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El abecedario en los tiempos del Plan CEIBAL 
Juan de Marsilio

  “En el principio la Palabra (Logos)    

era. Y la Palabra estaba con Dios. Y

la Palabra era Dios.” Jn. 1, 1.

“…conoceréis la verdad y la verdad os           

hará libres.” Jn. 8, 32.

 

 “ Si abrí los ojos para ver el rostro

puro y terrible de mi patria,

si abrí los labios hasta     

         /desgarrármelos,

me queda la palabra.”

Blas de Otero

“ Tantas cosas ya se han ido

al cielo del olvido,

pero tú sigues siempre a mi lado,

Pequeño Larousse Ilustrado”

“Vals del diccionario”, M. E. Walsh    

                                                                            

 

Estas son las reflexiones de un docente de Literatura del montón, formuladas desde su práctica docente. Disculpará el lector la falta de un sesudo aparato de citas y referencias. Al cabo de la lectura habrá de dilucidar si, como yo pienso, lo que afirmo es evidente casi de por sí o, lo que no quisiera, quien escribe es de tan burda y soberbia ignorancia que no precisa que ningún autor lo ampare en sus disparates. Sea cual fuere el caso, en el proceso el lector reflexionará sobre la enseñanza de la lectura y escritura en nuestras aulas y en nuestros días, así como también sobre la promoción del hábito de leer, lo que no dejará de acarrearle algún provecho.

 

Aludo en el título al Plan CEIBAL porque estamos en una época en la que se insiste, a mi ver con acierto, en la necesidad de una generalizada “alfabetización informática” y también porque el CEIBAL es, incluso a juicio de la oposición, el mayor si no el único logro educativo del gobierno frenteamplista. No dudo en decir que el Plan me parece buena cosa, pues sólo le apunto en contra dos peligros, uno potencial y otro real.

 

Vamos al primero: la adquisición de equipos y servidores, así como la provisión de cargos técnicos y de asesoría para el Plan podría prestarse a manejos turbios y a coimas de diversa laya. Califico este peligro de potencial porque no me consta que se estén dando las desprolijidades y los ilícitos a los que aludo. Podrían producirse o no: del control ciudadano depende el evitarlos, así como también el detectarlos, castigarlos y desarticularlos. Y lo mismo para con situaciones similares en cualquier rincón de la Administración Pública.

 

El segundo es que el CEIBAL sea tomado como una panacea. El problema de las panaceas es que terminan siendo peores que los venenos, pues como se cree que lo curan todo, cuando en el mejor de los casos curan algo, a su sombra se incuban no sólo empeoramientos sino nuevos males. Mucho me temo que, sin mala fe alguna, muchos ciudadanos comunes y no pocos gobernantes y políticos profesionales de la oposición toman al plan como una panacea. Y no lo es. O lo es, en el sentido nefasto del término.

 

El techo y los cimientos

El Uruguay del Siglo XXI no puede darse el lujo de que sus habitantes sean analfabetos informáticos. Gran verdad. Pero no adelantaría nada – y retrocedería mucho – si termina poblándolo una recua de analfabetos informatizados.

 

Lo del párrafo precedente no es un mero trabalenguas. Aludo a un hecho tan evidente, que de puro evidente se nos escapa: la informática es una herramienta utilísima, pero requiere, para su aprovechamiento, del manejo adecuado de otras herramientas más básicas, anteriores en la historia del desarrollo humano, mas no por ello menos complejas. Y añado: no por viejas pasadas de moda ni por antiguas caducas.

Me refiero, como ya se habrá dado cuenta el lector, al razonamiento, la palabra y la lectoescritura, para nuestro caso, alfabética. Y menciono en el subtítulo al techo y los cimientos porque creo que tenemos, en lo relativo al desarrollo de esas herramientas en nuestros estudiantes, muy serias dificultades. Tanto que, priorizar la alfabetización informática por sobre el abordaje de esas dificultades, me parece análogo a intentar construir una casa desde el techo hacia los cimientos. Note el lector que escribo sobre problemas de razonamiento, uso de la Lengua y distintos grados y modos de analfabetismo funcional en nuestros estudiantes: no puedo imaginar lo graves que serán en el segmento de nuestra infancia y juventud que ha visto postergada o truncada su escolarización.

