Los nuevos valores hispanoamericanos Notas sobre Octavio Paz y su poesía por Manuel Flores Mora |
El poeta Octavio Paz nació en México y tiene en la actualidad treinta y pocos años. Como representante de su país, y pasada apenas la veintena, participó en 1937 del Congreso de Escritores reunido aquel año en Madrid y Valencia, en pleno conflicto civil español. Ha publicado hasta el presente tres volúmenes de poesía; ENTRE LA PIEDRA Y LA FLOR, 1941, A LA ORILLA DEL MUNDO, 1942, y LIBERTAD BAJO PALABRA, 1949. A este último, no recibido en Montevideo, pertenecen los poemas que publicamos. Conocido entre nosotros fundamentalmente por sus colaboraciones en SUR, así como por sus trabajos y poemas recogidos por la revista mexicana EL HIJO PRODIGO, Octavio Paz integra en primerísima fila el movimiento poético último de su país. La Editorial Séneca le premió, en 1943, un ensayo sobre San Juan de la Cruz, en ocasión del IV Centenario del Santo. Participó asimismo, con José Vasconcellos, José Bergamín, Enrique González Martínez, José Gaos, José M. Gallegos, José Luis Martínez, David García-Bacca, Julio Jiménez Rueda y Eduardo Nicol, en el Seminario que con el mismo motivo organizara Séneca. En la versión preparada por Gaos de los respectivos debates ("Poesía, Mística y Filosofía - Debate en torno a San Juan de la Cruz", N° 3 de "EL HIJO PRODIGO"), así como en el ensayo sobre "Poesía de Soledad y Poesía de Comunión" de que es autor (EL HIJO PRODIGO, N° 5), el lector podrá encontrar algunas de las principales ideas de Octavio Paz sobre la poesía y sobre las relaciones entre la poesía y el conocimiento científico y filosófico, y la experiencia religiosa o mística. Octavio Paz, que dirigió, además, junto con Rafael Solana, Efraín Huerta y Alberto Quintero Alvarez, la revista literaria mexicana TALLER, vive actualmente en París, donde desempeña un cargo diplomático. I. — UN POETA, diríamos, no es en el fondo más que unas cuantas palabras, más que unas pocas palabras nuevas. Ya que no para sí, cuando menos para nosotros, su público, un poeta no pasa de un puñado de palabras. Palabras que cambian de sentido, que se enriquecen, que se alteran (se hacen otras), como desdobladas ya para siempre, después que se escucha en el mundo la voz de un poeta, grande o chico, no importa, con tal que lo sea de verdad. Estas palabras son pocas siempre para cada poeta, aunque use muchas. Vallejo, que manejó muchas veces la palabra "tiempo" y muchas veces la palabra "húmero", devolvió la primera al diccionario (o la calle como se quiera) tal cual la había tomado. La palabra "húmero", en cambio, (aquellos días jueves, aquellos huesos húmeros, testigos) quedó con un matiz hacia Vallejo para siempre. Quedó de Vallejo. Así, "golondrina" es palabra de Bécquer y "galerías" lo es de Don Antonio Machado, Moreno Villa, que escribió sobre este tema de las palabras un libro, decía que la de Don Antonio era "uno" o "un", o las dos, no recuerdo. Ninguna ligereza mayor, por nuestra parte (ninguna ligereza más lícita, después de todo) que intentar o querer embocar desde ya con las pocas palabras de Octavio Paz. En plena producción y muy joven aún, Octavio Paz no ha conquistado todavía su mayor estatura de poeta, sus pocas palabras de poeta. Tal vez no haya, sin embargo, mejor manera de conocerlo (de describirlo, si cabe) que jugarse hacia las palabras que asaltadas por él —a medías o a tres cuartas partes conquistadas por él—, parecen en camino de llegar a ser suyas algún día y para siempre. Octavio Paz es "espejo", es "niebla", "vuelo", o "vuela", o "vuelan". Es "silencio", "sueñan" (no "sueño"), "mar", "deshielo", "desnuda" ... |
