blasfemia aún para unos cuantos

y sobrevivir

a la muerte de su época y de su hombre.

Sobrevivirse,

pobre,

viuda de sí misma,

comiéndose

sin poder compartirlo ya con nadie

su escándalo sordo y  amargo

de culpa y soledad.

 

                                    VI

 

Ajenos los hijos y los nietos,

ella, sin embargo, 

en atesoradas

migajas

de conversación

familiar y doméstica con quien

no tuviera con ella ni familia ni casa,

les fue sabiendo las felicidades

y también los dolores.

 

Extraña mucho ahora

no enterarse de cómo andarán

esos que sin saberlo

fueron por tantos años

su familia que no tuvo.

 

                                  VII

 

 

Sale temprano al parque.

Camina lento,

y en su paso es posible

suponer la elegancia  de otros días.

 

Ella recuerda.

El mismo parque.

Hace una vida.

Viudita joven y antes malcasada.

Una mirada y un piropo.

Toda su felicidad.

Toda su pena.

 

Ahora,

viuda de nadie,

madre de nadie,

de nadie abuela,

camina sola en el parque,

temprano por la mañana.

 

El mismo parque.

Hace una vida.

¿Dónde estaba escondida tanta muerte,

que todo el sol aquel no la alumbraba?

 

                                    VIII

 

 

Ella morirá sola.

 

Ella tendrá un velorio casi sin nadie.

 

Ella tendrá un sobrino de ausencia larga

al que le tocará su herencia exigua.

 

Ella se apagará pensando en él.

 

Ella irá al paraíso

clandestino y secreto de los amantes

– pues el  Dios que es amor, amar perdona.

 

(No se hable aquí culpa sin castigo:

en el pecado tuvo la penitencia,

su deleite implicaba un purgatorio

y el buen Dios no es ninguna vieja histérica.)

 

                                     IX

 

 

Ella 

se soñó muchas veces

puesta en la piel feliz de la legítima

y,  por soñar, soñaba

que no había en la sombra ninguna,

que era la propietaria al cien por ciento

del amor de su amado.

 

La legítima,

que nunca tuvo pruebas ciertas de 

pero siempre olfateó lo que pasaba 

deseó cientos de noches

ser ella la negada y escondida,

ser ella la feliz.

 

(Y en esta historia, como en casi todas,

no hubo ningún feliz, si bien se mira)

 

                                 X

 

 

Una  tarde

ella siguió cada uno los pasos

del  hijo menor de su amado.

Fue  una vez

en que el muchacho dobló

tres cuadras antes de la escuela

y tomó para el lado del  parque.

Muda y sin  ser notada

ella miró con ojos de adoración

cada pedrada que no daba en pájaro

(los dos gorriones que sí murieron

los sintió sacrificio en aras

de una pequeña rubia deidad 

cuya crueldad debía disculparse

por el mérito inmenso de su hermosura:

la versión infantil de su dios clandestino,

ese en homenaje al que

ella torcía  de antemano el cuello 

a todo pájaro que amenazara

con ponerse a volar en su cabeza).

 

                                XI

 

 

No tuvimos cornuda oficial en el barrio:

era su hombre de la otra

punta de la ciudad

y las víboras viejas no tuvieron

más presa para sus lenguas

(más venenosas  que cualquier colmillo)

que la pobre amante.

 

Yo la conocí de niño.

Era una buena señora:

daba caramelos,

acariciaba apenas la cabeza,  

miraba con ternura

y nunca me babeaba de besos los cachetes

como mis tías viejas de su edad.

 

                             XII

 

No fue una mantenida:

vivía de la pensión del marido muerto

y de costuras que hacía.

 

Le fue siempre fiel a su hombre,

más que si ante el cura

lo hubiera prometido.

 

Las viejas del barrio

tenían en mayor ofensa

estos dos nobles detalles

que el total de su adulterio: 

la réproba quebraba

dos reglas que toda

indecente respetable

debe cumplir escrupulosamente

(las putas, putas,

las santas, santas,

y el mundo,

cuadriculado).

 

Cuando llegaron al infierno

las viejas víboras de mi barrio

no entendían nada.

 

                          XIII

 

La conocí de niño.

 

Atestigüé sin entender del todo

los tres últimos años

de su amor por el hombre

y el año y medio de

su viudez sin viudez,

con  luto riguroso por adentro.

 

Le oí a mi abuela y mis tías

cosas horribles acerca de ella

de las que todavía me avergüenzo.

 

Me dolió que su tristeza y después

que faltara del barrio.

 

Las víboras viejas pronto hallaron

presas vivas de las que ocuparse.

De tarde en tarde, al azar del recuerdo,

la sacaban un rato de la  tumba,

para maltratarla un poco,

pero a los dos o tres años

estaba olvidada.

 

Lo dejo escrito ahora para luego

porque tanto amor

no puede merecer  todo  ese olvido.        

Velorio de la amante
Juan de Marsilio

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