 

Los dedos de mis alumnos

Desde hace varios años me dedico a dar  1 º de Bachillerato: el viejo 4 º de Liceo. No puedo afirmar tener estudiado el tema con rigor estadístico, pues sólo poseo la experiencia de los grupos en los que di clases – en buena medida confirmada en conversaciones con otros colegas – pero me parece que de un tiempo a esta parte el vocabulario de los muchachos se viene reduciendo. Son cada vez más – y cada vez más sencillas según  mis parámetros – las palabras cuyo significado debo explicar. Y no que la muchachada se atrinchere en su jerga, que eso es buena cosa. ¡Ojalá y fuera el caso que, con sana rebeldía, los más nuevos anduviesen agrandando el idioma que en la madurez hubieran de poseer a cabalidad! No es así: lo que pasa cada vez con más frecuencia es que no tienen la palabra – ni en jerga ni en castizo Castellano – ni tampoco el concepto.

 

Suelo intentar la deducción del significado por el contexto. Cuesta, cuesta muchísimo, porque el trabajo de lo contextual va revelando nuevos baches léxicos, de modo que resulta que mis proyectados puntos de apoyo terminan siendo pozos en los que me hundo más aún. Del mismo modo, cuando tratamos de deducir el significado recurriendo al de palabras de la misma familia que les sean conocidas a los estudiantes, se revela que desconocen esas palabras o que les es muy difícil captar las relaciones, sonoras y semánticas, entre palabras afines.

 

Entonces, ¡al diccionario! Pero entre que no lo tienen o no lo traen, se dificulta. Más aún: cuando sí lo hay, en el proceso de búsqueda, los dedos de mis alumnos – y sus ojos – se enredan entre las páginas. Es que la gran mayoría no sabe el abecedario. Aclaremos: unos cuantos de ellos pueden recitarlo, pero operar con él, muy pocos.

 

Las haches rupestres nunca vienen solas

Un indicador con el que los lectores no profesionales pueden hacerse una idea del problema que estoy tratando de exponer – y de su gravedad – es el desempeño ortográfico de los niños y jóvenes de su entorno. Pruebe el lector con sus hijos y nietos de quince o dieciséis años: pídales que le pasen un cuaderno y verá que su ortografía no es ni por lejos la que en el imaginario colectivo cabría esperar para un uruguayo en 4 º de Liceo.

 

Cierto que los imaginarios son imaginarios son eso, imaginarios. Pero no menos cierto que sería deseable que diez o más años de escolarización aportasen por lo menos al educando una ortografía correcta. Y no que uno pretenda un rigor exagerado e inútil en este campo: uno cree, con García Márquez, que cierta simplificación ortográfica le haría bien al idioma y a sus usuarios. Sin embargo, hay que diferenciar: no es lo mismo peculiaridad ortográfica consciente que desconocimiento de las reglas ortográficas.

 

Más aún, muchos de nuestros estudiantes de primero de bachillerato no han incorporado aún la noción de que la ortografía castellana puede concebirse como un sistema de reglas y excepciones. Es penoso verlos, preguntando a sus docentes cómo se escribe tal o cual palabra, en vano intento de aprender la ortografía palabra por palabra. Asimismo, rara vez ocurre que los problemas ortográficos vengan solos: vocabulario escaso, mala comprensión lectora, deficiente lectura en voz alta, mal uso de la puntuación, problemas con los modos y tiempos verbales, suelen ser ingredientes de un coctel amargo.

 

Y se dirá que en tiempos pasados que creemos mejores, de puro conservadores que somos, al que era disléxico o tenía alguna otra dificultad de aprendizaje se lo catalogaba de burro y santas pascuas. Lo que es decir: “Vaya, m’hijito, usté que es de pocas luces, a aprender un oficio a la UTU”. Cierto y terrible, sin desmedro de que ya quisiéramos hoy una UTU como la de aquellos días, cuando en cualquier país de nuestro continente sus egresados pasaban por ingenieros. Ahora bien, cuando en un aula de 4 º año de Liceo un 20, 30 o 40 % de los estudiantes leen o escriben mal, es muy probable que su dificultad de aprendizaje sea que les han enseñado mal a leer y escribir.

