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1930 - 40: la década que se llevó a Gardel

Manuel Flores Mora

A medida que dejamos caer la vista sobre su superficie chata y cenagosa, se nos viene fatalmente a la cabeza la idea de que esta década 1930-40 será, con el andar del tiempo, reconocida como el borrón de la familia de las restantes décadas del siglo.

Puestos más o menos de acuerdo sobre que entre 1909 y 1910 se vino para atrás y se perteneció en cuerpo y alma al gran siglo XIX en liquidación laboriosa, hemos convenido también en que la década segunda, hasta el 20, que fue final de velorio para tantas cosas que habían muerto, contuvo después de todo en sus límites el nacimiento de algunas otras que todavía hoy nos distinguen entre las tierras del planeta.

Un poco a la manera de la hermana menor, malcriada y frívola, la década tercera, con sus innovaciones superficiales (que se hicieron hondas porque lo superficializaron todo), conservó aún un poco cuando menos de gracia, de encanto que le hace perdonar sus errores, de despreocupación y carcajadas que nos impide el hacerle reproches en serio.

Pero detrás de todas ellas, esta triste década chata que es la década cuarta —sin busto, sin caderas, sin inteligencia en los ojos ni moral en el alma—, es la equivocación mayor de nuestra historia.

Descangayado fantasma surgido en la imaginación fané del autor de algún tango, es, con mucho, la más pesada y negra, la más horrible y flaca: el rostro más cubierto de granos y de pelos en toda la galería familiar; la tara esa que todos tienen vergüenza por turno. Todo tocó fondo en ella, y cuanto más la estudiamos, más y más sinceramente nos parece, como la ociosidad, la gran madre de todos nuestros vicios.

La vida familiar

Sirvieron estos diez años para liquidar — y hasta donde! — el viejo espacio de los hogares. Recuerdo haber oído alguna vez, en boca de alguna vieja romántica, la definición despectiva de esa gran innovación que fueron las casa de apartamento: "conventillos de lujo".

Exageración sin duda, porque después de todo la casa de apartamentos sigue pareciéndonos mucho más que un conventillo, el tiempo ha dado vuelta la premisa. El historiador encontrará con el tiempo que el conventillo fue mucho, muchísimo más que la casa de apartamentos. El conventillo dio, después de todo, un ejemplar humano, un hombre (el guapo). Y dio también, ya que no un arte, cuando menos una nota dulzona y sentida que quiso serlo, y que tal vez lo sea: (el tango). La casa de apartamentos no nos ha dado nada en cambio, como no sea este bípedo implume del Montevideo de hoy, capaz de dejarse convencer por los argumentos de peso contenidos en las canciones y parodias de canciones electorales que aturden en 18.

Pero no es sólo esto, el no dar nada, el gran crimen de la casa de apartamentos. Sino el haber borrado para siempre otras cosas, imprescindibles para nuestra vida nacional. Se acabaron con ellas las piezas altas y vastas, el recoveco de jugar los botijas y el ángulo aquel de la sala (o de la galería) donde uno podía pensar en la novia, en la patria o en Becquer, mirando, a través de un bosque de muebles enfundados y piano con candelabros, el ocaso del otro lado del ventanal con cortinas de terciopelo. La casa de apartamentos liquidó el espacio vital doméstico. Liquidó el mundo que había dado a un Julio Herrera y Reisig, y los rincones que habían aterrorizado y dado presión al alma de Delmira Agustini. Liquidó la imaginación particular bajo todas sus formas. Antes, todos soñaban paparruchas. Ahora, la gente —las mujeres, los adolescentes—, o no sueña, o sueña el sueño standarizado de un bolero escrito en Cuba por alguien cuyo idioma natal es el inglés y grabado en la Argentina por el hijo de un checoslovaco venido a menos. Cuando el siglo empezó, el sueño (los sueños personales e intransferibles de cada ser humano en la cursilería de su corazoncito) se parecían a las nubes: se formaban en el aire y tomaban en cada momento una irrepetible forma distinta.

Eso pasaba porque las casas eran grandes y porque uno soñaba haciendo vagar la mirada por el espacio vacío de las piezas grandes, y de los jardines grandes de las quintas. Con las casas de apartamentos, el sueño tuvo que renunciar al vagabundeo de la vista, que es libre (porque la vista uno la dirige adonde quiere) y sustituirlo por el oído (que es pasivo y tiene que tolerar lo que le metan dentro). El sueño de origen auditivo, copado por la radio, y por la radio mala, se alimenta de canciones que son como las latas de conserva donde se venden, con gusto adulterado y emparejado, las emociones condensadas e importadas.

Este gran crimen, más hondo que diez guerras con sus matanzas, más radical que cualquier golpe de estado o subversión política; este homicidio de la cursilería y de la ternura, se realizó en los corredores de las casas de apartamentos, en la sordidez de sus cuartos chicos con vistas al mar prostituido de los tragaluces.

