Un cuervo en la madrugada
Carlos Maggi

Personajes

BOHR

MINA

LARA

MOURELLE

BALART

SANDRA

ANTONIO

GORGA

SILA

GENERAL

EVIA

JEFE DE GUARDIAS

GRAN PREBOSTE

ALCALDE

MAGISTRADO

EL GRAN HERIDO

UN MÉDICO

LA HISTÉRICA

EL RICO

UN HOMBRE

HOMBRE 2

PROFESOR

MUCHACHO

MUCHACHA

MUJER

EL REY

PEDRO

EL FISCAL

JUEZ

JURADO

INQUISIDOR

HERMANO

JEFE

VERDUGO

ACTO ÚNICO

(Fiesta de máscaras en un palacio a la madrugada. Al impulso repetido de una misma música enervante y obsesiva gira el baile una y otra vez, golpeando un material de más en más estremecido, más blando y disforme, más angustiado.

El palacio podría ser una pajarera alborotada por sucesivas olas de terror, corno si una gran amenaza se detuviera junto al jaulón y de pronto apoyara sus manos en los barrotes, o intentara abrir la puerta o, simplemente, se complaciera, por que si, en espantar con su sombra incomprensible a esas criaturas.

Los disfraces básicos pueden recordar las formas y colores de diversas pájaros.

Aunque los personajes son una cincuentena, el total del reparto debe cumplirse con un número sensiblemente menor de actores, variable según sea la puesta en escena.

Por lo general, para pasar de un personaje innominado a un personaje con dignidad, calificación o cargo determinados el actor tomará los atributos o aditamentos correspondientes y se los pondrá, sin salir de escena. Estos aditamentos pueden ser objetos útiles a otro fin (candelabros, ramos de flores, cortinas, etc.), que se transforman en cetros, mantos, capas, máscaras, etc., al ser utilizados por los actores.

El palacio no tiene puertas pero los personajes pueden salir o entrar por cualquier parte, a través de las paredes, de acuerdo a las necesidades del movimiento.

Al iniciarse la acción, se apagan totalmente las luces de la sala y en la oscuridad se levanta el telón y se oye la música durante un cierto lapso; luego las palabras de Bohr:

 

VOZ DE BOHR. — ¿Dónde? ¿Dónde? ¿De dónde? Pregunto de dónde. ¡De dónde! ¡De dónde!!

 

(Estalla un coro de carcajadas. Se encienden en resistencia, hasta hacerse deslumbrantes, las luces de la fiesta.)

 

MINA. (Mientras bailan, acusando a su compañero en son de broma.) — Te gusta la mujer del general Calero.

LARA. (Soltando a su compañero para señalarlo.) —Le gusta, sí.

MOURELLE. — Es justicia social. Demasiado mujer para un solo militar, retirado y con artritis.

BALART. (En tono festivo como los otros.) — Bueno... Tiene abundancia, es evidente... Salta a la vista. Tiene abundancia, pero... le falta consistencia. (Risas.)

 

(En otro extremo, dialogo entre tres o cuatro máscaras.)

 

—¿Dijo resistencia?

—¿Resistencia?

—No. No. No dijo. Dijo...

—Dijo que no tiene resistencia. (Pausita.) Por el príncipe lo dijo.

—Pero sí dijo: consistencia.

—No sea ingenuo. Usted sabe que dijo resistencia.

—¿Habrá resistencia? ¿Se llegará a eso?

—Mire el cielo.

—Está encapotado. Pero no tiene nada que ver.

—Eso no es inminencia, es nada más que mal tiempo.

—En esta época a nadie le importan las tormentas.

—¡Tormentas! ¿ Y los tormentos? ¿ Pensó en los tormentos?

—Yo decía por el príncipe o por el rey, en fin, por él, que no va a poder resistir. Ni resistencia puede hacer.

—Cállese, hombre de Dios. Cállese y piense en la reina que es tan dulce y tan buena y que todos la quieren. Vale más pensar en la reina. Hay que pensar en la reina buena.

—Sí. Tiene razón. Ojalá que la tormenta sea de agua o de viento o de truenos y no de tronos.

—Total: los truenos son ruido de explosión pero sin explosiones.

—Diga mejor: sin conmociones.

—Basta! ¿A qué quieren llegar? ¿Quieren llegar a decir... revoluciones?...

        (En otro extremo, interrumpiendo.)

SANDRA. — Emociones. Emociones, ¿entiende? Me gusta sentir emociones. Embriagarme,- bailar, enloquecerme. Estoy hecha para eso: para perder la cabeza.

ANTONIO. — Por favor, Sandra. Perder su cabecita... No puedo concebir la idea de verla marchar entre la chusma, bamboleándose en esa carreta cuadrada como vi en el libro, era un grabado antiguo, y atrás el cadalso con el filo colgando en el aire y una cuerda que de pronto deja caer la hoja de acero y...

SANDRA. — Soy así. Un cuerpo despreocupado. Por eso me gustan las fiestas en verano. Llego a sofocarme bailando y bailando y sin embargo no quisiera perderme una pieza. Me lo pide el ánimo, la música y el aire tan quieto y el calor. Llego a olvidarme de todo y me apuro por ser feliz. ¿Verdad que un placer tan perfecto no debería terminarse nunca?

