La noche de los ángeles inciertos
Carlos Maggi

A Paco Espínola

Personajes

Fanny

Hugo

Esteban

Silvia

Esther

Alfonso

Paula

Beracoghea

Borracho

Camacho

Pocho

Doria

Parroquianos

Reflectorista

La madre

Don Martín

El usurero

El patrón

El llorón

El mendigo

Doña Sara

Celia

Onofre

Voz de adentro

Los comensales

Mucama

Borello

La muchacha

Reyes magos

La vaca

Pastor 1

Pastor 2

Ángel

El cabaret

(Fanny está junto al mostrador mezclando bebidos. Esteban, muy cerca, sobrecogido. La luz es irreal.)

FANNY. — Ven Bechard, demonio del amor malvado. Te conjuro, espíritu seductor, lleno de dolo y falacia, ahíto de soberbia y apetitos maliciosos, enemigo de la virtud, generoso del vicio, ingrato a tu creador. Bechard, te conjuro.

Ven a reñir amantes, a desatar matrimonios, a separar a los bien avenidos y a poner la discordia del falso amor entre ellos. ¡Ven! Ven de las tinieblas infernales donde hay muerte perpetua. Ven y entra aquí, nefasto y verde (enciende una botella de licor con ese tono), aquí corrompido y rojo como tú mismo, feto del fuego (mismo juego en rojo) y aquí: ojo de serpiente, uña de la envidia, moneda (Mismo juego en am arillo); y aquí: invisible, sin color y a muerte como el odio. (Mismo juego en luz blanca.) Ven. Ven Bechard y entra tu negro poder por los miembros de mi cuerpo. ¡ Entra! Que en el pulgar de mi mano izquierda te mando poner tu fuerza; el hambre del amor imundo. Ven. Por Sotter te ordeno me dejes aquí, cados, cados, Acirn Yma Vel Yma Vel, el arte de desatar deseos y todo lo funesto que trae detrás de si la ardiente concupiscencia.

On, Hey, heya, ya et ye. Adonay, Saday, et in nomine Saday qui creavit et per nomen Stella, qual est Venus, conjúrote Bechard. On bey heya ya el ye. Conjúrote.

HUGO. — (Apareciendo del sótano agobiado por el peso de un cajón y semejante al demonio con jurado.) Está tan lleno de arañas, chinches y ratas este maldito sótano y hay tanta porquería y tanta oscuridad allá abajo, que la luz no alumbra.

FANNY. — Noche a noche pisamos las cabezas del infierno, Hugo. (Esteban enciende la luz: cambio a la realidad.) (Hugo intenta besar a Fanny; ella lo aparto.) Estás sucio. Deciles que vengan: ya es la hora. (Hugo inicia el mutis.)

ESTEBAN. — ¿Hoy baila, la señorita Doria?

FANNY. — No creo. Aunque si no baila, no quiere hacer clientes. ¿Quedaron bien, las muchachas?

ESTEBAN. — Les hice un recorte, nomás. (Ella va a servirle.) No, todavía no. Entonces, me dijo que la señorita Doria...

FANNY. — Este anís va por cuenta de la casa; después toma el suyo; cuando quiera.

ESTEBAN. — Es que ahora prefiero no tomar. (Ella ya no le presta atención.) Estoy como si estuviera asustado. (Ha entrado Paula que se arregla el pelo f rente a un espejo.)

FANNY. —. ¡Paula! Déjame verte. (Paula se acerca.) Está bien. Quedó bien ese pelo, Esteban. (A Paula.) Pedí una menta, y acordate que al Pocho Ramírez... (Le habla al oído. Paula se ríe asintiendo, luego ríen las dos destempladamente. Ya han entrado Esther y Silvia.) Silvia: hoy qué elegiste: ¿echarte perfume o gastar jabón?

SiLVIA. — huela. (Ofreciendo. el escote.)

FANNY. — Que huelan ellos.

ESTHER. — Mire cómo me cae esta pollera. ¡Horrible!

FANNY. — ¡ Vamos Esther! Lo que te está cayendo mal es.. . otra cosa. ¿Doria no llegó todavía?

ALFONSO. — (Entrando.) Está todo pronto, pero falta el canasto para el niño.

FANNY. — Alfonso, ponemos cualquier cosa.

ALFONSO. — No puede ser cualquier cosa... señora. Me tenés harto, Fanny.

SILVIA. — Le doy mi costurero, ¿quiere?

PAULA. — ¿Por qué no le prestaste el año pasado tu costurero?

SILVIA. — Porque el año pasado mi Fifo no era Jesusito. Pero esta noche, sí. ¿Lo vio vestido Fanny? Está divino, parece un bebe de verdad.

ALFONSO. — Déjame el canastito al lado de donde puse el muñeco, ¿eh?

S1(LVIA. — Nunca creí que el Fifo quedara tan lindo. (Sale.)

FANNY. — Alfonso, andá a abrir. No. Esperá. (Gol peando las manos.) Hugo. Hugo, son once y cinco. ¿A qué hora se abre, hoy? ¡Hugo!

HUGO. — (Entra arreglándose todavía.) — Está bien, menos gritos.

FANNY. (En voz baja.) — Te queda preciosa, la camisa.

HUGO. — Es de popelina, ¿no?

ALFONSO. (Para interrumpir los secreteos.) — ¿Abro o no abro? (Al f onso va a abrir.)

HUGO. (Íntimo.) — Fanny: me gustó mucho... Flor de camisa.

FANNY. — ¿En serio?

HUGO.— Calculá. Me la puse hoy, para festejar la Nochebuena. Pero quería hablarte...

FANNY.— ¿De qué?

HUGO. — No... ¿no viste cómo tengo los zapatos? Con una camisa así...

FANNY. — ¡Mi querido…!

HUGO. — Sí pudieras arrímarme unos treinta o cuarenta pesos.

FANNY. — Claro que sí.

HUGO. — Dame cincuenta entonces.

FANNY. — De la caja no puedo, mi vida. Está Alfonso.

HUGO. — ¿Qué? ¿Empezó a ponerse celoso tu marido? No me dijiste que...

FANNY . — Hace menos de un mes que entraste, Hugo, si no sabrías que Alfonso controla la caja al centésimo. Y en un día como hoy, más que nunca. Oíme: ¿podés esperar hasta el lunes? Hugo: puedo comprártelos yo misma el lunes. Me dejás Hugo ?

HUGO. — (Que se ha desentendido de Fanny. A Esteb a n.) — Cuente cómo fue la pelea.

ESTEBAN.— (Como si le apretaran un botón.) — ¿La última?

FANNY. — Hugo, por favor...

HUGO. — (Sin prestar atención al ruego de Fanny.) — La ultima no. Cuente la final con el peruano.

ESTEBAN.— (Se baja del banco en el cual estaba sentado y comienza a contar mecánicamente, de memoria; poco a poco representa y vive lo que cuenta.)

— Era ágil el peruano y tenía mucho juego de piernas; pero yo también: mucho juego de piernas. Llegué en forma a la pelea. Liviano. Y sonó el gong. Los primeros rounds busqué la pelea larga. Lo estuve midiendo; trabajo de cintura. Le bailaba alrededor, ¿entiende?

HUGO. — ¿Y en el quinto round?

FANNY. (Rogándole.) —Hugo...

