El duelo entre E. Acevedo Díaz y J. Herrera y Obes

por Manuel Flores Mora

Hace unos días, al escribir para el centenario del nacimiento de Acevedo Díaz, omití, deliberadamente, toda alusión a su nunca realizado duelo con Julio Herrera y Obes. Pensaba que valía el lance una nota especial ... Al escribirla ahora, sin embargo, se me ocurre que habría que pedir perdón por ponerme a hacerlo en este mundo de nacionalizaciones de petróleo persa y generales norteamericanos destituidos, con referéndum a la vista, subterráneo a flor de tierra, y amenazas de muerte personales, colectivas y hasta universales desde las cuatro esquinas del planeta.

 

Abandonándome a esa exageración sin límites que suele llevarnos tantas veces al corazón de las verdades mayores, muchas veces he creído ver en ese duelo que ni siquiera fue, uno de los capítulos fundamentales de la historia espiritual de nuestra patria: la simbolización viva y trágica —y tragicómica—, casi, de ese país que fuimos y somos y seremos, por desgracia y por suerte...

 

Si alguna de las muchas cosas inexplicables que me llevan a pensar así, quedarse, por lo menos, sugerida en las líneas que siguen, me consideraría mas que cumplido con todos. Hasta con el mismo Julio Herrera y Obes.

 

Las habas se cuecen en todas partes, y también la Historia entre nosotros ha padecido y padece esas grandes viruelas que son la erudición y la "seriedad”. La cantidad de datos y detalles "históricos" exactos que un cristiano es capaz de recordar en un momento dado; la cantidad de archivos en los que ha ido a averiguarlos, y la cantidad de libros en que no ha tenido mas remedio que escribirlos, cuando ya el olvido y los limites de la memoria amenazaban con borrárselos de una sola plumada si se atrevía a dejar transcurrir una semana mas sin escribirlos, suelen ser entre nosotros la medida con la que invariablemente se mide la autoridad (la tontería, digamos.. . ) de un historiador. Ya Cristo dijo que primero pasaría un camello por el ojo de una aguja que un erudito por las puertas del reino del espíritu. Y sin embargo, con la misma facilidad casi que cracks de foot-ball, seguimos produciendo año a año, en esta tierra, promociones de eruditos que amenazan con convertirnos de verdad (y que Dios nos salve!) en Atenas de América...

 

Nos hemos enterado así (y si no lo hemos hecho, libros hay al alcance de la mano) de la fecha de todos nuestros golpes de Estado, desde el de nuestro Cabildo colonial hasta el presente. No hay nombre que se nos haya escapado, ni parentesco, ni batalla, ni epístola a la señora del general que tramaba el motín o al plenipotenciario que gestionaba la alianza. Sabemos las palabras que escribía Monterroso con faltas, los lugares donde churrasqueó Rivera y el pelo del caballo del gaucho que trajo a Montevideo el parte de Cagancha (1). La mirada panorámica, la historia sintética y trascendida de alma, en cambio, está esperando no ya que la escriban, sino que la lean siquiera.. .

Pero entremos de una buena vez al duelo que nos preocupa, y que se nos antoja que resume, mejor que otros hechos, esa historia espiritual de que hablamos.

 

Las espadas

 

El tirio en este duelo es D. Julio Herrera y Obes, uno de los personajes más notables (en el sentido amplio del término) que hayan existido sobre este suelo. Hijo notable de una familia pródiga en hijos notables, Don Julio Herrera y Obes representa por sí solo la mitad del alma nacional. El es la concreción máxima, en efecto, de esa porción de entreala gambetero en ciernes que todos los orientales traemos al nacer, como marca de fábrica. Julio Herrera le puso nombre al jopo, jopo que peinó como ningún antiguo, y que introdujo, como ninguno también, en el oscuro de las mejores perfumadas alcobas. Descendía de aquel famoso Nicolás de Herrera (hijo de Cristóbal, me parece) que jugó, entre otros papeles, mejor que el mismo Fouché, el papel de Fouché en los días iniciales de la revolución americana. Y que declaró en histórica epístola, que el primer deber del hombre era ''asegurarse la fariña".. . Don Julio Herrera y Obes, tío de nuestro poeta más grande, fue de todo en este mundo: secretario de Venancio Flores en la guerra del Paraguay; deportado a La Habana en 1875, en la famosa barca Puig; novio de Doña Elvirita Reyes, complicado sentimental en el famoso "affaire" del Alférez Almeida, "Dreyfus" uruguayo, por el crimen de la calle Chaná; Presídente de la República y expositor de la teoría de la "influencia directriz", que puso en práctica con más maestría que Anselmo. Hasta ahora se comentan en Montevideo sus contestaciones tajantes, sus bromas, su descaro, su elegancia. Soltero empedernido, su madre, que quería verlo casado, le preguntó, la noche en que lo eligieron Presidente: ¿"Dónde has visto, Julio, un Presidente soltero? —¿Y usted mamá — repuso —cuando ha visto el casamiento de un Presidente?"