ANTONIO. —Nunca, Sandra, nunca. Por eso yo .......

SANDRA. — Únicamente algo tan silencioso y tan infame como el amanecer, puede derrumbar la delicia de una noche de verano.

ANTONIO. — Vamos a no pensar en el amanecer. Siga hablando de su cuerpo.

SANDRA. — Mejor tomamos otra copa. Cuando estalle la tormenta quiero que estemos en él jardín. Por como pesa el aire sobre la piel, creo que hoy va a temblar la tierra.

(la otro extremo. Interrumpiendo.)

GORGA. — ¡Tierra! Por no decir cubierta de lodo y de vergüenza. Una arrastrada.

SILA. — Una mujer casada revolcada por la tierra.

GORGA. — Usted también lo sabe. Me alegro. Mejor sería que las mujeres así murieran antes de nacer.

SILA. — Debieran morir Gorga. Y mucho antes, porque la que es mala hija termina siempre siendo mala esposa. ¡ Y con un empleado! ¡ Dígame si no es un verdadero descaro llegar a eso con un empleado, aunque sea un alto empleado!

GORGA. — Yo no pienso pisarle la casa nueva. De esto estoy segura. Aunque fuera de oro, tampoco iría.

SILA. — Ni yo. ¡ Me tiene bien sin cuidado la famosa casa nueva!

GORGA. — Como a mí. Dice Ema Garesse, la casada con el recaudador, que estuvo el día de la recepción, que las cortinas son traídas de Venecia y la cristalería y todo.

SILA. — Pues me tiene sin cuidado. Para mí es como si no existiera. Eso, y el famoso salón amarillo. Le estuve preguntando a la prima de Amalia que también estuvo y me dijo que todo es un despilfarro. ¡Como si el dinero pudiera tapar lo demás!

GORGA. — Tiene razón. Uno no piensa, pero el dinero no es todo, hay cosas que importan más que el oro o por lo menos debería haber. Por ejemplo... (No encuentra.)

SFLA. — Claro que debería …

GORGA. — ¿Verdad que debería haber? Uno nunca se acuerda de algo que valga más que el oro, pero ... debería acordarse.

SILA. —Usted Gorga, usted sí que merece tener una casa como ésa.

GORGA. — Y usted misma, Sila, ¿por qué no?

SILA. — Porque no Gorga. Nosotras tenemos que seguir en lo que estamos, a medio sueldo, como quien dice. Somos viejas, feas y decentes. A veces es para creer que falta un Dios que esté mirando lo que pasa. Uno llega a sentir odio.

GORGA. — Es bien cierto. Se agolpa tanto odio, que uno mismo se asusta.

(En otro extremo tres máscaras.)

—Esté seguro: es exactamente así.

—Yo no comparto: la gente no es rencorosa. Se olvida.

—¡Ah no! Es rencorosa, envidiosa y odiosa.

—Odiosera y pordiosera.

—Esté seguro. Y por eso mismo nos tienen odio.

(En otro extremo.)

GORGA. — Tanto odio que uno mismo se asusta.

(En otro extremo.)

(Varias máscaras, a coro.) — Uno se asusta de la gente.

—Sería mejor cerrar las ventanas.

—Viene tormenta. El tiempo está amenazante.

—El tiempo aprieta pero no ahorca.

—Pero amenaza. En estos tiempos todo amenaza.

—Sería mejor cerrar las ventanas. Es más protección.

—Claro. Hay que defenderse.

UN GENERAL. (Adelantándose.) — Que cierren las ventanas con doble postigo y dos trancas en cada hoja para mayor protección.

(Suena un clarín. Luego el baile rehace bruscamente su apariencia de fiesta)

BOHR. (Entrando. Es el único que está vestido de negro. Es notoriamente de otra especie que los demás personajes, como de otro mundo, tal vez de un lugar más próximo al mundo real. Sin embargo no tiene cara. Su cabeza, de la frente al mentón, es lisa y blanca como un huevo.) — Ahora no hay de qué asustarse. Cerraron las ventanas. Lo que viene es un temporal, nada más que eso. Oyeron el trueno y el relámpago fue clarísimo. Una tormenta de verano. La vi bien. Estaba emboscada en el horizonte, honda, negra, espesa como el ala de un cuervo. ¡Ay! Pero no es una amenaza, una amenaza amenazante. No. Ahora está encima de nosotros y se sabe que es nada mas que una tormenta, pero en el cielo. En la tierra no. Todo sigue en orden, aquí. En orden y con órdenes. Órdenes de... ¿Dónde está el rey? ¿ Dónde? Pregunto: ¿dónde está el rey que da las órdenes? ¿El rey, no vino todavía? El rey. (Va pasando entre las máscaras revisándolas.) Pregunto dónde está el rey. ¿El rey? Que no se pierda. Cuídenlo. ¿El rey? No llegó. ¿No llegó el rey? (Se ha perdido entre las parejas y sale.)