ESTEBAN. — En el quinto round, Arocha me dijo: ahora. Y yo entré al cambio de golpes a media distancia: derecha, izquierda. Fijese bien, ¿eh? No hubo un solo clinch en tres rounds. Los dos fuimos a dar y a recibir. Me acuerdo que coloqué dos izquierdas seguidas y un cross de derecha; paso atrás y otra izquierda al plexo y otra a la mandíbula y un recto de derecha al corazón.

HUGO. (A un parroquiano que acaba de entrar.) Beracochea, venga: acérquese. ¿Lo conoce? Es Costita.

BERACOCHEA. — ¿Qué Costita?

HUGO. — Esteban Costa.

ESTEBAN. — Costita.

HUGO. — Empezá en el quinto round, de nuevo. El no te oyó.

ESTEBAN. — Ameba me dijo: ahora. Entonces… coloqué dos izquierdas seguidas y un cross de derecha; paso atrás y otra izquierda al plexo y otra a la mandíbula y un recto de derecha al corazón. (Se queda en blanco.)

HUGO. — ¿Y el peruano?

ESTEBAN. — ... y un recto de derecha al corazón... y el peruano pegaba también y muy duro, pegaba tanto como yo, o más, pero yo no me daba cuenta. En un descanso, Arocha, en el rincón, me dijo: seguí así. Y yo seguí. En el último round parece que yo tenía el labio cortado hasta acá arriba.

HUGO. — Y te lo querías comer.

ESTEBAN. — ¡ Eso! Me colgaba y yo no sentía nada, salvo una cosa que me colgaba. En serio: mordía algo blando que me entraba en la boca y trataba de cortarlo con los dientes y era mi propio labio.

BERACOCHEA. — No lo conozco pero es lo mismo: salud Costita. (Bebe y se aleja.)

FANNY. — Hugo, te juro que no puedo.

HUGO. — ¿Y lo de la sangre? Terminá.

ESTEBAN. — (Sin levantar la voz sigue dirigiéndose a Beracochea y a Hugo, alternativamente — Gané por puntos. Cuando me levantaron la mano y el público aplaudía, dicen que estaba todo aquí, colorado de la sangre mía y de la sangre del peruano. No me acuerdo casi nada, pero ése fue el mejor momento de mi vida, Mi mejor momento. (Esteban se va apagando y vuelve a su anterior inmovilidad vigilante. Entra Doria desde la calle.)

BORRACHO. — Venga Doria. Usted, mi hijita tiene que ser siempre así. Criatura inocente. Hija dócil. Alma pura y virginal. (Contiene un hipo y la bese en la frente) Vuelvo más tarde y me fijo cómo se esta portando, Dios la haga una santa, mi hija. (Doria sale a vestirse hacia el interior del cabaret)  

ALFONSO. — (Junto al mostrador) — Una menta y dos whiskies

FANNY . — Para Paula.

ALFONSO. — Sí, mesa cuatro.

PAULA. — (En una de las mesas.) — Toca esa mano, Pocho ¿Sentís? Así soy toda.

CAMACHO. — Una seda.

PAULA. —Soy suave y lisa como esa mano en todo el cuerpo.

POCHO. — Difícil

CAMACHO. — ¿ Y a mí no me dejás hacer la prueba?

PAULA. — ¿Quién te conoce?

CAMACHO.— Y a vos quien te...

POCHO. — (Interrumpiéndolo) — Tomá tu trago, Camacho, y cerrá el pico.

PAULA. — (Metiendo la punta de la lengua en lo copita de menta.) —Me gusta sentir el frío del pipper­mint. Al ratito el dulzor te duerme la punta de la lengua y hace cosquillas. (A Pocho.) Probá.

POCHO. — Tranquila.

CAMACHO. — Dejame probar a mí.

POCHO. — Basta, Camacho. Dejanos discutir en paz. Ella está vendiendo lo que tiene y yo estoy viendo si me decido.

CAMACHO. — Pero yo también puedo pagar.

PAULA. - Pagás esta noche. Pero el Pocho viene siempre y sabe darse los gustos. (A Pocho, íntima.) Rosa es nada al lado mío. No sabés lo que soy. Puedo enloquecerte. Pocho. Si me tenés contenta.

POCHO. — Conmigo la plata no es cuestión de cantidad pero en cambio...

PAULA.— (Interrumpiéndolo radiante.) — ¿Sabés por qué puedo enloquecerte viejo? Porque me gustás, me gustás mucho. Hasta me pongo nerviosa cuando estoy contigo. En serio. Te miro y me salta el corazón, papito. Sentí. (Le lleva la mano hasta su pe ch o.) ¿Te quedás a la fiesta de Nochebuena que hacemos hoy después de cerrar? Nos disfrazamos y todo.

POCHO.— (A Camacho.) — Tomá unos pesos y conseguí algo por ahí. Mostrá 20 ó 30 y sos un rey. Andá. Dejanos solos. (Camacho recibe el dinero y obedece.) (Doria reaparece y se acerca a Fanny.)

HUGO.— (Gritando junto al mostrador después de atender algunas mesas.) — Una grappa, un guindado y preparación para dos.

FANNY.— (Mientras le da el pedido.) — Tengo que hablarte, por favor.

HUGO. — Vengo en seguida.

FANNY. — Gracias, mi vida. ¿Venís rápido y hablamos? (Le aprieta un brazo con su mano.)

ALFONSO.— (Que se da cuenta, con cansancio.) —¿Otra vez, Fanny? ¿Hasta cuándo vas a seguir con esto? A veces pienso que tendría que matarte. (Hugo lo mira y se aleja a servir.)

FANNY. — ¿Venís a pedir algo?

ALFONSO. — Sí, Fanny. Una botella de vino y dos copas. ¿Todavía no llegó la cabeza de burro para mí?

FANNY. — No, no llegó, la cabeza de burro. (Alfonso se aleja a servir.)

HUGO. (Acercándose a Esteban que sigue junto al mostrador.) — Si tenés cincuenta pesos te la consigo para mañana.

ESTEBAN.— ¿Qué cosa?

HUGO. — Vamos, Costita, no te hagas el bobo conmigo. ¿Te crees que no se nota? Le hablo a Fanny y mañana el que se lleva a Doria para arriba sos tú. Te la consigo por cincuenta. Palabra. No me digas que una mujer así por esa plata no es tirada; es barata, Costita, creeme. ¿Tenés los cincuenta pesos, ahora?    

ESTEBAN. — (Violento, empujando hacia atrás.) (La música se interrumpe. La luz se hace irreal.) Sos un canalla, una basura, una bosta de bruja, sos. (Quebrándose.) Sos la Última porquería, lo más sucio y asqueroso y canalla. (Terrible encarándose con la concurrencia en general s in que nadie le preste atención) Todos s on podredumbre aquí. Todos. Hambrientos de carroña, perversos bestias, peor que bestias, babosos y ladronas, espíritus inmundos. (Estas imprecaciones no han sido oídas por nadie. Esteban de nuevo en su banco solloza y tiembla apenas. La luz vuelve a ser natural.)

HUGO. — (Repite con los mismos gestos y tono.) —¿Tenes los cincuenta pesos ahora?

ESTEBAN. — (Manso.) — No, Hugo, tengo el peso veinte, que me dio mamá, corno todas las noches, para un anís.

