El mundo en una nuez
El Poder y la Universidad: una contradicción sin solución
Jorge Majfud

Cierta vez alguien llamó a una radio de Georgia para opinar sobre los problemas más importantes que angustian al mundo. El locutor, como es su costumbre, lo interrumpió —Oh, man; wait-wait-wait! Stop!— diciendo que en menos de quince segundos le definiría qué es el socialismo y en qué consiste el capitalismo. Efectivamente, en quince segundos, o en menos, dio dos definiciones “completas y absolutas” de lo que es uno y lo que es el otro. Entusiasta, agregó: “y todo esto, que le hubiera llevado años en cualquier universidad, lo ha aprendido usted en quince segundos. Y gratis”. No podía faltar esta observación final, ya que se corresponde con la primera, en un mundo formado y deformado por la cultura del consumo rápido y sistemático, además del odio disimulado por las universidades. La anécdota me recuerda cuando alguien en Grecia —se atribuye la anécdota a Platón, pero este dato me parece dudoso y poco significativo— definió al hombre como “un animal bípedo e implume” y Diógenes arrojó entre la multitud un pollo desplumado: “he aquí al hombre”, ironizó.

Este es el nivel de la inteligencia para los ideólogos que se ocultan cobardes detrás del falso disfraz del pragmatismo. Su epistemología equivaldría a decir que uno es capaz de definir qué es el mundo en quince segundos. O en menos: el mundo es una esfera. ¿O miento? Bueno, casi una esfera. Y lo he dicho en menos de diez segundos. Ahora, ¿no será que el mundo es algo más que una esfera? En un mundo donde predomina la mentalidad del consumo —todavía entiendo que es una tara propia de la transición histórica—, ser capaces de simplificar, de no molestar con conceptos complejos es toda una virtud. Al fin y al cabo, como bien entiende N. García Canclini, el comercio ha sustituido a la política al tiempo que los consumidores han sustituido al ciudadano moderno. Siguiendo el ejemplo de nuestro sabio locutor, uno podría tener toda una taxonomía de conceptos, resumida en una sola línea cada una y, al momento de que alguien pregunte por una cosa o por la otra podríamos contestar con gran obviedad: “a es c”. Y punto. Esta seguridad siempre da la sensación de conocimiento. De hecho, es un tipo de conocimiento: es conocimiento chatarra, como las hamburguesas hechas con yeso y carne de lombrices son un tipo de comida. Pero si nuestras sociedades de la información están lejos de algún tipo sustentable de conocimiento, están aún más lejos de cualquier tipo de sabiduría. 

Sin la duda no habría libertad y sin libertad no tendríamos academia sino una comité político, una iglesia o una secta, donde necesariamente se deben excluir determinadas propuestas: si uno pertenece a un partido conservador no podría insistir en posiciones liberales; si uno pertenece a la iglesia católica no debería insistir con preceptos budistas, no podría negar o cuestionar la autoridad del Papa, etc. Todo lo contrario se espera de la academia: excepto el principio de “libertad de cátedra”, nada se puede prescribir, nada se debe excluir de sus cuestionamientos: ni la política, ni la religión, ni la economía, ni el arte, ni el sexo, ni nada. No tendría ningún sentido proscribir la teoría de Darwin, el marxismo o el creacionismo bajo argumentos morales, políticos o religiosos. Incluso si advertimos que los académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual— con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se repite en la mayoría de las universidades de Occidente. Claro, en algún momento podríamos pensar que la idea de promover el equilibrio, aunque no sea un resultado espontáneo, podría llegar a ser excelente: imaginen las universidades con más empresarios conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más intelectuales de izquierda… Es curioso que un grupo numeroso e influyente de partidarios del libre mercado no sea igualmente partidario de la libertad de cátedra: allí donde se prescribe la mano invisible del mercado se prescribe la regulación de la producción intelectual. Donde se proclama la libertad del capital se condena el libre tránsito de los trabajadores y de las ideas.