SANDRA. — Adoraría a un hombre capaz de bramar más fuerte que los truenos. En noches como hoy cuando está por estallar el temporal me siento tentada de desnudarme y salir al campo a mojarme el cuerpo con las primeras gotas; ahora mismo envidio las flores que están abiertas y ávidas sobre la tierra, esperando el frescor de la madrugada. Soy así. El solo perfume de una noche como hoy podría hacerme gritar. (Toma a su compañero de los hombros y lo beso salvajemente.)

(En otro extremo.)

EVIA. (En un grito.) — Ay no! ¡No, Dios mío! ¡ No,

no!

—¿Qué pasa? ¡Evia!

—¿Qué pasa?

—Por Dios, cálmese.

EVIA. —Lo estoy viendo. Y no quiero verlo. Es demasiado. Lo sé porque lo estoy viendo. Fue Juan Endriago. Podría jurarlo. Sí. Estoy segura. Fue él. Está ahí y se está riendo. Se ríe de lado a lado.

—Pero cálmese. No hay nadie.

EVIA. — Sí. Lo mató. Lo está matando y yo siento el dolor. Estoy sintiendo el tajo. ¡Aquí! Juan Endriago mató al rey a puñaladas. Juan Endriago.

—¡El Cuervo!

EVIA. — El Cuervo, sí. El Cuervo que estaba emboscado. Asaltaron el coche, eran muchos bandidos, una nube de bandidos malvados en el horizonte y lo mataron. Aquí, aquí le dieron el tajo, hondo, espeso, colorado, lo estoy viendo, un tajo largo como el ala de un cuervo mojada en sangre.

—Llamen a un médico. Esta mujer delira.

—No hay que alarmarse. Es nada más que una mujer atemorizada. Una mujercita...

—Pero sería mejor que cerráramos las rejas del jardín.

—¿Para qué? La tormenta está en el cielo.

—Sería mejor, para que no entren los presentimientos.

—O las noticias.

—O el Cuervo.

—¡Cállese!

—Pero es mejor cerrar.

—Claro que es mejor.

JEFE DE GUARDIAS. (Adelantándose.) — Que cierren las rejas del palacio con doble cadena y dos vueltas de llave en cada candado para mantener la seguridad interior.

GRAN PREBOSTE. — Y que se deje caer la gran puerta, cerrando la muralla.

ALCALDE. — Y que se suba el puente levadizo para aislamos del todo.

MAGISTRADO. — Y que se envenenen las aguas del foso principal para que los malvados mueran envenenados.

(Suenan clarines, se oyen las cadenas, los cerrojos, el golpe de las rejas y puertas, el chirriar del puente, etcétera. Bruscamente se rehace el baile alegre y despreocupado.)

LARA. — Tengo una cinta color primavera, comprada en París.

MINA. — Debe ser un color maravilloso.

LARA. — Algo nunca visto.

MINA. — Desde que se usa el peinado Warring, una cinta de seda es lo más importante del mundo, ¿verdad?

LARA. — A Mourelle le encantan los matices del rosa y dice que no puede yerme el azul o el amarillo.

MINA. — Como Bálart. Me compró 17 tonos imaginarios, todos emparentados con el celeste, pero ninguno es celeste, celeste.

LARA. — Menos mal.

BOHR. (Viene desde atrás de las parejas que bailan, hasta el primer plano.) — ¿Y el rey? ¿Nadie se da cuenta? ¿Nadie piensa en el rey? ¿Nadie se acuerda de él y de la reina —tan dulce, tan frágil— nadie se acuerda de la reina, que es el regazo del mundo? No. En ella no piensa nadie. Y sin embargo no han llegado todavía y ya no pueden entrar porque cerraron el palacio y porque el camino está cargado de amenazas y de muerte. Este cuerpo sensible se tuerce de dolores y de presagios y hay un cuervo clavado en su costado, picoteando el festín de su hígado, pero nadie se acuerda.

¡Ah! ¡ Cómo quisiera librarme también yo de esta seguridad funesta! ¡ Cómo quisiera! Pero no. No hay modo; no puedo detener mi pensamiento. La desgracia cabe en un grano de arena y debo esperar que pase un desierto de tiempo inseguro. La desgracia está ahí y ahí y ahí, emboscada como una mancha de silencio, entre ésta o aquélla sombra y el suelo por el cual desliza, buscando espacio entre la carne abierta y el filo que la corta; la desgracia está aquí o aquí o en el aire, calada entre una frase cualquiera dicha por cualquiera al azar y nuestro entendimiento que la descifra de pronto y nos hace saber la primer noticia del desastre. Pero a nadie le importa. Todos hablan, hablan, hablan inconteniblemente, sin darse cuenta, sin pensar. En vez de cerrar las rejas y las murallas del castillo, cuánto mejor sería cerrar las palabras y sobre todo cerrar mi inteligencia para no entender, para no estar viendo lo que recién mañana estaré obligado a saber. (Se arrodilla, se recoge sobre sí mismo, se toma la cabeza entre las manos.) Debo pensar en otra cosa. Debo pensar en otra cosa o no pensar. Mejor no pensar. Ojalá pudiera no pensar o pensar en una cinta de colores. En una cinta.., de colores.

LARA. — Tengo una cinta color primavera comprada en París.

MINA. — ¿Te gusta la mujer del general Calero? En serio, ¿te gusta?