Popularizadas a partir del Centenario, las casas de apartamentos son hoy, "mejoradas" con el expediente de la propiedad horizontal, el gran sistema de vivienda popular. La propiedad horizontal es a su vez la paradójica solución jurídica que permite tener "casa propia" y carecer al mismo tiempo de un metro de tierra propia donde caerse muerto. Este es el risible imposible a que nos ha llevado esta innovación de los conventillos de lujo, cuya responsabilidad total no podemos dejar de atribuir a esta década idiota.

La política

La política mezquina de esta década parece también fraguada dentro del espacio estrecho de un apartamento. Aunque el edificio que la simboliza (porque la protagonizó) es en todo caso el Cuartel de Bomberos, De aquí que en un cuartelazo, con sus prolegómenos y sus consecuencias, se agote la historia política de la década. Golpe de marzo se le llama también, y hasta revolución de marzo por algunos optimistas. Lo dio Gabriel Terra, Presidente de la República, el 31 de aquel mes del año 1933. Lo saben hasta las piedras. Aunque el olvidarlo a cada rato haya sido erigido por todos, poco menos que en necesidad y deber nacional. La verdad es que de memorable no tiene nada como no sea la muerte de Baltasar Brum.

Que consumado el golpe (Terra, colorado, como agente, y Herrera, blanco, como soldado tranquilo) y después de esperar sabe Dios qué durante horas en la puerta de su casa, a medio vestir, con un revólver en cada mano y rodeado por la policía, prefirió pegarse un balazo cuando mediaba la tarde. Su entierro, las manifestaciones a que dio sitio, y el conseguido propósito popular de llevar su ataúd en vilo, contra viento, policía y marea, hasta la estatua misma de la libertad, fueron a las pocas horas el primer índice de que, debajo de toda la trapisonda, había un pueblo encaprichado en ideales distintos a los menguadísimos del golpe.

No habían pasado todavía dos años cuando un intento de revolución a la antigua (enero de 1935) vino a probar una vez más que éstas habían sido jubiladas para siempre después de inventado el avión y otros artefactos. La misma costó, sin embargo, la vida a algunos pocos cuyos nombres tendrán que volver una y otra vez, como el de Artigas, cada vez que se pretenda hacer la historia verídica de nuestras libertades: se hicieron matar. Y más que eso no habían hecho, por cierto, los soldados de Las Piedras, Guayabo o Tacuarembó.

Terra, que detuvo las aguas del Río Negro con una magnífica represa, no pudo sin embargo detener el mito de aquella sangre que empezó con la de Brum. Cada una de las revoluciones del siglo pasado hasta la del año 4, dejó su huella en la historia posterior. Y el Uruguay del presente siguió viviendo consecuencias de cada una de ellas, tómese la que se tome, colorada de 1865 o blanca del 97. La "revolución" de marzo, a apenas 17 años de planeada y consumada, pertenece ya al olvido. Ni quienes la vivieron la recuerdan. Y más que el olvido que se reprocha a veces a sus contrarios, abona como prueba definitiva de su absoluta tontería, el que no sirva hoy de bandera o motivo ni para los mismos que fueron cómplices en ella.

Gardel

Murió Carlos Gardel —que era uruguayo— a mediados de esta década, en un día de junio, y en un lugar exótico de las Indias Occidentales: Medellín, que queda en Colombia. Gardel había empezado a cantar en esta parte del planeta y antes de morir, pasada la cincuentena, había recorrido, cantando siempre —como quien "dende el vientre de su madre vino a este mundo a cantar", según Martín Fierro— más países seguramente de los que soñó él mismo que existían, cuando era chico. "El Morocho", "Carlitos" o "El Mago", fue las tres cosas. Cuando murió Gardel, murió el tango. Y cuando murió el tango, se acabaron para siempre todas las cosas que se habían ido sosteniendo en sus "letras", sostenidas a su vez únicamente en el milagro del cantor. Gardel había sostenido al mundo (un mundo, por lo menos) en su voz. Y por eso, cuando se murió, el mundo se hizo para todos más chico de pronto. Y más silencioso.

La gente (lo dijo Gómez de la Serna, el genial Gómez de la Serna, a propósito precisamente de esta muerte de Gardel), no olvida nunca a quienes han cantado. Y cualquiera que suela escuchar, aún sin proponérselo, una radio, sabrá que el adjetivo que más comúnmente sigue añadiéndose al apellido de Carlitos, es el de "inolvidable".

