Hace ahora siete días, cuando "JAQUE" entraba en la prensa se murió Mario Arregui. Por más de cuarenta años -que empiezan en las mesitas y sillones esterillados del viejo Café Metro- mantuve con él una amistad de hermanos. (Lo consigno para que nadie equivoque el sentido de estos recuerdos que quiero depositar junto a su sombra, y que es preciso hilvanar en un lenguaje sin lágrimas, para que lo mortuorio o lo lloroso no empañen el debido homenaje a la personalidad tan pura como extraña que fue Arregui. Borges observaba que el gran Quevedo no se permitió en su vida una concesión al sentimentalismo. Hablemos así de Mario, entre otras por una causa muy simple: es el único modo como podríamos hablar de él).
Hay una anécdota marxista-leninista de Arregui que yo solía contar delante de Arregui y que sirve para empezar por una punta cualquiera su retrato. Durante años aparecía en su conversación la cita de uruguayos, naturalmente comunistas, que él adoraba pero que yo no conocía ni de nombre. Arregui me describía con entusiasmo sus virtudes; "gran amigo, tipo extraordinario, marxista-leninista. . ." Seis meses, dos años, una década después, hablaba de dos, de tres, de veinte personajes parecidos con descripciones sicológicas encomiásticas siempre terminadas igual: "extraordinario, gran amigo, tipo culto, marxista-leninista".
Un día, empieza a hablarme de alguien con afecto y entusiasmo. Como la referencia política no llegaba, lo interrumpo a mi vez:
-¿ Marxista-leninista?
Veo todavía los ojos de Mario alzarse con asombro.
-¿Cómo sabés?
¡Bendito Mario! Muchas veces conté el cuento delante de él a interlocutores que se reían, sin que jamás el semblante impasible de Mario -superficie de un agua muy honda en cuyo barro de fondo se estremecía una humanidad sin resentimientos-, perdiese la placidez ni admitiese tampoco, lo que hubiera sido mucho, la veracidad de mi burla.
En el fondo, el marxismo-leninismo de ese amigo Mario cuyo nombre no recuerdo era para mí fundamental. Había una hebra de temor en mí sobre que no fuese yo, dentro de su corazón, la única debilidad no contaminada por Marx o por Lenin, ni además lavandera, mozo de café o peón rural de Flores, en el alma de Mario.)
Durante años de campañas políticas, cuando faltaban uno o dos meses para las elecciones, caía yo por las mías a aquel Porongos natal de Mario, culo del mundo según decía mi padre, donde nació mi raza Flores. A partir de la muerte de Luis Batlle fui a buscar votos para listas improvisadas con amigos de pocos recursos que me apoyaban, según suele pasar, a última hora. El primero que aparecía a mi lado era Mario, impasible: "Che, ese equipo de amplificación de tus amigos, acopla. Es una mierda. Ya te hice instalar el del Partido en la plaza". Se refería claro al Partido Comunista. Al rato estaba yo clamando los verbos de Batlle por equipos comprados para Stalin o Kruschov, mientras de los ojos de mis correligionarios colorados huían juntos preguntas y reproches ante aquel contubernio no explicado. Así como cada elección mi voz estaba más cascada, así el micrófono resultaba cada vez más espléndido. No negué, como Pedro, tres ni una ni ninguna vez mi amistad con Mario Arregui ni nunca sentí por esa amistad, ante mis simples y extrañados colorados en alpargatas de Porongos, "respeto humano" por esa, para ellos no muy cristalina, fraternidad bolche-batllista de dos fanáticos, como a los ojos de todos, ambos éramos.
("Respeto humano" llaman los católicos a ese pudor por la fe que siente ante aquéllos que no la comparten. Sólo que los católicos se refieren a la fe y la fe, con serlo todo, es menos que la amistad: La fe no es retribuíble; la amistad, sí.)
Vida y vida
Obviamente yo no estoy escribiendo de la muerte de Mario (¿cómo hacerlo?) Estoy escribiendo de su vida.
Mario era absolutamente el ser humano más cercano de la perfección en algunos órdenes que yo haya conocido. Desde mi punto de vista batllista era un comunista fanático; yo, sin duda, un carcamán para él. Todo eso terminaba sin embargo en la frontera de la política. Después empezaba el reino verdadero de la literatura, donde sólo la literatura manda. Mario debió ser el más viejo e intenso admirador de Jorge Luis Borges en el Uruguay. No es inoportuno citar a su propósito aquel "Vida y muerte le han faltado a mi vida" con que Borges confiesa sus vacíos en el prólogo de "Discusión", de 1932.
En la vida de Mario no faltaron ni vida ni muerte, aunque no hablará ahora aquí del injusto y tristísimo final del menor de sus hijos. Cuando Mario ponderaba a un escritor, o lo negaba, erraba y acertaba como cualquiera. Acertaba más. Erraba, por ejemplo, con Proust, de quien me dijo un día, indignado, que era un "acomplejado trepador", "estudioso de mundos para a ellos ingresar". Lo digo para ilustrar su ingenua capacidad de equivocarse pero asimismo su dirigirse directo hacia la humana naturaleza del escritor, fuese quien fuese, que hubiere detrás de los libros y dentro de aquella, la parte que en los libros aparecía.