LARA. — Algo nunca visto, 37 tonos imaginarios.

BALART. — Mucha abundancia y poca consistencia.

(Máscaras de uno al otro lado del escenario.)

—Mucha arrogancia y tanta insuficiencia.

—Cintas de Francia y mucha inminencia.

—Mucha ignorancia y poca resistencia.

SANDSRA. — Es mi cuerpo. Mi cuerpo. Sí, mi cuerpo. Envidia las flores que esperan el rocío y envidia la matriz de la tierra que tiene sed de ser fecundada.

El solo perfume de una fecundación podría hacerme gritar y estremecerme. (Besa a su compañero en la misma forma que ya lo hiciera.)

EL GRAN HERIDO. (Es un soldado. Su sable está quebrado. Tiene cubierto de enormes vendajes y grandes manchas de sangre. Su apariencia es guiñolesca.) (Entrando en un grito.) ¡ Viva la libertad! (Se derrumba en medio del salón provocando una conmoción general.)

—Pronto, un médico.

—¿¡Cómo entro este hombre, tan sucio!?

—Es un defensor del orden.

—(Sacudiéndolo.) Hable. ¿Qué pasa? Hable. ¿Por qué está herido?

—Ensucia el piso.

—Hable.

EL GRAN HERIDO. (Trabajosamente.) — Todos ustedes... van a ser perseguidos... Vine a avisar. (Vuelve a desmayarse.)

UN MÉDICO. — Permítame. (Lo trata con fricciones y pequeños golpes.)

EL GRAN HERIDO. — Todos ustedes.., al exilio, sufrirán castigos, tormentos, la guillotina... Todos.

—Pero, ¿por qué... qué ha pasado?

EL GRAN HERIDO. — El general Jacinto Corbo se levantó en armas. Dos regimientos de infantería y el cuartel de artilleros. Frente al arsenal hubo lucha con los guardias del rey y con nuestro batallón de caballería. Pero son superiores en número. No hubo casi resistencia. Nos dispersaron.

—Y ahora ¿siguen luchando?

EL GRAN HERIDO. — Rodearon el palacio. Están organizando el asalto.

—¿ Este palacio?

EL GRAN HERIDO. — Sí, éste.

—Pero, ¿y el rey? ¿Qué hizo el rey?

EL GRAN HERIDO. — Prisionero. Sin disparar un tiro. La reina fue guillotinada en la plaza de Garví. Tenía el pelo canoso. Todos vimos rodar la cabeza blanca de la reina.

—¡No! ¡Pobrecita! La reina no.

EL GRAN HERIDO. — También la reina. Claro que sí. Guillotinada.

—Estamos rodeados.

—Hay que hacer algo.

—Amor... tengo mie...

—No lo digas.

—Debe haber cientos de soldados prontos para asaltarnos.

—Asaltantes.

—Sí. Miles de asaltantes y turbas enfurecidas.

—Y seguramente el Cuervo, el gran canalla.

—No. Corbo, el gran general.

—Es lo mismo. Cuervo y Corbo.

—Claro, es de rapiña.

—¿Habrá rapiña?

—¡No, por Dios!

—Rapiña y pillaje.

—¿Y las mujeres?...

—Habría que hacer algo. Luchar.

—Eso no. Son demasiados. Está toda la chusma.

—Los odiosos. Todos.

EL MÉDICO. — Pronto. Necesito ligar la arteria. Este hombre se muere.

—Sáquelo del salón. Ensucia.

—Déjelo quieto. Un solo soldado no importa. ¿Qué se hace con un soldado?

—Nosotros debemos pensar en nosotros.

—Habría que huir. Tiene que haber un medio.

—Hay que huir de cualquier manera.

—Sí, sí. Hay que huir. Correr a la frontera. Estar lejos.

—Por favor. Vamos.

—Vamos. Vámonos lejos, querida.

—Amor, tengo miedo. Tengo miedo. (Llorando.) ¡Tengo miedo!

(Transición brasca: hilaridad. Se oyen grandes carcajadas.)

—Dice que tiene miedo. Si será mujer histérica.

 

(Todos la señalan y se ríen. De ese coro de carcajadas, sale una risa de mujer en plena crisis nerviosa.)

LA HISTÉRICA. — Yo. Yo soy culpable. Sí. Yo. Hice mal. Fui déspota. Fui orgullosa. Sí. Quise humillar y pisar, ser superior, ser superior y despreciar. Quise despreciar a esos que son inferiores. Por eso quieren vengarse ahora. Y tienen razón. Fui mala y tienen razón. Tienen razón los inferiores. Tienen razón los inferiores.

EL RICO. — Yo estoy tranquilo. Lo mío fue herencia. Yo no pedí nada, ni robé, ni saqué nada a nadie. No hice nada yo. Todo lo mío me vino de mi padre.

UN HOMBRE. — Y a su padre, ¿de dónde le vino la fortuna? ¿La encontró? ¿La hizo trabajando?

EL RICO. — Pero yo soy otro.

UN HOMBRE. — Otro ¿eh? Entonces tiene lo ajeno, gasta lo que es de otro.

EL RICO. — Pero fue mi herencia.

