Azincourt |
De la otoñal comarca que encontrara en el viaje de ida quedaban sólo campos desiertos y baldíos, mudos también del más ligero verde. Muy otro era el paisaje, pero las coordenadas eran las del sitio en que presenciara la batalla. Las armas y el utilaje de los hombres tenían una rústica elegancia. El sol espejeaba en los metales que cubrían los cuerpos. Dos filas ordenadas y silentes enmarcaban la tierra de nadie. De una de ellas, despacio, salió un hombre que avanzó un trecho hacia sus enemigos. Se detuvo, se inclinó respetuoso, y gritó en una lengua de áspera dulzura: -Tirad primero si es que así os place, caballeros ingleses. Se inclinó nuevamente y volvió con los suyos. En el campo contrario se inclinaron los hombres, prepararon los arcos con cuidado y dispararon la primera andanada. En las filas del que había gritado, ahora con algunos hombres menos, comenzaron a armar las ballestas. El tal ritual le había sugerido que el horror de tener que asesinarse, se hacía soportable a aquellos hombres tan sólo mitigado con gracia y cortesía. Lo que hablaba muy bien de la especie: superadas niñez y adolescencia, hallarían la paz. Recordaba que había pensado que haciendo caso omiso de su final de muerte, tenían su belleza esos enjambres que despegaban alternativamente desde un campo hacia el otro y viceversa. Ahora, de regreso, hallaba el yermo pedregal callado. Sobrevolando aquello, en un principio hubiera jurado que se trataba de los despojos de un conflicto nuclear. Descartó de inmediato tal hipótesis: no era aplicable a raza de espíritu tan fino. |
Juan de Marsilio
de la Antología “Más vale nunca que tarde”, Montevideo, 1990
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