La levedad comienza a los cincuenta

Juan José Mantero

Javier aprovechó el baño para examinar su anatomía. Realizó un minucioso reconocimiento sin dejar partes por explorar. No encontró nada inusual. Salió de la ducha y comenzó a secarse; mientras lo hacía se miró largamente en el espejo. No había dudas; aquel era su cuerpo. Después de todo no estaba tan mal para su casi medio siglo de existencia; era delgado -siempre lo había sido- pero su esqueleto quedaba bien disimulado debajo de una envoltura compacta y adecuadamente distribuida. Ajustó la toalla en su cintura a modo de falda y poniéndose de perfil tensó los músculos en una pose atlética: obviando las canas y la incipiente calvicie, la imagen que percibió de sí mismo le resultó satisfactoria. Hasta podría decirse que era bien parecido. No obstante, desde hacia algún tiempo, tanto la edad como el físico le venían quitando el sueño. Su peso disminuía en forma alarmante y, por otra parte, el inminente ingresa la categoría de los quincuagenarios sencillamente lo aterraba. Tenía viejas razones para esto último. Con frecuencia le retornaban a la memoria aquellas ideas suyas que solían rondar su conciencia de veinteañero: "Es lamentable deambular por la vida arrastrando el peso abrumador de la vejez... Las personas sólo deberían vivir hasta los cincuenta" -comentaba por entonces con la arrogancia propia de la juventud. Mirándose a los ojos volvió a pensar en esas categóricas manifestaciones de otrora. La figura del espejo arrugó la nariz y la boca con evidente expresión de disgusto. Javier optó por dar la espalda al afligido rostro y agitando una mano en el aire para aventar los lúgubres pensamientos, trepó a la balanza. La aguja, después de oscilar como si dudara, se detuvo en cincuenta y cuatro; tres kilos menos que un mes atrás y quince por debajo de lo que siempre había sido su marca habitual. Podía considerarse insólita tan pronunciada pérdida, máxime para alguien que mantenía una dieta equilibrada, pero lo realmente asombroso era que no se notaba; exhibía el mismo aspecto que cuando pesaba sesenta y nueve. Exceptuando a su mujer, nadie era capaz de percibir diferencia alguna. Sólo Teresa advertía el fenómeno: lo encontraba muy liviano... sobre todo cuando hacían el amor. Precisamente fue a instancias de ella que había comprado la balanza. Ahora no tenía dudas. La merma era constante: su cuerpo rebajaba a razón de setecientos cincuenta gramos por semana. Al principio la creciente levedad fue bienvenida. No sólo no percibía otros síntomas que hicieran suponer una enfermedad, sino que gozaba de una burbujeante y casi olvidada agilidad. Se sentía como una botella de champán presta a ser destapada. Trepaba las escaleras sin fatigarse y lo hacía saltando los escalones de tres en tres, como cuando era muchacho. Pasó por un lapso de euforia en el cual hasta pudo olvidar la proximidad de su cincuentenario. Pero finalmente llegó el temido cumpleaños, y con él, una inusitada coincidencia que vino a reavivar su doble preocupación. En efecto, aquel día, calendario y balanza, cada cual en su especialidad, parecieron confabularse para atormentarlo. Cincuenta, como denunciaba el primero, eran muchos, muchísimos años, y, cincuenta, como acusaba la otra, eran pocos, muy pocos kilos. Si las cosas seguían igual, el año siguiente lo encontraría pesando unos inimaginables catorce, y... bueno, no quería ni
pensar lo que ocurriría cuando cumpliera los cincuenta y dos. Intentó hablar seriamente con su mujer acerca del asunto, pero ésta no le prestó demasiada atención; se limitó a desearle un feliz aniversario que no sonó muy convincente, y a decirle, con fingida afabilidad, que no se preocupara, que todo pasaría y que muy pronto volvería a ser el de antes. En realidad, Teresa tenía la secreta certidumbre de que ya nada cambiaría para bien. Cada vez le pesaba más el hecho de que su marido fuera diez años mayor que ella, y además, aunque le costaba admitirlo, estaba harta del matrimonio y de Javier. El hábito adquirido en veinte años de casada y esa especie de colchón cultural que se interpone entre los animales humanos para evitar, o cuando menos, retrasar el mordisco, enmascaraban su verdadero pensar. Por otra parte, las cosas concernientes a la cama -lugar donde se dirimen tantas querellas- tampoco andaban bien. Javier sufría una apatía sexual directamente proporcional a la pérdida de peso y cuando eventualmente lograba superarla, terminaba cuasi levitando sobre su mujer. Se había convertido en una especie de íncubo etéreo y en esas ocasiones, ella pensaba que era un fantasma el que se posaba en su cuerpo. Obviamente, los encuentros amorosos fueron siendo más y más espaciados, hasta que acabaron por desaparecer.

Cuando Javier cumplió cincuenta y uno, su mujer le regaló un chaleco repleto de arena y con costuras reforzadas. Su levísimo esposo cargaba pesas en los bolsillos y debía extremar cuidados con sus movimientos. Ya había estado a un tris de romperse la cabeza contra el techo al festejar un gol de su cuadro favorito. Teresa tuvo que tironear de sus piernas para retornarlo al piso y Javier se vio obligado a escuchar el resto de la partida con los ocho tomos de la Enciclopedia Sopena sobre los muslos y procurando no exteriorizar físicamente sus emociones. Esta situación terminó haciéndose insostenible. Finalmente Teresa llegó al convencimiento de que debía tomar una determinación. Salvo por las salidas mínimas indispensables, ya casi ni pisaba la calle, la desde siempre tediosa rutina de la casa y la atención que ahora requería su marido, absorbían todo su tiempo. Las horas del día se hacían interminables y para colmo de males, las noches tampoco le procuraban sosiego. Su cuerpo, ardiente y todavía joven, solo encontraba desahogo en unos frenéticos sueños en los que era poseída por vaporosos seres alados, por nubes que asumían formas masculinas y hasta por globos y aparatos aerostáticos. Despertaba exhausta y bañada en transpiración, mientras su inconsistente esposo definía, convenientemente sujeto a la cama con vanas correas ceñidas sobre su humanidad, para evitar que ni brazos, ni piernas, y ninguna de sus ingrávidas partes, semejaran inútiles y estúpidos mástiles.

Una mañana, después de una noche en la que fuera raptada por un dirigible, Teresa se levantó decidida. Desató las correas que retenían a Javier y abrió la ventana para que penetrara la brisa matinal durante un rato siguió con la mirada la figura de su infortunado marido: Javier se había escurrido por el balcón y elevado en el aire como una extravagante cometa. Cuando no fue mas que un punto insignificante en la bóveda celeste, Teresa suspiró profundamente, cerró las persianas y salió de la habitación. 

Juan José Mantero
El País Cultural N° 293
Montevideo - Junio 16 de 1995

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