HUGO. — Fanny: no tiene. Fanny, tenés que ayudarme. No era para zapatos lo que te pedí. Debo cincuenta y los tengo que pagar hoy. Tengo que ir de aquí para lo de Acuña. Es el Último plazo. Tú lo conocés al Negro. Perdí esa plata al monte, el lunes pasado y hasta hoy lo vengo engañando Fanny , por favor. Tú lo conocés, (Hecho una piltrafa.) Dámelos, por favor te pido. Ayudame.

FANNY. — Ojalá pudiera mi amor, pero de la caja no puedo. Esta Alfonso. Si falta un peso, por esto sí que me mata en serio. No lo conocés.

HUGO. — Dame una Pulsera, una alhaja cualquiera ¿No tenés un anillo?

FANNY. — ¿Un anillo? El que tenía se lo llevó alguien mejor que tú no hace mucho.

HUGO. — Tenés un anillo.

FANNY. — ¿ Éste? Es mi talismán Hugo: tiene poderes, (Apartándolo del ademán codicioso de Hugo.) Además no te sirve. Es de hierro virgen.

H UGO. — ¿No tenés nada? ¿Y tú? (A Esteban.) ¿Tenés algo? ¿ Un anillo, que me prestes? (Le revisa las manos.) ¿Tenés? Mostrame ¿Tenés?

ESTEBAN — ; Fuera! ¡ Fuera! No quiero que me ensucien las manos. ¡Fuera! ¡Fuera!  

HUGO. — ¿Me echás, Costita? ¿No querés ayudarme? (Lo sacude.) Podría pisarte la cabeza, piojo.

FANNY. (Tranquila.) — Atendé las mesas, Hugo. Pasado mañana tenés esa plata, mi amor. Creeme: es mi gusto dártela, porque te quiero. (Lo toma de la mano.) Salimos mañana y el lunes tenés lo que quieras.

HUGO. — Tiene que ser hoy, Fanny, antes de cerrar. Es mi último plazo. (Se desprende.)

ESTEBAN. (Para sí. Cuando está lejos.) — Escoria, nada más que escoria, eso es lo que sos. No tengo nada yo. A mí no pueden sacarme nada. (Da vuel ta los bolsillos hacia afuera.) (Esteban gira la cabeza y mira hacia donde están Alfonso, Camacho y Doria que se iluminan m á s claramente.)

ALFONSO. — Eso se arregla en la caja. Vengan los dos. (Se acercan al mostrador. A Fann y.) Un amigo del Pocho, mi señora.

CAMACHO. (Sin darle la mano.) Mucho gusto, señora.

ALFONSO. — Quiere salir con Doria. Le dije que hoy no se puede, por la fiesta. La quiere tener reservada para mañana.

CAMACHO. — Arreglo para mañana por lo que sea; pero hoy quiero bailar y divertirme un poco. Es Nochebuena.

ALFONSO. — Doria no quiere ir a la mesa.

DORIA. —Me da asco. Está borracho.

FANNY. — ¿Qué te hace acompañarlo? (Doria se mantiene inmutable.)

ALFONSO. — ¿Para eso te tenemos en casa, muerta de hambre? ¿O te olvidaste de lo que eras hace seis meses? ¿Te olvidaste ya?

FANNY. — Déjala, Alfonso.

CAMACHO. — ¡Al fin y al cabo, puedo irme a otro lado, si acá está lleno de princesas Pompadour!

ALFONSO. — Ella no se niega... pero lo que nunca quiere...

FANNY. — Andá a cambiar el disco del gramófono, Alfonso.

ALFONSO. (A Camacho.) — Va a ver como con la señora se arregla. (Se aleja.)

CAMACHO. — Mejor me voy, total. . .  

FANNY. (Simpática.) — Venga para acá, no sea muchacho.

CAMACHO. — Si es una princesa de Pompadour.. .

FANNY. — No se apure. ¿Verdad que es simpático, Doria?

DORIA. — Está borracho desde que llegó.

FANNY. — Pero es simpático y mañana pueden salir a divertirse. ¿Verdad Doria?

ESTEBAN. (Interponiéndose.) — Deme un anís.

FANINY. — Después, Esteban.

ESTEBAN. — No, ahora.

FANNY. — ¿Trajiste la plata?

ESTEBAN. (Saca del envoltorio de su pañuelo.) —-Aquí tiene el peso veinte. (Fanny le sirve y él se queda interpuesto en el grupo, mirando a los tres alternativamente y mostrando en la cara lo que está sintiendo.)

FANNY. — Doria es muy cariñosa y es más delicada que las demás, más ingenua, más inocente.

ESTEBAN. — Es cierto.

FANNY. — Es por eso que no le gusta hacer copas. Es bailarina artística. ¿No ve el cuerpo que tiene? Fíjese bien. Es un cuerpo, ¿no?

CAMACHO. — Me gusta sí, pero si todas son tan difíciles, vuelvo a la fiesta en casa y me quedo con mi novia.

FANNY. —Pero si Doria no es nada difícil, al revés. Está llena de ternura. Es un bichito de dócil, una gatita mimosa. Pero hay que saberla llevar. Y a usted —se nota enseguida— le sobra habilidad para una muchacha así. Dígale alguna cosa. Diga...

CAMACHO. — ¿Quiere... quiere bailar conmigo y festejar?

DORIA. — Bailar me gusta.

CAMACHO. — Entonces bailamos.

ESTEBAN. —No bailes, Doria.

FANNY. — Espere. No arreglamos lo más importante.

CAMACHO. — ¿Qué cosa?

FANNY. — ¿No quería reservarla para mañana, para salir juntos o para estar la noche en el reservado de arriba?

ESTEBAN. — Deme otro anís.

FANNY. — No tenés plata, Esteban.

ESTERAN. — Tengo, sí. Otro anís. Otro anís.

FANNY. — No. Te dan lo justo todas las noches. Quédate tranquilo. (A Camacho.) Pregúntele usted si quiere.

CAMACHO. (A Doria.) — ¿Salimos, mañana?

FANNY. — Claro que sale. Decíselo.

DORIA. — Salgo, sí. (Baja los ojos.)

ESTEBAN. (Quebrado.) — Otro anís.

CAMACHO. — Bueno, formidable. (Amaga llevarla a la pist a .)

FANNY. — Oiga: lo de bailar hoy va de regalo, pero la salida de mañana hay que pagarla por adelantado.

CAMACHO. — Y la pago...

FANNY. — ¡Alfonso! (Éste se acerca.) Alfonso: ¿toda la noche de mañana, son cincuenta?

C AMACHO. — Pago treinta, mas no.

ALFONSO. — Dejásela en cuarenta.

FANNY. — Necesita zapatos, la chiquilina. Hay que vestirla, para que usted pueda desvestirla. Son cincuenta. Vamos, que tiene de sobra, usted.

CAMACHO. — Está bien. (Le va a pagar a Fanny.) Tome.

FAINNY. — Páguele a él. Yo soy mujer como Doria y tengo mis debilidades. Como ella con usted.

CAMACHO. — ¿Bailarnos?

DORIA. — Si usted lo desea. (El grupo se dispersa y deja a Esteban desguarecido. Doria se vuelve hacia Fanny.) Si mañana tengo que ir hoy hago mi baile.

FANNY. — Acordate lo que fue el viernes pasado.

DO RIA. — Pero ahora ensaye mas.