UN HOMBRE. — Hay que decidirse, ¿hereda o no hereda a su padre?

EL RICO. — Yo recibo la herencia, pero...

UN HOMRRE. — Pero con la herencia, vienen los robos, las coimas, la falta de escrúpulos, las canalladas de su padre. Todo viene con el dinero mal habido. Se hereda todo.

EL RICO. — Yo nunca hice nada.

UN HOMBRE. — Eso es lo que digo. Nunca hizo nada. Un zángano. Un privilegiado. Un abusador. Un cero a la izquierda disfrutando toda una vida.

HOMBRE SEGUNDO. — Ahora vas a pagarlo bien. Ese soldado muerto es la primer noticia de la desgracia.

BOHR. (Entrando desde atrás como las veces anteriores pasando entre las máscaras.) — No. Es absurdo. Ese herido es mentira. Es ridículo. Puede quitarse el gorro de vendas y pararse. No tiene nada. (El soldado lo hace.) ¡ Qué absurdo! ¡Qué figura tan grotesca, tan burda, tan exagerada!

EL GRAN HERIDO. (Mientras se quita sus aditamentos y va convirtiéndose en una mascara como las demás.) — Fue una broma de carnaval. ¿Verdad que parezco un defensor del orden, herido por la chusma insubordinada? Es un buen disfraz, ¿verdad? Un disfraz exagerado, pero posible. Demasiado posible. Inminente. Un disfraz que se nos viene encima.

BOHR. — ¡Basta! No hay nada tan irritante como un absurdo persistente. Se hace insoportáble, obsesivo.

EL GRAN HERIDO. —Pero...

BOHR. — ¡Basta! ¡Basta!

EL GRAN HERIDO. — Está bien. (Se despoja de su ultimo aditamento y lo tira lejos. Se convierte en

Balart.) Como dije: tiene abundancia. Es evidente, Mina, pero le falta consistencia.

LARA. — ¿Dijiste que me falta conciencia?

MINA. — No. Dijo decencia.

MOURELLE. —Pero pensó indecencia. (En otro extremo.)

—Violencia.

(La palabra corre de extremo a extremo.)

—Violencia.

—Violencia.

—Vehemencia.

—Demencia... Demencia.

—No. Violencia. Violencia. Videncia.

DOS O TRES. — ¡¡¡Violencia!!!

UN PROFESOR. (Como indicando en un pizarrón.)

— Es un esquema para alumnos de primer año. Sencillísimo. A mayor compresión e igual combustión: mayor reacción. A mayor opresión e igual reacción: mayor revolución. Es el llamado principio de la reacción en cadena o de los reaccionarios encadenados: admisión, opresión, revolución y escape. ¿Entienden? Un simple motor a cuatro tiempos: reacción, opresión, revolución y escape. Reacción, opresión, revolución y escape. Reacción, opresión, revolución y escape.

BOHR. — Basta. Por Dios, basta. Basta. Basta. (Las luces bajan y suben luego con los cuchicheos.)

—Pero si estamos rodeados de enemigos.

—Totalmente rodeados.

—Estamos cercados. Un cerco de hierro.

—¿Se puede predecir el resultado de esta guerra?

—¿El resultado, para usted?

—¿A quién le importa el resultado de una guerra? ¿A los muertos del ganador o a los que son derrotados y se salvan?

—¡Y las últimas noticias son tan graves! Se lucha en las calles esquina por esquina y casa por casa.

—Ah sí. Según los boletines urgentes es muy grave. Y que va a pasarnos a nosotros aquí. ¿Qué va a pasarnos?

—No sé, querida. Yo no sé de estas cosas. Ojalá entendiera algo y pudiera saber o hacer algo. Pero no sé.

—¿Y el ejército? ¿Y nuestras armas? ¿Nuestros planes de defensa y ataque? ¿Dónde están nuestras fuerzas?

—Todos tienen fuerzas, tienen armas y grandes planes de defensa y ataque. En especial el enemigo tiene planes de ataque. Y el general Corbo.

—Es horrible. Debiéramos huir.

—Claro que hay que huir.

—Pero ahora es tarde. Se produjo la invasión.

—El estado de sitio.

—.Nos rodearon y estamos sitiados. Un cerco de hierro y fuego.

—Entonces es la guerra total. La masacre.

—Ya no hay lugares a donde huir. Estamos perdidos, amor mío.

—¡Mi vida!

—¿Y mis hijos? ¿Dónde están mis hijos? (En un grito.) ¡Ciro... Diego… Marcia!

