Amigos protectores de Letras-Uruguay

Manuel  Oribe
por Luis A. Martínez Menditeguy
martinezmenditeguy@hotmail.com
 

Dejó a los orientales un invalorable legado del más puro patriotismo, del más acendrado valor, de una dignidad sin máculas, de una honorabilidad sin tacha, de una rectitud sin dobleces y de una austeridad republicana ejemplar.

No ha sido una empresa fácil enfrentar a la poderosa  máquina de la propaganda divisionista entre quienes poseen títulos de los gallardos defensores de la “civilización” y aquellos tildados de “bárbaros”.  En el rescate – y con el apoyo de irrefutable documentación -  la falsedad de una historia “oficial” que englobaba como bárbaros primitivos y oscurantistas a Oribe, Rosas, Francisco Solano López y sus heroicas huestes ponemos proa a llevar a buen puerto este barco conteniendo en su bodega el reconocimiento y la admiración que profesamos a la figura sin mácula de Manuel Oribe.

Por cierto que esta vocación ahincada por la verdad es  la inspiradora de los artículos  y el lev motiv de nuestros ensayos.

Referirnos a grandes trazos en una semblanza a Manuel Oribe, constituye un reconocimiento a un hombre, un soldado y un gobernante que integran un todo armónico.

Su fecha de nacimiento data del 26 de agosto de 1792. Sus padres, don Francisco Oribe y Salazar, militar de carrera, perteneciente a una familia de acreditados servicios a la corona española y doña María Francisca de Viana y Alzaibar. Por la rama materna descendía de José Joaquín de Viana, Caballero de la Orden de Calatrava, Mariscal de Ejército y, desde 1750 primer gobernador de Montevideo.

Tales fueron los progenitores de Manuel Ceferino, segundo jefe de la cruzada libertadora de 1825 y del segundo Presidente constitucional de la República.

Oribe nació y se crió en el seno de una familia de altos funcionarios, identificados con la ciudad desde sus orígenes, que poseyeron enormes extensiones de tierras en el medio rural desierto y semibárbaro.

Su abuela, a quien en la época se le llamó la Mariscala, fue dueña de una de las más grandes estancias coloniales.

Como bien lo señalara el profesor don Juan E. Pivel Devoto, “ en el escenario de una plaza fuerte rodeada de murallas, a cuyo puerto llegaban constantemente navíos con unidades que renovaban la guarnición de las Malvinas y la de la propia ciudad, que no fue una ciudad togada ni monacal, sino un bastión que adquirió luego importancia comercial, es natural que quien era hijo y nieto de soldados se sintiera llamado a seguir la carrera militar en la más distinguida de sus armas: el arma de artillería”.

Es seguro que a no mediar los sucesos que desde 1806 convulsionaron al río de la Plata y a la metrópoli, Manuel Oribe hubiera seguido los pasos de su hermano Tomás, enviado a España a realizar sus estudios en la academia de Segovia.

Pero, los tiempos habían cambiado y siendo un adolescente los inició en Montevideo, en la incipiente academia de los cuerpos de la plaza, en la que, al finalizar el período colonial se impartía la enseñanza práctica de ejercicio de cañón y mortero.

Al estallar la revolución Manuel Ceferino tenía diez y ocho años.

El profesor don Pivel Devoto lo describe con precisión historiográfica que : “cuando se inició la protesta armada de la que resulto luego el movimiento emancipador, permaneció en la plaza durante el primer sitio, estando ajeno a la conmoción social que entrañó el éxodo de 1811, y en 1812, meses después de haberse reanudado el asedio, en vísperas de la batalla del Cerrito, del brazo de su madre montevideana, hija del primer gobernador que tuvo la ciudad, compareció en el campamento de Rondeau para incorporarse al ejército libertador en el que su tío Francisco Javier, ya bajo las banderas de la revolución, era jefe del estado Mayor”.