 

La “p” con la “a”: “pa”

Uno se percata de lo difícil que debe haberle sido aprender su lengua materna recién cuando trata de aprender un segundo idioma. Asimismo, en el diálogo con quienes han aprendido el Castellano como segunda lengua, uno comprende cuánto pueda parecerles caprichoso y arbitrario (“¿Por qué no se dice “el pared” o “lo pared”?”, me preguntaba un conocido inglés que debió pasar algo más de n lustro entre nosotros por razones laborales). Sin embargo, tuve ocasión de comprender que hay lenguas más difíciles que la nuestra, incluso para sus hablantes naturales.

 

¿Se acuerdan de Jack Palance? Condujo en los ’80 la versión en TV del “Ripley’s believe It or not”. Hijo de inmigrantes ucranianos, hablaba esa lengua, Ruso, Inglés, Francés, Italiano y Castellano. En cierto capítulo del “Ripley’s” la cosa increíble que presentaba era el propio idioma Inglés. En un atril, presentaba una placa en la que la palabra “ghoti” era seguida por el signo de igual y la figura de un pez. Explico: si el grupo “gh” se pronuncia como en “enough”, la “o” como en “women” y el grupo “ti” como en “national”, se cumple que ghoti = fish. Ahora entiende el lector por qué es frecuente ver en las películas de Gringolandia niñitos embarcados en arduos concursos de deletreo.

 

Nuestro idioma es distinto. Cinco vocales netas, cada cual con su propio grafema, todos ellos de lectura única – si se exceptúa es uso mudo de la letra “u” luego de la “g” o la “q”, siempre que la sigan “e” o “i”. Un puñado de consonantes, casi sin problemas (la mudez de la “h”, el si soy vocal, si soy consonante, de la “y”,  el cambio de sonido de la “c” antes de la “e” y la “i”, las reglas de la “r” simple o doble, suave o fuerte, y poca cosa más).

 

Añado: unas reglas de acentuación y tildes (con un tilde nada más y una diéresis, ambos de uso pautado claramente) fáciles de aprender si se las ejercita.

 

Lo del subtítulo: si el maestro insiste lo bastante para que el educando asocie fonema y grafema, si espera a que ese conocimiento esté lo bastante afianzado para recién luego dar el nombre de las letras y su ubicación en el alfabeto, no hay manera de que el niño no aprenda a escribir y leer bien el castellano (si practica mucho, claro). Si tiene alguna dificultad de aprendizaje, ésta se evidenciará en el proceso y de derivará al niño a la reeducación que corresponda (y no me vengan con que no hay recursos para reeducar: todos los niños tienen derecho a que se les enseñe a leer y escribir, sin reparar en gastos, pues si por ahorrar se les da una enseñanza ineficaz, se desperdicia el trabajo y el tiempo de los maestros – con el consiguiente costo – pero mucho peor, se malbarata las expectativas del alumno y sus padres).

 

Nosotros hacíamos sílabas. Y con las sílabas, armábamos textos. Y repetíamos. Susi asó sesos como seis meses, Lalo salió al Sol hasta achicharrarse, mi mamá me mimó, para mal de mi Edipo. No era divertido (era muy tedioso). Pero el maestro no era un payaso calificado. Y lo más importante: aprendimos a leer y escribir. Insisto: cuando uno lee acerca de las experiencias de Paulo Freire en educación de analfabetos adultos lusohablantes, el concepto de sílaba y el empleo que de él se hace es fundamental.

 

No debe subestimarse la importancia de esta herramienta: Don Juan José Morosoli, que además de narrador fue muy interesante ensayista, hizo nomás dos años de escuela urbana. Luego, con la ayuda de un tío, y con mucho de esfuerzo autodidacta, llegó a ser lo que fue. Si no les damos eso a nuestros niños y muchachos, vano será todo el conocimiento que intentemos acumular sobre el vacío, porque lo estaremos echando en saco roto.