Su relación con la literatura era así la de más justa y personal autenticidad que en nadie he visto. Pero, como en el resto de su vida la viril autenticidad, estaba ésta despojada de toda defensa: directa hasta lo candoroso, expresada hasta la brutalidad y olímpica porque salía de la condición moral más desasida de egolatría ensuciadora. De Mario cabe decir que sólo tuvo, si tuvo, los defectos que no advirtió. Su condición moral era en él la base de todo y lo único, además del amor y del arte, que le otorgaba sentido. Fue el hombre bobo a quien le escuché las cosas más geniales. No era un genio. Pero como decía Vaz Ferreira, "el genio le amagaba". Fue así el genio al que le escuché las mayores ingenuidades. Nacido para despreciar todas las formas de lo adquisitivo, escribía por una sola razón: le gustaba. Podía de este modo escribir, sin plagiar, cosas que le habían gustado al leerlas escritas ya por otros.
Le encantaron los cuentos de caballos de Horacio Quiroga. Los escribió a su vez. Formalmente parecen robados, "Los saqué de Horacio Quiroga" decía. Sólo que los caballos eran de Mario. (Eran otros caballos).
Esto era asimismo el secreto. Mario escribía porque había vivido. Sus prostitutas son en su obra porque frecuentó de joven "La espuma" de Flores. Cosas que no había vivido pero que eran vida -seres, casos- a los que había asistido. Sus pobres mujeres de orilla, sus chiquilines, sus peones del campo, tenía que escribirlos como otros ante paisajes que los conmueven a sacar fotografías. Sólo, me consta, fue cruel a propósito de sus obras y con ellas.
(Daniel Gil me comunica esta anécdota brillante. Mario había escrito "Las cuevas de Nápoles", cuento que corresponde a "La escoba de la bruja". Entusiasmado con el cuento Daniel Gil hizo un estudio para la sección Psicoanálisis Aplicado de la revista "Programa" (*).
Mario naturalmente, sensible a todo ello, telefonea a Daniel.
Lo que dice escapa a toda previsión:
-Leí tu comentario, che, pero el cuento es malo. Bueno: tu comentario no sé si está bien o está mal. De eso no entiendo. Pero además no me importa.
Escritas para gente que no conoció a Mario estas palabras parecen grosería. Ocurre que no eran dirigidas a Daniel. Eran comentarios en voz alta que Mario hacía para sí mismo. Intercalando pausas, poniendo tono dubitativo y derivándolos enseguida hacia la firmeza de posibles conclusiones.
Últimamente le había dado por decir que en todo lo que él, Arregui, había escrito, "bueno sólo había tres cuentos". "En realidad, bueno uno solo", otro sobre el que decía no sé qué y un tercero "que arrimaba"
Cuando murió Román, Mario lloró por años. Hijo al que perdió todavía niño, entre las llamas, me decía: "
¿Te das cuenta? Se le negaron los derechos primeros de todo hombre: la noche de bodas, engendrar un hijo, asistir al entierro del propio padre".
Es terriblemente difícil escribir sobre Mario. Al hacerlo uno parece revivirlo dentro de uno; al mismo tiempo, comprende que quien no lo conoció está imaginando un ser distinto, un hombre diferente a éste que fue decencia pura, severo de la propia vida, tanto o más de lo que fuera de la propia obra literaria. La paz consigo mismo, hecha de su inocencia respecto de culpas que parecen en otros identificadas con la condición humana, está por ejemplo instalada en esa respuesta sobrecogedora que entrega a Martín Arregui, otro de sus hijos. Martín se resistía a que Mario permaneciese semanas en la absoluta soledad del campo, solo entre las paredes de aquella estancia que, como todo él, desde los pensamientos a la ropa, estaba hecha de despojada severidad, de rechazo de todo lo superfluo.
Viejo ¡no podés vivir así, días completamente solo!
-Tengo espejos.
Espejos y vivos fantasmas interiores cuya independencia toleró y cuya verdad humana respetó desde un extremo a otro de la vida.
Tal el caso de Líber Falco, cuyo semblante describió magistralmente diciendo que tenía cara de "gárgola buena". Tal el caso de Malraux o Neruda, para Buñuel algunos de sus autores favoritos. Tal el de Luis Buñuel, cuyas memoria, "Mi último suspiro", fue creo lo último que Mario leyó y que confesó a su otro hijo, Alejandro, que era el libro que le hubiera gustado escribir, tan bueno lo encontraba.