FANNY. — Vas a terminar corriendo a los clientes.

DORIA. — Dejame, Fanny.

FANNY. — Está bien, bailá, pero primero entretené un poco a ese muchacho. Ponete alegre.

DORIA. — Y me prenden el reflector y Alfonso me anuncia.

FANNY. — Sí.

DORIA.— ¿Y después...?

FANNY. — ¿Qué más?

DORIA. — ¿Y después ustedes, Hugo y tú, aplauden cuando yo salga? ¿Si?

FANNY. — Andá y hacé que se divierta.

DORIA. — ¿Pero me aplauden?

FANNY. — Trabajá bien, primero. Mostrate alegre.

DORIA. —Sos buena, Fanny. (La besa y va hacia Camacho. Bailan.)

HUGO. — Estás sufriendo, Esteban.

ESTEBAN. — Sí, sí, claro que estoy sufriendo. No me gusta nada esto. Aunque ella esté pensando en otra cosa, no me gusta. Por eso, para ayudarla, yo también pienso en otras cosas: en la granja grande, donde crían patos y se les da de comer volcando una bolsa grande; y pienso en el jarrón pintado de verde que había en casa; y pienso en el ruido que hace la navaja sobre el asentador.

HUGO. — Sin embargo, tendrías una manera de conseguirla para siempre. ¿ No te gustaría?

ESTEBAN. — ¿Irnos? ¿Los dos?

HUGO. — Clara. Si ella quisiera. . . Ella hace siempre lo que quiere.

ESTEBAN — Es cierto. (Las parejas dejan de bailar.)

HUGO. — Pero tú no le hablaste nunca...

ESTEBAN. — No. Yo no hice nada nunca. La miro, nomás, a veces. Y pienso cosas. Pero como esas.

HUGO. — Ella ni te ve.

ESTEBAN. — Claro que me ve.

HUGO. — Si le hicieras un regalo, a lo mejor. Y si yo te ayudara. . . Con algo bueno estoy seguro que la convencemos y se va contigo.

ESTEBAN. — ¿ Conmigo? ¿Adónde?   ¿Y qué regalo le hago?

HUGO. — Tendría que ser algo realmente bueno, algo de valor.

ESTEBAN. — No, eso no. A ella eso no le importa.

HUGO. — Mirá que sí.

ESTEBAN. (Violento) — No le importa, te dije. Estoy seguro.

HUGO. — Mirá que sé lo que te digo, campeón. No te enojes. Si no es cuestión de plata. Pero tendrías que hacerle un regalo, algo especial. Un regalo que tuviera fuerza.

II

ESTEBAN. - Fuerza.

HUGO. — Claro. Alguna cosa con un poder especial, con una fuerza capaz de favorecerte. Pensá bien, campeón. Tú sos inteligente. ¿Viste el talismán de Fanny?

ESTEBAN. — ¿El anillo?

HUGO. — Es nada más que un clavo de herradura, pero está hecho de hierro virgen y recibió palabras.

ESTEBAN. — Pero si yo no tengo nada que sea así. No sé de eso.

HUGO. — Se podría hablar con Fanny.

ESTEBAN. — No. Prefiero que no. Con ella no.

HUGO. — ¿Por qué?

ESTEBAN. — No quiero. Si es con Fanny, no. Nunca. No quiero.

HUGO — Como te parezca. Pero es una lástima grande, campeón. Pudiendo.. - (Pausita.)

ESTEBAN. — ¿ Y a mi, me prestaría el anillo, Fanny?

HUGO.—Pensaba algo mejor. Pero si no queres. .

ESTEBAN. — Es que no sé.

HUGO. — Cuando Doria se ponga el anillo activo la tenés para siempre. Es infalible el poder. ¿Querés que convenza a Fanny para que lo prepare?

ESTEBAN. — No se, yo.

HUGO. — Con el anillo en la palma de la mano izquierda, Fanny le habla y le da fuerza. Y cuando lo sopla, ya está. Lo hizo muchas veces y no falla. Después lo ponerlos en una cajita y lo colgamos en el árbol dé la fiesta, como regalo de Nochebuena, para Doria.

ESTEBAN. — Y no falla...

HUGO. — Nunca. Sabés bien que Fanny no falla. Traeme el anillo.

ESTEBAN. — ¿Cuál?

HUGO. — El anillo de oro. Tu mamá tiene uno, ¿verdad?

ESTEBAN. — Tiene, sí. O tenía, no sé.

HUGO. — Traelo.

ESTEBAN. — Pero es de ella y no sé si lo tiene.

HUGO. — ¿Querés o no querés que Doria se enamore?  

ESTEBAN. — Pero es lo del anillo, ¿cómo hago? Es difícil.

HUGO. —Ni sé para qué me ocupo de tus líos. Tengo que ser estúpido para perder el tiempo contigo. Mirá viejo: si podés conseguir un anillo o algo de oro, me llamás, y si no chau Costita y que la disfrute el Pocho o el amigo del Pocho. ¿A mi qué? ¿A quién le importa esa chiquilina? Que se saque el gusto cualquiera. Que la revuelquen. Ni siquiera tú querés hacer algo para salvarla. (Se apagan las luces y un rayo estrecho cae en la pista.)

ESTEBAN. — Ni siquiera yo quiero hacer algo para salvarla.

ALFONSO. (Entrando a la luz.) — Señoras y señores: tengo el gusto de presentarles un número artístico extraordinario: Doria, nuestra bailarina internacional, en uno de sus celebrados bailes de sajón. (Aparece Doria vestida de marinero. Procura ser encantadora y profesional pero saluda sin gracia y con cierta timidez. Suenan desolados unos pocos aplausos, comienza la música y ella baila desmañadamente mezclando sin ton ni son figuras de baile americano moderno con pasos de ballet. El espectáculo se hace de más en más grotesco. Entra Camacho a la pista y aunque ella trata de esquivarlo, él la sigue y le hace pareja, aumentando el absurdo. A lo largo del número se oyen progresivamente, imitaciones de gritos de animales, hechas por los parroquianos: ladran, aúllan., rebuznan y rien. Todo termina en una gran batahola hasta que el ridículo y desamparo de Doria son totales. Al terminar el escándalo Esteban aplaude en primer plano. Hay una breve oscuridad. Se enciende la luz irreal. Esteban está ahora solo; el cabaret ha quedado desierto.)

ESTEBAN. (Deja de aplaudir y parece buscar.) —Yo hago por salvarla, Hugo, Hugo, Hugo, Hugo, ya pensé. Te lo traigo. Algo de oro, te traigo Hugo. (Avanza trabándose entre las sillas y se detiene a mitad de camino.) Un anillo; el de mamá. Debe tener un anillo. Lo que quieras, Hugo. Te traigo un anillo de oro. Sí, sí, sí, te lo traigo. Ahora, en seguida. No te vayas, Hugo. Yo vuelvo y te lo traigo esta misma noche. No te vayas, Doria. Es maravillosa, Hugo. Es un ángel. No te vayas, Doria. Yo vuelvo. No te vayas.

La casa de Esteban

(Es una habitación triste. Llena de soledad y vejez.)

MADRE. — ¿Sos tú, Esteban?

ESTEBAN. — Buenas noches, mamá. (La besa.)

MADRE. — Gracias... Feliz Navidad, querido.