 

Lograr lo anterior implica superar el desafío del salario docente: el maestro debe ganar lo suficiente para poder vivir con un turno y quedarse tres o cuatro horas con los cuadernos de sus alumnos. Hay variados métodos para enseñar a leer y escribir, que se adaptan mejor a tal o cual alumno o grupo de alumnos. Todos tienen en común que requieren la máxima dedicación por parte del docente al progreso y las dificultades de cada uno de sus estudiantes. La falta de condiciones adecuadas no se suple con peroratas pseudoteóricas que, en el mejor de los casos, solo podrán servir de analgésico al malestar docente (o de anestesia para la mala conciencia de los gobernantes de la educación).

 

Complementariamente al logro de una dedicación exclusiva por parte de los docentes, deberían instrumentarse políticas de promoción de familia que permitan a uno de los  cónyuges un trabajo de tiempo parcial, de modo de poder hacer mejor el seguimiento y asistencia del avance escolar de los hijos. Hubo generaciones de escolares a los que mamá los ayudaba con los deberes: habría que ver si es posible de nuevo (sobre la importancia de esta ayuda doméstica a la escolarización, ver el trabajo de Adriana Marrero en “El Uruguay del Siglo XX / III : La sociedad”, Ediciones de la Banda Oriental, 2008).

El mejor regalo era un libro o el hábito que sí hace al monje

Escribí más arriba que practicábamos y repetíamos. Vale decir: que leíamos y escribíamos. Construíamos capacidades, las afianzábamos con el ejercicio – creábamos hábitos – y de paso aprendíamos, pues lo que leíamos tenía contenidos, al propio tiempo que nuestras producciones textuales nos exigían razonar.

 

No digo que no sea bueno regalarles a los niños computadoras y juegos de video. Es bueno, porque jugar es buena cosa. Además, nadie puede negar que las TICs sean un auxiliar educativo valiosísimo. Lo que sí es peligroso es la ajenidad de la palabra escrita en las vidas de un número creciente de nuestros niños y muchachos. Para evitar que se me malentienda, aclaro: al chatear, o mandarse mensajes de texto, o ver un video con subtítulos, nuestros muchachos leen y escriben. Yo me estoy refiriendo a leer libros, tanto da si en papel o en formato electrónico, y a escribir correspondencia comercial o trabajos de corte ensayístico (y, por supuesto, cartas de amor, poemas y narraciones).

 

Cierto es que hay fenómenos como el de Harry Potter o, más interesante para mí, el constante crecimientos de la literatura nacional para niños y muchachos. Pero a no engañarnos: cuando los docentes hacemos el diagnóstico de nuestros grupos, al iniciar los cursos, los alumnos con hábito de lectura están en franca minoría.

Lo que natura non da, Tinelli menos

Uno no pretende que a los quince o dieciséis sus alumnos sean unos infames tragalibros. A esa edad hay otras cosas que nos llaman, todavía me acuerdo. Pero aun viviendo a pleno esa etapa de la adolescencia, queda tiempo para muchas lecturas fermentales.

 

Y no sólo lecturas: mucho de la música y de los materiales audiovisuales a los que accedemos por esos años nos marcan para toda la vida. O mejor: nos dan materia par irla rumiando toda la vida. ¡Salve, “Ministrel in the Gallery”! ¡”Fahrenheit 451”, de  Truffaut, salve!

 

Nuestro problema actual es que los operadores privados de nuestras ondas públicas de TV abierta están perpetrando un crimen de lesa cultura inaudito, del que nuestros niños y muchachos son  las más lamentables víctimas. No que no haya buenos productos – unos cuantos de ellos nacionales – incluso en el rubro de mero entretenimiento intrascendente, que también es necesario. Pero el promedio es francamente antieducativo: si Tinelli o Rial triunfan en la TV y en las casas de nuestros educandos, los docentes no podemos competir, sea que usemos tiza y pizarrón, sea que se nos provea de los últimos avances audiovisuales e informáticos. Porque el problema no es de medios, sino de contenidos.