Colmillos del perro
En el año 77 lo llevaron las Conjuntas y durante meses pasó las de Caín. Cayó así: estaban presos todos. Estaban presos, por ejemplo, Tola, la mujer de Tola, los dos hijos de Tola. Un día Mario sale a la calle, en Flores en la puerta de Onda, fuerte y para que lo escuche todo el mundo, dice: "Hacen bien en aprovechar estos hijos de... porque les queda poco". Un viejito que estaba cerca le dijo: "No hable así". "Que no voy a hablar si son unos hijo de tal y cual y si además les queda poco" (Les quedaban todavía años. Tanto, que Mario ha cerrado los ojos para siempre una semana antes de que se fueran). Tanto, que uno desearía para él aquel privilegio con que Buñuel cierra su libro y que traduce la simplicidad pública del póstumo deseo: Permiso para salir cada tanto del sepulcro, comprar los diarios y, con ellos al brazo, retornar al "refugio tranquilizador de la tumba". Mario merecería leer los diarios de este viernes y los de las próximas semanas, siquiera sea para compensar la historia de colmillazo en el cuartel.
El viejito con quien discutió era un coronel retirado que se mandó mudar. Al rato una patrulla detuvo a Arregui. Y otra después en San José a Luis Pedrito. Cuando uno le preguntaba por la experiencia padecida, Mario la contaba con la misma naturalidad con que pudiera contar una anécdota de café o el argumento de una película. Como quitándole importancia a todo pero sin alterar jamás, en la dignidad de su hombría, la milésima parte de un detalle.
En uno de los cuarteles donde estuvo había perros. Pedía para ir al baño, y lo llevaban encapuchado, un soldado del brazo, otro con la correa, tirante en la mano, a cuyo extremo un perro jadeante abría las dentelladas a un centímetro del muslo.
También había perro en los interrogatorios. Al interrogarlo le largaron los perros. Parece que, como en el Tancredo de la corrida de toros, si te quedás absolutamente quieto, la fiera nada te hace. Luis Pedrito se mantuvo sin movimiento y sólo sintió terror y aliento húmedo ("Después se le reventó el corazón, nos dice Daniel, pero esa es otra historia"). Mario no lo logró. Como prueba le quedó la marca profunda y larga del colmillo del perro en el muslo.
Para contarlo, Mario no se hacía problemas. Tampoco para probarlo. Con mis ojos he visto cómo en mitad de una reunión, se ponía de pie y delante de amigos y señoras se desprendía los pantalones y los bajaba hasta abajo de la rodilla. Muchos en realidad no llegaban a distinguir la cicatriz del colmillazo, distraídos por una originalidad previa: Mario no usaba calzoncillos. En su lugar un short parecido a un pantalón de fútbol, de una tela basta como lona y un color azul apagado y añoso. ¡Mario!
La tortura solo le arrancó puteadas. El submarino ("una tabla ¿sabés? como un sube y baja que metían una punta y tu cabeza adentro del tacho") tampoco pudo con él. Contaba con algún orgullo el final:
Sintió una voz que decía: "Paren con ese viejo de mierda. Se les va a quedar sin que le saquen nada".
Aquel Mario tenía otras cosas de encanto. Al final de esta nota es como si no 'hubiera empezado a hablar de él. He omitido referir la encantadora amistad, hombre hacia hombre, que cultivó con sus hijos. He omitido la delicadeza con que hablaba, casi como un novio, de su preciosa y única hija Vanina. He omitido decir que en cuarenta y cuatro años de amistad no tuve un solo encuentro con él en el que no cumpliera su deber de ciudadano del mundo: enjaretarme argumentos a favor de Marx o de Lenin. Jamás sin embargo, en cuarenta y cuatro años, salió de su boca una sola palabra que pudiera molestarme o romper la delicadeza del respeto sin el cual no concebía la relación del hombre hacía el hombre. Hay gente que cree que ser fino consiste en tener un BMW, en un traje atildado, en un modo construido de hablar y sonreír. Lo contrario de eso, Mario era un viviente espejo de una milenaria hidalguía de raza, de una antigua sangre cantábrica, fundadora de milenios. De joven, la aplomada varonilidad de su belleza, de su perfil alargado lo hacía parecer un personaje del Greco.
Conservaba orgullos inocentes. Hacer el amor, por ejemplo, como en ya idos días. Se negaba a que su quebrantada salud con marcapaso le quitara también otros placeres. En su última noche fuera del hospital cenó tres platos de guiso y combinó los 15 cigarros del día con medio o un litro de vino. Más lo que ustedes imaginan. ¡Mario!
A su respecto he estado dos veces heroico. Las veces que lo visité en Impasa no se me movió un músculo. Sólo después de salir de la sala, fuera ya de su vista, lloré sin consuelo.
La segunda vez es nota. Mira, lector, la casi liviandad con que está escrita. Después de mi firma, sin embargo, viene mi libertad. Deja que me vaya con mi dolor, con el recuerdo de Mario y con el llanto.
Notas:
PROGRAMA Nº 1 Página 29. El estudio de Daniel está dedicado a Mario en recuerdo de Luis Pedro Bonavita Espínola. Luis Pedrito, amigo íntimo de ambos, también mío, primo de Daniel y ex socio de Mario en cría de ganado lechero.
De esto se conserva prueba. Poco después de decírmelo en casa,
vi que, entre otros comentarios, lo había repetido en un tape que ahora hay que salir a buscar y en cuya filmación intervino entre otros Diego de Amézaga.
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