II. — "INÚTIL tocar a puertas condenadas, —escribe Octavio Paz— No hay puertas, hay espejos". Y no es tanto que no haya puertas, o que las puertas estén condenadas —podríamos a nuestra vez decir nosotros— sino que para este mexicano las puertas mismas, y con ellas todos los objetos del mundo, son espejos. A la manera en que para otros todas las cosas, hasta los espejos, son puertas. Abiertas o cerradas, pero puertas al fin. Con algo detrás, así sea aire —muerto o vivo, desierto o poblado, alcanzable o vedado— pero existente al fin. "No hay puertas —dice Octavio Paz—, hay espejos". Que es como decir que cada cosa lo es. Que cada cosa, más que sí misma, es un obstáculo en el camino de alguien, para invitarlo a regresar. Erguida como un espejo, que a la vez que trunca, cristaliza y apresa. Y duplica e imaginiza las cosas, que es la manera de matarlas, de restarles para siempre lo que tenían de reales y de únicas. Que devuelve y hace del futuro, presente, y de lo que está delante, lo mismo de lo que está en su sitio, regresándolo. Es decir no vedándole el paso, o devolviéndolo para cualquier lado del atrás, como la puerta. Sino, poniéndolo, como por la fuerza, en el exacto lugar y momento donde estaba. Encerrándolo en sí. "se regresa de uno mismo a uno mismo", dice Paz, enclaustrado definitivamente más que en sí mismo, en su pensamiento y en su espejo. "Alguna vez, frente a frente yo mismo, se deshizo mi rostro en el espejo; ¿eras mi propio rostro, ese helado reflejo de la muerte? Se pregunta a la vida y contesta; la muerte. Pero la muerte no contesta". Las puertas, así se trate de las condenadas, de las que nadie abrirá nunca, no nos tocan a nosotros. Tocan sólo, cortan, el camino, el paso. Lo devoran, y por devorarlo nos dejan a nosotros más libres aún: con el movimiento y los caminos laterales y todo el vasto mundo libre, del más acá y del pasado. Uno puede estarse una vida delante de una puerta, y puede grabar toda la Iliada sobre la superficie de su madera. O soñarse, sobre su superficie de hierro o de piedra. La puerta no pretende nunca ser nosotros mismos. No le importa a la puerta quienes seamos. El espejo, en cambio —el espejo de Paz— como la aguja en el centro nervioso, inmoviliza. El espejo —el hombre devuelto hasta el fondo de sí, por el fondo cristalino e inhumano del espejo— es ya, para siempre, el hombre inhumano, la inmovilidad, la soledad, el silencio. Y más aún, el habitante de estas tres muertes: la conciencia, el insomnio. "Insomnio, espejo sin respuesta, páramo de desprecio, pozo de sangre ardiente, orgullosa conciencia ante si misma. habitante o encadenado definitivo de "... una noche, un día, un tiempo hueco, sin testigos, sin lágrimas, sin fondo, sin olvidos, una noche de uñas y silencio, páramo sin orillas, isla de yelo entre los días; una noche sin nadie, sino su propia soledad doblada: un desolado espejo negro". ya sin otra imagen que la suya, ("sin otra imagen que la mía, la de esta sombra mía, errante entre la muerte y el desprecio, inmóvil prisionera de sí misma").
el hombre se deshabita, se desindividualiza, sin deshumanizarse. Mejor: es inhumanamente despersonalizado, inhumanamente acorralado por su propia humanidad esencial y mortal: ".............................................. entre espejos impávidos un rostro me repite a mi rostro, un rostro que enmascara a mi rostro ............................................" ".............................................. El espejo que soy me deshabita, un caer en mi. mismo inacabable al horror de no ser me precipita .............................................."
O aún: "Las horas, su intangible pesadumbre, su peso que no pesa, su vacío, abigarrado horror, la sed que expió frente al espejo y su glacial vialumbre,
mi ser, que multiplica en muchedumbre y luego niega en un reflejo impío, todo, se arrastra, inexorable río, hacia la nada, sola certidumbre.