BOHR. (Sereno, en voz baja.) — Ésta es la desgracia. La esperaba. Es la desgracia, aquí, entre nosotros. La destrucción, la crueldad ojo por ojo y casa por casa; fieras contra fieras; sin piedad. (In crescendo de angustia.) Oh Dios mío: quisiera ser otro, haberme muerto, no haber nacido aquí y ahora, quisiera estar hundido, hondo, inmóvil, sin siquiera soñar, hundido en la tierra sin ver ni sentir nada; acurrucado; quieto. (Tembloroso.) Dios mío: dame un pozo en la tierra donde estar defendido y a salvo, una fosa, un sepulcro profundo donde abrigarme como una criaturita antes de nacer, un regazo donde estar vivo y sin amenazas, el útero de mi madre. (Cayendo di suelo.) Dios de misericordia: es tu creación, soy tu obra, dame un rincón en el mundo el más húmedo y frío y soterrado, la cueva de una rata donde refugiarme como una rata; no soy más que eso: una rata presa del terror. Algo que sufre y se desvive. (Arrastrándose.) Dios: apiádate de mí, sé bueno, sé bueno conmigo: dame la miseria y la falta de esperanza, dame las tinieblas y la humillación, dame el dolor y la infamia para mí, mas libarme del miedo. (Llorando.) Líbrame del miedo, Dios mío. Líbrame del miedo. (Sale arrastrándose.)

(A lo largo del monólogo bajan las luces y afuera salta la claridad intensa de los relámpagos. Por transparencia el palacio deja ver los barrotes de una jaula y sobre las paredes un juego de sombras amenazadoras. Se oye un trueno y luego otro. Tal vez un bombardeo. Hacia el final la oscuridad se hace completa. Suenan las sirenas de alarma. Las ambulancias. Clarines. Disparos. Ayes de dolor. Imprecaciones. La plegaria de Bohr se hace inteligible en los momentos de silencio y se continúa como un jadeo de angustia sobrepuesta a los ruidos. Después de sus última frase hay un breve silencio y se empieza a oír, cada vez más claramente la música del baile, las laces suben gradualmente y se rehace una vez más la misma fiesta.)

MUCHACHO. — ¡ Qué noche tan deliciosa! ¿Verdad?

MUGHAGHA. — Podría bailar infinitamente y sin envejecer.

MUCHACHO. — Yo, podría ser infinitamente feliz, estando infinitamente cerca de una criatura tan infinita.

MUCHACHA. — Me parece que a usted el baile lo pone un poco infinitivo.

MUCHACHO. — Y sin embargo, con respecto a usted tengo un sinfín de fines tan definidos. (Ríen.)

(En otro extremo.)

HOMBRE. — Qué noche tan encantadora, ¿verdad?

MUJER. — Podría bailar así durante días. ¡ Soy tan feliz!

HOMBRE. — Si usted quisiera yo podría ser feliz para siempre.

MUJER — No me diga que sabe cómo ser feliz, que descubrió la manera.

HOMBRE. — Usted es mi manera.

MUJER. — Me parece que usted es feliz de muchas maneras. (Ríen.)

(Suenan trompetas. Pausa.)

UNA VOZ. — Sus santas majestades, el rey y la reina. (Pausa. Hacen su entrada el rey y la reina. Vienen vestidos de etiqueta, frac y vestido largo. Impecables, realistas, encantadores. Las máscaras se apartan a su paso y se inclinan reverentemente.)

EL REY. — Todo está en orden y cada uno en su lugar. Me alegra. Sigan divirtiéndose así. Cada uno en su lugar y sin molestar a nadie. Continúen, por favor. (Se sienta y la reina junto a él, en un lugar elevado.) Cada uno en su lugar. Vamos. Vamos, señores. Sin salir de sus lugares y sin romper el orden. ¡Si todos pueden ser felices! El inspector inspecciona. El recaudador recauda. El policía vigila y el general luce sus galones. El sacerdote acomoda el Divino Padre Santo a nuestra realidad y el que trabaja, trabaja. Marco Ruffo nace malo y Pesante sin talento. Los Rosón son distinguidos. Los Mayorca, poderosos y además hay una chusma de caras desconocidas que siempre es la misma. Pero los débiles son muy importantes también porque sin débiles no hay poderosos. ¡Podemos ser tan felices si cada uno goza en su lugar, quedándose en su sitio!

PEDRO. — ¿Y Juan Endriago? ¿También Juan Endriago se queda en su sitio, Majestad?

EL REY. — ¡El Cuervo! ¿ Quién nombró al Cuervo? Tú, Pedro. Está prohibido pronunciar su nombre en mi presencia. Debemos empezar a hacer justicia, ajusticiando. (La acción se hace muy rápida. Se compone por los actores la sala de un juicio.)

EL FISCAL. — Como Fiscal del reino, acuso a Pedro Saga de alta traición, en virtud de sus actos contra el estado, la tranquilidad pública y la libertad. Artículo 68 del Código Penal y concordantes.

JUEZ. — El Jurado debe disponerse a dar su fallo. ¿Culpable o inocente?

JURADO. (A coro.) — Culpable, señor Juez.

REY. —La justicia dio su palabra. Que venga el verdugo y que muera sometido al garrote vil. (Cuchicheo con la Reina.) ¡Alto! La Reina con su espíritu dulcísimo intercede por el reo. Por esta vez, se conmuta la pena. Por pura piedad libramos al reo de morir estrangulado. Que caiga su cabeza bajo el hacha. ¡Verdugo! (El verdugo arranca una larga cortina roja y cruza la escena arrastrándola. La acción se hace ahora muy lenta.)

REY. — ¿Por qué tarda tanto ese verdugo?

—No debiera venir así, trayendo eso.

—¿Qué quiere que traiga?

—Podría traer el hacha. El hacha de hacer justicia.