Estos antecedentes de familia, el escenario en el que vivió su infancia y primera juventud, las amistades que contrajo en la época en que se graban las primeras impresiones, contribuyeron a modelar su personalidad que, lejos de rechazar esa influencia ambiente encontró en ella el marco adecuado a sus propias inclinaciones.

Los gauchos de la revolución de 1811 convertidos en milicianos, en soldados valerosos pero sin vocación militar y sin sujeción a la disciplina, los tenientes y capitanes surgidos por doquier imprimieron a la lucha un sello tumultuoso. El carácter de los hechos, la fisonomía tan particular de los ejércitos, seguidos en sus marchas por habitantes de las poblaciones embrionarias que formaban la patria en armas, tienen que haber impresionado hondamente y aun desorientado al propio Manuel Oribe.

Sin lugar a dudas que Oribe sufrió los efectos de aquel contraste entre una naturaleza nacida para el orden y los inevitables desbordes  de un proceso revolucionario.

Dominado por las mismas ansias de libertad, y sin dejar de comprenderla como una expresión de nuestra tierra, Oribe no se sintió atraído por la montonera. En la guerra contra el dominio hispánico finalizada en 1814 obtuvo su grado de capitán de artillería con el que integró luego, siempre esa arma, la selecta oficialidad del Cuerpo de Libertos.

Pero, militar de orden y patriota firme en sus ideas, cuando los jóvenes cultos de la ciudad que eran sus amigos se sublevaron contra el Gobernador Barreiro en 1816 y lo apresaron en el Cabildo, Oribe con sus cañones se puso del lado de la autoridad, y derribó a hachazos la puerta del calabozo para rescatar a Barreiro a quien restituyó en el mando, porque en ese momento, además de representar la legalidad, encarnaba el espíritu de la resistencia contra el invasor portugués.

A diferencia de muchos orientales que para escapar de la anarquía buscaron amparo bajo la autoridad del Barón de la Laguna, Oribe acompañando al cuerpo de Libertos, emigró a Buenos Aires.

En la crisis del año 1820 se batió junto a Rondeau, a Soler y a Dorrego en los campos de Cepeda, Cañada de la Cruz, San Nicolás, Pavón y Gamonal, mostrándose siempre leal al vencido y, cuando regresó a la patria no fue para defender con su espada las decisiones del congreso cisplatino sino para encarnar en la ciudad de Montevideo la revolución ciudadana de 1823.

En este año recibió del Cabildo de la plaza electo por voto popular, el grado de Teniente Coronel. Su acreditada personalidad y su reputación militar lo convirtieron en una de las primeras espadas de la cruzada de 1825 y de la campaña que culmino en la paz de 1828.

La fisonomía moral del jefe del asedio de Montevideo, del soldado de Sarandí en cuyo campo de batalla ascendió a Coronel, del vencedor del Cerro, del combatiente en Ituzaingó, y Camacuá al frente de la unidad por él disciplinada, no se asemeja a la de los militares de su tiempo que conquistaron fama.

A través del dilatado período revolucionario, no contrajo hábitos anárquicos porque repugnaban a su naturaleza. Rigió su conducta por los claros dictados de las ordenanzas españolas, duras, sin dejar de ser humanas, con las que se identificaba su espíritu. Sus comunicaciones oficiales de campaña sobriamente expresivas, son modelo de laconismo y nunca traicionaron a la verdad.

Obtuvo sus grados y ascensos en el proceso de una irreprochable carrera de honores. Mientras fue subordinado no buscó acortar la distancia con el Jefe, aunque éste fuera su amigo o pariente cercano, ni reclamó por el papel que se le hacía representar en el parte de la batalla, aunque se le desmereciera el que en realidad le había correspondido.

“Cuando le llegó la hora de comandar – expresaba el profesor Pivel Devoto -  huyó de las proclamas altisonantes redactadas por los plumíferos que nunca faltaron, e hizo de las ordenes generales, un instrumento vivo, a través del cual se reconstruye la organización de sus ejércitos, la fisonomía de los campamentos, los deberes asignados a cada uno, la disciplina, la moral del soldado y la forma en que un hombre nada inclinado a las expansiones y confianzas propias de la camaradería militar, velaba callado, por el destino de los combatientes que tenía bajo su mando cuidando todos sus detalles”.