Una vez alguien me dijo, considerando que nuestra universidad es una isla de “liberales” en medio de un mar de conservadores, que si los contribuyentes supieran cuáles son los temas que se estudian en los departamentos de humanidades, al poco tiempo se quedarían sin recursos. Podríamos pensar que esta es una idea “razonable” que normalmente es aplicada a la enseñanza primaria y hasta en la enseñanza media: el Estado tiene una cierta idea de qué es bueno y qué es malo, qué es “conveniente” ensañar y qué no; no sólo para aumentar la producción de esa sociedad sino para controlarla dentro de un determinado paradigma social, político y moral. Esto depende, claro, de qué tipo de Estado estamos hablando. Lo bueno y lo malo varían si consideramos China o Francia, Cuba o México, el sistema feudal o el sistema capitalista, el capitalismo industrial o el capitalismo posindustrial.

No obstante, cualquier universidad que se precie de un mínimo de dignidad, coherente con su historia milenaria, no puede basarse en la imposición de tabúes ideológicos o prescripciones paradigmáticas —lo cual no significa que la academia no sufra de estas mismas limitaciones, ya que es parte de una sociedad—. La academia desaparece, literalmente, cada vez que el Estado o el mercado de bienes y males, con sus intereses propios, prescriben o proscriben algo, por mínimo que sea. La paradoja de la academia es que no puede (ni debe) ser económicamente autosuficiente al mismo tiempo que no debería ser ideológicamente dependiente de la mano que le provee los recursos necesarios para su existencia, ya sea pública o privada. Claro que la asignación de recursos por parte del Estado a un área o a la otra, que las donaciones privadas a un campo y no al otro, dirigen con frecuencia el rumbo de la actividad intelectual. Pero si eso es lo que realmente ocurre no es por ello que se define históricamente la academia y mucho menos el pensamiento. Claro que un estado, una institución, puede negarle recursos económicos a sus universidades, argumentando que allí se generan ideas contrarias a sus propios intereses. Claro que puede hacerlo. ¿Y por qué no lo hace? Porque desde ese momento el Estado no puede ser considerado un estado democrático que promueve el libre pensamiento y la investigación. Por esta razón, la relación que une al Estado y a la Universidad es una relación mutuamente interesada, basada en una irresoluble contradicción.

Elocuencia y barbarie: las estrategias del poder

La Academia —la pretendida libertad de cátedra— nunca ha estado más amenazada que en tiempos de estratégicas luchas políticas. Cuando el proselitismo del miedo, principal instrumento del discurso hegemónico, invade todos los rincones de la sociedad, se hace invisible y se perpetúa bajo la idea de un orden “natural”, atemporal. Son los tiempos en que la ignorancia y la apatía del pueblo son sistemáticamente organizadas por la propaganda y la elocuencia de los arengadores públicos. Son los tiempos en que la violencia de la uniformidad quema hombres, mujeres y libros. Recordemos apenas un ejemplo, que la historia se ha empecinado en borrar de la memoria humana.