—Es lo mismo. ¿No ve que es lo mismo?

—Siempre sospeché de la demasiada justicia.

—También en la Edad Media...

—No sea cobarde, cállese.

—Pero no debiera llegarse a semejante cosa.

—¿Usted también es traidor?

—No debiera correr un río así.

—Sin embargo es mejor prevenir que curar.

—La verdad es esa. Nosotros debemos prevenirnos.

—Debemos prevenirnos de todas maneras.

—¿Aunque sea abriendo aquí mismo un río de sangre?

(El verdugo ha envuelto la punta de la cortina en torno al cuello de Pedro y ahora lo saca con las manos esposadas en la espalda, llevando detrás de sí un largo río de sangre. Se rehace el baile. La acción vuelve al ritmo normal.)

INQUISIDOR (Interrumpiendo.) — ¡Majestad! ¡ Señores! ¡ Hombres del país! Atención. Es muy importante: en mi carácter de primer Inquisidor procederé a leer la primera lista de complotados subversivos investigados y acusables. Atención, señores. La primera lista de sospechosos. (Traen a un hombre entre dos guardias y luego otro y otro y otro. La rueda se hace interminable, mientras el Inquisidor lee.) Este repugnante sujeto está preso bajo la acusación de ser amigo de un amigo del sobrino político del gran enemigo. Este criminal sin escrúpulos se mantiene incomunicado por agresión a mano armada con fines subversivos. No hay pruebas, ni armas, pero se sigue averiguando. Esta mujer delincuente es de las peores. Proclama a los cuatro vientos que el enemigo es infame pero no quiere admitir que el enemigo echa fuego por la boca. Este ciudadano extraviado pensó dos veces lo que está prohibido y una vez lo dijo, en el oído, a alguien de su familia. Esta mujer desgraciada es reincidente porque ya fue interrogada dos veces. Se niega a recordar lo que ignora. Este individuo miserable es un activista y un agitador. Insiste en fingir que es manco, pero se presume que debe haber alguna mano en la sombra.

FISCAL. — Para todos los sospechosos, el Fiscal acusador pide la pena máxima. La salvación pública, lo exige. Lo piden la paz y la seguridad interior.

EL REY. — Que venga el verdugo y que traiga el hacha. (Gesto a la Reina.) Tenemos que ser piadosos. El hacha.

EL JUEZ. — Primero que falle el Jurado.

EL JURADO. — ¡El hacha! Que caigan todos bajo el hacha.

(Son llevados en sentido inverso los sospechosos.)

EL JUEZ. — Como juez: condeno: el hacha.

MUJER. — Señor Inquisidor: mi hermano está encuervado.

INQUISIDOR. — ¿Y cuál es? ¿Cuál es tu hermano?

MUJER. — Aquél, señor. Está encuervado, tiene el Cuervo en el cuerpo.

JEFE. — Efectivamente, en mi carácter de Jefe del Servicio Secreto puedo informar que mis agentes lo tenían vigilado estrechamente. Corroboro la acusación. Su situación era ya muy comprometida. Le falta nada más que confesar. Aunque no fuera culpable le falta solo confesar.

(Los agentes lo traen, lo sientan en una silla y comienzan un interrogatorio policial, volviéndolo, a cada pregunta, hacía uno y otro lado.)

—¿Nombre?

—¿Edad?

—¿Estado?

—¿Cédula?

—¿Profesión?

—¿Enrolamiento?

HERMANO. — Cualquier cosa que diga va a ser para peor.

—¿Domicilio?

—¿Número de credencial?

—¿Lista de sus antecedentes penales?

—¿Dónde estuvo ayer?

—¿Y anteayer?

—¿Y mañana? ¿Dónde estuvo mañana?

—¡Le pregunto dónde estuvo!

—¿Y que hizo?

—¿Y por qué?

—Conteste.

—¿Qué dijo ayer?

—¿Qué pensó hoy?

—¿Qué querrá mañana? con quién estuvo?

—Sobre todo eso: ¿con quién?

—¿Y por qué? ¿Diga por qué estuvo y dónde? Y con quién.

MUJER. — Él sabe. Juro que mi hermano lo sabe.

—Conteste.

MUJER. — Fue él. Fue mi hermano. Lo juro. Estoy dispuesta a jurarlo, aunque me muera de dolor. Aunque sufra al denunciarlo y me avergüence.

—Confiese.

—¿No ve que está perdido? Confiese.

—Está perdido.

—Confiese.

MUJER. — Es mejor que lo digas, querido. Es mejor para todos. Es mejor confesar todo.

HERMANO. — ¿Qué puedo decir María?

—¿Lo admite?

JEFE. — ¡Confesó, Majestad! Solo un culpable dice eso. Confesó, no hay duda.

EL REY. — El hacha, entonces.

JURADO.—El hacha.

BOHR. —No, por favor, no puede hacerse. No quiero. Deténganse. Es mi hermano. Es mi hermano, les digo.

JEFE. — ¿También esta mujer es su hermana? ¿También la denunciante?