 

Fue muy penoso que cuando el Prof. Luis Mardones, aún al frente de la Dirección de Cultura del MEC, se permitiera sugerir, con mucho cuidado, que la emisión de “televisión chatarra” debería tener una fuerte carga impositiva, se lo acusara de liberticida. Quienes lo atacaban – por eso y no por su gestión, que tuvo sus luces y sombras – defendían la libertad de nuestros empresarios televisivos de hacer su negocio sin ver las consecuencias para la cultura de nuestra gente. No existe tal cosa como el derecho a embrutecerse, porque el embrutecimiento es una desgracia, no una libertad.

La TV y los audiovisuales e informáticos en general podrían y deben ser una formidable herramienta educativa. Si bien siempre defenderé el derecho de todos a acceder a los libros, concuerdo en que no son para nada irracionales las proyecciones que el Dr. Carlos Maggi formulara hace casi un cuarto de siglo, en el sentido de que es muy probable que en un futuro cercano la lectura de libros fuese de uso muy minoritario. Pero concuerdo, sobre todo, con su planteo de que la TV debería acercarles a las masas contenidos de alto valor cultural (para quien quiera profundizar, recomiendo la lectura de “Los militares, la televisión y otras razones de uso interno”, Carlos Maggi, Arca, 1986).

El CEIBAL y el bosque o Educar y reeducar: esa es la consigna

Así pues, y comenzando a concluir, que si bien es necesario introducir a la informática al estudiantado de nuestras enseñanzas primaria y media, no es menos cierto que hay tareas más imprescindibles aún: mejorar los métodos de enseñanza de lectura y escritura, definir e instrumentar estrategias de reeducación para con los estudiantes que presenten dificultades en esos campos, fomentar el hábito de la lectura. Además de eso, que es propio del sistema educativo, se deberá definir e instrumentar políticas de medios masivos de comunicación y de promoción de familia que coadyuven a una mejor educación de nuestras nuevas generaciones. Esto es inseparable de una adecuada política presupuestal y salarial en el sector, amén de una participación decisoria de los órdenes directamente involucrados en la educación, lo que no se hace posible con la Ley General de Educación recientemente aprobada.

 

No son proyectos vistosos, que den rédito político partidario a corto plazo. La pequeña computadora verde se ve con facilidad. La reducción de las faltas ortográficas, una mejor sintaxis, una mayor comprensión lectora, un vocabulario más amplio son factores determinantes para que el Plan CEIBAL tenga sentido. Pero no se visualizan con facilidad. Y esto es terrible siempre, pero más este año 2009, en el que la oposición le reclama al gobierno frenteamplista los réditos del incremento presupuestal para la educación pública. ¡Habrase visto mayor disparate! Cuando la educación obligatoria pasa, con la nueva Ley, de nueve a catorce años, cuando el deterioro de nuestra educación pública tiene raíces en la década de los ’60, pedir soluciones mágicas en cinco años es demencial, si no es que hipócrita y demagógico.

 

Pero ni el actual ni los ulteriores gobiernos frenteamplistas deben caer en la trampa que se les tiende: la educación de un pueblo es un proceso a largo plazo. Se debe obrar con celeridad, pues toda situación demora más en corregirse que en deteriorarse. Pero no se puede entrar en la desesperación de encontrar una panacea educativa cada cinco años, para mostrársela a los potenciales votantes. Sería traicionar nuestro proyecto y nuestra identidad.

Acerca de los acápites

Termino fundamentando, que no es lo mismo que pedir disculpas, la abundancia de acápites. Es que desde lo sacro a lo profano, de lo solemne a lo risueño, de lo materialista a lo espiritualista, de lo sesudo a lo naif, todo señala como causa impostergable e inexcusable la defensa – y hasta incluso la reconquista – del derecho a la palabra, oral y escrita, para nuestros niños y muchachos. Es parte fundamental de su felicidad y plenitud como seres humanos.

Juan de Marsilio
Se publicó originalmente en la revista "Estudios"

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