 

Prototipo universal de la elegancia del espíritu, con esa inteligencia chisporrateante que ha sido privilegio de todos los Herrera desde Cristóbal hasta hoy, Julio Herrera y Obes es capaz de tornar al más severo historiador en un simple cronista social, a poco que se descuide al manejar su impagable figura. Al trazar su retrato hay que tener cuidado de decirlo todo sin decir nada, porque donde se diga algo concreto, se equivoca uno en fija. Su mirada de "cachador" puede más que su jopo de romántico, y parece decirnos desde los inumerables retratos suyos que hay colgados en las casas de Montevideo: "Esa pavada que tengo encima de la frente, la uso no porque me guste a mí sino porque le gusta a las mujeres..." Algunos dicen pestes de Don Julio Herrera y Obes. Pero es en vano: él sigue sobrándolos desde la eternidad y matándose de risa. Hermano de Bernard Shaw, de Rasputín y de Mirabeau, yo no puedo imaginármelo en el otro mundo de otra manera que enseñándoles a los otros tres, cómo se pasan las horas con el truco de cuatro...

 

Frente a él, la talla de Eduardo Acevedo Díaz, viniendo desde otro lado, y marchando inalterablemente hacia otra región más pura y más austera de la gloria, parece hacerse más inocente, más poderosa y más conmovedora todavía de lo que en vida fue.

 

Acevedo Díaz no entendía ciertas bromas, ni ciertas vidas, ni ciertas actitudes. Con ese aire de "extranjería en la tierra", como diría Alarcón, que conservó siempre a despecho de todas sus luchas y de toda su inflamada manera de entreverarse a brazo partido con las miserias, Acevedo Díaz perdió el ferrocarril con Julio Herrera y Obes. Quiso agarrarlo con uno de sus manotones de arcángel, quiso quemarlo con su espada de fuego. Y Julio Herrera y Obes se le escapó de entre los dedos poderosos. Achicándose y agrandándose, gritándole desde lejos y haciédosele humo cuando lo creía a su alcance. Julio Herrera y Obes fue la perdiz que Acevedo Díaz no pudo cazar.

 

Nieto del General Antonio Díaz, el Ministro y amigo íntimo de Manuel Oribe; sobrino del General César Díaz, el Jefe de la División Oriental en Caseros y víctima principal del drama de Quinteros, Eduardo Acevedo Díaz traía en sí lo mejor de les blancos y lo mejor de los colorados. Más atrás, con el Francisco Díaz que cruzó los Andes con el Ejército de San Martín, y con el ejemplar Consejero de Indias, Acevedo, que propuso crear el Virreinato del Plata, tenía la independencia en la colonia, con figuras que supieron ser de las más puras a través de todos los tiempos y partidos. Hijo de una raza a un tiempo desaforada y melancólica, hecha para la seriedad solemne y el sacrificio total, Acevedo Díaz es esa otra mitad dura y callada del alma nacional; esa mitad de piedra, casi siempre invisible, sobre la que Artigas fundó su Iglesia, y que sirve de soporte y de remedio permanentes a nuestro juego, a nuestra cachada, a nuestra inconciencia. Para entenderlo hay que rastrear por Antonio Díaz, el amigo íntimo de Oribe.

 

No sé nada de las relaciones juveniles entre Eduardo Acevedo Díaz y Julio Herrera y Obes. La peculiar naturaleza espiritual y moral de cada uno estaba cantando, sin embargo, las modalidades de sus respectivas carreras políticas. Cuando el año 75 vio el motín que depuso a Ellauri, inició Acevedo Díaz sus violencias contra la dictadura y escribió aquel artículo que casi le cuesta la vida y que hemos visto en una crónica anterior. Herrera, en cambio, cayó desde el primer momento entre la muchachada que la tiranía arrojó del país, deportándola a La Habana en la famosa barca Puig. De la pluma del propio Herrera nos ha quedado el relato de aquella deportación, y de los porotos que hubo que comer y de la casualidad de llegar a La Habana, cuando se creyó terminar antes en naufragio. El gobierno de Cuba (español) les negó el desembarco, desatendiendo una solicitud que firmaron todos los deportados, sin más excepción que la de Fortunato Flores. Este último se negó a firmar porque dijo que, para él, no había en Cuba más autoridad legítima que la de Céspedes, el caudillo independiente que peleaba sus últimos cartuchos por entonces, acorralado en el otro extremo de la isla. Nos imaginamos en aquel romanticismo de locos de la barca naufragante, los milagros que habrá conseguido la voz de Julio Herrera. A la vuelta compró Herrera un bonete de piel de mono en un puerto de Brasil. Cuando el barco que traía a los desterrados desde los Estados Unidos tocó el puerto de Buenos Aires, fue Julio Herrera el primero en sacarse aquel bonete para pronunciar un discurso inflamado, incitando a la santa rebelión contra el tirano uruguayo, y convidando a quienes lo oían para el sacrificio supremo. Acevedo Díaz dijo, después de este discurso:

 

"Muchos de aquellos hombres, oída la proclama, corrieron a la lucha, donde no pocos rindieron la vida. Julio Herrera, sin embargo, se quedó en Buenos Aires haciendo el amor a las muchachas.. .".