 Fue severo para reprimir el robo y la mentira, lo fue más aún para castigar la deserción, verdadera plaga de los ejércitos americanos.

Oribe fue el militar más afortunado de su tiempo en el Río de la Plata. Así lo acredita la serie de combates victoriosos que comandó: Casavalle, el Cerro, Las Piedras, Sauce Grande, Quebracho Herrado, Famaillá, San Calá, San Juan, Rodeo del Medio, Arroyo Grande.

La explicación de sus triunfos, logrados sobre generales que habían participado en las grandes campañas de la revolución americana las daba el recordado profesor y maestro de Historia al expresar que Manuel Oribe “jamás practicó el recurso disolvente de estimular la rivalidad entre los Jefes para conservar la propia autoridad”.

Nacido con la vocación del mando fue llamado a las funciones del gobierno no por sus aptitudes personales para la política sino por las condiciones que lo habían distinguido como militar amante del orden.

Al iniciarse la vida institucional de la República, Oribe, que quiso ser un guerrero de la independencia entonces ya reconocida, había pedido su retiro, su absoluta separación del servicio. Animado por el ideal del desenvolvimiento económico del país, cooperó entonces en los esfuerzos para fomentar el trabajo rural.

Relata el Licenciado y Docente Lincoln Maiztegui Casas en su obra “Orientales”,  Tomo I, “que en junio de 1832, el mayor Juan Santana se amotinó en Durazno contra Rivera, que debió huir y salvar el pellejo atravesando a nado el río Yi. Al mismo tiempo, en Montevideo, Eugenio Garzón, junto a otros destacados lavallejistas (Miguel Barreiro, Silvestre Blanco y Pablo Zufriategui, entre ellos), dirigió una carta al Parlamento anunciando que desconocía al gobierno y que a partir de ese momento sólo obedecería órdenes de Lavalleja”.

“Es entonces cuando  don Manuel Oribe pone su espada no al servicio de sus amigos insurrectos sino del Presidente constitucional, al servicio del imperio de la Constitución y la ley, sin perder el tiempo en pensar si ese Presidente había tenido en el pasado más desacuerdos que acuerdos con él”, expresaba en Sesión Homenaje el entonces señor Vice-Presidente de la República Dr. Gonzalo Aguirre Ramírez en el año 1992 al conmemorarse el bicentenario de su natalicio.

Terminado el mandato de Rivera, por unanimidad – 35 en 35 – Manuel Oribe es elegido presidente de la República.

El país experimentó una sensación de alivio. Oribe asumía con las más amplias consideraciones. Había sido leal al gobierno, cuando las revoluciones lavallejistas; no tanto por afección a Rivera, como por su amor al orden y la legalidad, que serían constantes en toda su actuación pública.

Carlos Machado anota: “Su nombre se ligaba con el patriciado de Montevideo y remontaba sus vinculaciones a la propia nobleza española. Era nieto del primer gobernador que tuvo la ciudad, Joaquín de Viana, y por ese linaje (de su madre) estaba emparentado con Rodrigo Díaz, el legendario Cid, y por doña Jimenea con Alfonso VI”.

El periodista y escritor Wilfredo Pérez en su libro “Grandes figuras blancas” se pregunta: “Este Uruguay sin fronteras, campo de batalla de conquistadores rivales, con una población que no pasa de setenta mil habitantes, ¿cómo pudo dar a Artigas y después a Oribe?”