ESTEBAN. (Deteniendo lo que iba a decir; hablando como p a ra sí mismo.) — Sí, feliz Navidad, mamá.

MADRE. (Se pone de pie y comienza a servir la mesa mientras habla.) —Hoy, antes de cenar, iba a darle un poco de pan dulce a Manta, que me ayuda tanto, pero después pensé que no. Mejor empezarlo ahora. Mirá esto, nueces y avellanas lustrosas, ¡ y de un tamaño! (Pausita.) Hacía mucho que no teníamos pasas de higo como éstas. Mirá qué maravilla. Desde la mañana la casa parece otra y es por el perfume de la fruta seca. Parece antes, cuando vivía tu padre. ¿Cenaste? ¿Querés comer alguna cosa caliente? ¿Un poco de caldo?

ESTEBAN. (Mientras come.) — No, por favor. Quiero volver enseguida; por Doria. Fanny —yo te hablé de Fanny— Fanny es rara, mamá, se habla con los espíritus me parece y los llama; dice palabras y después les manda que entren en un dedo; en este. Y en este otro tiene un anillo con poderes, activo. Eso: activo. Pero yo, no es con Fanny, es con Hugo. Y fue él que me dijo además. Yo no. Ni lo pensé. Fue él que me dijo: campeón esta noche o nunca. Yo había contado la pelea. Me gusta contarla. Fue Hugo también que me dijo que la contara y después me hizo empezar de nuevo, porque llamó a otro para que también supiera. Un cliente nuevo. Cuando le conté el décimo round (Se para y lo gesticula.) que Arocha me dijo: seguí así. Cuando le conté que yo...

MADRE. (Interrumpiendo calmosamente.) — ¿Qué te hicieron, Esteban? (Pausita.) (Él vuelve a comer.) Siempre te aflojás el nudo de la corbata, para comer y hoy no. (Él lo hace.) Contame, ¿qué te hicieron?

ESTEBAN. — Yo no fui. Fue Hugo que me dijo. Él sabe. Me dijo: Campeón: traé el anillo, que Fanny lo pone en la palma de la mano, lo sopla y eso no falla. Y no falla, mamá. No falla. No falla. Se pone activo, y no falla.

MADRE. — Claro, pero con tanta charla, ni probaste las pasas de higo.

ESTEBAN. — Tienen olor rico. Tú dijiste. Y son ricas. (Pausita, él come.)

MADRE. — ¿Para quién es el anillo? ¿Para Doria?

ESTEBAN. — Claro.

MADRE. — Pero tú tenés que dárselo a Hugo y él, después, se encarga...

ESTEBAN. — Fanny, se encarga. Hugo se lo da a Fanny y le pide por mí y después...

MADRE. — ¿Se lo diste, ya?

ESTEBAN. — No, por eso estoy apurado. Vine a buscarlo, tiene que ser hoy mismo, mamá, antes de la fiesta. Tiene que ser antes. Entonces ella se pone el anillo, y se da cuenta de todo y me besa y entonces yo le digo todo lo que fui pensando en tanto tiempo.

MADRE. (Estallando). — ¡No habrá nada que considere esa bruja! Ya fui a hablarle una vez. Fui a pedirle. ¿Te acordás que fui? Tendría que morirse toda esa roña de gente.

ESTEBAN. — Pero mamá, ¿qué pasa?

MADRE. — No vas más a ese lugar. ¿Entendiste, bien? No volvés a poner los pies en esa mugre de lugar. Nunca.

ESTEBAN. — ¿Hoy tampoco?

MADRE. — ¡Nunca! Te dije que no volvés. No podés ni pasar por la esquina. En tu vida volvés a acercarte a lo de Fanny. (Tierna.) Entendiste bien, ¿verdad? No podés ir más.

ESTEBAN. (Convencido, obediente, repitiendo para no olvidarlo.) Ni siquiera hoy puedo ir... (De pron to.) ¡Mamá! Dejame por favor (Llora contra ella.) ¡Mamá!..

MADRE. (Mientras lo deja llorar y le acaricia la cabeza.) — Cuando eras chico, muy chico, salías con tu padre, los dos solos. Él sentía orgullo de que pudieran salir así. Y eso que tú tenias dos o tres años nomás. Era una salida de hombres solos y te trataba como a un compinche. Y tú te sentías un hombre grande.

ESTEBAN. — Dejame ir, mamá. Hoy solo. Después nunca más. ¡La quiero tanto! ¡Hoy solo, mamá!

MADRE.— ¿No querés que te cuente lo del zoológico? ¿Cuando tú te sacaste un zapato y sin que tu padre te viera, lo pusiste a navegar en el lago y el zapato se hundió y te quedaste con un pie descalzo? Tu padre no se enojó, ni Le dijo nada, te levantó en los brazos; pero tu que tenias tres años no quisiste. Por ser un hombre fuerte volviste caminando sin zapato. Y cuando llegaron a casa, tu pie sangraba de pisar las piedritas del camino y como no habías dicho nada, ni te habías quejado, tu padre fue a lo de Amado y te compró un juguete a cuerda.

ESTEBAN. — El camión de bomberos. Fue el último regalo que me hizo.

MADRE.— (Sobre el llanto.) — ¡Hijito. . chiquito, chiquito mío!

ESTEBAN.— Yo recuerdo el día de carnaval conti­go y con un traje de arlequín amarillo y negro y que había un palo enjabonado en el tablado de la esquina. ¿Qué fue que hice? Contante. (Pausita.)

MADRE. (Transición.) — Esteban: La querés mucho, ¿verdad?

ESTEBAN. — Sí, mucho. Doria. . - (Se queda en el arre.) La quiero tanto que me duele aquí al mirarla.   La miro y es tan triste, que tiene que ser buena; y por eso quisiera estar viéndola siempre.

MADRE. (Para aliviar su emoción.) — Comé alguna cosa más; tenés que alimentarte bien. (Le arregla el cuello y la corbata.)

ESTEBAN. — ¿Es imposible, mamá? ¿No se puede?

MADRE. (Para sí misma.) — Después de haber sido lo que fuiste.. - ¡hace tanto que no tenés nada!  

ESTEBAN. — No tengo nada, yo.

MADRE. —Pobrecito. Y seguís trabajando y sos bueno; y sos mí hijito. ¿Y eso no vale nada?

ESTEBAN. — ¿No vale nada, mamá?

MADRE. — Tiene que valer, Esteban. Y si no, ¿para que soy tu madre? (Comienza a buscar, encuentra un monedero, lo vacía sobre la mesa.) Vas a ir y vas a llevar un anillo. Si lo que querés es eso, lo vamos a conseguir aunque sea para nada, para darte el gusto. Lo vamos a conseguir, hijito.

ESTEBAN. — ¿Podés?

MADRE. — Aquí hay.. - (Apartando monedas y bi­lletes.) casi dieciséis pesos. No alcanza. Quince ochenta, tenemos.

ESTEBAN. — No alcanza.

MADRE. — Pero no importa. Traé la navaja que te regaló Humberto, y además vamos a ir a buscar la bandeja de plata que se llevó Celia. Borello estará en la joyería; fue amigo de tu padre. No puede negarse a venderme un anillo porque esté cerrado.

ESTEBAN. — De oro.., grande.

MADRE. — De oro, sí. Traé tu navaja. Y pasamos por lo de Celia. Yo llevo las sábanas bordadas. Están sin usar. Apurate, Esteban. Vamos.

ESTEBAN. — Sos buena, mamá. (La besa.)

MADRE. — Apurate. Ésta va a ser una Nochebuena feliz para nosotros. Va a ser como otra final de campeonatos. Y ya es algo que tengas una pelea (Más bajo.) aunque esté perdida. (Sale.)

ESTEBAN. — Traigo la navaja, yo. (Sale.)

La casa de Celia

(Solo se encienden las lucecitas del árbol de Navidad. Cuando don Martín comienza a dejar los regalos del árbol, la escena se aclara. Don Martín se ha improvisado un disfraz de Santa Claus: unas barbas, un gorro, una esclavina roja. El niño está junto a él. Sara, Celia y Onofre completan el cuadro convencional de una familia sin problemas. Atrás, Esteban, inmóvil con una gran Venus de alabastro en los brazos.)

DON MARTIN. — Y cuando llegó la mañana todas las estrellas madrugaron menos una. Y todas fueron a lavarse la cara con rocío y apagaron sus farolitos azules. Pero el lucero tardó más en descolgar la luz; estaba el cielo claro y todavía podía verse su puerta iluminada; pobrecita la estrella, de tanto andar esa noche al trote por el desierto quedó para siempre dormilona. Se levanta tarde todavía el lucerito.

NIÑO. — ¿Y los regalos, tata?

DON MARTÍN. — ¿Los regalos? Colgados del árbol de Belén, bien cerquita. Fueron todos; hasta el burrito estaba curioso; fueron todos y. .. (Triunfal) encuentran una caja que dice: para Julito, por portarse bien. (Le da una caja.)

NIÑO. (Abriéndola.) — ¡Es un carro de asalto precioso! Tu, La, ta, tu, ta. (Todos aplauden y festejan, bravos, etc.)

CELIA. — Ahora cuidado Julito; no empieces a tirarlo de la silla como al submarino Peral, y (descubriendo la presencia de Esteban.) ¡ Esteban! (Sorpresa de todos y desagrado.) ¿Qué pasa allá? ¿Mamá...?

ESTEBAN. — Mamá está en la puerta, no quiso entrar por no encontrarse con ellos. (Por don Martín y Sara.)

CELIA. — Y tu, ¿qué querés? ¿Tenias que venir hoy, a esta hora?

ESTEBAN. — Necesito la fuente de plata.

CELIA. — ¿Qué fuente?

SARA. — Debe ser la bandeja redonda que está en casa.

ESTEBAN. — Es de mamá y la quiere.

CELIA. — ¿Ahora, se le ocurre? Siempre tiene que ocurrírsele algo cuando están mis suegros.

ESTEBAN. — Tengo mi navaja, también. (La abre.) CELIA. (Asustada protege a su hijo.) — ¿Qué querés con eso? ¿Qué pretendés ahora? No vaya don Martín, es loco, es capaz de todo y está borracho, estoy segura. No se le acerquen. (A doña Sara.) ¡Justo hoy que podíamos ser felices!

DON MARTIN. — ¿A qué viniste? ¿Se puede saber a qué viniste? Te mandó tu madre.

ESTEBAN. — Yo dije ya. Vine a buscar la fuente de plata, para empeñarla. Y también llevo esto, y mamá lleva las sábanas. Y después.., vamos a comprar un anillo de oro. Después.

DON MARTIN. — ¿No será para seguir tomando? ¿O por el gusto de venir a meternos un bochinche?

NIÑO.— (Apuntando a Esteban con su carro de asalto.)

—Ta, La, La, La, La, ta, ta.

ESTEBAN. (Al niño.) — Me mataste, Julito. (Transición.) Necesito un anillo de oro, para Doria. Ella está allá, en el cabaret de Fanny; está, pero no cobra ni nada; baila. Así que no es por la plata, es por el anillo.

CELIA. — No oigas, Julito.

ESTEBAN. — No cobra, en serio. Ella va cuando tiene que ir, así con un cliente, porque Fanny le dice, para ganarse la plata ella, Fanny, pero nada más; y ahora con un anillo me la puedo llevar porque dice Hugo que me ayuda. Y entonces vamos para casa esta misma noche con ella: con Doria, quiero decir.

ONOFRE.— (Cordial.) — Vení, Esteban. (Lo aparta, pasándole un brazo sobre los hombros.)

CELIA. — Qué vergüenza, doña Sara, que mi hermano lleve esta vida.

SARA. — ¡Porquería de gente!

ONOFRE. — Son dos pesos, guardalos. Aunque no te alcance pueden ayudar. Y ahora andate. Esteban. Dejá. No te despidas. Andate.

ESTEBAN. — La fuente, decía yo.

ONOFRE. — Andate, Esteban, haceme el favor. No nos estropées más la noche. Andate.  

La casa de compra venta  

(En escena Esteban, la Madre y el Usurero, un hombre común con un gorrito de papel y un poco achispado por la bebida. La luz es irreal.)

USURERO. — Estamos para ayudarnos los unos a los otros con lo poco que tenemos, estimada señora y estimado señor. Por lo menos yo pienso así y cada vez que oigo sonar esa campana me digo: aquí llega un amigo que necesita algo de mí y que seguramente me trae algo que yo necesito; y acierto casi siempre, porque soy comerciante y el comercio es la reciprocidad en acción: me das y tengo, te doy y tienes; el comercio es la modalidad real y material del amaos los unos a los otros ¿y qué somos en el mundo, amigos, sino un puñado de menesterosos de amor? Una multitud en viaje y angustiada que no atina a escucharse ni a comprenderse y que por falta de amor carece de pan y que por falta de pan ve secarse la miel de su alma. Adelante, señores. Por favor. Adelante. Ésta es la casa de ustedes, sin día y sin hora para nadie, como debieran ser los templos. Adelante. (Avanza Esteban con la Venus y la Madre con las sábanas.)

ESTEBAN. — Ésta es una Venus de alabastro, antigua; regalo de casamiento. Y ésta es una navaja toledana sin usar.

USURERO. — Algo muy apremiante debe preocuparlos, para venir ahora a media noche, en plena fiesta.

ESTEBAN. — Necesito un anillo para Doria; porque yo la quiero a ella; y entonces hoy en la fiesta que se hace después..

MADRE. (Interrumpiéndolo.) — Por esas dos cosas y estas sábanas, ¿cuánto?

U SURERO. (Por un movimiento reflejo aprecia las sábanas pero reacciona.) ¡Ah, un anillo! ¿Cómo no ver con simpatía a quien vende sus mejores cosas para comprar un anillo de compromiso? Me alegro que haya venido, amigo...

ESTEBAN. — Esteban Costa.

USURERO. — Amigo Esteban. (Le da la mano.) Puede decirse que aquí comienza el sacramento de su matrimonio, hermano, ¿Esta misma noche se comprometen?

ESTEBAN. — Esta noche necesito el anillo, aunque no es para...

MADRE. —No queremos perder tiempo. ¿Cuánto puede darnos por estas cosas?

USURERO. (La mira un instante.) -— Habría que tasarlas. Así a primera vista.

VOZ DE ADENTRO. — ¿Amadeo no venís? La comida se enfría.

USURERO. — Voy, mi querida, voy.