 

La gran pelea entre aquellos dos hombres nacidos para no entenderse, ocurrió recién a fines del 80, a raíz de una polémica periodística.

Acevedo Díaz, desde "EL PLATA" y Herrera, desde "EL DIARIO DEL COMERCIO", van subiendo el tono. La llamarada surgirá, sin embargo, porque Acevedo Díaz no puede tolerar la payasada continua de Herrera, su broma permanente, su abrirle a todas las cosas una ventana hacia el ridículo.

 

El 18 de noviembre de 1880, por fin, Herrera publica a un tiempo la cortísima carta en que Acevedo Díaz lo desafía; a renglón seguido publica la suya, también cortísima, de respuesta. Honran a cualquier literatura estas cartas. Y en todo caso nos resumen como país, más que la más extensa de las descripciones. Son la sístole y la diástole del alma nacional. Son las dos mitades espirituales enfrentadas. Dicen así:

 

"Señor don Julio Herrera y Obes:

Las injurias y ofensas que me prodiga usted en el "Diario del Comercio" de ayer, no merecen otra contestación que un latigazo en el rostro, que le daría a usted si lo tuviera a mi alcance. Pero basta la intención, y délo usted por recibido de mi mano. EDUARDO ACEVEDO DÍAZ".

 

"Señor Don Edgard el Romántico:

Los latigazos en el rostro se devuelven con un balazo en la frente; déselo usted por pegado de mi mano. A los zonzos de su clase que andan a pesca de escenario para exhibirse en traje de matón de zarzuela, se les mata con el desprecio; téngase usted por muerto. JULIO HERRERA "Y OBES".

 

Las cartas, digo, aparecieron el día 18. El 17 de noche ya Julio Herrera y Obes había puesto tierra de por medio, embarcándose para Buenos Aires. El 18 no había barco. El 19 salió tras suyo Acevedo Díaz. El mismo día que Acevedo Díaz llegó a Buenos Aires por la tarde, Julio Herrera había emprendido nueva etapa de viaje hacia Rosario por la mañana.

 

Tardaron cuatro años en volverse a encontrar. Fue en setiembre de 1884, en casa del Dr. Santiago Luro, en Buenos Aires. "El Nacional" de Buenos Aires de la fecha, publica, como todos los diarios del Plata, las versiones de aquel encuentro en el patio de Luro, donde Herrera y Obes se metió sin saberlo. Y donde Acevedo Díaz le dijo, entre otros muchos insultos, el gravísimo de "gallina con cresta"...

 

El Dr. Carlos Lerena y Segundo Flores fueron los padrinos que Herrera le mandó a Acevedo Díaz. Y los doctores Dupuis y Palomeque, los de éste.. El lance, sin embargo, no llegó a efectuarse, porque Lerena exhibió a Acevedo Díaz un acta levantada cuatro años antes en Montevideo, entre un grupo de preocupados amigos comunes de ambos, donde se resolvía que los dos honores quedaban sanos y que no daba para matarse. Pero vuelto Herrera a Montevideo, volvió a las andadas, toreando desde la prensa a Acevedo Díaz. Este contestó desde el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde vivía, y la prensa de las dos orillas del río se hizo eco del deseo de Acevedo de batirse. Herrera, más tranquilo, aducía que si su contrincante no había aprovechado la oportunidad de batirse por él brindada, no estaba él dispuesto a repetirla.

 

Tuvo, pues, que conformarse Acevedo Díaz con manifestar, años después, en ocasión de su duelo con Pelayo, jefe político de Colonia partidario de Herrera, y en el momento inmediatamente anterior a los disparos: "Conste que me bato con este hombre, porque ha demostrado tener más vergüenza que Julio Herrera..."

 

El lance entre Herrera y Acevedo Díaz, creyeron muchos, no se había producido. Resulta transparente, sin embargo, hoy, mirándole en el tiempo, que el duelo fue.

 

La venganza, no obstante, la verdadera venganza de Don Eduardo contra Don Julio tiene que esperar 10 años. Un fenómeno de justicia poética la consuma.

 

El temor a un nuevo encuentro induce a Herrera a comprarse un revólver. En pleno teatro, al salir de un palco, en agosto de 1895, el revólver se le cayó a Don Julio del bolsillo. Y el tiro que se le escapa, le da en una pierna.

 

Con el pseudónimo de "Fibradura", Don Eduardo se ríe a sus anchas del hecho, desde "El Nacional". El día que dan de alta a Herrera, Don Eduardo comenta:

 

"Don Julio ha recuperado ya su derecho de pernada".

 

"Hetairas soñadoras que no halláis consuelo para la honda desventura del vacío que os rodea: respirad todas, estremeceos de júbilo. Vuestro prometido ha resurgido del fondo de sus años".  

 

(1) Un overo rosado, creo..

por Manuel Flores Mora
Parlamentario, Periodista, Escritor, Historiador, Critico Literario
Tomo III
Homenaje de la Cámara de Representantes, mandado publicar por Resolución del 20 de febrero de 1985
Montevideo, 1986
Originalmente en "Marcha" - 15 de junio de 1951

 

Ver, además:

                     

                     Manuel Flores Mora en Letras Uruguay

 

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