Y continúa el entrañable amigo destacando: “No para oponerlos, ya que fue el segundo quién inició la reivindicación del primero, ni para intentar un paralelo que pudiera parecer irreverente, sino para sumar rasgos y perfiles que configuran aquella etapa deslumbrante. Artigas, caudillo que arrastra multitudes; Oribe, soldado que gana batallas. Artigas, visionario, dicta instrucciones y concibe, como sistema la libertad de América; Oribe, gobernante, echa las bases de una república digna, culta, respetuosa de la legalidad. Artigas, abnegado, sacrificado, en ostracismo indeclinable, aceptando la derrota impuesta por un medio inferior; Oribe, combativo, resurgiendo del destierro, convertido en el General de los ejércitos de la Confederación Argentina, ante cuyo anuncio las orgullosas tropas de Lavalle y de Paz se saben derrotadas antes de la batalla”.

El 1º de marzo de 1835  se efectuaron las elecciones presidenciales. Siendo elegido por unanimidad de votos de la Asamblea General, don Manuel Oribe “el amigo del orden”, cuyo prestigio había ido en aumento por su conducta legalista y la honradez que se le reconocía.

La elección de Oribe no fue obra de un partido político, ni fruto de la influencia personal de ningún Caudillo. Por el contrario, ella fue la expresión de ansia de orden y afán constructivo y de concordia nacional que reinaba en ese momento.

Oribe tenía la vocación del mando, toda la fortaleza de su carácter, más bien débil, radicaba en la adhesión ilimitada e inquebrantable que profesaba al texto de las leyes. Poco flexible, no sabía adaptarse a las fluctuaciones de la política; su ideal de gobernante era definir la autoridad dentro del orden, unificar el país y fundar sobre bases sólidas y honestas su sistema administrativo.

Expuso el historiador don Mateo J. Magariños de Mello que: “El nuevo gobernante agrupó en torno suyo de inmediato a los hombres del lavallejismo – que no habían tenido otras aspiraciones – como Giró, Barreiro, Blanco y del grupo moderado del riverismo, como Pereira, Lambí, Suárez y aún aquellos elementos conservadores del comercio para quienes la revolución había significado el desastre y que venían gustosos a colaborar en la hora de la reconstrucción, como Vilardebó, Gestal y Pérez”.

Desde su inicio el Gobierno de Oribe debe ordenar las finanzas: realiza severas economías, grava los sueldos de los empleados públicos, crea impuestos y, por sobre todo, impone corrección, honradez en la Administración.

Al fin obtiene sanear la hacienda y en 1835 el ejercicio cierra con un superávit de medio millón de pesos.

Agentes extranjeros reconocen la bondad de su gestión. El representante de Francia dice de Oribe: “Restableció  la confianza, llamó al crédito, hizo frente a los gastos del día y a los pasados, y aún economiza”.

Y el diplomático inglés no engaña a su gobierno cuando informa a Londres, en 1837, que “todas las ramas de la floreciente industria que habían alcanzado extraordinario florecimiento, arraigo y desarrollo, están paralizadas por esta inhumana y bárbara guerra civil que es llevada y sostenida sin otro propósito que premiar la miserable ambición y egoísmo de un hombre: don Frutos Rivera”.

Pero Oribe no se limita a manejar de modo excelente los dineros del estado. Su anhelo de buen gobernar se extiende a toda la cosa pública.

Corresponde a la Administración de Manuel Oribe la primera tentativa para organizar el crédito en el Uruguay.

Dicta el Reglamento Consular.

Vigilando la salud pública establece la Junta de Higiene. Y en defensa de la salubridad de Montevideo impone que los saladeros, hornos de ladrillos, jabonerías, velerías, no podrán establecerse dentro de los límites de la ciudad.

Crea la Estadística Médica y el Reglamento General de Policía Sanitaria.

Coordina el servicio de Correos, extendiéndolo al Exterior.

¡Nada escapa a la mirada atenta del gobernante ejemplar!

Gobierna, administra, legisla, negocia.

Y exige de sus colaboradores el máximo de esfuerzo, una inflexible energía y una incorruptible honradez.

En carta del 21 de junio, Manuel Oribe le señala a Gabriel A. Pereyra su firme proceder: “Mi querido compadre: En mi poder tu apreciable, recomendándome a don Domingo Vázquez a nombre de una Sociedad de Buenos Aires, el asunto del Dr. Rodríguez Braga y ello también del Sr. Cónsul. Como amigo te digo con la mayor franqueza que no lo considero justo. Yo no espero sacar más del destino que ocupo que el conservar mi integridad y ésta la perdería desde que suscribiese cosa tan injusta”.