La famosa Escuela de traductores de Toledo se desarrolló durante gran parte del siglo XII gracias a un período de tolerancia racial, política y religiosa, en una región dominada y arrasada sucesivamente por árabes y godos. El método de esta Escuela consistía en traducir los libros de ciencia y filosofía del árabe a la lengua romance española. El mediador era, por lo general, un judío que leía árabe y recitaba en lengua vulgar para que un cristiano lo escribiese en latín. Así conocieron en Occidente a Ptolomeo, Aristóteles, Euclides, Avicena, Plotino, las enciclopedias de medicina, etcétera. También llegaron a Toledo en aquella época el inglés Abelardo de Bath y el francés Pierre le Venerable, abad de Cluny, quien le encargó al judío Pedro de Toledo la traducción del Corán al latín, la cual fue acabada en 1143. El más famoso traductor fue Gherard de Cremona, un italiano que tradujo al latín 87 obras, entre ellas el Almagesto de Ptolomaios. Al mismo tiempo trabajaban los pensadores aristotélicos en Al-Andalus, como el famoso Averroes. El célebre rey cristiano Alfonso X el Sabio, inspirado por la cultura de las cortes taifales, especialmente de la toledana e impulsado por colaboradores judíos, inició más tarde las traducciones arábigo-españolas, a la lengua romance. Pero éstos no eran excepciones. Otras familias de judíos también se dedicaron a traducir textos árabes —al tiempo que producían sus propias novedades—. En Cataluña, Jacob Ibn Tiddlon (Propacius Iudaeus) fue traductor y autor de Almanach, obra leída y admirada por Copérnico, Calvius y Kepler. No deberíamos olvidar, además, que, como dice Reyna Pastor, “Azarquiel, en un principio reputado forjador, llegó a ser el astrónomo y matemático más famoso de su época. Discutió a Ptolomeo, descubrió el movimiento de los planetas alrededor del Sol y el recorrido elíptico de Mercurio usando instrumentos de su invención: […] especies de astrolabios. A ello debe agregarse las llamadas ‘Tablas toledanas’, base de las ‘Tablas Alfonsinas’ de Alfonso el Sabio”. La lista de sabios y de obras es inabarcable y sería aún mayor si el dictador Almanzor no hubiese quemado los cuatrocientos mil volúmenes de la biblioteca de Córdoba. Bastaría con decir que España fue el principal centro intelectual de Europa y que gracias a esta libertad y respeto intelectual por la diversidad no sólo se salvó gran parte de la cultura antigua sino que, además, se impulsó los cambios que llevaron a Europa a un auge civilizatorio que ya todos conocemos.

Como es vieja costumbre de la historia, el fanatismo religioso —miserable esclavo de otras preocupaciones más terrenales— acabó con este período de paz y de florecimiento cultural. A partir de 1180, cesa en la iglesia el nombramiento de obispos extranjeros y comienza una etapa signada por un sentimiento nacionalista que, al decir de Amarill Chanady al referirse a América Latina, es siempre producto de una negación violenta sobre el otro, de una obligación de olvidar en búsqueda de una unidad. A finales del siglo XII se unifican las iglesias hispanas y romana. En 1188, pensando en la necesidad de una “guerra santa”, el papa Clemente III envía una carta al obispo de Toledo prometiendo perdón de todos los pecados para aquellos que luchen contra los sarracenos, al igual que para aquellos que mueran en la Cruzada. En una carta del 29 de octubre de 1192 al arzobispo de Toledo, su sucesor, el papa Celestino III, citando a la Biblia, decreta: “No es contrario a la fe católica exterminar y perseguir a los sarracenos”. Mucho después de la expulsión de los moros de Toledo, y como consecuencia de la larga Reconquista, en 1391 se practicará una nueva matanza que reducirá la población judía a la mitad. Una vez más Dios es secuestrado en nombre de intereses políticos. La víctima, como siempre, no será sólo la Academia sino, lo que es peor, el ser humano.

Algo me dice que nuestros tiempos no se diferencian mucho de aquella Edad Media, llena de oscuridades pero no tan oscura como se la representan en las escuelas primarias. Vivimos en el imperio de las simplificaciones; no en la Edad Media de Alfonso el Sabio sino en la de Pedro el Terrible; no en la Edad Media de la brillante Córdoba o de la Toledo tolerante sino de las Cruzadas y la Guerras Santas, de los héroes que luchan por salvar la Civilización en nombre de Dios, tirando bombas y arengando a los fieles contra el infiel.

Los necios han puesto el mundo entre dos cáscaras de nuez y han proclamado su conocimiento absoluto. Ya no queda nada por discutir. Just do it. Los nacionalismos, los estrechos patriotismos, los discursos bélicos destruyen cada día la necesaria serenidad del pensamiento. Demagogos y maquiavelos excitan la sangre y anestesian el alma. El objetivo inmediato es ganar, destruir al enemigo, un enemigo previamente creado —ese perfecto aliado de los viejos opresores que nunca falla. El objetivo a largo plazo es mantener las cosas como están.

Claro que siempre es posible salirse de la prisión de las cosas obvias. Cuando Diógenes, el filósofo vagabundo de Atenas fue capturado y llevado como esclavo a Creta le preguntaron qué era lo que mejor sabía hacer: “Mandar”, dijo el padre del cinismo.

Jorge Majfud
Lincoln University

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Majfud, Jorge

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio