La trastienda 
Tres actos
Carlos Maggi

Fue estrenada por la Comedia Nacional el 10 de marzo de 1958, en la Sala Verdi de Montevideo bajo la dirección de Carlos Muñoz. Escenografía y vestuarios Leopoldo Novoa, actuando el siguiente reparto:

Adela 
Juan 
José 
Doña Rosa 
Doña Adelina 
Piazza 
Ayala 
Viera 
Pepa 
Ermelinda 
Enfermero 1º 
Enfermero 2º 
Susana 
Esteban 
Beto 
Clienta 1ª 
Clienta 2ª 
Mensajero 
Francisco 
Ayudante 
Julio 
Rosario 

Maruja Santullo
García Barca
Alberto Candeau
Elena Zuasti
Carmen Casnell
Oscar Pedemonti
Wagner Mautone
Héctor Cuore
Nelly Antúnez
Estela Castro
Saúl Gigovich
Glauco González
Mabel Rondán
Jaime Yavitz
Juan R. Luna
Ana Maria Palumbo
Dina Galdós
César Seoane
Walter Santullo
Domingo Pistoni
Omar Giordano
Cristina Lagorio

ACTO PRIMERO

(La escena esta dividida en dos partes. A la izquierda, el almacén y a la derecha la trastienda.

La puerta del almacén, sobre la pared de la izquierda, da a la calle y tiene la cortina metálica a medio subir. Sobre la derecha corre el mostrador paralelo a la pared; un extremo de éste se puede levantar y permite el paso. El almacén y la trastienda se unen por una puerta de vaivén transparente, de tejido de fiambrera.

La trastienda es al mismo tiempo comedor familiar y depósito del almacén. Se comunica a la izquierda por la puerta de vaivén y a la derecha por otra puerta practicable que da a un dormitorio. En la pared se abre un ventanuco estrecho.

Es una noche de verano. En segundo plano, desde antes de levantarse el telón, se oye “Susurrando" tocado al ritmo alocado y alegre del twenty; luego continúa como fondo del diálogo. Esta música volverá a oírse en dos o tres oportunidades durante este acto.

Al iniciarse la acción, Juan está ocupado en llenar pequeños tarritos con azafrán que va tomando de un paquete abierto que hay sobre la mesa.

Adela está dándole los últimos toques al vestido azul que acaba de confeccionarse.

Luego de un momento Adela sale por la puerta de la derecha hacia el dormitorio, de donde vuelve casi enseguida sin el vestido que estuviera cosiendo.

Durante la breve ausencia de su hermana, Juan, embebido en su tarea, se ha puesto a silbar alegremente la música que llega desde la calle).

 

ADELA — (reprochándole) ¡Juan! (éste sigue silbando) Juancito; silbás tan fuerte... te van a oír.

JUAN — De veras. Estaba distraído. Debe ser tarde ya. Empezó la música en el Club Panamá (pausita).

ADELA — Qué raro que José no haya venido todavía.

JUAN — Y... debe ser un arreglar esas cosas. ¿Serán las 10? Ermelinda me mata. Ya debe estar vestida y sentada es el patio, esperando.

ADELA — ¿Y yo que me terminé el vestido?

JUAN — Con aquella lo peor es la madre. Le dice cosas para ponerla furiosa conmigo.

ADELA — Es que es una desgracia. Tenía que pasarnos  justo hoy... un sábado.

JUAN — Por estas cosas es que no me gusta tener novia. Es para líos.

ADELA — Escuchá. ¿No es divina esta música? (comienza a bailar sola) Ah, no hay nada que haga pensar casas más deliciosas que la música de un baile, oída así, de noche y desde lejos. Uno piensa que están sucediendo, o que van a suceder, historias maravillosas. (volviendo a la realidad, con tono indiferente) Qué desgracia esto, ¿verdad?

JUAN — Justo un  sábado.

ADELA — Va a ser un baile maravilloso. Yo tenía el vestido nuevo y podía haberme quedado hasta la madru­gada. Lo más lindo es salir de los bailes cuando está aclarando. ¿Te acordás que una vez salimos del Club Pa­namá y era de día? Vos te sacaste los zapatos y caminabas descalzo por la calle.

JUAN — ¿Y si le voy a avisar? . . . Agarro la bicicleta y...

ADELA — ¡Pero Juan! ¡Cómo vas a salir, ahora!...

JUAN — Es un minuto. Lo de Ermelinda es aquí.

ADELA — ¡Si tu novia no es capaz de comprender! Un baile no es cuestión de vida o muerte, en cambio nosotros...

JUAN — Ya sé. Pero pensá  como es, se impacienta y al final... ¿Será esta noche nomás? De repente viene José y nos dice que hasta mañana no lo dan.

ADELA — Sería lo mismo ¿oíste? Ahí llega.

JUAN — ¿Quién? (se levanta impresionado y corre a mirar por la puerta de vaivén; por allí entra José) ¡Ah! sos tú José

ADELA — ¿Que dije..?

JOSÉ — Lo entregan esta noche. Ahora nomás llega.

ADELA — Hay que arreglar la casa, entonces.

JOSÉ — Mientras venía estuve pensando... Creo que lo podemos mandar a lo de Piazza..

ADELA — ¿A lo de Piazza?

JOSÉ — Es imposible hacerlo acá. (transición) ¿Hay algo de comer? No pruebo nada desde el mediodía.

JUAN. — Cortáte fiambre. Ahora podés comer lo que quieras. Yo me corté jamón.

JOSÉ — ¡Jamón! ¿No quedó comida, Adela?

ADELA — José, ¿cómo se te ocurrió una idea tan espantosa? José, vamos a... Querido, tiene que ser aquí.

JOSÉ — Aquí no se puede, creéme.

ADELA — ¿Por qué no? En todas las casas

JOSÉ — Por mil razones. Sería lo peor.

ADELA — No te entiendo. ¡Juan! ¿verdad que tiene que hacerse aquí? Nunca se me hubiera ocurrido... ¡Juan!

JUAN — Y... Yo que sé... Yo de esas cosas...

ADELA — Pero es lo ..... tenemos la obligación.

JOSÉ — No veo por qué.

ADELA — Porque sería... una vergüenza y... un desprecio, quedaría como una...

JOSÉ — ¿Y cómo querés que quede? Imaginátelo pasando por arriba del mostrador. Lo estuve pensando. Adela. ¡Aquí lo único que vamos a conseguir va a ser darle asco a la gente! Sería para la risa.

ADELA — José, no seas inhumano.

JOSÉ — Al revés. Sé desde ahora, lo que van a sentir todos: asco.

ADELA — (Desesperada, al borde del llanto) ¡Juancito! Decíle por favor que no sea así. Me muero si hace eso. Decíle, Juancito.

JUAN — José, vos sabés que para mí es lo mismo, pero si ella...

JOSÉ — No, yo no quiero que sufra. Lo digo porque sé que ir a lo de Piazza es lo mejor.

ADELA — Por favor, ¡José, sería horrible!

JOSÉ — ¡Si por lo menos supiéramos dónde escondió la plata!... (ha entrado Doña Rosa al almacén y golpes sobre el mostrador).

D. ROSA — ¡Adela! ¿no hay nadie que atienda Adela!

JUAN — (que pasa de la trastienda). ¿Qué tal doña Rosa?

D. ROSA — Bien, Juancito, ¿me da un kilo de azúcar y dos paquetitos de sal fina? Me lo apunta en la libreta, si hace el favor.

JUAN — Está cerrado.

D. ROSA — ¡Pero si está abierto!

JUAN — Sí. Está abierto, pero está cerrado.

D. ROSA — Bueno, de cualquier manera, ahora que entré.

JUAN — No. Es que hoy no atendemos.

D. ROSA — Pero ¿por qué?..

JUAN — Van a traer a tío Pepe, ahora.

D. ROSA — ¿De dónde?

JUAN — Del hospital, lo traen.

D.   ROSA — ¿Pero estaba enfermo? Ayer me atendió lo más bien; me acuerdo que se rió, comentando...

JUAN — Lo van a traer ahora, por eso no vendemos.

D.   ROSA — Pero Juan no veo que...

JUAN — Lo traen muerto, señora.

D.   ROSA — Muerto. ¡Madre santa! Perdóneme Juancito. Le juro que... perdóneme... lo siento tanto, imagines..

JUAN — No diga nada de eso doña Rosa. Vd. sabe que era un desgraciado y un mal tipo. Nadie lo quiere. Diga la verdad.

D.   ROSA — Bueno Juancito, pero era...

JUAN — Lo traen ahora, por eso no atendemos y con eso basta. Estaba conversando con mis hermanos a ver donde se arma el velorio. Así que.

D.   ROSA — Vaya Juancito. Lo siento mucho. Vaya por favor y perdóneme. (mientras se va y Juancito se dirige a la trastienda) Dígale a Adela que lo siento. Lo siento mucho.

JUAN — (entrando a la trastienda) Era doña Rosa.. venía a comprar.

ADELA ¿Le dijiste?...

JUAN — ¿Qué? ¿Lo de tío Pepe? Claro que se lo dije.

ADELA — Ahora se lo cuenta a todos. Va a ir gol­peando en las puertas; le gusta tener una noticia para ella sola y repartirla.

JUAN — Tota!... ¿o tenés miedo que el barrio se aflija mucho?

JOSÉ — ¿A comprar, venía?

JUAN — Sí. Le dije que no se despacha hoy. Me pareció que...

ADELA — En cuanto se enteren empiezan a venir. Tu sabés cómo es la gente.

JUAN — ¿Y qué? Que vengan.

ADELA — Otra razón  para hacerlo aquí. Si llegan y estamos en la cochería no encuentran a nadie. Sería una vergüenza. ¿Vamos a sacar algunas cosas? Hay que hacer sitio, ¿no, José?

JOSÉ — Por supuesto. Cuando mucho debe haber dos o tres pesos en la caja. Pero entre vos que querés llenar de asco a todos y este otro delicado que no quiere vender, vamos divinamente.

JUAN — ¿Para qué querés plata?

JOSÉ — ¡ Para nada! Mañana hay mercado, pero no podemos traer verdura.

JUAN — Mañana hay que enterrarlo, José

JOSÉ — Y si vienen corredores, no podemos comprar cigarrillos, ni fideos, ni nada. ¿Cuánto te queda para los gastos del mes?

ADELA — Unos reales. Sabés que si no, teníamos golpeando al cobrador parado en la puerta...

JUAN — ¡Mirá que noticia! Ahora vamos a empezar a calcular, lo roñoso que era. ¡Lindo momento!

JOSÉ — Juan, no seas burro.

JUAN — Claro que era un roñoso. Nos hacía trabajar y no nos pagaba. Ni con comida. Había que robársela. ¿O vas a negar que comías fiambre en el sótano?

ADELA — No es por él, Juancito. Es por la gente. Sería una vergüenza.

JOSÉ — No sean burros, los dos, ¡Cristo santo!

JUAN — ¡Pero che! ¿Qué tenés? Al final...

ADELA — Dejálo Juancito. Siempre será el mismo bruto. (inicia el mutis)

JOSÉ — Perdonen. No, no te vayas Adela. Perdónenme. Es que estoy nervioso.

JUAN — Era un miserable. Convéncete José. Yo estoy tranquilo como una oruga. No se perdió nada, creéme.

JOSÉ — Ustedes no entienden. Ahora estamos solos y dependemos del negocio. ¿Qué va a ser de esto? Hacer el velorio aquí y cerrar por duelo y después encima abrir sin un centésimo en la mano. ¡Cómo no se dan cuenta! Esto se va al diablo y con el boliche nos vamos al diablo nosotros. ¡Si por lo menos supiéramos donde escondió los billetes, el muy roñoso!...

D. ADELINA — (que ha entrado en la trastienda al principio del parlamento anterior). ¡Ay! ¡Adelita! qué desgracia tan grande. Recién me entero y vine corriendo (la abraza). Hay que tener resignación ¡hijita!, y Vds. también. ¡Tan jóvenes, pobrecitos! (llora). Tan jóvenes los tres y se han quedado solitos.

JUAN — Era un roñoso

D. ADELINA ¡Pobre  Grezzi! Morir así, de repente.

ADELA — Lo que menos pensábamos.

D. ADELINA — Un hombre joven.

ADELA — Es Cierto. No tenía ni sesenta y cinco años.

D. ADELINA — ¡Qué desgracia tan grande! Y con tres sobrinos a su cargo.

ADELA — Tenemos que ser fuertes, ¿verdad, doña Adelina?

D. ADELINA — Claro que sí hijita. Para Vds. es una liberación. Pero hay que ser fuertes. Comentamos tantas veces lo mal que vivían.

ADELA — Pobre tío Pepe. (llora)

D. ADELINA — Era bueno, tenía sus cosas, pero...

ADELA —Pero era bueno.

D. ADELINA — Capaz de robar en la balanza, era, y a mí me vendió harina con gorgojos, pero incapaz de hacer una mala acción, estoy segura.

ADELA — De veras, incapaz, pobre tío.

D. ADELINA — Tenía sus cosas, Grezzi, pero sin intención. Lo hacía porque era tacaño y miserable, pero no por otra cosa.

ADELA — Me parece mentira que se haya ido. ¡para siempre!

D. ADELINA — Hay que tener resignación. Por lo menos le deja algo.

JOSÉ — ¿No sabe dónde lo guardaba?

ADELA — ¡Lo vamos a extrañar tanto! Venga doña Adelina. Vamos a hacer café.

JOSÉ — ¿No sabe dónde lo guardaba?

D. ADELINA — Una vez lo ví meter un sobre gordo así, entre dos paquetes de yerba, ¿sería plata?

JOSÉ — ¿Dónde? ¿Dónde lo vio?

D.  ADELINA — Atrás del mostrador, en la estantería. ¡Pobre Grezzi que Dios lo tenga en la gloria.

JUAN — Cambiaba todas las noche el lugar. No te hagas ilusiones. Yo lo espié mil veces y nunca le pude pescar un peso. (entran Piazza y Ayala con sendos ramos de flores).

PIAZZA y AYALA (a un tiempo, entrando). Buenas noches.

JUAN — (alegre y despreocupado). Buenas... ¿qué tal Piazza?

ADELA — Buenas noches. (al ver los ramos) Ay, para qué se fueron a molestar.

PIAZZA — No es ninguna molestia, Adela.

AYALA — (mientras le da el ramo) Le acompaño el sentimiento.

ADELA — Gracias.

AYALA — Le acompaño el sentimiento.

JUAN — Gracias.

PIAZZA — Sentido pésame (le da el ramo).

ADELA — Gracias. Muchas gracias. (vuelve a llorar) Son muy buenos.

AYALA — Le acompaño el sentimiento. (abraza a José)

JOSÉ — ¿Cómo se enteró, Piazza?

PIAZZA — ¿Yo?.. me comunican… del hospital, cuando...

JUAN — ¡Pah! Qué organización tienen esas pompas fúnebres. No los dejan ni caer del todo Los cazan al vuelo.

ADELA — ¡Juancito!

PIAZZA — Sentido pésame.

JUAN — (bruscamente serio) Gracias, Piazza, gracias.

JOSE — ¿Cuánto nos va a costar la cosa?

PIAZZA — (calculando) Y... contando una buena caja... (transición). Sentido pésame José. (le da la mano)

JOSÉ — (mientras lo saluda) Una cosa modesta.

ADELA — ¡Pero José! Recién entraron. Te están saludando.

PIAZZA — No se preocupe Adela. Yo comprendo. A él —que tenga su descanso— a él no le hubiera gus­tado gastar mucho. Yo comprendo.

AYALA — Era bueno como hombre y como cliente.

JUAN — ¿Le pagó, a Vd.?

AYALA — Ganamos el juicio con costas y costos. Pagaron los contrarios.

D. ADELINA — Pobre Pepe Grezzi. ¡Era un santo!

JOSÉ — ¿Qué juicio ganó, Ayala? ¿Hay algo a cobrar?

AYALA — Una indemnización por despido. Los dependientes... Cuando él los trajo a Vds. para aquí... hace seis años.., bueno.., los dependientes renunciaron.

Después salieron diciendo que el pobre Grezzi los había despedido.

PLAZZA — Una canallada.

JUAN — ¿De quién, la canallada?

AYALA — Pobre Grezzi.

JUAN — De veras. ¡Pobre! Era un roñoso.

JOSÉ — Diga Piazza. ¿Puede ser una cosa de cien ciento cincuenta pesos?

PIAZZA — (disponiéndose a aumentar) Como para el señor Grezzi, me parece que...

JOSÉ — (cortante) ¿Qué… qué le  parece?

PIAZZA — (entregándose) Sí. Me parece que con muy poco más, se podría.

JOSÉ — ¿Cuánto más?

PIAZZA — Digamos... doscientos en total contando caja y sepelio incluyendo los avisos y el certificado.

JOSÉ — Es mucho.

PIAZZA — Hay gastos, José. Si no, tratándose de un amigo. Pero hay gastos.

JOSÉ — Es mucho, lo siento. Juan, agarrá la bicicleta y te vas hasta 23 de Octubre y Caridad. ¿Conocés lo de Ramos y Abelenda? Bueno, media cuadra más y...

PIAZZA — El negro Cendán no puede ofrecerle un servicio como nosotros, además estamos a un paso. No va a ir hasta allá, estando nosotros en el barrio.

JOSÉ — ¿Ciento cincuenta por todo?

D. ADELINA — ¡Pobre Grezzi! Si el estuviera...

JUAN — Cállese. Si tío Pepe estuviera lo sacaba por cien. Esté seguro.

JOSÉ — ¿Ciento cincuenta, Piazza?

PIAZZA — Ciento ochenta por ser usted.

JOSÉ — Partimos la diferencia, ciento sesenta y cinco, ¿estamos?

PIAZZA — Están los cocheros, José. Por poco que se haga va a haber que poner tres volantas.

JOSÉ — Ciento sesenta y cinco o nada. (transición) Vd. Ayala, vino por la sucesión, no es eso?

ADELA — Pero José. ¡Tenés un apuro! ¿Les preparo un cafecito? ¿Cuántos quieren: uno, dos, tres...?

VIERA — (entra trágico en silencio y le da un abrazo a José con palmadas en la espalda; luego hace lo mismo con Juan y por último le da la mano, con medio abrazo a Adela) Era un buen amigo, pero lo perdimos. ¡Qué fatalidad! Acaba de avisarme Rosa Leiva.

D. ADELINA — De repente, don Valentín.

ADELA — ¡Pobre tío! Dijo: me parece que me hizo mal la comida, se apoyó la mano aquí y ya no volvió a hablar.

VIERA — ¡Qué cosa bárbara!

D. ADELINA — Un santo. Yo lo siento por estas criaturas.

PIAZZA — (profesional) ¡Una injusticia morir así!

JUAN — Murió como Napoleón, con la mano acá.

ADELA — Llamamos a la asistencia, pero ya no conocía. Se lo llevaron (llora) se lo llevaron y... ahora lo van a traer.

JOSÉ — Andá Adela, andá, hacé un poco de café. ¿Ciento sesenta y cinco, Piazza?

PIAZZA — Bueno, ciento sesenta y cinco en homenaje a la hermanita que sufre tanto.

JOSÉ — El velorio se hace en la cochería.

PIAZZA — Pero Vd. no dijo.. Eso es diferente.

ADELA — José ¡por Dios te lo pido! Seria una vergüenza.

PIAZZA — Eso… tiene razón su hermanita, seda.

JUAN — A Vd. quien le da vela... Digo: a Vd. ¿quién le pregunta nada?

JOSÉ — Calláte Juan.

ADELA — No podría salir a la calle si hacés eso; seria horrible, ¡horrible! (sale llorando)

D. ADELINA — ¿Qué cosa, sería horrible? No entiendo. ¿Qué quiere hacer?

JOSÉ — Acá es imposible Piazza. Vd. lo está viendo.

PIAZZA — No se preocupe por eso. Es un lugar espléndido. Nosotros sabemos. Cuestión de retirar algunas cosas y...

AYALA — Perdone, José, pero estaba pensando que si yo hago la sucesión, el certificado y los avisos irían por mi cuenta.

JOSÉ — Podría ser una solución, ¿Cuánto le calcula a todos esos trámites de Juzgado? Quiero las cosas en orden.

AYALA — Unos seis meses

JOSÉ — Cuanto costarán, le pregunto.

AYALA — Depende.

JOSÉ — ¿No se puede saber, más o menos?

AYALA .— Según el grado de parentesco y según el monto del capital transferido. Es decir: no sé cuánto es el valor de la herencia a recibir ni quiénes son los herederos. Si son hijos menos, si son sobrinos es más, por los impuestos.

JUAN — Los únicos parientes somos nosotros.

JOSÉ -— Dígame, ¿Vd. cobra al final o por adelantado?

AYALA —— Por favor José, ¿cómo voy a cobrarles ahora?

JOSÉ — Bueno, encárguese de todo, entonces. Después, no es problema.

D. ROSA — (entrando mientras saluda a todos en un increscendo de duelo) Buenas noches, buenas noches, buenas noches. ¿Qué me dice don Valentín? De repente.

VIERA — Eso me contaba Adelita. ¡Qué fatalidad! En diez minutos se les fue el hombre.

D. ADELINA — Es así. Hoy estamos y mañana no. Se puso la mano aquí, el pobrecito, dijo esta comida me cayó como veneno y dio el último suspiro, vino la urgencia y todo, pero no hubo nada que hacer. El médico tuvo que cruzarse de brazos.

D. ROSA — A mi me habían dicho que tenía la sangre espesa. Este hombre se ha reventado el corazón trabajando. ¿Y María Luisa, don Valentín?

VIERA — Como siempre: de día rezongando, de noche engordando y siempre incomodando (doña Adelina y doña Rosa se ríen y de pronto volviendo a la realidad se callan avergonzadas)

D. ADELINA — Bueno, el finadito no ha llegado todavía, así que no hay falta de respeto.

JUAN — (acercándose) ¿Ya empezaron a hacer cuentas Vds.?

D. ROSA — Por favor, Juancito. Parece mentira.

JUAN — ¿Y qué hay? ¿Se acuerda del velorio del viejo Peralta? ¿Se acuerda del cuento de la pintura verde?

D. ROSA — Cállese Juancito. No es lo mismo hoy.

JUAN — Más o menos no vaya a creer. Más o menos.

D. ROSA — ¡Qué muchacho! Se ve que no se da cuenta todavía.

D. ADELINA — Demasiado joven el deudito.

VIERA — (llamándolo en voz baja) Ayala... Ayala... (le hace seña para que sé acerque) Dígame, ¿se sabe como queda esta gente?

AYALA —. Y... tan en seguida.

VIERA — Le digo porque al viejo Orean le tengo entregado cerca de seiscientos pesos en mercadería.

ADELA — (entrando con pocillos llenos de café) Si me hacen el favor se van sirviendo? (algunos se sirven. Pausa larga. Suenan las cucharitas. Hay una escala de suspiros)...

VIERA—¡Pobre Grezzi! Parece ayer que se instaló en esta esquina y debe hacer... (se emociona solo hasta el llanto) Sí: más de quince años. .. casi dieciséis; (llorando)

D. ADELINA — ¡Siempre tan atento! A mí, no había vez que no me preguntaba por el reuma.

PIAZZA — Y está tardando en llegar. ¿Le habrá pasado algo?

JUAN .— ¿Qué quiere que le pase ahora?

PEPA — (que ha entrado al almacén golpeando en el mostrador con impaciencia) ¡Grezzi! ¡Grezzi! ¡Hay gente Grezzi! ¡Pepe Grezzi!

JUAN — (pasando al almacén) ¿Qué se le ofrece, Pepa? Viene a...

PEPA — (acaramelándose). ¿Cómo le va, Juancito?

JUAN — (encantado de la vida) Bien me va, lo más bien.

PEPA — ¿Y mi tocayo? ¿No está Grezzi?

JUAN — No... todavía no vino.

PEPA — ¡Qué lástima!

JUAN — ¿Lo va a esperar?

PEPA — Si no tarda mucho... Traje... (mostrándole el paquete) Pero no, con Vd. no quiero hablar de esto. Con Vd. no me gusta hablar de cosas de almacén.

JUAN — ¿Y de qué vamos a hablar, si no? Bueno, no empiece con vivezas de nuevo, eh. ¿Qué quiere?

PEPA — ¿Su hermana Adela está?

JUAN — ¿Quiere hablar con ella? Pase.

PEPA — (da vuelta por detrás del mostrador, pasa rozando a Juan que se esquiva y entra en la trastienda) (alegremente sorprendida) ¡Ah! parece que hay reunión, ¿qué tal doña Rosa? Adela: me dice Juancito que Grezzi no llegó. Vd. estaba cuando él me vendió media docena de huevos ayer de mañana. ¿Recuerda que llevé harina y levadura? Bueno, total no pude hacer la torta ferrocarril. De los seis huevos, cuatro estaban podridos. Le traje la cáscara para que los vea.

ADELA — ¿Ahora Pepa?... En cualquier momento, yo...

PEPA — ¡No me va a decir que miento!

ADELA — No, Pepa. No es eso.

PEPA — Si Grezzi no llegó, igual me los devuelven ahora. No van a pensar que él diga que no. Lo que faltaba que ahora quisiera hacerse el vivo.

D. ROSA — ¡Pepa! ¡Pepa! (la llama aparte y le habla en voz baja)

PEPA — (transformada) ¡Qué cosa tan espantosa! Bien dice Beto: no somos nada y estamos de paso. ¡Adela! ¡querida! (la besa) Ayer bueno y sano y hoy...

ADELA — ¡Y hoy!. .. ¿qué me dice Pepa? (la abraza llorando)

D. ADELINA — Tenga resignación, mi hijita, tenga resignación.

PEPA — Eso. Hay que saber consolarse. Además, era bastante viejo.

D. ROSA — ¡Pepa ¡Pepa!

PEPA — ¡Pobre! no hay que hablar mal de un muerto, pero era un viejo cascarudo, . . y metido todavía. Para comprarle huevos había que oírle siempre alguna cosa con intención.

D. ROSA — ¡Pepa! ¡ Pepa! Desde que te ennoviaste con el de Bellagamba estás cada vez más desfachatada, Pepa.

PEPA — ¿Le molesta que Beto tenga automóvil?

JUAN — Bueno, bueno, ¿cuántos son los huevos que hay que darle de nuevo?

PEPA — No, Juancito, no importa eso. Después le digo a mamá que ustedes están de duelo. No van a pensar en semejante cosa ahora. Pero... ¿ y Grezzi? Quisiera verlo.

JUAN — No llegó todavía.

D. ADELINA. — El pobrecito viene un poco demorado.

PEPA — Entonces me voy a vestir como para velorio y vengo. ¿No me acompaña hasta casa, Juancito?

JUAN — ¿Yo? ¿Para qué?

PEPA — (mimosa) Venga.., tengo miedo de ir solita.

JUAN — Salga de ahí. A Vd. le gusta que la asusten.

ADELA — ¡Juancito, por favor!

JUAN — Flor de viva, es ésta,

PEPA — Tito me dijo que estás enamorado de mi. ¿Es cierto?

JUAN — Salga de ahí, déjeme quieto. Déjeme quieto.

PEPA — Bueno, me voy sola. Pero ya saben, si me pasa algo, tiene la culpa Juancito por no acompañarme. (sale)

JUAN — (a Adela) Ermelinda me dijo que no le hable nada. No quiere ni que le despache.

D. ADELINA — José... Vd. va a perdonar José, pero me gustaría hablar con Vd.

JOSÉ — Hable.

D. ADELINA — Claro, en un momento así, de dolor, hay que respetar el duelo.., pero como está el procurador. .. pienso que...

JOSÉ — Hable claro, ¿qué le pasa?

D. ADELINA — Es por la casita mía.., pobre Grezzi!... Ayala sabe.

JOSÉ — Sí... ¿qué pasa doña Adelina?

D. ADELINA — ¡ Pobre Grezzi! ¡ Qué Dios lo tenga en la gloria! Nos tenía embargada la casita. La iba a sacar a remate.

JOSÉ — ¿Alguna deuda?

D. ADELINA — Cuando la desgracia de Martincito, ¿se acuerda?

JOSÉ — ¿Qué desgracia?

D. ADELINA — Cuando en la sastrería desaparecieron dos sobretodos. Tuvimos que pagar eso y otros adelantos que tenía Martincito y Grezzi nos prestó doscientos cincuenta pesos con una hipoteca.

JOSÉ — Y ustedes no pagaron, Van casi dos años del lío de Martincito y todavía no pagaron.

D. ADELINA — Le dimos veinticinco pesos todos los meses desde entonces. Le dimos veinte veces veinticinco pesos.

JOSÉ — No puede ser, y entonces ¿por qué está embargada la casa? ¡Ayala! venga un poquito. Acá doña Adelina me dice que tío Pepe tenía una hipoteca y que les iba a rematar la casa.

D. ADELINA — Nos quería rematar el finadito. Vd. sabe como era, don Ayala.

JOSÉ — Dice que le prestó doscientos cincuenta pesos que ella ya pagó veinticinco por mes durante veinte eso suma quinientos pesos.

D. ADELINA — Vd. sabe que es cierto, Ayala.

AYALA — Es el interés. La deuda no se empezó a pagar. Recuerdo perfectamente.

JOSÉ — Pero si pagó el doble: ¡quinientos pesos!

AYALA —. Son intereses. Diez por ciento mensual simple. No hubo amortización de capital. La fecha de vencimiento era a plazo fijo, un año y no se cumplió el pago ni en parte. Su tío esperó mucho. Era muy comprensivo su señor tío.

D. ADELINA — A los Meneses le remató la casa por ciento cincuenta pesos. Pregúntele José.

VIERA — ¿Están hablando de deudas?

JOSÉ — Si. ¿Vd. también tenía algún problema, don Valentín?

AYALA — Bueno, con el señor Viera es diferente.

JOSÉ — Me parece que lo mejor es ser igual con todos.

D. ADELINA — Pero Vd. no va a ser como su tío, ¡pobre! era bueno, pero capaz de cualquier cosa.

VIERA — Los negocios son negocios, pienso yo. El que debe paga y si no, se le hace pagar.

AYALA — Bueno... depende también de las circunstancias.

JOSÉ — Pero tiene razón en lo que está diciendo. ¿Cuánto nos debe, don Valentín?

VIERA — Deber no debo nada. Al revés: le tengo entregado seiscientos pesos en mercadería a su tío Pepe.

JOSÉ — (sorprendido) ¡Ah!... (reaccionando) ¿Y nosotros como sabemos que es así?

AYALA — Está documentado José. Por eso yo le decía que todo depende de las circunstancias. Hay que ver en cada caso.

D. ADELINA — Tiene razón. Hay que ser humanos. Hay que ser humanos.

D. ROSA — Lo dice el padre nuestro: perdona a nuestros deudores... ¿verdad doña Adelina?

JOSÉ — ¿Vd. debe algo también? ¿Hay hipoteca?

AYALA — La señora es deudora simple o quirografaria. Por ventas al fiado tiene un saldo deudor de doscientos ochenta pesos.

JOSÉ — Hay que embargar.

AYALA — Es deudora quirografaria.

JOSÉ — No me hable para que no entienda. ¿Cuánto paga de intereses?

D. ROSA — Es la cuenta de la libreta. A mi no me prestó nada.

JOSÉ — Ella debe doscientos cincuenta pesos y paga veinticinco por mes y ella que debe doscientos ochenta, ¿paga veintiocho por mes, como intereses?

AYALA — ¡Pero José!

JOSÉ — (gritando) ¿¡Paga o no!?

ADELA — Querido, no grites. Te van a oír desde la calle.

PIAZZA — Se ve que el comercio lo apasiona.

JUAN — La plata, querrá decir.

JOSÉ — El que debe, paga, y mientras no paga corren intereses ¿es así o no?

AYALA — Bueno. Es y no es.

JOSÉ — Si no es así. Va a ser así.

VIERA — ¿Cuánto me va a pagar de intereses a mí?

JOSÉ — ¿A Vd.? ¿Y por qué?

VIERA — Me debe cerca de seiscientos pesos.

JOSÉ — Pero eso... Vd. nos vendió, pero... ¿Ayala, cómo es la cosa? Y no empiece con palabras raras, hable como nosotros,

AYALA — Es venta a crédito, no hay intereses en este caso.

JOSÉ — Ya ve.

D. ROSA — Ayala, ¿y conmigo?

AYALA — Esté tranquila, señora. Esté tranquila.

JOSÉ — Pero... no se meta, Ayala. Ella debe mucho.

AYALA — Es el mismo caso del señor Viera.

PIAZZA — El crédito, es lo que tiene, José. Se vende pero hay que esperar.

D. ADELINA — Se ve que Vd. es un hombre bueno, Piazza. Hay que saber esperar, lo dice el padre nuestro.

AYALA — La verdad es que cuando hay que cobrar, se cobra y cuando hay que pagar, se paga.

JUAN — A José le basta con la mitad: cuando hay que cobrar se cobra; y cuando se puede no pagar no se paga; si no que le pregunten al tío Pepe. Que Dios lo tenga en una guampa de orín.

ADELA — ¡Juancito! era tu tío, ¿como podés?    

D. ADELINA — ¡Adelita! pobre hijita. La están haciendo sufrir. Ella seria incapaz de hacer padecer a nadie, por cuestión de plata.

ADELA — Es cierto doña Adelina. Sería incapaz.

D. ADELINA — Venga mi hijita. Consuélese conmigo. Nosotras somos diferentes. La plata no nos importa (tran­sición) Si pudieras convencer a José... Si nos rematan la casa quedamos en la calle, queridita. Hablále, Adela, decíle. Tú sos buena.

JOSÉ — (que se había quedado ensimismado) Realmente, yo no termino de entender muy bien todo este lío de cuentas. Pero de algo estoy seguro. ¡Ayala! mientras doña Adelina pague esos veinticinco pesos por mes, Vd. deja las cosas como están. Cuando no pague los veinticinco pesos, Vd. remata; pero si no, no. ¿Estamos?

D. ADELINA — Gracias, Josecito. Vd. es bueno también. Es como Adela. No le importa esperar.

JOSÉ — La que no puede seguir así es doña Rosa.

D. ROSA — Pero José... no me diga que ahora...

JOSÉ — Nosotros le vamos a prestar la plata para que ella pague lo que debe.

D. ROSA — José... Se ve que es de buen corazón, yo no le pedía tanto. Nosotros, para fin de a.....

JOSÉ — Doña Rosa Vd. va a pagar ahora su cuenta y nos queda debiendo la plata: doscientos ochenta pesos. Mientras pague veintiocho pesos por mes, nadie la va a molestar por su deuda.

D. ROSA — (desconcertada) Pero José, nosotros... no entiendo...

JOSÉ — Ayala, haga los papeles. Vd. sabrá como se hace, ¿comprendió?

PIAZZA — Ya que estamos hablando de negocios. No es por apurarlo José, pero nosotros acostumbramos a co­brar mitad al contado y el resto a treinta días.

JOSÉ — ¿La mitad al contado, cuándo?

PIAZZA — ¿Cómo cuando?

JOSÉ — ¿Antes o después del entierro?

JUAN — Si no pagás no entierran nada.

PIAZZA — ¿Cómo cuándo? El servicio. Imagínese que la caja queda usada, prácticamente inservible.

JUAN — En esto no se puede devolver el envase, ¿verdad Piazza?

PIAZZA — Siendo un servicio modesto, no pensé que ustedes...

AYALA— Vd. sabe que esta gente tiene una situación firme.

PIAZZA — Si,  pero lo normal es cobrar la mitad al contado.

AYALA — Tiene que haber excepciones, mis clientes...

PIAZZA — El servicio a crédito no puede bajar de doscientos cincuenta pesos. Se deben cubrir riesgos e intereses.

AYALA — Pero Vd. no va a pensar que estos muchachos...

JOSÉ — Es inútil, Ayala. Hay que decir las cosas como son, (golpea las manos) Si me escuchan todos... Esto les interesa tanto a ustedes como a nosotros. (se hace un círculo en torno a José) A unos tenemos que pagarles y a otros no les queremos cobrar ahora. . . ¿es claro?

D.   ADELINA — Es un santo, el rnuchachito.

JOSÉ — Pero, para nosotros, todo depende de una cosa. Tanto pagarle a Viera, como a Vd. Piazza o darles plazo a Vds. y poder seguir con el almacén, todo depende de que se pueda encontrar la plata que el tío Pepe tenía ahorrada y que nadie sabe donde la escondió. Nos tienen que ayudar, en este momento difícil. Se trata de ayudar para ayudarse.

D. ADELINA — ¿Quiere que le organice los rezos?

JOSÉ — Espere un poco con los rezos. A todos nos interesa que aparezca la plata que tío Pepe tenía escon­dida. Nosotros no podemos pagar nada, ni entierro, ni sucesión, ni deudas, y tampoco podemos seguir fiando a los clientes, si no encontramos el rollo de billetes, que él tenía escondido.

VIERA — ¿Dónde los escondía?

JUAN — En cualquier lado. Era una fiera para inventar lugares. Pensaba nada más que en eso todo el día.

JOSE — Si empezamos a vender mercadería sin haber localizado esa plata corremos el peligro de entregarla adentro de cualquier cosa, la metía en los paquetes de yerba, en los cajones de cerveza. Es necesario encontrarla ahora. Y a todos nos conviene.

ADELA — Pero José, no se puede ahora. Lo estamos esperando.

JOSÉ — Por eso, mientras lo esperamos no tenemos nada que hacer.

JUAN — Total, él no se va a enojar. Y aunque se enoje no nos vamos a dar cuenta.

ADELA — ¿Pero qué va a pensar la gente?

JOSÉ — ¿Vds. qué piensan?

VIERA —Hay que buscarla. Es natural.

PIAZZA — De cualquier manera, al hacer sitio aquí... Mientras retiramos las cosas, nos fijamos, como sin querer.

AYALA — ¿En el colchón, buscaron?

JUAN — Le juego lo que quiera a que la metió en el zócalo. ¿Acá, me permite? Va a ver.

JOSÉ — Un momento Juan. Si me hacen el favor, ¿vamos a ver si organizamos la cosa? En primer lugar, ¿nadie sabe dónde puede estar el fajo? ¿Nadie tiene ningún dato?

ADELA. —Ayer me pidió la lata donde se guardan las chauchas de vainilla y después no me la dio, para volverla a guardar.

JUAN — Es una lata chata como una libreta. Justo para poner plata.

JOSÉ — Es evidente. Pidió esa lata porque los sobres le aparecían comidos por los ratones. Como es tan chata, podía esconderla en cualquier lado.

JUAN — Me voy a fijar a ver si está en el almacén (pasa al otro lado y revisa).

JOSÉ — Tenemos que organizarnos para buscar con orden. Somos muchos.

ADELA — Nosotras buscamos en el dormitorio, con la ropa nos manejamos mejor que moviendo barricas. ¿Qué le parece doña Rosa?

JUAN — (volviendo) No está la lata con las vainillas. Ni en los estantes, ni metida en el cajón del azúcar.

JOSÉ — Mejor que no esté. Señal que la escondió. Las mujeres revisan el dormitorio y nosotros nos dividimos aquí. Juan, primero buscá debajo del zócalo. Piazza y Ayala en el aparador. Viera y yo revisamos las barricas después tú nos ayudás. Ustedes, si terminan, fíjense debajo de la mesa o en el asiento de las sillas. Vamos eliminando cosas. (cada uno se pone a su tarea. Piazza se para sobre una silla para ver la parte de arriba del mueble. Juan gatea junto al zócalo. José y Viera remueven barricas y cajones)

PIAZZA — Vamos a quedar negros. Hay una tierra aquí.

JUAN —.¿Para qué anda tocando? Si está en la caja de las vainillas tiene que sentirse el olor.

AYALA — De veras. Y yo tengo un olfato extraordinario. Si está, a mí no se me escapa.

VIERA — (que ya comienza a olfatear) La vainilla la localiza cualquiera.

PIAZZA — Cierto. La huele cualquiera, porque es perfumada. (todos buscan ahora con las manos, con los ojos y sobre todo con la nariz, olisqueando como perros tras de su presa)

ERMELANDA — (entró después del último parlamento y estuvo unos instantes sorprendida, mirando la escena). Juancito: ¿que es esto?

JUAN — ¿Esto? Un velorio Ermelinda (se va levantando de su posición de cuatro patas)

ERMELINDA — ¿Me vas a decir que se les perdió el muerto y le están siguiendo el rastro?

JUAN — Es el velorio del tío Pepe. Se murió y están por traerlo.

ERMELINDA —¿Te parece una razón para arrastrarte por el suelo?

JUAN —Dejó la plata escondida, Ermelinda.

ERMELINDA — Te parece una razón para arrastrarte por el suelo?

JUAN — Buscaba, linda.

ERMELINDA — ¿Y yo? Mientras tu hacés de perro perdiguero yo esperando en casa, vestida para ir al club.

JUAN — Pero se murió mi tío, fue por eso.

ERMELINDA — Son las once, casi. Mamá y yo estamos esperando desde hace una hora y media. Me había puesto el sombrero nuevo, no sé si notaste.

JOSÉ — Juan: ¿terminaste con el zócalo?

JUAN — Me falta este pedazo.

JOSÉ — Apuráte hacé el favor.

ERMELINDA — Está hablando conmigo.

JOSÉ — Por eso le digo que no pierda tiempo.

ERMELINDA — Tu hermano es un mal educado, Juan.

JUAN — ¡Pero linda...!

ERMELINDA — Mamá me está esperando en la puerta. Nosotras vamos al club. Tú te quedás, supongo.

JUAN — Y... es mi tío.

ERMELINDA — (sarcástica) ¡Lo empezaste a querer de golpe!

JUAN — No es eso linda, es que es mi tío y queda feo.

ERMELINDA — Bueno, nosotras vamos al club.

JUAN — No es que él me importara, pero tenés que entender. Si fuera por él... fue siempre un miserable pendiente de un centésimo corriendo atrás de la plata, pero es que tengo (bruscamente avergonzado) tengo que buscar la plata.

JOSÉ — ¿Vas a ayudar Juan? Sí o no.

ERMELINDA — Busca pichicho, busca (yéndose). Si te arrepentís estamos en el Club Panamá. (sale dando un portazo; Juan se hinca resignadamente y vuelve a olfatear el zócalo).

PIAZZA — (gritando) ¡Aquí está la caja! Estaba en el aparador, atrás de los platos. (todos se agolpan a su alrededor, José le arrebata la caja y la abre febrilmente).

JOSÉ — (decepcionado) Vacía.., chauchas de vainilla nada más. . . Ni un peso (tira la caja furioso contra el suelo) tenía que estar vacía.

VIERA — Si será cretino este Grezzi, Alcanzó a esconderla en otro lado.

PIAZZA— ¿Y yo que me ensucié todo?

AYALA — Miserable de porquería, ni muerto quiere largar la plata.

JOSÉ — Si no encontramos el fajo esto se va al diablo.

VIERA — ¿Tienen posibilidades de devolver la mercadería?

JUAN — Ermelinda está furiosa y todo para nada. ¡Mirá que negocio! Si sería rata este desgraciado. Vivía para guardar. ¿De qué le sirve ahora?

PIAZZA — Si cree que le voy a poner bolsillo en la mortaja...

JOSÉ — (furioso, pero dominándose) Tranquilidad: hay que terminar de buscar con tranquilidad. Todavía quedan lugares. (se oyen golpes contra la cortina de entrada, en el almacén) Juan, andá a ver quien es. Si es alguien que no viene a ayudar, que se vaya. (Juan pasa al almacén donde hace entrar a un hombre de largo guardapolvo blanco. Con él conversa. En la trastienda todos vuelven rabiosamente a la búsqueda).

JUAN — (desde el almacén, gritando) José.

JOSÉ (impaciente, gritando sin dejar de buscar) ¡Qué!

JUAN — José.

JOSÉ — ¡Qué!

JUAN — Llegó, José.

JOSÉ — ¿Quién diablos llegó?

JUAN — Llegó... tío Pepe.

JOSÉ — Que espere. Estamos buscando la plata. (Juan vuelve a dialogar calladamente con el del guardapolvo blanco).

JUAN — José: dice que tiene apuro.

JOSÉ — ¿Cómo?

JUAN — Que tiene apuro. Tío Pepe no. El carro que lo trae. Tienen otro para entregar y no les gusta que lleguen tarde. (pausita) ¡José!

JOSÉ — Sí.

JUAN — ¿Qué le digo?

JOSÉ — Estamos buscando. Decíle que lo dejen ahí. Y tu vení a buscar de una vez.

JUAN — ¿Le digo que lo entren al almacén?

JOSÉ — Claro. No lo van a dejar en la vereda (se asoma al almacén) Apuráte. (Juan vuelve a la trastienda junto con su hermano y durante un instante todos prosiguen la búsqueda. El hombre de blanco ha salido).

ADELA — (entrando triunfante, seguida de doña Adelina y de doña Rosa) ¡José! ¡Querido! lo encontré. Todo. Contra la pata del ropero atado con un hilo. Lo encontré, Juancito. Lo encontré.

D. ADELINA — Deben ser miles.

JOSÉ — ¡Adela! ¡mi santa! ¡te adoro! (la abraza) Adelita, estamos salvados.

D.  ROSA — Qué felicidad tan grande.

JUAN — Deben ser como seis o siete mil. Es grande.. Es grande esto.

VIERA — Viva Adela.

PIAZZA y AYALA — Viva, viva.

JUAN — Esto es grande. Esto es grande. Esto es grande. (al culminar los gritos de alegría y los festejos en la trastienda donde todos se abrazan, los dos hombres de blanco, que han entrado el ataúd al almacén, lo dejan caer con ruido. Este golpe provoca un brusco silencio. Los actores quedan como petrificados. La escena se convierte en una lámina inmóvil. De un lado el negro ataúd en el suelo, flanqueado por los dos hombres de blanco, del otro lado la instantánea de la alegría. El telón cae lentamente).

ACTO SEGUNDO

 

PRIMER CUADRO

 

(La misma escena del acto anterior. Han transcurrido algunos años, pero los cambios son casi imperceptibles.

En la trastienda, colocados en tres diferentes lugares —muy poco adecuados— aparecen un par de pedestales dorados, un gramófono, y en primer plano, una máquina de afilador o cualquier otro objeto tan fuera de lugar y llamativo como pueden ser un caballo embalsamado, un sillón de dentista, una canoa canadiense, etc. Es mediodía. El dependiente se hace un refuerzo de salame, vigilando la puerta, y se lo come glotonamente. Resulta notorio que se trata de un placer prohibido. Cuando esta por la mitad oye las voces de Ermelinda y trata de esconder el pan mordisqueado, capáz de denunciarlo. Por fin se decide, le da una última y voraz dentellada y se guarda el resto en el bolsillo del pantalón. Cuando todavía está con la boca llena, entra Ermelinda vestida en forma despampanante y con sombrero. Viene seguida de Juan. Ella trae un plato cubierto con una servilleta y él una enorme caja que la impide ver por dónde camina. Con aires de duquesa, Ermelinda se detiene frente a la parte levadiza del mostrador y Juan se detiene detrás de ella como un caballo en un desfile).

 

ERMELINDA — ¿Vas a abrir, o pensás tenerme mucho tiempo esperando?

JUAN — ¿Qué cosa?

ERMELINDA — Aquí, el mostrador, ¿cómo querés que pase? No sé cuándo te vas a refinar un poco, cuándo vas a aprender a ser un poco galante. Me ves cargada con los sandwiches de atún y ni así te adelantás para abrirme.

JUAN — (haciendo equilibrio con su gran caja y tanteando sin ver, consigue levantar la tabla del mostrador) Pasá, linda.

ERMELINDA — (al dependiente) Vd.: ¿quiere ayudar? (el dependiente con la boca llena hace un gesto afirmativo con la cabeza y se dirige hacia Juan para liberarlo de la caja) (gritando) ¡No! no agarre esa caja. Es el postre y puede deshacerse. Tome esto: póngalo sobre la mesa del comedor (le da el plato cubierto y pasa primero por detrás del mostrador hacia la trastienda, cuya luz enciende. Luego empieza a arreglar la mesa y en este menester dirá el siguiente parlamento) Menos mal que tu hermana se acordó de poner el mantel. Será lo único que hicieron entre todos ustedes para que este casamiento sea un casamiento. Aunque te digo, no sé ni para qué se casan. ¿Qué ilusión puede llevar esa pobre muchacha? Yo, ni por todo el oro del mundo. Pobre... con una bestia como tu hermano. Bueno, una dice así, hay que ver con lo que vine a quedarme yo. (transición) Voy a poner platitos para que coman el postre porque aunque se puede agarrar con la mano, se usa poner platito. (transición) Claro, de muchacha una tiene ilusión, cree en fantasías, lo lee en los folletines y se lo cree, pero después.., si por lo menos supieran servirla a una. Pero no, los hombres son todos como tú: inútiles, egoístas. Se casan para hacer lo que ellos quieren y la mujer que la parta un rayo. ¡Oh! bien dice mamá: al marido hay que darle por la cabeza, si no te toman de boba. Pero.. ¿qué estás haciendo ahí sin hacer nada? ¡Juan!

JUAN — Te escucho, linda y aguanto.., la caja. Está pesado el postrecito.

ERMELINDA — Esperá un poco más. Tenés razón. Así lo ponemos en una fuente redonda en el centro. ¿Dónde guardará tu hermana...? Ah, aquí está (pone una fuente en el medio de la mesa y junto con Juan comienzan a sacar el postre de la caja, con mil precauciones) Cuidado.., cuidado te digo. Todavía se te va a deshacer. Levantá de ahí... más... así... ahora parejo los dos.. bajá, bajá, bajá (después de dejarlo en la fuente) ¿no es divino? Susana se muere cuando le diga que lo hicimos con mamá. Se va a quedar amarilla. Estoy segura. Rabiosa de ver lo lindo que es.

JUAN — Mirá si el día que se casa va a estar pensando en eso.

ERMELINDA — ¡Ah no! Le dijimos con mamá que le regalábamos el postre nada más que para ponerla envidiosa. ¡Cuándo Susana lo vea! (pausita). Ahí llegan. Alcanzáme esas copas, pronto.

JOSÉ — (entrando al almacén desde la calle, trae del brazo a Susana y viene seguido de Valentín Viera, Adela y Piazza, Pepa y Beto. Todos van pasando hacia la trastienda). No tienen porqué quedarse mucho. En realidad, esta invitación fue cosa de Ermelinda. Si fuera por mí...

ADELA — Pero José.

JOSÉ — Si... de mi cuñada y de Adela. A mí estas coma me aburren.

SUSANA — Tomar una copa y brindar por la felicidad... Es como si naciera de nuevo.

PIAZZA — Oiga a Susana, Adela. Formalizar un cariño es empezar a vivir de una manera más verdadera.

ADELA — Ay Piazza, no se ponga romántico porque empieza a hablar en verso y a mí me da risa.

PIAZZA — Yo... Adela,

ERMELINDA — (recibiéndolos) Bueno: está todo pronto. ¿Qué me dicen?

JOSÉ — Vienen por un momento. Tienen que hacer.

ERMELZNDA — Susana: mi querida, creo que en el Juzgado no te besé. Salí tan apurada. Dejé que te dé un beso. (la besa) ¿Viste el postre? Lo hicimos mamá y yo. Treinta y dos claras batidas a nieve.

SUSANA — Es precioso. Inolvidable para mí. Hoy todo me va a resultar inolvidable.

PEPA — Me encantan los postres de novios.

BETO — Si tiene tanto huevo no comás porque después te sentís mal del hígado.

PEPA — ¡Ah, sí! y tú que fumas dos cajillas de cigarrillos por día.

BETO — Si me quisieras tratarías de estar sana para mí

PEPA — Para ti siempre estoy sana, bobito, rica como una manzana.

BETO — Por eso me gustaría morderte, manzanita.

PEPA — ¿Entonces por qué no dejás de fumar? Si me querés dejás el vicio, cuando tengas ganas de fumar, en vez de echar mano a la cajilla, pensé en mí. ¿Verdad que sería lindo?

BETO — Bien sabes que sos mi vicio.

PEPA — Beto, estamos con gente. Sacá esa mano.

ERMELINDA — Cada uno agarre su copa, si me hacen el favor. Juancito, traé la sidra de la heladera (Juancito la obedece).

DEPENDIENTE — (acaba de despachar a una cliente y grita desde el almacén) Patrón, patrón, cobre treinta y cinco al peso.

JOSÉ — (poniéndose el saco que se había quitado y mientras se dirige al almacén) Voy en seguida. ¿Me permite pasar? (en el almacén, cobrando en la caja). ¿treinta y cinco, no? Gracias.

CLIENTA — Lo felicito José.

JOSÉ — ¿Son tan buenos los tomates?

CLIENTA — Por su casamiento. Susana es tan...

JOSÉ — Ah, por eso; (mientras vuelve a la trastienda) gracias.

ADELA — Me gusta que José se haya casado. Desde que se fue Juan me sentía sola en la casa. Ahora contigo...

SUSANA — Gracias, Adela, sos buena.

BETO — Acá lo que hace falta es un poco de música.

SUSANA — Ponemos el gramófono (levanta la membrana del aparato, observa el disco, le da cuerda, etc.).

ADELA — Sería mejor que dejaras eso. José no quiere.

JOSÉ — Susana. (Susana no lo oye)

PIAZZA — Adela; hay seres como usted, que se empeñan en estar solos. Yo...

JOSÉ — Susana: dejé eso.

SUSANA — Pero...

JOSE — Dejálo te digo. ¿A que le hiciste caer el tornillito?

SUSANA — Estaba flojo.

JOSÉ — ¡Que barbaridad! Andá a encontrarlo ahora (empieza a buscarlo en los alrededores del gramófono y así estará hasta la próxima acotación, con la vista en el suelo e inclinándose para ver mejor).

ERMELINDA — Juan: serví a todos. Pongan las copas. Juan los va a servir; después cortamos el postre. (Juan va llenando las copas)

SUSANA — Me emociona brindar. José: vení cerca. Van a brindar; me encanta.

ERMELINDA — Don Valentín, usted como padre de la novia...

BETO — (guarango) Bravo. Que diga un discurso. Que hable.

VIERA — Bueno... En este día, brindo por la felicidad de...

DEPENDIENTE — (desde el almacén) Patrón: ¿puede venir?

JOSÉ — Voy. En seguida vengo. Sigan. (se pone el saco, bebe el contenido de su copa de un trago, pasa al almacén, cobra y hace funcionar la caja registradora) Gracias. (vuelve a la trastienda donde todos han quedado en suspenso por su ausencia. Se acerca a Susana y deja sobre la mesa su copa vacía).

SUSANA — José: íbamos a brindar.

JOSÉ — ¿Y me esperaron, querida?

VIERA — Perdone mi emoción. Brindo por la felicidad de los novios.

PIAZZA — Por los novios.

JUAN — Por los novios.

SUSANA — Gracias papá. (lo besa)

JOSÉ — Bueno, parece que esto es todo una fiesta. Salud. (todos beben). Ahora cada uno toma o come lo que quiera y se va a hacer lo que tenga que hacer (José esté divertido, de buen humor, pero sigue buscando el tornillito y para eso hace retirar o correrse a alguno de los invitados).

ERMELINDA — A Juan Jorge le enseñaron en el Liceo Francés que el dueño de casa debe brindar por sus invitados.

JOSÉ — La felicito. A mí me enseñaron que en las escuelas pagas enseñan muchas cosas inútiles para justificar lo que cobran a fin de mes. (Le hace levantar los píes y le revisa la suela a Viera)

ERMELINDA — Juan Jorge va a hablar y va a escribir el francés como nosotros el castellano. Está en Jardín de Infantes y ya dice un verso todo en francés. ¿Verdad, Juan?

JUAN — No se entiende, nada, palabra.

PEPA — La verdad es que José está apurado. Se hace el distraído pero está deseando que los dejen solos y no sabe como disimular la impaciencia.

JOSÉ — Es que sin ese tornillito no funciona. Y está don Valentín, su comercio.., no me gustaría que por nosotros...

VIERA — Un almacén al por mayor marcha solo, José; y piense que tengo una hija nomás, así que el día que se casa. (se seca una lágrima)

PEPA — Diga la verdad, José. Usted está preocupado, pero no por nosotros, sino por... (señalando a Susana) por otras cosas que tiene ganas de hacer.

JOSÉ — ¿Cree que me interesa el gramófono? Estoy como para oír música hoy.

PEPA — El gramófono, no. Sus intereses hoy están por aquel lado. (señala más precisamente hacia Susana y Juan)

JOSÉ — (se queda hincado, mirándola) ¿Cómo enteró? Comprenda que tengo que estar preocupado. Tiene que ser hoy y nadie va a venir a hacerlo por mí.

BETO — El día del casamiento. Imagináte.. (risas)

JOSÉ — (en lo suyo) Desde el principio me estoy defendiendo solo. ¿Vio esta casa llena de gente, cuando murió tío Pepe? Cada uno se puso cerca para sacar tajada, los de afuera y los de adentro. Nadie arrimó el hombro conmigo. Puede preguntar. Pero esté segura: yo no necesité que me ayudaran, como tampoco necesito ahora que me ayuden.

BETO — ¿Menos mal, verdad, Pepa? (risas)

JOSÉ— Ya que está enterada, se lo digo: Aunque tenga que defenderme con uñas y dientes, Pepa, yo hago lo que tengo que hacer. No tengo otra salida.

BETO — Eso es un hombre.

PEPA — Ermelinda: José quiere quedarse solo. Tiene “cosas” que hacer.

ERMELINDA — El negocio puede esperar. Un casamiento es un casamiento.

PEPA — Pero si es por eso que tiene apuro; para quedarse con Susana, los dos solitos.

JOSÉ — ¿Qué quiere decir?

PEPA — Lo comprendo tan bien, José. El primer día.., el encanto de lo desconocido.., las ansias locas de amar locamente...

JOSÉ — ¿Pero de qué está hablando? ¿Cómo puede ser tan bruta? (recomienza su búsqueda y se desentiende)

PEPA — Beto: me dijo bruta.

BETO — (sin entusiasmo) A ver si respeta un poco, ché. Era una broma.

PEPA — Gracias Beto. Defendéme. Me gusta. Defendéme, me dijo bruta.

BETO — ¿Era una broma o que se pensó, eh? ¿que se pensó? Diga: ¿que se pensó?

JOSÉ — (dándose vuelta) Si no le gusta se va.

BETO — Claro que me voy. ¿Que se pensó, pedazo de bruto? Me voy yo y se va Pepa. Nos vamos los dos.

ERMELINDA —. Eso sí que no. Primero cortamos el postre. Pepa: por una palabra no podés hacerme eso tiene treinta y dos claras.

PIAZZA — Muchachos, sean formales.

PEPA — Beto es así, si me ofenden, pelea. Pero tranquilizate Beto. El otro día en el baile armaste lío por mí y te rompieron el pantalón. Tranquilizate mi vida. No nos quedamos por él, nos quedamos por Susana.

ERMELINDA — Por Susana, y por el postre. A ver los novios, que corten la primer tajada. Susana, José. (éste abandona su búsqueda y los dos obedecen)

JUAN — ¡Vivan los novios! (las palabras caen en el vacío)

ERMELINDA — ¿Qué tal el postre Susana? Probalo.

SUSANA — A mí, siendo dulce, me gusta todo. Y más hoy que es un día...

ERMELINDA — Ya sé: inolvidable. Lo dijiste hace un rato. Y tenés razón. Te vas a acordar siempre de  esta fecha. Estoy bien segura.

SUSANA — ¿Viste las cortinas del dormitorio? Hacen juego con las sábanas. Son blancas con aplicaciones en color damasco. Un sueño.

ERMELINDA — No quise entrar al dormitorio. Ni al viejo Pepe antes, ni a José ahora les hace gracia que se ande por donde está escondida la plata.

SUSANA — ¿Pero verdad que son un sueño? José: ¿te gustó como quedaron?

ERMELINDA — Adela: llená las copas del señor Viera y del señor Piazza. ¿No habrá algún licorcito o un coñac? A lo mejor alguien quiere algo fuerte.

ADELA — Me parece que no, Ermelinda. Nosotros .......

SUSANA — Es mejor. Papá nunca toma.

ERMELINDA — En casa, Juan tiene una mesita bar, de caoba, con nueve clases de bebidas, ¿verdad Juancho?

JUAN — (comiendo) Ajá.

ERMELINDA — ¿Verdad que tenés cuatro licores franceses en la misma botella que tiene divisiones adentro?

JUAN — (comiendo) Ajá.

ERMELINDA — Ahora, mamá y yo vamos a aprender a hacer cócteles. Ahora se usa invitar así. Cuando vengan visitas los martes pensamos ofrecer cócteles. Eso y galletitas, papitas fritas, aceitunitas.

JOSÉ — Mejor sería que pensaran en gastar menos, usted (imitándola) y su abuelita y su mamita y su hermanita.

ERMELINDA — Hablaba con Adela y con Susana.

JOSÉ — Me parece que usted y su mamá están a punto de llevarse una gran sorpresa.

ERMELINDA — Juan: decíle que no se meta. Me está toreando.

JUAN — José: dejála.

JOSÉ— No lo digo por discutir. Pero reconocé que a tu mujer se le subió el almacén a la cabeza. Vos sabés cuál es tu situación.

ERMELINDA — Gastamos lo nuestro, ¿no?

JOSÉ — Lo de su marido, querrá decir.

ERMELINDA — Lo que es de él, es mío.

PEPA — Tiene razón. Entre marido y mujer...

JOSÉ — Usted cállese y salga de ahí. Está pisando el tornillito. Mire, si le miento. (se agacha a recogerlo y hasta nueva acotación estará colocándolo)

PEPA — Beto: me está insultando de nuevo.

BETO — Le pego. ¿Querés que le pegue?

PEPA — No. Mejor nos vamos. Este ambiente no es para nosotros. ¡Qué gente! Vamos querido (para sen­tar superioridad) ¿Dejaste el coche en la puerta?

BETO — (sin convicción) Mirá que si querés le pego, ¡eh! (se van)

ADELA — José: ¿porqué no charlás con don Valentín o con Piazza?

SUSANA — No te preocupes Adela, papá está bien.

JOSÉ — (que arregló el gramófono, dirigiéndose a Susana) No lo toques más.

PIAZZA — Yo, desgraciadamente, tengo que irme también. Son casi las doce ya y tengo que almorzar y estar temprano en la co... quiero decir, en el negocio. Así que... José: lo felicito (lo saluda) y a usted también Susana (saluda) han formalizado. Es una suerte. Y usted: píenselo bien Adelita (la saluda y se va yendo) píenselo bien. Yo... (no sabe seguir)

ERMELINDA — Nosotros nos vamos también, Juan: ese plato y la servilleta son nuestros; agarrálos no sea cuestión  que se nos queden.

JOSÉ — Ya que toda esta gente se va, podemos charlar un poco, Juancito. Te imaginarás de qué. Estuve con Ayala.

JUAN — ¿Ahora?

JOSÉ — Es cuestión de un rato.

ERMELINDA — Tenés que almorzar y llevar a Juan Jorge al liceo.

JUAN — Ya ves, no puedo.

JOSÉ — Es un minuto. Quedáte.

ADELA — El señor Viera se va, José.

JOSÉ — Hasta pronto, don Valentía.

VIERA — Hasta pronto, José. Adiós mi hijita (se seca una lágrima). Perdonen mi emoción. Es hija única la muñequita. ¿Usted sale?

ADELA — Yo voy también. Ermelinda me invitó a almorzar en la casa y a pasar la tarde bordando.

ERMELINDA — ¿Vamos?

JOSÉ — Juan, tu quedáte.

JUAN — Pero...

JOSÉ — Quedáte y vas en seguida.

ERMELINDA — No te olvides del plato y de que tenés que llevar a Juan Jorge. Son casi las doce ya. (salen Ermelinda, Adela y Viera)

JOSÉ — ¿Susana por qué no vas para el dormitorio?

SUSANA — ¿Para el dormitorio? ¡¿Ahora?!

JOSÉ — Sí, querida, ahora.

SUSANA — Si tu querés... (sale Susana)

JOSÉ — Juancito: esta tarde traen el balance y le dije a Ayala que viniera. No podrás negarme que te lo previne. A vos y a tu mujer.

JUAN — ¿Qué cosa?

JOSÉ — Eso de gastar como locos. Estuve en lo de Ayala hoy de mañana, antes de ir al Juzgado. Estás pasado como en trescientos pesos.

JUAN — No te entiendo.

JOSÉ — Me entendés muy bien. Estás debiéndole al almacén.

JUAN — Y bueno, mala suerte.

JOSÉ — Parecería que no te das cuenta. Terminaste con tu parte y todavía resultan más de trescientos pesos en contra. Supongo que lo veías venir, ¿no?

JUAN — Ajá.

JOSÉ — ¿Y qué pensás hacer?

JUAN — ¿Qué querés que haga? ¿No me queda nada, nada?

JOSÉ — Te lo dije: debes trescientos pesos.

JUAN — Mirá que lío. ¿Cómo se lo digo a Ermelinda?

JOSÉ — Eso es lo único que te preocupa.

JUAN — Y... ¿qué querés que haga? Mirá que noticia para darle.

JOSÉ  — No sé ni como aguantas a la bruja de tu suegra, ni a tu mujer. Sin embargo...

JUAN — Me gusta la brasilera. ¿Qué le voy a hacer? Me gusta.

JOSÉ — Te casaste divinamente. Fue como tirarte a un pozo atado del pescuezo.

JUAN — ¿Si me gusta? Se encarga de todo... decide, se preocupa. Yo voy en coche.

JOSÉ — Te maneja como un trapo. Es un mal bicho.

JUAN — ¡Pará el carro che! no te desboques contra la Machado de Oliveira que tu te casaste con nadie. Despacito viejo, ¿o me vas a contar que eso que tenés ahí es una mujer?

JOSÉ — Por lo menos no es un sargento, un marimacho como...

JUAN — ¡Qué va a ser! Ni eso ni nada. No alcanza ni para hacer sombra.. Un poco más y es transparente.

JOSÉ — A mí me basta.

JUAN — Te basta para meterte debajo del ala de don Valentín, así te llenes de piojos.

JOSÉ — ¿Qué querés decir? ¿Qué querés decir?

JUAN — Josesito... vos no elegiste una mujer, te casaste con un almacén al por mayor. Vas a pasar la luna de miel con las barricas de yerba y las bolsas de azúcar, abrazado a un jabón amarillo.

JOSÉ — Vamos a terminar, Juan. Aunque con esto ya sé como piensa mi cuñadita, le hice quedar para aclarar una sola cosa. No quiero que haya problemas cuando venga Ayala. ¿Estás de acuerdo o no? ¿Vas a firmar la partición? Los trescientos pesos se arreglan después.

SUSANA — (desde adentro) José.

JOSÉ — (gritando) ¡Qué!

SUSANA — ¿No venís?

JOSÉ — ¿A dónde?

SUSANA — Aquí, al dormitorio.

JOSÉ — No puedo, ahora. ¿Qué querés?

SUSANA — José.

JOSÉ — Vení tú.

SUSANA — ¿Yo?

JOSÉ — Sí. Vení.

SUSANA — Pero Josesito... ¿hay gente?

JOSÉ — No hay nadie, vení.

SUSANA — (entrando en camisón transparente, descalza y con el pelo suelto) ¡Está Juan, José!

JOSÉ — ¿Te vestiste de fiesta?

SUSANA — (cubriéndose con las manos) Es un camisón.

JOSÉ — ¡Pero eso es para dormir!

SUSANA — Adela me dijo que me lo pusiera para acostarme, hoy. Y... y como tú dijiste que fuera para el dormitorio.., yo pensé...

DEPENDIENTE — (entrando) Son las doce, patrón ¿puedo...? (se queda cortado al ver a Susana semi desnuda y hay una pausa)

JOSÉ — Nos vamos todos, vamos al café y terminamos de hablar; Juan, hay que firmar la partición esta misma tarde (mientras van saliendo, anhelante) ¿vas a firmar? yo creo que tenés que firmar. Es lo mejor Juancito. Por los 300 no te preocupes. (salen los tres. Susana se queda un instante inmóvil y luego se deja caer en una silla junto a la mesa y sin apuro comienza a comer las migas del postre que han quedado dispersas en torno a la fuente redonda. — Telón lento).

SEGUNDO CUADRO

 

(La misma escena. Una tarde de lluvia, varios años después. En el almacén, los cambios son mínimos. La trastienda por el contrario está ahora atestada, desbordando de objetos de los más diversos. Entre ellos, siguen en su lugar el gramófono y los pedestales dorados. En general se trata de los elementos que hacen el lujo de le clase media. Les paredes y las puertas se hallan totalmente cubiertas por este sedimento de la usura. La habitación entera está sumergida, tapada. Cerca de candilejas también hay objetos. De ahí resulta que los personajes al moverse pasan como peces entre este fronda de cosas. En cierta medida la trastienda ha dejado de ser un inocente lugar de la realidad. La disposición, la multitud y la diversidad de los objetos resulta de pesadilla.

José es un hombre de cuarenta años que usa lentes de gran armazón y empieza e encanecer. Piazza, Viera y el mismo José están pálidos y actúan en general tensamente, casi desesperados, como si los persiguieran. Con la excepción de doña Adelina, esta inquietud no toca a las mujeres que, sonrosadas y plácidas viven y engordan en su pequeño mundo ajeno al dinero.

En el almacén están doña Rosa y Pepe, sentadas en un par de cajones. Pepa está tejiendo. Casi no hablan.

José, Juan y el dependiente trabajan en la trastienda. Juan en primer plano de espaldas al público. José a la derecha, cerca de la puerta del dormitorio queda de perfil; ambos sentados, tienen un libro sobre les rodillas. El dependiente va de un lado a otro en une danza absurda. Hasta la llegada de Piazza el ritmo es muy rápido y, salvo acotación, los parlamentos se dicen en forma impersonal, mecánica, de le manera como los niños de la Lotería cantan los números y premios del sorteo. Las palabras de José caen al final, terminantes como la sentencia de un Juez en cada caso).

 

DEPENDIENTE  — (va de un objeto a otro, como una mariposa, buscándole a cada uno su etiqueta. Cuando encontró la que busca, grita) 725 reloj de bolsillo en funcionamiento con tapas de oro y dedicatorias.

JUAN — (busca en su libro) Diego Ortega, veinticinco pesos, 7 de febrero.

JOSÉ — Sin atraso. Adelante.

DEPENDIENTE — (que ha seguido su mariposeo) 726, 12 juegos de cubiertos sin estrenar, tenedor, cuchara y cuchillo en alpaca inglesa, dos jarras de plata repujada y dos lámparas veladoras con pantalla de seda.

JUAN — Norberto Silva, $ 200, 14 de marzo (entrando en conversación) regalos del casamiento. Se casó hace dos meses.

JOSÉ — Dos meses de atraso. Ponéle la marca roja.

JUAN — (como un eco) Marca roja.

DEPENDIENTE — 727 mesa de sala estilo imperio decorada a mano.

JUAN — Policarpo Jiménez de Aréchaga, 150 pesos, 18 de febrero.

JOSÉ — Sin atraso.

DEPENDIENTE — 728 traje de hombre en sarga azul cruzado, con chaleco.

JUAN — Julio González, 7 pesos, 10 de junio.

JOSÉ — Atrasado en dos trimestres (al dependiente) sacálo de la percha. Es para vos, Juan.

JUAN — ¿Para mí?

JOSÉ — Para cuando salís a cobrar. Andás mal vestido y no conviene que des esa impresión.

JUAN — (examinando el traje) Me va a quedar grande.

JOSÉ — Decíle a Ermelinda que te lo arregle.

JUAN — Pero... no sé si está bien que lo acepte.

JOSÉ — No te pongas nervioso. Voy a descontar los 7 pesos de tu sueldo. Adelante. 729.

DEPENDIENTE — 729, 5 frazadas a medio uso, tres de una plaza y dos...

ADELA — (desde el dormitorio) ¡Pepa! (se asoma) ¡Pepa!

PEPA — (desde el almacén) ¡Qué Adela! 

ADELA — Pepa, andá hasta tu casa y traé dos toallas. Pronto, hacéme el favor.

PEPA — Dos toallas.., en seguida (a doña Rosa) ¿Traigo de las toallas del ajuar, doña Rosa?

D. ROSA — No, no es necesario. ¿Cómo vas a estrenar las del ajuar? (sale Pepa)

DEPENDIENTE — 729, 5 frazadas a medio uso, 3 de una plaza y 2 de dos plazas.

JUAN — Adelina Morganti de Suchi, $ 23, 2 de octubre;

JOSÉ — Atrasada dos trimestres. Tiene la marca roja, ¿no?

JUAN — Pero es doña Adelina y son las frazadas.

JOSÉ — ¿Qué tiene?

JUAN — Cuando llegue el invierno...

JOSÉ — Si tiene la marca roja pasálas a la venta. Seguí.

JUAN — Pasan a la venta.

DEPENDIENTE — 730, casco, lentes y polainas de motociclista.

JUAN — Diego Luna. No: viuda de Diego Luna, 9 pesos, 23 de setiembre.

JOSÉ — Está al día. Adelante.

JUAN — Si en vez de empeñar el casco hubiera empeñado la moto...

JOSÉ — ¿Qué decís?

JUAN — Que si empeña la moto, en vez de deber la viuda estaría debiendo el pobre Diego. (Pepa que entró de la calle al almacén, pasa por la trastienda hacia el dormitorio; llevando, con apuro dos toallas)

DEPENDIENTE — 731, biombo chinesco en laca japonesa... (pasa Pepa de vuelta hacia el almacén y se sienta junto a doña Rosa) 731 biombo chinesco en laca japonesa con incrustaciones de marfil alemán, fabricación uruguaya.

JUAN — Maria Feliciana Pérez Luque de Chamartín, $ 14., 5 de abril.

JOSÉ — Atrasada dos trimestres. Ponéle la marca y mañana le avisás que si no paga los intereses, el mes que viene sale a la venta el biombo junto con el retrato de su ilustre padre don Amancio.

JUAN — Avisarle lo del óleo.

DEPENDIENTE — 732, dos pedestales dorados de sala.

JUAN — (bajando la voz y señalando) Pepa... Pepa Galiaso,  $ 5, 2 de marzo, no tiene marca roja.

JOSÉ — No importa. Rompió con el de Bellagamba y si no se casa, ésta no paga. Pasálos a la venta.

JUAN — (bajito) A la venta.

DEPENDIENTE — 733.

PIAZZA — (que ha pasado por el almacén). Perdonen, no quiero interrumpir, pe....

JOSÉ — ¿Qué milagro por aquí?

PIAZZA — Quería hablar con usted. De negocios quiero hablar.

JOSÉ — (a Juan y al dependiente) Vayan para el almacén. Si los necesito los llamo. Usted dirá Piazza.

PIAZZA — (presumiendo) ¿No pasó por la cochería últimamente?

JOSÉ — No, hace tiempo.

PIAZZA — Tenemos servicio completo de automóvil.

JOSÉ — ¿Y qué?

PIAZZA — Ssssssss una maravilla. Van serenitos, en silencio.

JOSÉ — ¿Qué cosa?

PIAZZA — Los automóviles, los coches de caballo hacen ruido, son anticuados. Esto es una seda José. A la gente le encanta.

JOSÉ — Pero Piazza, usted no vino a ofrecerme un entierro.

PIAZZA — No, claro que no. Vine a proponerle un negocio, una buena colocación de capital.

JOSÉ — ¿Qué clase de colocación?

PIAZZA — Un préstamo sin riesgos.

JOSÉ — ¿Que yo preste?

PIAZZA — (señalando los objetos) ¿No se dedica a eso?

JOSÉ — Ayudo.

PIAZZA — Sea franco; hace negocio.

JOSÉ — ¿Qué quiere de mí Piazza? Vamos a no perder tiempo.

PIAZZA — Puedo ofrecerle la colocación de $ 4.000.00.

JOSÉ — Eso es una cifra demasiado grande, yo...

PIAZZA — Al 10 %.

JOSÉ — (Sobrador) ¿Al 10 %?... pero si yo aquí...

PIAZZA — Al 10 %... mensual (Pausita).

JOSÉ — Siéntese Piazza, vamos a hablar tranquilos siéntese.

PIAZZA — Claro, la cifra es grande. Si usted no está en condiciones...

JOSÉ — Para un negocio bueno nunca hay cifras grandes, ¿verdad?

PIAZZA — ¿Le interesa?

JOSÉ — (demasiado interesado) Claro... (reaccionando) Claro que puede llegar a interesarme. ¿Quién es .... el cliente?

PIAZZA — Necesito esa cantidad para terminar de pagar los coches automóviles.

JOSÉ — (despreciándolo) Ah, es usted.

PIAZZA — (humilde) Cuestión de seis meses. Yo...

JOSÉ — ¿Y cuál es la garantía? Usted no tiene casas.

PIAZZA — Tengo la cochería.

JOSÉ — Un negocio es un negocio. El local es alquilado.

PIAZZA — Pero me va bien.

JOSÉ — Hoy, le va bien. Mañana...

PIAZZA — La gente no puede dejar de morirse y cuando se muere...

JOSÉ — Sin embargo necesita $ 4.000.00.

PIAZZA — Pero José, si no le presta al que necesita ¿a quién le va a prestar?

JOSÉ — $ 4.000.00 es mucho.

PIAZZA — Son al 10 % mensual.

JOSÉ — Sí, es cierto pero, ¿con qué garantía?

PIAZZA — Mi firma, imagínese que yo...

JOSÉ — Es una firma. No Piazza. No me arriesgo.

PIAZZA — Puedo buscar a otro, un Banco...

JOSÉ — Estoy seguro que ya fue a un Banco, ¿verdad que fue?

PIAZZA — ¿Le interesa o no el negocio?

JOSÉ — No, no me interesa.

PIAZZA — Entonces hablo con David. Buenas tardes.

JOSÉ — Adiós Piazza (éste inicia el mutis) Aunque habría una posibilidad. Pero no. A usted no le convendría.

PIAZZA — ¿Qué posibilidad?

JOSÉ — Hable con David y si no arregla con él, en todo caso...

PIAZZA — ¿Qué posibilidad?

JOSÉ — ¿Así que también habló con David?

PIAZZA — Vine a verlo a usted.

JOSÉ — Cierto: Si vino a mí es porque no tiene otra salida. ¿Para cuándo necesita el dinero?

PIAZZA — Para mañana.

JOSÉ — ¡Qué urgencia tiene! Para mañana es imposible. Ni hablar. Vaya nomás.

PIAZZA — (patético) ¿No puede?

JOSÉ — ¿Para mañana mismo? Imposible.

PIAZZA — (quebrado) Es que después ya no me interesa.

JOSÉ — Chau Piazza y buena suerte.

PIAZZA — Adiós. (implorando) ¿En serio José? ¡Es tan importante! (pausita y se va) (Suena un trueno).

JOSÉ — ¡Piazza! (éste reaparece) Habría... Una posibilidad. Pero no. Mejor dejarlo así.

PIAZZA — Diga.

JOSÉ — Pensaba que .. no sé si le interesa, pero si quedamos como socios usted y yo, a lo mejor...

PIAZZA — ¿Socios de qué?

JOSÉ — Si la cochería pasa a ser de los dos, mía y suya, tal vez yo podría conseguir los $ 4.000.00 para ma­ñana. Es una idea nomás. En realidad, tengo más de 4.000 en la caja, en efectivo. Como poder, puedo.

PIAZZA — ¡Cómo vamos a asociarnos así! Mi negocio vale...

JOSÉ — (entrando a dominar) Su negocio no vale nada. Si vino a verme a mí y a ofrecerme el 10 % mensual es porque está perdido. Sea sincero Piazza. Entre nosotros es inútil fingir. Usted agotó los Bancos y David le pidió el 20 o el 30 %, porque no sabe hacer negocios. Estoy seguro que usted tiene un embargo y que mañana vendrán del juzgado a sacarle las cosas. No mienta Piazza. Su negocio está perdido. Confiéselo.

PIAZZA — Bueno, en realidad es un apuro. Usted sabe que el negocio es un gran negocio, pero en este momento...

JOSÉ — Le ofrezco arriesgar mucha plata, mucha plata mía en algo que está perdido. Vaya. Vaya y traiga todos los papeles. (Lo va llevando hacia la puerta sin darle tiempo a hablar). El balance, los recibos de los impuestos, la lista de créditos, y los saldos deudores, el inventario, todo. Vaya. Yo pongo la plata que se necesita contante y sonante. No se preocupe por lo de mañana, lo arreglo yo. Y si se necesita más capital tampoco importa. Ahora, usted no tiene porqué preocuparse, las deudas son asunto mío. Vaya, vaya y traiga todo eso. Yo voy a hacer venir a Ayala para que haga los trámites con el contrato. Nosotros no nos vamos a romper la cabeza. A partir de hoy se acabaron las preocupaciones Piazza. Somos socios. Vaya pronto. Yo lo espero dentro de media hora. No se demore. Eso si: es ahora o nunca.

PIAZZA — (con una sombra de voz) Entonces... formalizamos (sale) (hay una pausa. José vuelve a sentarse de espaldas al público).

JOSÉ — ¡Juan! (entra Juan) Ponéte el saco. Tenés que ir a lo de Viera. (Juan se pone el saco. José habla lentamente, pensando las palabras) Oíme bien: vas al almacén de Viera y le decís.., le decís nada más que esto: ni una palabra más, ni una palabra menos. Le decís: que soy yo quien lo manda a buscar, que venga enseguida y que es grave. Son tres cosas y salís corriendo sin agregar nada. ¿Entendiste?

JUAN — Que tú decís que venga, que es grave. ¿Pasa algo José?

JOSÉ — No le das tiempo a pedir explicaciones salís para lo de Ayala.

JUAN — Le digo a Ayala que es grave y que...

JOSÉ — A Ayala le decís que venga hoy de noche, nada más. Con él no hay apuro.

JUAN — (señala el dormitorio) ¿Pasa algo malo?

JOSÉ — Cuanto antes vayas mejor.

JUAN — ¡Qué desgracia! (sale) (José comienza a fumar y a pasearse como el padre que espera el nacimiento de su primer hijo. Después de unos instantes sale Adela del dormitorio apuradamente y al verlo, sin detenerse pregunta).

ADELA — ¿Nervioso? (sale hacia el almacén donde busca en uno de los cajones del mostrador, toma un objeto pequeño y vuelve al dormitorio, al cruzarse de nuevo con José agrega) Estás sufriendo, querido. ¡Pobre José! (sale), (mientras José continúa sus pasos, doña Rosa y Pepa dialogan en voz baja en el almacén).

D. ROSA — Isidora Bellagamba me había dicho que era un calavera, un farrista, pero yo no le creía ni le creo. Es la edad y tener mucha plata. Por eso parece peor.

PEPA — Beto es bueno, pero alocado.

D. ROSA—¡También tú! dejarlo por eso…

PEPA — Yo le dije: si no te gusta venir, no vengas. Y él no vino más.

D.   ROSA — Tú lo dejaste.

PEPA — Si, como quien dice, lo dejé yo.

D.   ROSA — Tú lo dejaste porque tenés orgullo y hacés bien. ¿Pero fuiste a la casa llorando, no? Me dijo doña Adelina

PEPA — A propósito de doña Adelina, ¿qué me dice de la miera? Parece que se da la racha de los mellizos. Primero la de Camarano. El mes pasado ella. Ahora, de repente.

D.   ROSA—¡Ni lo digas! Me acuerdo de mi cuñada Maria Ecilda, no sé si la conocés, bueno, tuvo dos mellizas divinas pero fue espantoso. El marido tuvo que hacerle un soporte de alambre para el mate. No tenía cómo sostenerlo, con una chiquilina en cada brazo. Son horribles de criar los mellizos. Dan el doble de trabajo, como si fueran cuatro.

PEPA — A mi me gustaría.

D.   ROSA — A vos lo que te gustaría es tener cualquier cosa. Como ves el ajuar hecho... (entra al almacén doña Adelina que ahora tiene unos 85 años y viene vestida de la manera más inaudita).

PEPA — ¡Doña Adelina!

D. ROSA — ¡Virgen Santa!

D. ADELINA — (trae la ropa superpuesta y a lo largo de la escena se saca un sombrero de vampiresa, y después otro y otro, un gran saco de color detonante, y luego una capa brillosa y después un chal multicolor, etc., etc.) ¡Qué espantoso! Ya no se puede confiar en nadie. ¡Qué mundo! ¡Qué mundo!...

D. ROSA — Pero qué le pasa doña Adelina.

D.   ADELINA — Madame Teté. ¡Qué desgracia tan grande! Madame Teté, la que estaba en casa de pensionista. ¿Recuerda? ¿Quién le va a permitir ahora lo que yo le permitía teniendo hijos solteros como tengo? Hasta seis tíos llegó a presentarme en una noche. Y yo les decía: mucho gusto, mucho gusto. ¡Canalla!

PEPA — ¿Y qué hizo? ¿Qué pasó?

D.   ADELINA — Se fue, Pepa, ¡se fue! Sin pagarme el último mes. Le avisaron que el hijo estaba enfermo y dejó todo. Dejó. .. dejó la clientela, dejó tíos, todo, todo. Mire si por un hijo va a hacerme eso. Por un hijo de dos años. A mí que fui como una madre para ella. Ah, pero le pienso empeñar todo. No le dejo un alfiler en casa. Desnuda, la voy a dejar. Ingrata.., mal agradecida. Miren los regalos que le hacían. Una fortuna, cosas finas, de lujo. Y quedan más en casa. Las pienso ir trayendo todas al empeño.

D. ROSA — ¿Y cuándo se fue?

D. ADELINA — ¿La malvada? Se fue anoche.

PEPA — Pero entonces a lo mejor vuelve.

D. ADELINA — ¿Y qué seguridad tengo? Yo necesito la pieza. No va a abusar de mí, porque soy vieja. Pensá de lo que son capaces esas mujeres. Por algo me pagaba doble alquiler. Le pienso traer a empeñar hasta las balle­nas del corsé.

VIERA — (ha venido corriendo, entra en mangas de camisa jadeante, con su paraguas, fuera de sí) Doña Rosa.., doña Rosa!!

D. ROSA — ¿Qué tal don Valentín?

VIERA — (patético) ¿Dónde está José?

D. ROSA — Acá al lado, en la trastienda ¿Sucede algo?

VIERA — (melodramático, desgarrador) (mientras se dirige a la trastienda) ¡José! (éste que ha oído la llegada de Viera se tranquiliza bruscamente y lo espera con su gesto más sereno y sonriente. Viera pasa a la trastienda atropellándose con el dependiente al rodear por detrás del mostrador. Tras él se acercan a la puerta de fiambrera las tres mujeres y el dependiente quienes se quedan espiando). José... hijo mío! (lo abraza) me avisó Juancito. ¿Qué ha pasado, muchacho, qué ha pasado? (llora sobre el hombro de José).

JOSÉ — (separándolo suavemente) No lo entiendo don Valentín.

VIERA — Juancito me lo dijo. No me engañes. ¡Hijito! (pretende sostenerse a llorar de nuevo sobre el hombro de José y éste lo contiene)

JOSÉ — Le dije a Juancito que le avisara, pero no es por nada malo, al revés.

VIERA — No te entiendo. Explícate

JOSÉ — ¿No le dijo Juan que viniera, que yo tenía algo importante para usted? Es un negocio de los que a usted le gustan, don Valentín. ¿Qué había pensado?

VIERA — Pensé.. estaba seguro, mejor dicho.., pero ¡qué alegría me das! Venía tan desesperado. Así que...

JOSÉ — (dirigiéndose a los que espían en el almacén). ¿Me hacen el favor de dejar libre la puerta? No dejan entrar ni el aire si se ponen a escuchar de esa manera (los cuatro curiosos vuelven a sus inocentes lugares de principio). Se trata de un gran negocio, don Valentín, una oportunidad. Pero, ¿qué le dijo mi hermano?

VIERA — Nada. Seguramente no me dijo nada. Soy yo que estoy nervioso. ¿Todo anda bien entonces? ¿Estás seguro?

JOSÉ — Mejor que nunca. ¿Pero qué hora es? qué barbaridad, son casi las cinco. Tenemos que apurarnos. ¿Sabe para quien tengo un gran negocio? Adivine. Tengo asegurado el porvenir de su nieto.

VIERA — ¡De mi nieto!

JOSÉ — ¿Usted no me habló de un seguro o algo así para él? Tengo algo mucho mejor. Pero vamos saliendo. Venga don Valentín. Cuando se lo contemos a Susana se va a reír como nosotros. No sé ni cómo se me ocurrió de golpe. Vamos saliendo, que mientras llegamos al Banco le cuento. ¿Usted tendrá $ 5.000.00 en efectivo, no?

VIERA — Sí, pero...

JOSÉ — ¡A Susana le va a hacer tan feliz! Le va a dar un ataque de risa. Es un negocio extraordinario, pero además es una broma. Se imagina a su nieto de gran comerciante, de hombre de negocios (se ríe y Viera lo imita, mientras van saliendo) Imagínelo de señor propietario con su buen habano y reloj de bolsillo.

VIERA — (mientras pasan por el almacén) ¿Así que tenemos el gran comerciante, José? (salen riéndose. Hay una pausa y de pronto se oye en el dormitorio el llanto de un niño; casi inmediatamente sale Adela).

ADELA — José... es un varón, José (pasa al almacén) es un varoncito precioso (Pepa, doña Adelina, doña Rosa, y un poco más atrás el dependiente, pasan a la trastienda. Adela, desilusionada) José... (se queda mirando hacia la calle).                                                   TELÓN

ACTO TERCERO

 

(La misma escena, años después. El almacén  está en vías de ser reformado; pasará a ser living. Hay dos obreros albañiles trabajando. Se han retirado los cajones, parte de las estanterías, el mostrador, etc. Aparecen asimismo algunos implementes de los obreros: baldes, escalera, tal vez un andamio elemental. En una de las paredes hay muestras de color, la trastienda ha sido despejada de objetos extraños; tanto las barricas y cajones del almacén como la multitud de objetos heterogéneos de la compra venta, han desaparecido. Un llamativo juego de comedor ultra moderno y costoso, bastante charro, sustituye los viejos muebles. La inadecuación es notoria. Los únicos objetos antiguos, pobres y feos, son el reloj de péndulo y el sillón de madera que ocupa José.

Al iniciarse la acción José y Juan están sentados junto a la mesa. Después de unos instantes entra Ermelinda, vestida como une muchacha que va a la playa. A su edad, —cerca de 60 años— la buena y juvenil ropa sport la hace grotesca. Trae una bandeja con les cosas del té).

 

ERMELINDA — Desde ahora, Juan, vas a empezar a tomar té a la inglesa, con leche fría (zalamera con José) Pero para usted traje café con leche porque sé que le gusta (le sirve). Estos bizcochitos de anís son de la “Estrella Azul”; una manteca; no le pueden hacer nada; harina, yema de huevo y unos granitos de anís. ¿Quiere mucha azúcar? Me parece que Ud. se está poniendo cada día más goloso. Mirale la cara de goloso, que pone.

JUAN — Ermelinda... (Juan toma el té. José se mantiene inmóvil).

ERMELINDA — ¿Está cómodo, así? Dejale los bizcochitos más cerca, hacé el favor; no se va a estirar para alcanzarlos. José: se enfría. Haga la prueba de tomar un poquito. No. Espere que se lo revuelva, así queda más rico (mientras revuelve pone la taza cerca de la cara de José y éste huele el contenido. Lentamente levanta las manos, toma la taza y comienza a beber). Le prevengo que el café lo hice yo; está recién hecho. ¿Vio qué aroma? Para mí, el café recalentado tiene gusto a trapo viejo (pausita) ¿Y... qué tal? ¿le gusta, le gusta?

JUAN — Vieja: ¿decidiste cómo mandamos las cosas?

ERMELINDA — No te preocupes por eso. ¿Te molesta que converse con él? Bien sabés que tengo algo im­portante que arreglar hoy. ¿O te olvidaste? Vale más irse tranquilos, supongo (transición). ¿Y.. no me dice nada? ¿Le gusta o no le gusta el café de su cuñadita? ¿Es rico el café con leche?

JUAN — Por qué... por qué no lo dejás y...

ERMELINDA — Tú ya terminaste. Haceme el favor, averiguá si podemos contar con las cosas mañana mismo y conseguí un taxi para las cinco, así no andamos en vueltas al salir con las valijas.

JUAN — Pero Linda...

ERMELINDA — Andá, Juan. No pierdas tiempo. Arreglá el transporte de las cosas y conseguí el taxi (Juan saca otro bizcocho y sale). Si no lo fatiga mucho, podemos charlar, ¿está más animado? ¿Se siente bien?

JOSÉ — (pausita) Me siento bien.

ERMELINDA — Qué suerte. Julito y yo... y Adela y Juan también, en fin, todos pensábamos que usted ya no tiene por qué estar preocupándose. ¿Verdad que es lindo descansar y que lo mimen un poco? Estoy segura de que a usted le encanta sentirse servido y atendido y lejos de todos los problemas. Ud. es el centro de la casa y debe sentirse como un rey. ¿Le gustaría José? Contésteme. ¿Le gustaría sentirse como un rey, mimado y sin preocupaciones? Mueva la cabeza aunque sea. ¿Sí? ¿Le gustada? Mueva la cabeza (Ermelinda hace ella el gesto afirmativo que desea arrancar. Espera ansiosa y vista la indiferencia de José se impacienta y decide cambiar de método) Oh... (gritando) ¡Esteban!

DEPENDIENTE — (entrando) Sí, señora.

ERMELINDA — Me hace el favor Esteban, ponga el disco de ayer. Ud. sabe cuál es. Póngalo y venga a ver si le conversamos un rato como hizo Juan anoche.

DEPENDIENTE — ¿Cómo anda?

ERMELINDA — No contesta desde a mediodía que saludó a Adela (a José). ¿Se acuerda de Pepa, que estuvo de novia con el Beto Bellagamba? ¿Se acuerda que se fue enojada el día de su casamiento y que después quería que le devolvieran el regalo? Pepa. ¿No recuerda? Una que era toda así (el dependiente ha puesto el disco: Susurrando) (presionándolo) Haga memoria. ¿Se acuerda de la hija de Di Corcia que lloraba porque las gallinas no salían a pasear los domingos? Haga memoria.

DEPENDIENTE — No es así. Permitame (se coloca detrás de José) El Club Panamá estaba en la esquina; tenía pianola pero contrataban la orquesta del Pelado Ferrando. Se bailaba en el salón largo, el que tenía sillas alrededor. En la primera pieza había un cuadro del avión Plus Ultra y el retrato de Umberto Primo. Ella estaba vestida de celeste, con zapatos celestes también, y no bailaba. Estaba de celeste y tenía un collar de perlas muy largo. La orquesta tocaba una música alegre y triste al mismo tiempo. Escuche: (pausita. José cierra los ojos) Ella... ¿Cómo se llamaba?

JOSÉ — . Estela.

DEPENDIENTE (Transición. A Ermelinda ¿Qué me dice?

ERMELINDA — Shhh... Siga.

DEPENDIENTE — Fue el día de fin de año. Estela no bailaba con nadie.

JOSÉ — No se animaba a bailar. Yo tampoco.

DEPENDIENTE — Estuvieron en el balcón. Ella le dio un regalo.

JOSÉ — La virgen de Luján, porque había estado en Buenos Aires. Está en la caja todavía, la medalla, en el cuadradito del fondo, que no se usa. Está en la caja, la medallita. En la caja. Recuerdo de Estela... (señala hacia el almacén que está en obra).

ERMELINDA — José.

JOSÉ — (contesta con lucidez dándose vuelta) ¿Qué, Ermelinda?

ERMELINDA (Apresuradamente a Esteban) Siga ayudándole a Adela. Vaya. Vaya en seguida, Esteban (sale el dependiente). José.

JOSÉ — (a Ermelinda) Cuando le acaricié el pelo, ella temblaba. Es increíble: yo también temblaba. Estela.

ERMELINDA — José. . Si Ud. quisiera, Ud. ya dijo que quiere. Los papeles están aquí (se para y saca unos papeles del cajón del aparador). Tiene que firmar, José. Aquí. Ponga su nombre. La firma... (se oyen fuertes martillazos dados por los obreros en el almacén) (hay un in crescendo de gritos y golpes) Aquí, José. Tome la lapicera. Escriba su nombre. Firme. Firme. Aquí. ¡Firme!

JOSÉ — Están llamando. Hay gente en el almacén.

ERMELINDA — Firme. Apúrese. Firme, le digo.

JOSÉ — Déjeme tranquilo. Juan. ¡Juan! Hay gente. Hay que atender.

ERMELINDA — No se agite José. Justamente, lo que todos queremos es que Ud. esté tranquilo.

JOSÉ — No pienso permitir que se vayan. Dejé los huesos contra ese mostrador.

ERMELINDA — ¿Va a firmar?

JOSÉ — De acá no se va nadie. Esté bien segura. Nadie. Ni los que vienen a comprar, ni Uds. Nadie.

ERMELINDA — No diga pavadas, José. ¡Qué tiene que ver una cosa con la otra!

JOSÉ — De aquí no sale nadie (va hundiéndose en la indiferencia). Nadie se va. . . Nadie.. . (Ermelinda arregla los papeles y le vuelve a ofrecer la lapicera).

ERMELINDA — Aquí, José (pausa). Firme aquí (José no reacciona. Ermelinda vuelve a guardar los papeles. Llamando) Adela (se acerca a la puerta del dormitorio) Adela (entra Adela) Levantá la mesa. Hay que dejar esas cosas limpias.

ADELA — ¿Cómo está? Me dijo Esteban.

ERMELINDA — Recién hablaba bien, pero parece que se cansa. Los bizcochos ponélos con los demás, en el bolso, son para el viaje.

JULIO — (entra desde el dormitorio, viene vestido de sport, impecable) Bueno, yo ya estoy. Voy a buscar a Rosario. ¿Tengo que traer algo?

ADELA — (mientras levanta la mesa) ¿Querés otro bizcochito José? (pausita).

JULIO — (a Ermelinda señalando a José). ¿Y...?

ERMELINDA — Igual.

ADELA — ¿Comiste todo, Julito? Ayer no me probaste la torta.

JULIO —— (friamente) Hoy sí, tía, comí todo (sale Adela llevando las cosas del té, después de darle un biz­cocho a Julio, quien lo mordisquea sin ganas) ¿Intentaste?

ERMELINDA — Sí. Y no hay forma. Sabés como es tu padre.

JULIO — Pero ahora...

ERMELINDA —- Nada. Ni tratándolo bien, ni haciéndolo reaccionar, ni hablándole. No hay manera.

JULIO — Si no firma el poder, hay que empezar el trámite en el Juzgado cuanto antes. Si será porfiado! ¿Qué le podrá importar la plata estando como está? Pensará que le van a poner bolsillo en la…

ERMELINDA — Pero el trámite, para declararlo incapáz dura meses.

JULIO — ¿Y qué vas a hacer si no quiere?

ERMELINDA — Digo... por los acreedores. El de la peletería me come.

JULIO — ¿Y yo? ¿No se me cae la cara de vergüenza” ¿Sabés lo que es andar noche y día en el auto del padre de Rosario? Parece que nosotros fuéramos pordioseros. Ni auto tenemos. Si por lo menos pudiéramos mover la cuenta del banco.

ERMELINDA — De alguna manera nos vamos a arreglar.

JULIO — Si, el año verde. No entendió que la plata es para gastarla, cuando estaba bien, va a entender ahora!... Bueno. Vengo dentro de un rato con Rosario. A ver si está todo pronto cuando lleguemos. (tira el resto del bizcochito sobre la mesa y va saliendo) Hasta luego.

ERMELINDA — (intento débil) José (pausa) Bueno. Mejor me arreglo las manos (entra y sale con pintura de uñas) (vivamente) ¡Francisco! ¡Francisco! (pasa del dormitorio al almacén).

FRANCISCO — (que abandona su labor resignadamente) Sí, señora.

ERMELINDA — ¡Francisco! Nos vamos ya. Perdone que lo interrumpa de nuevo. Quería arreglar todos los detalles con Ud. ¿Pueden terminar en fecha? Pienso que vamos a estar de vuelta para fines de febrero. Es posible, ¿no?

FRANCISCO — Sí, señora.

ERMELINDA — Retiran toda esta porquería, levantan el piso y pican las paredes. Las ventanas amplias; bueno, eso ya lo mandaron hacer. Recuerde que los ventanales van uno a cada lado de la puerta. Son dos los ventanales.

FRANCISCO — Sí, señora. Uno y...

ERMELINDA — ¡Y la puerta! La puerta ancha, de dos hojas, en el medio. ¿Tiene la foto de la revista? (Francisco amaga sacarla del bolsillo. Atajándolo) Perfecto. ¿Y el color? Quedaron en hacer muestras. Quiero un tono neutro, intermedio, un fucsia indefinido, un color imaginario. Esto tiene que quedar transformado en un regio living, las paredes en vez de encerrar tienen que dar sensación de espacio, de libertad. ¿Están las muestras?

FRANCISCO — Sí, señora (las señala).

ERMELINDA — A ver. ¡Ah no! Esos son colores co­nocidos. Quedamos en algo extraordinario. En un color inventado. Quiero algo como esto pero con más alegría. Me entiende, ¿verdad? Quiero este mismo tono pero como si atrás del color no hubiera pared sino una flauta. Eso:

Una flauta sonando sola.

FRANCISCO — Sí, señora.

ERMELINDA — No sabe qué apurón. Dentro de unos minutos nos vienen a buscar. Puedo irme tranquila? ¿Para fin de febrero estará pronto? La mueblería está avisada. El luminotécnico, el tapicero, el encerador, las alfombras, cristales, el piano de cola.., la televisión... Para febrero, Francisco, ¿en serio? ¿Puedo confiar?

FRANCISCO — Sí, señora.

ERMELINDA — Perfecto. Y no se olvide por favor: el tono es exactamente ése pero con otro matiz que cambie el color. (pasa a la trastienda).

FRANCISCO — (al compañero) Vamos a echarle medio de blanco a la muestra cuatro. Por fin se decidió. (salen).

ERMELINDA — (que ha dudado unos instantes sin saber qué hacer) ¡Adela! ¡Esteban!

ADELA — (viene vestida de oscuro, pobremente. Aparece también el dependiente).

ERMELINDA — Adela, ¿terminaste con la cocina y al cuarto de baño? Las camas están hechas, ¿no? Tengo que arreglarme las uñas. Hacé las valijas con Esteban.

ADELA — Ya puse las cosas mías y las de Julito; pero no sé me van a llevar tú y Juan.

ERMELINDA — Todo lo de verano, todo.

ADELA — No va a caber.

ERMELINDA — Poné lo que puedas, lo que veas que se necesita. Es para dos meses, así que... En todo caso me preguntás. Ud. ayúdela Esteban. ¡Es tan tarde! En cualquier momento está aquí Rosarito Ortega (se sienta junto a la mesa y comienza a arreglarse las uñas. Adela y Esteban salen hacia el dormitorio) (bruscamente horrorizada se pone de pie). ¡Dios mío! ¡Adela, Esteban! ¡Adela! ¡Dios mío! ‘Dios mío!

ADELA — (apareciendo) ¡Qué! ¿Qué tiene? (acude a José).

ERMELINDA — ¿ Y Poqui? ¿Qué hacemos con Poqui?

ADELA — No sé. No había pensado.

ERMELINDA — De todo tengo que acordarme yo. ¿Ahora qué hacemos con el pobrecito? ¡Siempre hay que resolver las cosas a lo loco, a último momento, ¿qué te quedás parada, ahí?

ADELA — ¿Qué querés que haga?

ERMELINDA — Yo qué sé. Ahora dónde dejamos a Poqui, pregunté. En el auto no lo vamos a llevar. Pudiste haber pensado. A todos les gusta tener un perro, pero cuando hay que cuidarlo.

ADELA — Termino con las valijas.

ERMELINDA — Sí: andá. Alguna solución voy a encontrarle. Si no pienso yo...

ADELA — Y están los cobradores, ¿quién va a pagarles? Estamos a dos del mes.

ERMELINDA — Ocúpate de las valijas, hacé el favor. Y vamos a no hablar de nada hasta que termines el equipaje. Si te ponés a charlar...

ADELA — Por mi, no pienso hablarte antes, ni después, ni nunca. Si no fuera por Julito no me quedaba un día más en esta casa (sale llorando).

JUAN — (que ha presenciado la última parte de este diálogo, después de besar a Ermelinda). ¿Qué pasa, Linda?

ERMELINDA -— El Poqui.

JUAN — ¿Qué? ¿Otra vez? ¿Arriba de la cama?

ERMELINDA — ¡Pero Juan! ¿A que no pensaste dónde lo dejamos, al irnos?

JUAN — Y... le pedimos a Don Pedro que le dé de comer.

ERMELJNDA —— ¡Ah sí! Muy fácil, tú arreglás todo muy fácil. ¡Mirá que solución!, dejarlo prestado. Pobre de mí si cuento con ustedes. (pausita sigue en su tarea de arreglo de las uñas).

JUAN ¿Cómo andás, José?

JOSÉ — Bien. Me siento bien.

JUAN — ¡ hace un calor afuera!... Acá se está lindo ¿verdad?

ERMELINDA — ¿Arreglaste lo de la encomienda?

JUAN — Sí. El taxi viene a las cinco. Las valijas salen en el tren de hoy y mañana de mañana se retiran allá.

ERMELINDA — Mejor el taxi lo vas a buscar tú.

JUAN — Pensaba arreglar mis cosas de pesca.

DEPENDIENTE — (desde la puerta) Señora: quisiéramos saber si algunas … algunas cosas, si se llevan o no.

ERMELINDA — ¿Qué cosas? Todavía están en dudas, ¿no ven la hora que es?

DEPENDIENTE — Si puede venir...

ERMELINDA — Diga qué cosas.

DEPENDIENTE — ¿Qué cosas? (entra y reaparece casi en seguida con un atado de ropa interior que entrega sin mirar).

ERMELINDA — Dígale a Adela que ponga todo. todo, todo.

DEPENDIENTE — Sí, señora (sale).

ERMELINDA — Tu hermana está cada vez más insoportable, más inútil, estoy deseando vivir sola en esta casa. No se termina de saber si esto es un hospital o un manicomio o qué.

JUAN — ¡Ermelinda!

DEPENDIENTE — (desde la puerta, muestra un saco de piel) Señora.

ERMELINDA — No. Dígale que no se haga la graciosa. No voy a veranear con el saco nuevo. (se dirige al dormitorio) Estoy harta de tus dos hermanitos, harta. ¡Con el calor que hace! (sale).

JUAN — ¿Andás mal, José?

JOSÉ — Me siento bien.

JUAN — Pero te cuesta moverte. ¿Te duele la cabeza todavía?

JOSÉ — Antes lo sentía golpear: bum, burn, bum. No. Al principio, hacía tac tac. Como una bomba de tiempo, pero hoy no. Ahora, me siento bien.

JULIO — (entrando) ¿Está todo pronto? Venimos a buscarlos. (a Juan) ¿Y tú estás así? Rosario quedó en la puerta, esperando en el auto (gritando). ¡Tía Linda!

ERMELINDA — (desde la puerta) ¿Ya vinieron?

JULIO — Rosario espera en la puerta. Pensé que estaban prontos. Le digo que baje (amaga salir).

ERMELINDA — (sale apresuradamente) Esperá. A lo mejor se impresiona la chiquilina. Mejor lo entramos al dormitorio. (entre los tres levantan a José con sillón y todo y lo llevan al dormitorio) (Mientras lo llevan) ¡Cómo para hacerla entrar! No tengo ni bombones para invitarla.

JULIO — ¡Bombones! No seas cachuda. (de inmediato, Julio reaparece, atraviesa la escena y sale hacia la calle. Reaparece Ermelinda, se detiene cerca de la puerta del dormitorio y se arregla esperando la aparición de Rosario. Casi sin pausa entra ésta también elegante, vestida de sport, seguida de Julio).

ERMELINDA — ¡Querida! ¿Cómo están tu mamita y el doctor Ortega?... ¿qué tal llegaron del viaje?

ROSARIO — ¡Enloquecidos!... Cannes y Niza son algo brutal.

ERMELINDA — ¡Ah! Pero venís preciosa, dejame verte. ¡Regia!

ROSARIO — ¿Le parece? Del boulevard de la Croisette.

ERMELINDA — Espectacular, ¿verdad, Julio? Y yo, ¿qué te parezco? Miráme.

ROSARIO — (mintiendo.) Es... lindo (agarrándose a tire clavo ardiendo) Los zapatos me gustan. ¿Por qué no se pone pantalones, para viajar? Son más cómodos.

ERMELINDA — ¿ Sí? ¿Se usan pantalones? Pensé que este modelito. . . (se pasea contoneándose).

JULIO — Tía: ¿por qué no se ocupa de las valijas? No salimos más, si no.

ERMELINDA — ¡Adoro Punta del Este! Dicen que el Casino está como nunca.

ROSARIO — ¡Si supiera lo que es la playa de Cannes! Papá y mamá estuvieron una semana en Saint Tropez, viviendo en un yacht.

ERMELINDA — ¡No me digas!

ROSARIO — Tuvieron que refugiarse en Saint Tropez porque en Cannes era verano.

ERMELINDA — ¿Y qué tiene? ¿No es una playa?

ROSARIO — Cuando hace calor Cannes es demasiado popular. Claro, se puede vivir en Super Cannes. Pero en ese momento no estaba el Ah Khan en su palacio Yackymour, así que tampoco tenía interés.

ERMELINDA — Nosotros vamos a estar durante el festival de cine. Dicen que viene Gary Cooper.

ROSARIO — ¿Sabe dónde comían papá y mamá? En el restaurant “Au mal assis”, ¿no es gracioso? El mal sentado.

ERMELINDA — En Cannes.

ROSARIO — Y después cenaron en la “Voile au vent”. Hasta para los nombres son chics.

ERMELINDA — ¿En Cannes o en Punta del Este?

JULIO — Tía Linda: ¿por qué no va a terminar el equipaje? ¿Te mostré los proyectos de la reforma que estamos haciendo aquí en casa?

ROSARIO — ¡Ay Julio! Mientras no reformen el barrio. . . Sabrás que te trajeron un ascott de regalo.

ERMELINDA — ¿Un qué? ¿Un asco?

ROSARIO — Un amor de pañuelo. Lo más inglés y distinguido que se ha visto. Vas a quedar bestial.

ERMELINDA — Este conjunto es de Christian Dior, Rosario.

ROSARIO — Sí. . . es precioso; pero para viajar se usa llevar pantalones.

ERMELI NDA — ¿De qué color

ROSARIO — Las señoras como Ud. negros, o azul marino.

ERMELINDA —.¡Tengo! ¡Qué suerte! ¿Me voy a cambiar?

ROSARIO — Claro, Y póngase ballerinas y el pelo recogido y una blusa bien sencilla. Sobre todo no se olvide del pelo, recogido hacia atrás; ¡Ay Julio, qué ganas tengo de hacer el viaje!

JULIO .— Me alegro. Fue inca soma.

ROSARIO —No, el de ahora no. Punta del Este es un opio. ¿Querés cosa más lepra que ¡a península? Sueño con ir a Cannes en invierno, Beau Lieu, Ville Franche sur Mer, la Riviera dei fiori, Santa Margheritta! ¡Porto Fino! ¿Cuándo podremos casarnos, Julio?

JULIO — Y. . . papá todavía... Sabes cómo está. Hay un trámite en marcha pero...

ROSARIO —Los trámites son largos. Ni me hables.

JULIO — Ya si. Pero yo cumplo los veintiuno en agosto. A lo mejor para esa fecha ya puedo disponer de la herencia.

ROSARIO — ¡No tienen derecho a hacerte esperar así! ¡Justo ahora que somos jóvenes! ¿Para qué quiere la plata, tu padre? ¡Si será cretino!

JUAN — (que ha escuchado desde la puerta del dormitorio el último parlamento. Ahora está vestido de sport y resulta tan grotesco como Ermelinda) Y. .. cada uno sabe para qué la quiere... No hay que apurarse, Rosario.

JULIO — ¿Voy a esperar a estar vieja y ridículo como tú o reventando como está él?...

JUAN — Yo te digo, nomás, Julito. Hace tres meses, cuando tu padre estaba bien, no hubieras dicho estas cosas.

JULIO — Es un miserable Eso es lo que es: un miserable. Vamos Rosario (a Joan). Decíle a tía Linda que esperamos en el auto (salen),

JUAN — (hacia adentro) Ermelinda, dicen que esperan en el auto.

ERMELINDA — (desde adentro) Sí, ya oímos todo. (aparecen Adela, el Dependiente y Ermelinda llevando a José sentado en su sillón, Juan les ayuda) Vamos a dejarlo acá así me visto. (al dependiente) Ud. vaya sacando las valijas. Esto no lo llevo.

JUAN — ¿Ese vestido? no es...

ERMELINDA — ¿No sabés que esto no se usa? Las señoras como yo llevan pantalones negros, ¿No oíste lo que dijo Rosarito Ortega?

JUAN — ¡Ah! ¿Ahora manda ella? Vamos bien. (pausa) (salen Ermelinda y Adela hacia el dormitorio. El Dependiente cruza llevando, en dos o tres viajes, las valijas y al terminar se sienta sobre ellas, en el almacén y fuma. Pausa).

JOSÉ — Juan: tu hijo.

JUAN — ¿Juan Jorge?

JOSÉ — Sí, tu hijo. ¿No viene?

JUAN — A esta hora debe tener reunión: ¿hoy es jueves, no?

JOSÉ — Juan Jorge es un hombre.

JUAN — Sí, trabaja.

JOSÉ — No es eso, Es un hombre.

JUAN — ¿Qué querés decir? No te entiendo.

JOSÉ — Ya sé que no entendés, pero es un hombre. Él sí. Él es un hombre, Juan. ¡Un hombre! Tenés un hijo que es un hombre.

ERMELINDA — (desde adentro) ¿Fuiste a buscar el taxi para las valijas?

JUAN — No. Voy enseguida. Además ya está avisado. Va a venir solo (se dispone a salir).

JOSÉ — (angustiándose) Juan... ¡Juan!...

JUAN — Sí... ¿qué te pasa?

JOSÉ — Te estaba diciendo algo que me daba rabia, pero que tengo que decirlo. ¿Qué era? ¿qué decía, Juan?

JUAN — No sé. Algo sobre Juan Jorge. No te entendí.

JOSÉ— Era algo importante. Esperá. No te vayas. Esperá un momento.., es un momento nomás.

JUAN — ¿Te sentís bien?

JOSÉ — Sí. Me siento bien. Pero tendría que hablar... Tendría que haber alguien con quien conversar... Tendría que haber.

JUAN — Yo te escucho, (qué querés decirme? (pausa) José... ¡José!...

JOSÉ — Luché toda mi vida, yo. Fui duro. Hice lo que tenía que hacer. ¿verdad? No tenía otra salida.

JUAN — Claro que sí (pausa) (Juan espera la palabra de José, éste va cayendo de nuevo en la indiferencia) José: hiciste lo que tenias que hacer.. . pero ¿qué querías decirme? José, contáme. ¡José! (Juan espera nue­vamente y al final sale hacia la calle. Casi en seguida entran Julio y Rosario y nuevamente, Juan).

JULIO — Tía Linda: Tiene razón, Juan. No vale la pena llamar un taxi. En la valija del coche y sobre el techo cabe todo el equipaje.

JUAN — (se escabulle hacia el dormitorio) Mis cosas de pesca, ¿las sacaron? (sale, Pausita)

ROSARIO — ¿Cómo está, señor? (le tiende la mano a José. Este no se mueve)

JULIO — Papá, te saludan, (pausita) ¡Papá! (a Rosario que se ha quedado con la mano extendida) Dejálo, Rosario. De repente está bien y de repente se queda así. Dejálo.

ROSARIO — Me da miedo.

JULIO — No le pasa nada. Se queda así y chau. No te preocupes.

ROSARIO — Vámonos, tengo miedo. ¡Es horrible! Vámonos, Julio (salen, Pausita).

JULIO — (en el almacén, al Dependiente) Vamos a cargar las valijas en el auto. (mientras salen llevando los bultos) Me parece que nos va a tocar un tiempo espléndido.

ROSARIO — (Saliendo) ¡Qué divino! Si sigue el calor nos bañarnos de noche. Papá y mamá se bañaron al atardecer en Capri (pausa) (sale Adela vestida de claro, pero todavía con aire de sirvienta, llevando una bolsa de playa y una sombrilla).

ADELA — Yo ya estoy, eh.

JUAN — (entrando con sus cañas y la valija de pesca) Ermelinda viene enseguida. Todavía está luchando con los pantalones. ¿Te acordás de la murga de don Pichin? Está quedando igualita al Flaco Sosa, ¿te acordás el que se rellenaba una pierna y parecía que la tenía rota? Bueno, está igualita. Le falta cantar. ¿Te acordás? (canta a la manera de una murga, pero tristemente) Se van, se van los Patos. Los asaltantes se van (se interrumpe ahogado por la risa).

ERMELINDA — (trae el perro Poqui en sus brazos) ¿Se puede saber de qué te reís?

JUAN — (la señala y vuelve a reírse) ¡Qué murguista formidable! ¡Hoy! ¡ Presentación! La gran Ermelinda y el perro Poquito.

ERMELINDA. — Te estás poniendo cada día más idiota. Debe ser de familia. No hay nada más que verlos a los tres. Adela, ¿cerraste la llave del agua y aflojaste los tapones? ¿Echaste insecticida en la cocina y en el cuarto de baño?

ADELA — Sí. Y contra los zócalos. Y tú, ¿dónde decidiste dejar a Poqui?

JUAN — Lo dejamos acá y don Pedro le trae comida. Además están los obreros.

ERMELINDA — Hacé el favor de no meterte. Muerta, antes de hacerle eso. ¡Dejarlo en manos de un extraño! ¡Pobre inocente! Lo llevo en los brazos. Lo decidí desde el primer momento. Lo llevo sentado en la falda.

JUAN — ¡Huy! ¡Huy! Si te llueve con buen tiempo decí que es agua bendita; agüita del inocente.

ERMELINDA — Andá a buscar a Esteban, hacé el favor. No hay cosa más triste que un viejo haciéndose el gracioso. Decíle al Dependiente que venga (sale Juan. Se oye la bocina del auto, insistente).

ERMELINDA — ¿Llevás todo, Adela? Rosario se impacienta. (con indiferencia) Nos vamos, José.

ADELA — ¿No necesitás nada? Yo voy a hablar por teléfono, todos los días, por si querés algo. ¿Querés que hable?

ERMELINDA — No creo que haya teléfono.

ADELA — ¿ Querés que hable, José? Contestame. ¿Querés?

ERMELINDA — Es inútil. No insistas, cuando se emperra...

ADELA — Es que me da no sé qué dejarlo así.

ERMELINDA — Si preferís quedarte...

ADELA — Francamente... Ermelinda...

ERMELINDA — ¡Lindas vacaciones voy a pasar teniendo que hacer la comida y limpiando la cocina y arreglando los cuartos! Se te pudo ocurrir en otro momento el ataque de cariño.

ADELA — No es eso. Es que hasta queda mal, no se puede... ¡miralo!

ERMELINDA — Como quieras. Pero no sé qué va a comer Julio estos dos meses. Yo, si no son minutas... Bien lo sabes: me sacás de la tortilla de papas y las milanesas o algún pescado frito...

ADELA — No. Pescado frito no. Es lo peor para el hígado y Julito sufre desde chico.

ERMELINDA — A mí no me hace caso. Eso también lo sabés. Va a comer lo que quiera y va a salir desabrigado, de noche, a bailar por ahí, que se transpira. ¡Oh! Que lo traemos enfermo, no te quepa duda.

ADELA — No, Ermelinda. Enfermo no va a venir. Yo puse el aceite de oliva para él y le hago los churrasquitos de lomo a la plancha. ¿Te creés que no le pregunté a Rosario si tenemos cerca una buena carnicería? Julito es joven. ¡Tiene que comer bien! Y es muy mimoso, todavía. Hay que cuidarlo; y si no voy yo ¿quién lo cuida? Bien sabes que no dejo a Julito por nada del mundo. (entran Juan y el Dependiente).

JUAN — Felicitalo Ermelinda, dejó por la mitad un partido de truco por venir a hablar contigo.

ERMELINDA — (al Dependiente) Quedamos entendidos, ¿no? Lo lleva para su casa.

DEPENDIENTE — (confundiendo con el perro) ¿Dónde quiere que lo ponga? No tenemos fondo.

ERMELINDA — A José, le digo.

DEPENDIENTE — ¿A él? Sí. Ya lo habíamos arreglado. Está la cama pronta y todo. Hoy a las seis, cuando se termine el reparto, viene uno de los camiones del almacén a buscarnos. Lo cargamos con sillón y todo y no hay problema. Ahora ¿quieren que lo deje aquí o lo saco a la vereda?

ERMELINDA — ¡Cómo lo va a sacar! Hasta que llegue el camión lo deja ahí. Hasta pronto, José. ¿Llevás pañuelo, Juan? ¿Y los lentes?

JUAN — Sí, tengo todo.

ADELA — Adiós, José (lo besa) ¿Querés que e llame?

JUAN — (al Dependiente) Hasta la vuelta.

DEPENDIENTE — Hasta la vuelta. (Juan besa a José y todos van saliendo. Todavía en el almacén dice Juan).

JUAN — (al Dependiente) Esteban: repare de vez en cuando a los obreros, para que esto marche rápido, si no...

DEPENDIENTE — Pierda cuidado. Si algo me da alegría es esta obra.

JUAN — ¿Por qué?

DEPENDIENTE — Me gusta ver como mandan al diablo el boliche.

JUAN — No era tan feo.

DEPENDIENTE — Y usted lo dice, Juan? Parece mentira. Yo siento que están borrando las marcas de mi humillación. Parece que Ud. ya se olvidó, porque ahora lo ve tan quieto. ¡Pero es el mismo!

JUAN — Esteban, es mi hermano.

DEPENDIENTE — Desde hace tres meses, es su hermano. ¿Antes qué era?

JUAN — (casi rogando) Esteban... (nuevos bocinazos).

DEPENDIENTE — Vaya nomás, lo están esperando. Que se diviertan.

JUAN — Hasta la vuelta, Esteban. (sale. El Dependiente se cambia el saco blanco por su saco de calle y se pone sombrero. Enciende un cigarrillo y va cerrando las cortinas mientras silba “Susurrando”. Cae la luz. Sale silbando. Suena la cortina metálica al bajar y el silbido se aleja hasta perderse. Hay una pausa, en ella, se oye cada vez más fuerte el tic tac del reloj. José cierra los ojos y se lleva una mano a la cabeza).

 

TELON

 

Carlos Maggi

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