VOZ DE ADENTRO. —-La nena se está durmiendo... ¡Tardás tanto!

MADRE. —Puede ser ahora, ¿o no? ¿Cuánto? 

ESTEBAN. — Es un amigo, mamá.

MADRE. — Estamos apurados. ¿Puede ser en seguida? ¿Cuánto?

USURERO. — Si es tan urgente. (Se sonríe y vuelve a detenerse.) Mi padre, que fundó esta casa, decía que el tiempo es oro, pero que el apuro vale mas. Y es muy cierto, en esta casa por lo menos.

MADRE. — Dénos la plata de una vez. Lo que sea.

USURERO. — Tengo que tasar, señora Yo pago lo que cada cosa vale. En esta materia no se puede improvisar. Traigo mis lentes, mi ropa de trabajo, mis herramientas y hacemos la tasación. Acomoden las cosas para que la luz las ilumine. (Sale aunque continúa hablando sin parar.) Es cuestión de un minuto y ya cuentan ustedes con mi dinero; tantos pesos exactamente, como valen esas cosas. El buen comercio debe enriquecer a las dos partes. Tuvieron suerte al encontrarme aquí, una noche como ésta y con tanto apuro. No siempre se encuentra un buen profesional cuando hay que hacer.. . una operación de urgencia. (La luz se hace real, El usurero reaparece sacudido por una risa de ave de rapiña. Los lentes, el guardapolvo negro y su nueva actitud lo han convertido en un cuervo. Trae su caja de instrumentos que contiene: una lupa, un martillito, punzón y una lima con los cuales golpeará la Venus y la rayará; observará la trama de las sábanas: tratará de morder el acero de la navaja. Aparte enojado.) ¡Refugo del diablo! Nada de esto vale nada, y ustedes lo saben. La Venus es yeso. Las sábanas madrás y la navaja se mella con la uña señora! Un lote de desperdicios. ¡Una estafa!

MADRE. — ¿Cuánto da por todo? Rápido.

ESTEBAN. — Pero no es verdad. Miró mal la navaja. Se está equivocando, yo sé.

USURERO. — Todo esto hiede a falso, y ustedes también; siento que me infectan la casa con semejantes imitaciones porque quieren mi dinero. ¡ Sí… lo quieren! Traen apariencias de cosas y no cosas. Y saben que todo es falso y con dos caras, y tratan de engañarme. Pero yo no compro ilusiones para vivir contento, señor. Yo compro objetos, realidades, valores de ley. ¡Nada de esto es lo que parece! ¡Nunca nada es lo que parece, desgracia mía! (Transición.) Sí pago ocho pesos, es demasiado. Pago contante y estoy recibiendo papel pintado, lustre, apresto, ilusión.

MADRE.— (Débil.) — Deme diez.

USURERO.— (Tremendo.) — Ni muerto, señora. Ocho pesos ya es mucho, se lo juro por mis hijos. Estas son inmundicias de las que apestan. ¡Por Dios, que sí! Cosas tan falsas que marean. Les pido un favor: saquen eso de mi casa; que no lo vea mas. Sáquenlo, o voy a pensar, definitivamente, que son dos abusadores, dos tramposos de mala fe.

MADRE.— (Quebrándose.) — Deme diez, por favor. Se lo pido como un favor.

ESTEBAN. —A mí, devuélvame la navaja.

MADRE. — Callate, Esteban.

ESTEBAN. — Me la devuelve. No es verdad lo que dijo. La navaja es buena.

MADRE. — Necesitás esa plata y ni así alcanza. Callaté.

ESTEBAN. — Pero, mamá, está mal lo que hace.

MADRE. — Callate, te lo pido. Diez.., como un favor.

ESTEBAN. (Bajito.) — No lo dejes, mamá. Está estafando a mi navaja.

USURERO. — Tenga. A veces soy demasiado humano. Tome diez pesos, señora. Y si quiere llevarse la Venus y devolvérsela al que se la regaló, puede hacerlo. Ahora se lo digo con la mano sobre el corazón. Lo único que no es de yeso, son los brazos.

MADRE. — Llevala. Esteban. Es un recuerdo.

ESTEBAN.— ¿Y la navaja, no la llevo...? ¿Por qué dijo él que. .? (Salen.)

USURERO. — Feliz Nochebuena, señora, y muchas felicidades para los novios.

La casa del patrón

(Cuatro parejas en torno al mantel redondo. Están sentados muy juntos y del principio al fin comen rápida y glotonamente.)

SRA. RODRÍGUEZ. — ¿Me pasa el pan?

SRA. RICCO. — Alcánceme la ensalada.

SRA DEL PATRÓN. — ¿Quiere más?

SRA. RODRÍGUEZ. — Un poco.

SRA. DEL PATRÓN — ¡ Y vino!

SRA. RODRÍGUEZ. — También, si hace el favor.

SRA. RICCO. — La sal, me permite.

SRA. CARBAJAL. — Probá, querido.

CÁRBAJAL. — Ya probé.

SRA. CARBAJAL. — Probá otro poco.

SRA. RODRÍGUEZ. — A mí sírvame dos... quiero decir: unos cuantos.

SRA. RODRÍGUEZ. — ¡Qué cosa rica, Dios mio! (Se oye una detonación. Todos quedan en suspenso.)

PATRÓN. (Entrando.) — Champán francés. Cuesta un disparate, pero no es nada. Tomen bastante. (Da la botella.) En los primeros tragos ni se aprecia eh gusto. Hay que sentirlo bajando. Sírvale más, sírvale sin miedo. Deme esa botella, hombre.

RODRÍGUEZ. — Gracias, muchas gracias.

SRA. DEL PATRÓN. — Le doy un poco de pechuga.

RICCO. — Pechuga y relleno.

SRA. RODRÍGUEZ. — Corte de ahí.

SRA. RICCO. — Es tierna, ¿eh?

SRA. CARBAJAL. — Una manteca.

RODRÍGUEZ. — Da gusto.

SRA. RODRÍGUEZ. — ¡ Mm! ¡Y qué aroma!

CAR]3AJAL. — Y el doradito...

RODRÍGUEZ. — Está llamando a comer.

RICCO. — Métale diente, Luisa.

SRA. CARBAJAL. — Gracias, muchas gracias.

RODRIGUEZ. — ¿Me pasa la salsa?

SRA. DEL PATRÓN. — ¿No se sirve pan?

PATRÓN. — Mire qué jugo.

RODRIGUEZ. — Jugoso, cómo no; jugosísimo.

CARBAJAL.— A punto, querrá decir.

SRA. RICCO. — Crudón, más bien.

PATRON. — No discutan; coman.

RODRÍGUEZ. — Gracias, muchas gracias.

PATRÓN. — Y lo hizo Rosa, ¿eh?

SRA. RODRÍGUEZ. — ¡No! No le creo. ¿Esta obra de arte?

SRA. RICCO. — ¡Y fíjate qué vista!

SRA. CARBAJAL. — ¡Ni parece hecho en casa!

RICCO. — Al final no hay como la comida casera, ¿verdad?

PATRÓN. — Y es como tiene que ser.

RODRÍGUEZ. — Para algo se casa uno.

PATRÓN. — ¿No es lo que yo digo, Rosa? La familia es la familia.

SRA. RICCO. — ¡Qué hombre de buenos sentimientos!

SRA. RODRÍGUEZ. — Páseme la ensalada.

