El apuntador y Un cuervo en la madrugada - de Carlos Maggi |
Un acontecimiento teatral |
¿Cuántos,
pero cuántos años hace que en el Uruguay no se publica un libro de
teatro como éste? Si fuera sólo un buen conjunto de obras, ya sería mucho, pero es más, algo así como un eje sobre el cual gira
nuestra dramaturgia, uno de esos pivots cuyo
funcionamiento testimonia una crisis
interna o un replanteamiento de las tradicionales bases creativas
del arte dramático y, por último un intento de salida y superación. Hay
aquí tres obras: una, larga: La
noche de los ángeles inciertos, cuyo estreno —por Teatro del
Pueblo— fue un fracaso, reprobada mayoritariamente por la crítica
e incomprendida por el
público; dos, breves, que aunque anunciadas para ser presentadas en
la escena nunca alcanzaron
esa posibilidad, Un cuervo en la madrugada y El apuntador. Y esto es lo
paradojal: el autor dramático más exitoso que ha dado el país
en este período y uno de los creadores
más relevantes de nuestro teatro,
acomete la edición en libro de sus obras cuando no encuentra quienes las lleven a escena. Y todavía más: en pleno dominio de sus condiciones artísticas,
Carlos Maggi se aleja de los presupuestos inventivos que hicieron el éxito
de sus dos primeras obras —La
trastienda y La biblioteca— desdeña al parecer
los reclamos de un público y de un medio teatral dispuesto a
aplaudirlo por la continuación de ese sistema dramático, y acomete una
experiencia creadora que lo aísla, que le cierra el
camino a la escena. Creo
que es un ejemplo de coraje y, al margen de la opinión que merezca su
nuevo estilo, debe reconocérsele
la austera autenticidad de
artista con que sigue buscando la expresión profunda
de su temperamento. Este giro brusco
motivó diversas críticas: “intelectualista” “oscuro” “extravagante”
fueron las habituales
en los corrillos cafeteros del teatro nacional.
Leyendo con cuidado estos textos, ahora que están publicados, se
certifica el error de tales imputaciones:
ni son ejercicios intelectualistas en ¡oque esta palabra refiere a meros
juegos de la inteligencia, ni hay una oscuridad buscada
presuntuosamente. En estas obritas resplandece una
claridad interior, una emoción muy intensa, compartible
y sus formas, que no son obviamente las
del rezagado naturalismo (como no lo fueron tampoco las de las
anteriores producciones
de Maggi) calzan armónicamente
con los
temas y significados que el autor pretende expresar. Creo
conocer bastante bien la historia de nuestro teatro nacional. Por eso
puedo decir que, dentro de él, este libro marca una
renovación manifiesta
y que, en toda antología rigurosa de sus principales textos no podrá faltar
El
apuntador que es una pequeña obra maestra. El presupuesto naturalista
sobre el cual edificó su
admirable obra Florencio Sánchez, resultó un imperativo
categórico para el teatro posterior
y el justísimo reconocimiento a las creaciones
del fundador de nuestro teatro se
transformó en una supeditación anacrónica a las condiciones
estéticas de
la escuela dentro de la cual aquél había operado con maestría. En estos
últimos treinta años, sólo dos esfuerzos se registran para
encauzar la
dramaturgia por nuevos caminos: uno a
cargo de C. Denis Molina que intentó, en la línea lorquidana, una
formulación
poética, de la cual luego
se apartó; otro, este en
el cual está empeñado Carlos Maggi no sé por cuanto
tiempo. La atención, renovada,
que en
esos casos se dispensa al fenómeno
de las formas,
no es antojadiza: ellas surgen como el necesario, único molde en que se
haga manifiesto un nuevo contenido humano, una nueva
sensibilidad ante la
vida, una nueva realidad en
que el escritor vive. Los
dolorosos cortes del tiempo sobre
los cuales ordenaba Maggi sus dos
primeras creaciones, son
ahora sustituidos por concentraciones de
distintos planos de la vivencia o el entrelazamiento de distintos
estados del tiempo en una
casi contemporaneidad que los desgarra
íntimamente. Pero
no se acomete un
nuevo camino sin sufrir el empedrado desconocido:
así puedo