Jamás Manuel Oribe transó con algo que fuera injusto, innoble y desleal.

La incompatibilidad entre las dos autoridades en que se dividía el país – la legal desde la Presidencia de la República; la de hecho desde la Comandancia General de la Campaña – hizo crisis cuando por Decreto de 9 de enero de 1836, Oribe suprimió está última, verdadera piedra de escándalo.

“Oribe se consideró en aquel momento lo bastante fuerte como para intentar la unificación del mando y presidir de tal suerte todo el país de acuerdo a la Constitución”, expresa don Juan E. Pivel Devoto.

Rivera guardó por el momento su rencor esperando la hora oportuna de manifestarlo, y la lucha se mantuvo en un plano doctrinario dentro de la Capital.

El Dr. Luis Alberto de Herrera, primer revisionista histórico de nuestro País, en su libro “La tierra charrúa” presentaba como testimonio y cómo útil esclarecimiento una carta dirigida por el presidente Oribe al general Rivera, que evidencia los esfuerzos moralizadores del gobierno:

“Sr. Brigadier D. Fructuoso Rivera Estimado señor general: Repetidas y apremiantes reclamaciones de las oficinas fiscales me ponen el caso de pedir a Ud. Se sirva compeler al Comisario de la Comandancia General de Armas de Campaña a que rinda las cuentas corrientes a los años 1834 y 1835. Esto se hace urgente e interesa no solo a la buena contabilidad de la República sino al propio crédito de Ud. Como persona altamente colocada en la administración nacional.

Creo tal omisión hasta hoy efecto de las dificultades inherentes a toda administración en campaña y por lo mismo me intereso en que Ud. Active la remisión de esas cuentas cuya demora indefinida es incompatible con el absoluto acatamiento que el gobierno rinde a la ley ante la cual comparece con repetición a dar cuenta de sus actos más insignificantes.

Deseo, pues, que salga de esa molestia con la brevedad posible y que ordene a su atento S.S. y amigo – Manuel Oribe”.

Hermoso documento histórico.

Esa hora llegó en julio de 1836, en que Rivera se lanzó a la revolución, cuando el país se aprestaba a la elección de la nueva legislatura. La revolución estalló simultáneamente en varios departamentos. Después de una breve campaña de dos meses, fue liquidada en la batalla de Carpintería, el 19 de setiembre de 1836.

La posición del Gobierno legal parecía más fuerte que nunca, pero sus planes de reconstrucción nacional quedaban detenidos, el país empobrecido y el erario – ya menguado – exhaustos con los gastos de la guerra.

“Frente a esa realidad sociológica de la Nación – sentencia Magariños de Mello – Manuel Oribe comprendió que no bastaban los mecanismos jurídicos del Estado para llevar a cabo la obra que propusiera, y la necesidad de agrupar en torno suyo, en un gran Partido Nacional, las voluntades coincidentes de todos los hombres ansiosos de orden y dispuestos a defender las instituciones. Así nació la divisa “Defensores de las Leyes”, que, por Decreto de Agosto 10 de 1836, debían usar todos los ciudadanos”.

No era un lema partidario lo que se buscaba imponer, sino un verdadero símbolo de unificación ciudadana en defensa de las instituciones.

La Constitución de 1830 declaraba libres a los esclavos. Pero más de un contrato se celebró posteriormente para extraer recursos de ese vergonzoso tráfico.

El General Manuel Oribe reacciona y dicta un primer decreto que obliga a la Comandancia de Puertos a poner en las patentes de navegación una cláusula prohibiendo el tráfico de esclavos.

Resulta insuficiente porque hay buques negreros con pabellón nacional.

Tira Oribe un segundo decreto por el cual se declaran nulas las patentes otorgadas a esos buques.