Hacia mí mismo voy; hacia las mudas, solitarias fronteras sin salida: duras aguas, opacas y desnudas,
horadan lentamente mi conciencia y van abriendo en mi secreta herida, que mana sólo, estéril, impaciencia". Y diríamos que hemos llegado al reino de una poesía absolutamente intelectual. Si no fuera porque en este reino estamos desde el principio. De otro modo; hemos llegado por segunda vez, en un segundo círculo, a la poesía de lo puro intelectual. Como que todo lo demás que tiene el hombre, fuera del pensamiento, lo ha reflejado —devorado— el espejo. Desde el sentimiento —que era mirada, que era rostro— basta el matiz mínimo del color o la forma en un momento, todo (corazón y materia) ha quedado muerto en la red del azogue. Sólo al pensamiento, que no fue, ni volvió, no hubo manera de atarlo o matarlo. III. — EL POETA Y EL MUNDO. SOLEDAD Y COMUNIÓN. — Cuando este poeta se vuelve hacia la realidad del mundo, advertimos desde sus primeras palabras que a ésta también la está viendo como reflejada en la superficie de algo, como reflejo ella misma quizás. "Parece que es una verdad admitida —nos dice— por casi todos, la relativa a la naturaleza inapresable de la realidad". Así comienza Octavio Paz su ensayo citado sobre "Poesía de Soledad y Poesía de Comunión." Inapresable dice, y es como si dijera "inapresable como el fondo de los espejos." "El poeta lírico —agrega al cabo de algunas páginas— establece un diálogo con el mundo; en este diálogo hay dos situaciones extremas, dentro de las cuales se mueve el alma del poeta: una de soledad: otra, de comunión. El poeta parte de la soledad, movido por el deseo, hacia la comunión..." "Religión y Poesía —nos dice en otro lado— tienden a la comunión; las dos parten de la soledad e intentan, mediante el alimento sagrado, romper la soledad y devolver al hombre su inocencia." Y luego de sentada esta identidad fundamental entre Religión y Poesía, únicas formas de apresar la "realidad inapresable", de comulgar con ella, de "alimentarse y divinizarse" con ella, Paz define sus más hondas ideas sobre la Poesía en la búsqueda y establecimiento de las diferencias. De la diferencia mejor. Y la encontrará por el lado absolutamente individual del fenómeno poético (en el cual la "relación con lo absoluto es privada y personal"). Frente a la religión, nos dice, hecha de la comunión de los fieles y cuyo protagonista es la muchedumbre de una Iglesia, "la poesía se presenta como una actividad subversiva y disolvente: sólo existe si se individualiza, sí encarna en un poeta." "La poesía —agregará después— no es ortodoxa, siempre es disidente." La poesía es "una conducta personal e irregular, que no pretende nada que no sea darnos el testimonio terrenal de una experiencia. Nacida del mismo instinto que la religión, se nos aparece como una forma clandestina, ilegal, irregular, de la religión: como una heterodoxia. . ." Y terminaré agregando la nota definitiva, por donde la poesía de que habla se acerca a "su" poesía, la que recogen sus libros, y le hace un sitio. "... no es (la poesía), afirma, moral o inmoral; justa o injusta; falsa o verdadera; hermosa o fea. Es simplemente poesía de soledad o de comunión. Porque la poesía, que es un testimonio del éxtasis, del amor dichoso, también lo es de la desesperación. Y tanto como un ruego puede ser una blasfemia". |
por Manuel Flores Mora
Parlamentario, Periodista, Escritor, Historiador, Critico Literario
Tomo III
Homenaje de la Cámara de Representantes, mandado publicar por Resolución del
20 de febrero de 1985
Montevideo, 1986
Originalmente en MARCHA, 24 de marzo de 1950
Ver, además:
Manuel Flores Mora en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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