Típicamente representativo de un tiempo ya clausurado, Gardel había vivido varias civilizaciones sucesivas. Hablar de él, por eso, que las interpretó todas, es hacer historia aunque no se quiera; y hacerla de la mejor manera: con cursilería, que es amor, y con nostalgia, que es sentimiento del tiempo. Empezó Gardel en la época de los payadores. Cuando el tiempo de Betinotti y de Gabino Ezeiza. Era el tiempo de la melena recortada y de la alpargata con flores, cuando se cantaba de cuerpo entero, a la vista de los que escuchaban, en espacios y ante públicos reducidos. Gardel cantó mejor que nadie el tango tal vez por eso. Porque había nacido en el mismo lugar. Y eran criaturas del mismo ambiente de orilla, con cafetines, compadres, mostradores de estaño, y esas otras mil cosas llevadas por el viento que, cuando nosotros nacimos, integraban el mundo y que hoy sólo pueden ser encontradas precisamente en las letras de Gardel.

De esa civilización de payadores y reñideros de gallos, con muros blancos, higueras, puñaladas y orquestas con flauta, pasó Gardel a la civilización siguiente, que fue la del gramófono. Contemporánea de la melena a la garzón en las mujeres y de la raya al medio en los hombres. Época de gomina y con el tango ascendido de canción orillera a fenómeno de cabaret, vio a Gardel cantando en los teatros y circulando por el mundo: París, Madrid, México, Estados Unidos. Era la época de las vacas gordas, de que hablamos en la crónica anterior. Las mujeres se habían subido unas cuartas la pollera y la moneda rioplatense permitía el viaje a Europa fácil. Ese tiempo, que en el Río de la Plata fue el tiempo de París, en París fue el tiempo del "sauvage". Florida mocedad de nuestros tíos, les permitió asistir al triunfo futbolístico de Colombes y a otras cosas, que a veces cuentan y a veces no.

Nadie es capaz de establecer con claridad cuando fue que se pasó de esa civilización del gramófono y del teatro y del cabaret a la otra civilización, tanto más elemental y evolucionado, de la radio y el cine. Pero el hecho, comprobable sí, es que Gardel acompañó al mundo en este tránsito y en el dial. Tenía por esta época caballos de carrera y casas. Cantaba en dúo consigo mismo, porque desde que Razzano, EL ORIENTAL, perdiera la voz, había jurado no cantar con otro. Repartía dinero a manos llenas y no perdonaba ocasión de generosidad o amistad. Y así, de tierra en tierra, y cantando siempre, aquel hombre, bueno como pocos y cantor como ninguno, que había empezado la vida a pie, y recorrido, compenetrándose siempre de su más honda esencia, el caballo, el coche de caballos y el automóvil, llegó al avión. Y se mató, en Medellín, en un choque de aviones, en que murió carbonizado.

La gente, nuestra gente, escuchó llorando días después, discos suyos ya grabados pero desconocidos todavía del público a la fecha de su muerte, uno de los cuales es el famoso "Tabernero que idiotizas, etc.". Hoy descansa en Buenos Aires, en la cementerio de Chacarita, en una tumba que hemos visitado, y en el cual se yergue, de cuerpo entero siempre, su imagen en bronce. Una estatua en bronce, a ras del suelo que impresiona por lo macabra. Y en la cual se le ve con el gacho gris, el saco derecho, la corbata de moña y el chaleco cruzado de sus últimos días. Como si se hubiese detenido allí la imagen, la moda, la visión del rioplatense típico del año de su muerte.

Así terminó la historia del tango, que había empezado con un vals. Aquel inmortal, de Betinotti: "Pobre mi madre querida. . ."

Arte o no, es lo cierto que este cancionero, o romancero, vivido en la voz de Gardel, lega al mundo de los mitos humanos uno que, sin ser mejor, no es tampoco peor que ningún otro: el del hombre lloroso y abandonado, a quien "amuró" la mina, y que la llora, llora, llora, abrazado, como a un rencor, a una guitarra.

Final

Pero el mundo ya había entrado en otras aventuras de mayor importancia que la vida de quienes tienen por oficio cantar. El fascismo, desde el 23 en Italia y desde el 33 en Alemania, chocó por primera vez contra un pueblo. Madrid, "castillo famoso", lo estuvo deteniendo solo, ante la cobardía de un mundo. Y el Manzanares, "aprendiz de río", valió entonces lo que todas las aguas de la tierra. La historia del Uruguay desaparece, se interrumpe a esta altura, y después de la derrota de Blanco Acevedo por Baldomir, en las elecciones del año 36, se nos van los minutos exclusivamente en leer los noticieros de la conflagración europea.

Han pasado apenas diez años. Si fueran suficientes para ver con claridad, casi juraríamos que lo más importante acontecido en la década es el retorno al Uruguay, acontecido en ella, del Maestro Joaquín Torres García.

 

Manuel Flores Mora
Parlamentario, Periodista, Escritor, Historiador, Critico Literario
Tomo III
Homenaje de la Cámara de Representantes, mandado publicar por Resolución del 20 de febrero de 1985
Montevideo, 1986
Originalmente en "Marcha" - 17 de noviembre de 1950

 

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