Finalmente, en junio de 1837, se aprueba la ley que proclama libres de hecho y derecho a todos los negros.

Don Ramón Massini – que actuara en las filas de Oribe en el Cerrito – siendo diputado en la Asamblea Constituyente, presentó la iniciativa, que fue aprobada, de encargar al gobierno el restablecimiento de la Biblioteca Nacional sobre la base de los bienes legados por el doctor Pérez Castellanos y los restos de la biblioteca fundada por José Artigas en 1816.

Recordemos que la biblioteca que creara Artigas casi no existía, y los libros y bienes del doctor Pérez Castellanos habían sido vendidos con fines absolutamente distintos al pensamiento del testador.

El presidente Oribe, en 1837, nombra una Comisión con el encargo de reorganizar la Biblioteca.  En pocas semanas, alentados sus componentes cumplen tan magníficamente su cometido.

Oribe decide inaugurarla el 18 de julio de 1838 para solemnizar el aniversario de la Jura de la Constitución.

La guerra civil desencadenada por Rivera, lo impide.

Y Manuel Oribe, en lo más agitado de la guerra civil dicta, en 1838, un decreto por el cual se declara “instituida y erigida la Casa de Estudios con el carácter de Universidad Mayor de la República y con el goce del fuero y jurisdicción académica que por este título le compete”.

Enseguida envía al Parlamento un proyecto de ley con el reglamento orgánico de la Universidad.

Nuevamente citamos al Dr. Luis Alberto de Herrera cuándo expresa. “ El dictó la ley organizando los Consulados así como la referente a las funciones de los Tribunales Eclesiásticos; por decreto de 22 de febrero de 1836 él reglamento la enseñanza científica del estado; él reanudó las relaciones comerciales con España, rotas desde la guerra de la independencia; él complementó la subdivisión territorial y abolió el fuero personal en las causas civiles y criminales; él promulgó leyes sobre herencias, sobre libertad de esclavos, sobre estado civil, sobre guías de ganado, sobre impuestos, sobre contrabando, sobre Instrucción Pública”.

¿Podía exigirse labor más lúcida en aquella época?

Herrera siempre creyó que ese radicalismo purificador fue la sentencia de muerte de aquel gobierno sobresaliente.

Don Manuel Oribe durante su gobierno tuvo el acierto de no intervenir en los asuntos de nuestra vecindad. Es por tal actitud que el gobierno de Oribe hace norma de su conducta mantener con los países vecinos la más estricta y rigurosa neutralidad.

El siglo XIX, es el tiempo del avance francés e inglés por los mundos oceánicos.

América sureña, se presenta, ante los ojos de París y Londres, como rica geografía para su expansión. El Plata, llave y puerta para la penetración del Continente, es el punto neurálgico de la ribera atlántica.

En 1838, la escuadra francesa bloquea Buenos Aires. El Jefe de la escuadra, Almirante Leblanc y el Cónsul de Francia, Raymond Baradere, penetrados de la importancia que revestía el puerto de Montevideo para sus operaciones en el Río de la Plata, resolvieron utilizarlo como “base”.

El 3 de setiembre de 1838 solicitan que se rematasen los barcos argentinos apresados por la escuadra francesa. El 6 de setiembre, el Ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores del Uruguay, Dr. Carlos Jerónimo Villademoros, contesta:

“La neutralidad estricta que el Gobierno de la República ha observado y quiere observar en la cuestión pendiente entre Francia y la República Argentina, no le ha permitido mirar con indiferencia un hecho que comprometería altamente aquella, y sus buenas relaciones con una de las potencias, dando lugar a quejas y reclamaciones fundadas”.

Francia reitera su pedido en un lenguaje de ultimátum.