BOHR. — La delatora no. Pero él, sí. Quiero decir todos son mis hermanos. Como si fueran hermanos. Deténganse, por favor. La sangre pide, pide y pide y después no conoce. El menor hilo de sangre se enreda. Lo sé bien. Se da vuelta y se muerde la cola. Deben detenerse ahora. (EL verdugo se ha llevado al hermano detrás del cual, sale María llorándolo.) (Bohr comprende que ya nada puede hacer y se serena.) Yo comprendo. No es que deje de comprender. Debemos evitar la zozobra y el peligro de que pase lo peor. Pero sucede que a veces lo peor no es lo peor. Lo peor es lo otro. Yo comprendo. Comprendo perfectamente. Cada uno conserva su rango y privilegio. Cada uno conserva lo suyo. Conserva su sitio. Ninguno de nosotros tiene maldad en el alma. Yo sé. No tenemos maldad: tenemos miedo. Pero me avergüenza pertenecer a una clase de seres que tienen necesidad de matarse para sobrevivir a ese miedo. Me asusta por todos nosotros. Por eso, (se va diluyendo) por eso yo diría que... (Se borra entre los demás haciendo gestos ininteligibles.) No sé. A veces trato de entender, pero...

(Cuchicheo que crece.)

—Es peligroso.

—Muy peligroso.

—Es el riesgo mayor.

—Es una espada colgando de un cabello.

—Es la puñalada a traición.

—Es el espía entre nosotros.

—Los espías son los peores.

—Y los traidores.

—Los que están entre nosotros.

—Los encorvados, de nosotros.

—Tú, o tú, o tú.

—Los posibles encorvados.

—Los encorvados en secreto.

—Los que no quieren encorvarse y pueden encorvarse sin querer.

—Y aquellos que conviene decir que están encorvados.

—Tú.

—O tú.

—O tú.

—O tú.

(Pausa en la cual los acusadores se inmovilizan.) (Gorga y Sila tejen con agujas de madera, mientras observan hacia afuera a través de una ventana. En dos o tres oportunidades se oye el golpe del hacha en el patio contiguo, seguido de la exclamación del público que se supone está presenciando las ejecuciones.)

GORGA. — María tiene suerte.

SILA. — ¡Suerte!

GORGA. — Bueno, es una manera de decir. Pero aparte de eso es buena... Tenía primera fila porque él le consigue y me invitó a mí, dos veces me invitó.

SILA. — Debe ser impresionante tan cerca ...

GORGA. — Claro. Se ve mejor. El segundo que vimos la primera vez creo que fue el duque de Du Moreau. Sí, fue él. El segundo que vimos se levantó, se levantó bien derecho y caminó dos pasos. Era un hombre enorme y muy fuerte. Le brotaba un copete colorado hasta aquí. Algo increíble.

SILA. — Impresionante. ¿Y dio dos pasos?

GORGA. — Sí. Se levantó y caminó. Después se tambaleé un poco y movió los brazos como un temblor y se derrumbé. Al caer el golpe fue tan grande que lo sentí en la silla.

SILA. — Una prima mía, la casada con el guarda sellos, va siempre al palco. El otro día la salpicaron en una mano y en el cuellito blanco que llevaba. Después me mostró la mancha, era del tamaño de una moneda. Imagínese. Dice que la gota que le cayó aquí era tan caliente que quemaba.

GORGA. — Ah, sí me dijeron a mí también es increíblemente caliente. Pero las veces que fui yo, no hubo salpicaduras. Es a veces, cuando se sacuden.

SILA. (Gran entusiasmo.) — ¡Mire ése! ¡Pero mírelo!

GORGA. — No le decía yo, que se mueven. Y si son fuertes, más. ¿Vio cómo caminan?

SILA. — Qué lástima no estar más cerca.

GORGA. — Venga, vamos a hablar con Mara. ¡Somos tan amigas...!

SILA. — ¿Nos dejarán pasar?

GORGA. — Probamos. Pero estoy segura que sí. Apúrese. Apúrese. (Salen.)

(En ambos extremos se izan formado dos lilas. La mitad de los actores son ahora verdugos y la otra mitad condenados. Desfilan frente a los reyes y repiten mecánicamente.)

EL VERDUGO. (A medida que pasan.) — Un encorvado, Majestad.

EL REY. — El hacha.

EL VERDUGO. —Un encorvado, Majestad.

EL REY. — El hacha.

(El juego se repite tantas veces como sea necesario para vaciar la escena. Las luces bajan. Solo se ven las siluetas. El Rey y la Reina salen, primero él por la izquierda y luego ella por la derecha pero reaparecen casi enseguida y van juntos a asomarse tomados de la mano, a la ventana que da al patio de las ejecuciones. Hacia allí saludan bondadosamente. De pronto el traje de la Reina queda vacío parado en escena. De adentro de ese traje sale Bohr armado de un cuchillo y ahora con saña insospechable apuñala al Rey repetidas veces.)

BOHR. (En el mismo tono que al empezar.) — ¿ Dónde? ¿Dónde? pregunto ¿de dónde? ¿de dónde? ¿de dónde viene el peligro? ¿De dónde viene el peligro? ¿De dónde viene el peligro? (Oscuridad.) ¿De dónde viene el peligro?

TELÓN

Clavileño, enero 1961.