Onetti
por Carlos Maggi

 

El está ahí; jadea. Se oye un sonido grave, amarillo y ancho como el pito de un barco dentro de la niebla; una ballena enferma -diría O'Neill- quejándose en el patio del fondo; un gran crustáceo desmantelado, un caballo abatido, de ojos lentos, intimidado; algo tierno derrumbado en el tragaluz de una sucia casa de apartamentos, naufragado bajo el polvo triste que llovizna sobre las ciudades.

A veces se repliega contra un fondo de bares turbios y pensiones, tiznándose la cara, las manos, el cuello y la corbata con el hollín de las baldosas percudidas; a veces deambula calmosamente como una fiera acobardada dentro del invierno cuadrado de su jaula, donde las calles se repiten y todos los seres son Juan Carlos Onetti.

Come su comida fría, fuma minuciosamente, bebe largo vino tinto sin buscar a nadie, como llorando al revés, hacia adentro, por lo que se escapa y se pierde mientras el humo se disuelve entre las cuatro paredes de su pozo de aire.

Emparedado desde siempre, nunca planeó la fuga. le parece pueril esperar la noche, anudar dos sábanas y descolgarse por la esperanza. Escarbar con la cuchara y hacer un túnel para salir más allá, sería el colmo del ridículo. Sentenciado, vagabundo, como derrotado, recoge un fruto demasiado maduro y lo apreta porfiadamente, hasta ver que le corre el jugo espeso entre los dedos. Secretamente despavorido, camina indiferente y pausado, ajeno a la urgencia de su miedo, arrepentido de la misericordia, perfectamente imparcial entre su corazón y el mundo.

Es una bestia mayor andando casi a ciegas por la sentina de la ciudad, incapaz de pedir auxilio, sin ánimo para echarse a correr o embestir o evadirse o salvarse. Gritar tampoco le sirve.

Pisa con un esfumino los rastros de su quejumbre o de su entusiasmo -un interés, un desenlace, un adjetivo- tapa las huellas de sus pasos encarcelados para que nadie sepa que quiere salir.

Desde la adolescencia su dignidad de moribundo es envidiable. Apasionadamente desapasionado, cree que no cree en nada y sólo tiene fe en la falta de fe. Hay muy pocas cosas que le importen (tal vez la pureza pura con garantía de imposible) y sin embargo se desvela por todas las cosas. Detiene la noche y sobre un cuaderno escolar, con letra torpe, enciende una lámpara y cambia, inventa, compone, provoca la vida dentro de su vida.

Al escribir finge sinceramente no tener nada que ver con lo que está pasando en ese lugar remoto donde se sobrevive.

No toma partido en lo que cuenta. Cuenta para nada, por el puro goce de contar y ser contado; por endiosarse; como quien hace el amor. Noveliza para duplicar la vida.

Onetti no trabaja, paladea. Mientras tanto, sin que él se entere, le mana de adentro un sobrante de talento y necesidad, algo así como fantasía en sentido inverso; y también el arte se le multiplica por dos, porque va sacando pedazos de imaginación y los trae vivos y coleando y los instala en el mundo de cada día, en la realidad cruda.

Trasvasa literatura a sus matrimonios, plastifica majestuosamente su propia cara, compra una pistola impracticable que al oxidarse se le hace metáfora entre los libros, llena la copa y traga a sorbos para sentir bajar, pasito a pasito, el vino de la literatura, palpándola hasta con el esófago. Es un sátiro verde con patas de chivo y al mismo tiempo un adolescente lustroso de inocencia, todo queriendo y sin querer y ante la misma criatura objeto de su amor.

Onetti entero va de la tinta a la vida y de la sangre a la letra sin sentir barquinazos, imantado por una y otra, en alta frecuencia, estando en los dos sitios a la vez, dejando repicar el núcleo de sí mismo en un vaivén tan vertiginoso que el alma se le hace transparente y se borra de la vista, como el percutor eléctrico que vibra entre dos timbres. Salidos de este ir y venir instantáneo, sus relatos son sin embargo parsimoniosos, segregan una materia en pasta que avanza lentamente, algo así como alquitrán descolorido o mejor: lava de volcán en movimiento cubriendo la tierra con su avance frío. Muy seguido la inundación opaca relampaguea y se enciende cruzada por una sensación que la llena de colores, de olor, de rayas, de aristas y señales de sentido inequívoco; de pronto la sustancia se separa, se quiebra en arenilla de datos granulados, casi inconexos, como el detritus que se agrupa en un delta; por momentos se hace río espeso, sosegado, maceración de carne gris de paquidermo donde se ven y se pierden, se siguen y no se siguen los seres de la peripecia que derivan agonizando, muequeando la cara, mostrando un brazo en alto, sin apuro, despiadadamente. Esta lenta gelatina de ceniza es a la vez la forma y el contenido de la narración de Onetti; su destino.

Si se preguntara qué pasa en El Astillero -tal vez su mejor obra- habría que decir antes que nada: pasa algo que se pudre y se deshace, un gran desgano, una desesperanza, "el aire oloroso a humedad, papeles, invierno, letrina, lejanía, ruina y engaño"-como se define al pasar la propia novela.

Pasa que hay como una rebelión sin rebelión "no contra algo concreto sino hacia todo, contra lo que está visible o representado, lo que podía recordarse sin necesidad de palabras o imágenes; contra el miedo, las diversas ignorancias, la miseria, el estrago y la muerte".

Después, recién después de tener esta totalidad de la novela, podría recordarse que el cuento empieza cuando un hombre acabado, Larsen, llega a Santa María y entra en un astillero acabado y en la glorieta de una casa que se acaba irremisiblemente.Luego, más tarde, en segundo plano sabemos que sucede tal o cual cosa; y diría que nunca llegamos a saber bien lo que está pasando. No es relato para correr hacia el fin, es realidad para quedarse, para mantenerse sumergidos en su clima. Sea en El Astillero, sea en cualquiera de sus otras novelas, sucede que hay algo que no puede dejar de percibirse; es un aire, un modo especial, un jadeo; concretamente: la presencia inconcreta de quien las inventó; un animal sufriente que ronda detrás de cada frase; poderoso, sensible, derrumbado. No puede dejar de percibirse el hedor humano que sale de ese monstruo herido y la penetración de ese tupo coloniza hacia adentro en cada uno de nosotros y hacia adentro de la ciudad; empieza a darle a Montevideo, a Buenos Aires, a nuestras poblaciones, una manera de ser, un olor a lugar vivido que es el primer hueso para componer el esqueleto de un alma que todavía no tienen y que no podrá nacer de la sola realidad sino de la imaginación y del arte, del uso sensible de los hombres y de las cosas.

Onetti en 20 segundos

Fragmento de una entrevista realizada a Onetti en España poco antes de su muerte.

"...Y esto lo digo para... por si alguien algún día lo escucha: que lea a El Quijote.
A lo mejor le da ganas y lo lee.
Así que es un mensaje a la juventud...
tiene su importancia..."

Onetti, por Carlos Maggi.

Tomado de: Gardel, Onetti y algo más, Carlos Maggi.
Edit. Alfa, Montevideo, 1964

Editado por el editor de Letras Uruguay

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