El 14 de setiembre, el Ministro Villademoros, contesta:

“ Que el Gobierno de la República ha extrañado tanto como sentido la exigencia de  S.E. el señor almirante Leblanc y del cónsul en asunto tan grave y de naturaleza tan delicada, en cuya resolución deben entrar consideraciones, no solo sobre lo que tal resolución importaría a la dignidad de la república misma, al carácter de neutralidad que observa y debe observar en las discusiones con la Francia y la República Argentina, a los principios establecidos por todas las naciones, sino también a lo que importaría el abrir una puerta a pretensiones de igual naturaleza, a que tendrían derecho todos los demás pueblos del globo y sin reciprocidad para la República, ni aún por parte de la Francia misma”.

“Neutralidad”; “No intervención”. Se hermanan en la lógica y en la Historia.

Su inspiración es la defensa de la soberanía de la República. Su primera consecuencia, en los hechos patrios, es impedir que Montevideo fuera base naval de una potencia extranjera.

Y recuerda Luis Alberto de Herrera: “Es en 1837, Villademoros cumple una misión diplomática ante la Corte de Río de Janeiro para negociar el tratado de límites.

Ante la insinuación de que el Uruguay pudiera renunciar a sus derechos territoriales mediante una indemnización, el Gobierno de Manuel Oribe declara el 16 de setiembre de 1837 que ninguna indemnización pecuniaria sería capaz de compensar lo que perdería la República”.

Luego vienen tiempos de dolor, separación de familias, sitios renovados, muerte, intervención extranjera, renuncias y gobiernos paralelos.

Exilio de Oribe y desembarco.

Y llega el Pacto de la Unión.

Pero los odios recrudecen.

Y se intenta asesinar a Manuel Oribe.

Fue el 23 de setiembre de 1855. Mientras mantiene una entrevista con el Presidente de la República, Oribe es avisado de que al regresar a su domicilio, en la Unión, su coche será asaltado.

Burlando a los complotados, vuelve a su casa a caballo, mientras su carruaje vacío recibe el impacto de los atacantes que hieren de muerte al cochero.

La idea del complot se atribuye al doctor José María Muñoz, el amigo íntimo del General César Díaz y de Juan Carlos Gómez.

Fracasado el asesinato de Oribe, se produce la revolución del 25 de noviembre de 1855 contra el Presidente Bustamante.

Transcurre el año 1857, entre revueltas y conspiraciones, incluso dentro del propio Partido Colorado.

Y en su Quinta de Paso Molino enferma Manuel Oribe.

Y el hombre que en cien combates, vestido de gran gala, supo hacer frente, con valor indomable, al enemigo y desafiar heroicamente a la muerte, comprende que su tránsito está cercano. Y tampoco vacila ahora.

Pensando en su Partido, en su colectividad cívica dice: “Muero con el sentimiento de que no quede nadie que me remplace”.

Y dicta su testamento político en breves frases: “Que mis amigos rodeen al Gobierno, que no desmientan sus antecedentes de amigos de la autoridad constituida.

El 12 de noviembre de 1857 falleció don Manuel Oribe. El gobierno le decretó honores oficiales.

Luis Alberto de Herrera sostuvo: “La personalidad de Manuel Oribe como la de Fructuoso Rivera ofrece un lado de luces y un lado de sombras, ambos perfectamente caracterizados. Esto es precisamente lo que hasta la fecha no han querido reconocer los adoradores de uno o de otro de esos héroes”.

Bibliografía:

Prof. Juan E. Pivel Devoto: Historia de los partidos políticos en el Uruguay
Dr. Luis Alberto de Herrera: Por la Verdad Histórica
                                                  Los orígenes de la Guerra Grande
                                                  La tierra charrúa
Mateo J. Magariños de Mello: El Gobierno del Cerrito (Tomo I)
Carlos Lacalle: El Partido Nacional y la política exterior del Uruguay 
Wilfredo Pérez: Grandes Figuras Blancas
Dr. Gonzalo Aguirre Ramírez: La Revista Blanca Edición año 2001 Tomo I
Lincoln Maiztegui Casas: Orientales Tomo I
Rodolfo Sienra Ferber: Páginas Blancas
Ricardo Rocha Imaz: La Historia Escondida

por Luis A. Martínez Menditeguy
martinezmenditeguy@hotmail.com

Durazno, enero de 2010  

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