pensar que La noche de los ángeles inciertos es, en definitiva, un
fracaso. No, obviamente, por el
sistema dramático utilizado, que postula la alternancia de una visión
deformada de la realidad mirada a través del protagonista Costita y una
visión “imparcial” del
autor que es la de una mera realidad, sino porque este enfoque algo tramposo
no está integrado
radicalmente a la sustancia de la obra y, más bien, parece superpuesto
como forma a un determinado contenido que no le es fatalmente afín. De ahí
el
chirrido de algunas bisagras a lo largo de la pieza, indicando una
voluntariedad aplicada más que una necesidad interna; de ahí, sobre
todo, que el autor se permita conceder demasiado a una estructura
hecha de acumulaciones —casi todo el
segundo acto donde, por lo demás, se encuentran las mejores
escenas— lo que va en desmedro
de la concentración dramática y
el encadenamiento profundo de su tema. El autor estrena un instrumento de
percepción y con él se goza en captar mundo, recogiendo imágenes
sueltas, quizás en la descendencia de un capítulo magistral de El sonido
y la furia, pero no llega a componer acabadamente una obra
unitaria. Claro está que la lectura permite una
comprensión lisa y directa de
la obra que no se podía alcanzar tan fácilmente sobre la escena,
demostrando a posteriori el erróneo criterio de su puesta en escena. La
noche de los ángeles inciertos podrá
ser un
fracaso, aunque magnificente, lleno
de hermosas y fulgurantes anotaciones dramáticas, pero es también un
aprendizaje cuyo fruto rinde en las dos
obras breves que el autor engloba bajo el título general de Mascarada.
Quizás la dimensión apretada de estas obras, la concentración
que imponen, la elección de los temas
ubicados ya en un plano donde lo explicativo surge directa y
espontáneamente de
la situación dramática y la felicidad estructural, sean causas
suficientes de la plenitud artística que revelan. Una
de ellas —Un cuervo en la madrugada— podría
estar
motivada por una fiesta
que reúne las clases
altas y gubernativas de una de las tantas repúblicas latinoamericanas,
agobiadas por el tenor de un sacudimiento social que
terminará destruyéndolas: es la lucha contra el despotismo y la
dictadura vista desde arriba, vista psicológicamente a través de la
inanidad y el miedo que domina a los usufructuarios del despotismo y con
un personaje que hace de conciencia agónica de ese estado. Imposible no
evitar el recuerdo de un esbozo primerizo —casi una
simple traducción— de Sánchez, Alguien desbaraté la fiesta, que
establece al mismo marco y la misma situación. Quizás también podría
recordarse,
dentro de nuestra dramaturgia, el Oficio de tinieblas de Antonio Larreta
y,
en general, todo el tipo del teatro del enclaustramiento para potenciar el
hecho dramático. Pero la originalidad no está en el planteamiento temático
—está más en
la tesis que, al menos yo, no comparto— sino sobre todo en la sagacísima
estructuración, que hace de la obra una sola melodía insistente. Está creada
sobre
el principio de una sola
frase melódica y todos los personajes están tratados como los
instrumentos serviciales de una orquesta, puestos a desarrollar en todas
sus
variaciones posibles, un solo tema. No hay casi personajes: hay tipos y más
que esos, hay voces que
incluso se asocian por la
repetición de un sonido, una palabra que sc va deformando de boca en
boca y sirve como el
reactor que testimonia y descubre la
inquietud íntima de
las figuras. La obsesión del peligro, el
tenor justificado, la pobreza mental de los personajes, el
crecimiento amenazante de lo desconocido que va a irrumpir, el acoso de
sentirse dentro
de una sociedad que se desmorona, todo ello surge intensamente de
las formas creadas, irrumpe sobre la escena y dominad espectador
con un
lenguaje de una diestra riqueza significante. La
libertad de la creación le concede a Maggi una presteza inventiva llena
de frescura, un
tacto sutil de la sensibilidad y un derroche de
efectos que resultan esencialmente
teatrales, que surgen como los elementos básicos de un lenguaje teatral.
Sus reyes, sus generales, sus damas de corte,
Bubi mismo, componen un cuadro vivaz en que se retratan las
posibilidades del mundo, no como elementos separados, sino integrados a su
voraz dinámica. Aquí el hecho estético está anclado hondamente en el
hecho dramático y a él se supeditan todas las figuras del juego que ofrecen
una representación fiel de la concepción
del autor La respeto y la
descreo, tal como se vierte a través de este personaje, Bohr,
donde la realidad se refracta sobre una conciencia que la piensa y la
sufre. Dice Bohr:
“Yo comprendo. Comprendo perfectamente. Cada uno conserva su rango
y privilegio. Cada uno conserva lo suyo. Conserva su sitio. Ninguno
de nosotros tiene maldad en el alma. Yo sé. No tenemos maldad: tenemos
miedo. Pero me avergüenza pertenecer
a una clase de seres que tiene necesidad de matarse para sobrevivir a ese
miedo”. Ahí apunta un rasgo
propio y clave de la cosmovisión de Maggi: la imposibilidad de creer
en la existencia real del mal en el mundo, como si dijéramos, usando una
terminología religiosa, en la existencia del demonio. Y eso, al menos a mí, me hace situar la obra en un plano de irrealidad, más que
como la consecuencia de un directo contacto con las fuerzas que operan en
el mundo, como una concepción
piadosa de la vida y un intento de explicación
de sus contradicciones dentro de un plano psicológico. Siento
que responde a un “querer creer” que, como todos
ellos, oscilan vagamente entre la fe y la incredulidad y de los cuales
queda en las manos, luego
de una larga y dudosa batalla, el padecimiento interior que han deparado,
nada más. Por
eso El apuntador me parece
aún más perfecta: nace de una vivencia
profunda, enraizada en una personalidad sincera y adquiere el esplendor de
una arquitectura plena. El paso presuroso del tiempo que todo ¡o
desgasta, la inminencia de la muerte que suena a hueco, que no responde
con voz propia y distinta cuando se la interroga, los bienes terrenales
tras los cuates “andamos y
corremos”, ese último regusto de las cosas gozadas que permitió
a Rubén acuñar la prodigiosa fórmula “triste de
fiestas”, todo eso que nos viene dicho desde hace siglos, que parece
constitutivo
del teatro desde
que Calderón encontró la forma de La vida es sueño, se concentra en
esta breve obra. Toda la vida de una pareja, desde
la plenitud del amor hasta la
acidez sórdida del fin, corre en un instante; y también esa
constancia de que vivir es improvisar sin posibilidad de corregir lo
escrito porque se lo lleva el tiempo “y en cenizas lo convierte
la muerte”: y esa presencia ominosa del cadáver entre nosotros, sin
pausa; y ese desesperado afán de exorcizar la muerte que es buena parte
de nuestras creaciones. La obra es lujosa, llena de color, de figuras
que bailan, de entrecruzamiento
de diversas historias que concurren todas al mismo punto obsesivo.
Nada sobra, todo está bien medido con una pauta precisa de teatro,
incluso esa sensación de que tras el estrépito y la
furia que se mueve sobre el escenario alguien piensa entre
bastidores que
eso “nada significa”. Lo real —la pequeña historia de la
muerte, del apuntador—juega
sobre el plano simbólico, lo legitima y lo llena de sangre, para
justificar ese
último momento conmovedor en que los actores se vuelven a la concha vacía
pidiendo “apunte” y en la muerte no hay apuntador, no hay nadie
parece pensar angustiado Maggi, aunque en otro lado su afirmación
sea tranquila y segura: “tiemblo por la vida, no por la muerte. Lo que
venga después me tiene sin cuidado; ni siquiera entiendo como pueden
dudar. Saber qué es lo otro me es demasiado fácil: es nada. Y punto”. Pero sin lo otro no existiría esta obra. “Pero
sepan, señores: porque
pienso así es
que hago versos de murga. Quiero ser un
poco inmortal”.
¿Alguien duda de que es el autor mismo quien habla? Hasta parece estar
justificando esa su habitual pobreza idiomática que, aquí al menos, se tiñe
de
veracidad y eficacia. Pero no dice que esa inmortalidad
está sostenida sobre la presencia agorera de lo otro, como toda su
defensa del milagro y la maravilla de lo vivo. El mundo y la
realidad existen por esos dos hemisferios que se prestan mutuo relieve,
mutuas luces o sombras. En nuestra literatura dramática, un libro así es un acontecimiento. Muchas pequeñas observaciones y objeciones de detalle se podrían hacer a estos textos, pero sin empalidecer su importancia. Ha ocurrido algo grande en el país, regocijémonos. |
Ángel Rama
Mascarada - Critica s/f
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