SRA. CARBAJAL. — ¿Le echo aceite?

RODRÍGUEZ. — El pan, por favor.

RICCO. —Y para mí, más vino.

PATRÓN. — No haga cumplidos, Carbajal, dele.

CARBAJAL. — ¡ Es tan sabroso!

SRA. RICCO. — Y liviano. No hace nada.

CARBAJAL. — Deme más, entonces.

SRA. CARBAJAL. — Yo te corto, querido.

SRA. RICCO. —Ponga aquí los huesos, Rodríguez.

R1CCO. — Vaya poniendo, en este plato.

SRA. RODRÍGUEZ. — No pierdas tiempo, tú.

RODRÍGUEZ. — Si yo no hablo.

SRA. DEL PATRÓN. — A ver esa copa, vamos.

SRA. CARBAJAL. — ¿Y tú, no te servís? Dale.

CARBAJAL. — No puedo más, me parece.

SRA. RODRÍGUEZ. — ¡ Qué ridículo!

CARBAJAL. — Bueno, un dedo.

SRA. RICCO. — Así me gusta.

SRA. DEL PATRÓN. — Tome pata.

SRA. RICCO. — Me encanta la pata.

RODRÍGUEZ. — Agarre con la mano, señora; estamos en familia.

SRA. CARBAJAL. — ¡Siempre te atorás! Comé más despacio.

CARBAJAL. — Dejame tranquilo a mí.

RICCO. — Y póngale verde. Bastante verde.

PATRÓN. — No se pierdan con tanta ensalada, muchachos. Aplíquense al pavo. El relleno solo vale una fortuna. Castañas italianas, pasas de Corinto, piñones de Mont Vernu, jerés español. En serio: este pavo es un viaje a Europa. Coman, muchachos. Dale más, Rosa, y servime a mí con bastante relleno, dales aunque digan que no. Y usted. Rodríguez, mueva ese vino. Sírvale a todos. No hay una gota que no sea francés. Palabra. Será un robo lo que están cobrando por cualquier cosa, pero .qué importa si éste es el único gusto que me doy? Es mi gusto. Mi única diversión. Estar en familia y festejar con los amigos de cada día, con mis empleados.

CARBAJAL. — ¡Salud, don Edmundo!

PATRÓN. —Aunque esta cena salga mil pesos, ¿qué? Si mi gusto en una noche así es darles, taparlos, darles hasta que no puedan más. En una noche como ésta, también una familia se reunió a festejar con alegría el nacimiento de un niño. Por eso no dejé que nadie trajera nada. Hoy, el que da, soy yo. A todos y lo que quieran. Es una vez que festejo y quiero que coman hasta reventar. Para ser feliz yo. Es el día de la familia, y la familia es el orden, los hijos robustos que se crían bien y un padre y una madre que saben cuidarlos y alimentarlos. Coman, muchachos, y díganme si esto no es vida. Es lo más grande, muchachos, tomar bien y comer. Hay que comer, gente joven, hay que comer.

MUCAMA. — Señor, llegaron dos personas.

PATRÓN. — No hay nadie más invitado.

MUCAMA. — Dicen que quieren verlo.

PATRÓN. — ¿Ahora? Pero Maruja, ¿no sabe que esta fiesta para mí es sagrada? Es el único rito...

ESTEBAN. (Adelantándose, seguido de su madre y portador de la Venus.) — Soy yo, señor Palomeque.

PATRÓN. — ¿Qué le pasa, Nicolás?

ESTEBAN. — Esteban, señor Palomeque. Me llamo Esteban Costa. Soy el peluquero de...

PATRÓN. — No me explique Esteban; me acuerdo perfectamente. Usted nos vino en la compra Razeti junto con el mobiliario viejo del Café Ripoll. Nos hicimos cargo del peluquero y de un saldo a pagar. ¿No es así, Julio? ¿Quiere tomar una copa o sentarse con nosotros y comer? Venga, señora.

ESTEBAN. — Venía a pedirle cincuenta pesos.

PATRÓN. — No hable de plata. Acérquense. Hay cosas increíbles de ricas.

ESTEBAN. — No, gracias.

PATRÓN. — En serio, siéntense.

ESTEBAN. — No, no. Venía a pedirle eso, nomás, porque mamá dice que se necesita, para completar; para el anillo; para Doria.

PATRÓN. — ¡Pero amigo! Acépteme.

ESTEBAN. (A Carbajal). — Usted debe conocerla a Doria. Doria, la bailarina internacional, la única que hace bailes de salón en el cabaret de Fanny. (A Ricco.) A usted creo que también lo vi la semana pasada. Sí.   Bailó con Paula. Usted. Yo voy todas las noches, y siempre hay clientes importantes que quieren una mujer mejor que la que tienen en su casa. Pero yo, no. Yo la quiero a ella sola en casa, donde está mamá. (La señora de Ricco llora.)

PATRÓN. (Lastimero y sin saber a qué atinar.) —Estamos comiendo. ¿Por qué viene y dice...? ¿Qué pretende, Esteban?

ESTEBAN. — Ya le expliqué, señor. Y a ellos. Venía a pedirle...

PATRÓN. (A la mucama, sin mucha energía.) —Maruja, sáquelos de aquí; hágame el favor. Que se vayan. Está insultando a mis amigos. ¿Ni festejar una noche, puedo? (Se derrumba mientras la mucama saca al asombrado Esteban y a su madre.) ¿Ni siquiera un día sagrado como hoy tengo derecho?

CARBAJAL. — Vamos, don Edmundo, no es para ponerse así. Siga comiendo. Tome. (Gesto negativo del Patrón que se va llorando.) Es demasiado sensible.

SRA. CARBAJAL. — Fue verla llorando y no pudo contenerse. Se ahogaba con su propio llanto.

RICCO. — ¿Te das cuenta querida? Tenés que reaccionar. Por semejante pavada..

SRA. RICCO. — ¡Cómo pudiste ir a un lugar así! Perdonen. Fue la primera impresión. Ya estoy bien.

CARBAJAL. — Es que el patrón es así. Ve a alguien que le pasa algo y...

SRA. RICCO. — Es demasiado comprensivo.

RICCO. — Un corazón de oro.

CARBAJAL. — Un padre para cualquiera.

RICCO. — Cómo no, un padre.

SRA. RODRIGUEZ. — Me pasa el pan.

SRA. RICCO. — Alcánceme la ensalada.

CARBAJAL. — ¿Quiere más?

RODRÍGUEZ. — Un poco.

SRA. DEL PATRÓN.— ¿Y vino?

RODRÍGUEZ. — También, si hace el favor.

RICCO. — La sal, me permite.

SRA. CARBAJAL. — Probá querido.

CAÁRBAJAL. — Ya probé.

SRA. CARBAJAL. — Probá de nuevo.

(Se apaga la casa del Patrón y se enciende la calle.)

BORRACHO. — (Canta y se le oye desde antes de aparecer.)

 

Nadie llora ni demora

cuando es hora de comer

nadie grita ni se irrita

si lo invitan a beber.

 

(Entra feliz.) A comer a comer

a comer y a gozar

el placer de beber

de beber sin cesar.

 

(Se detiene y comenta para sí mismo.) ¡ Lindo genio! Le hago la venia para que no esté tan solo parado en la esquina y se enoja. (Encarándose con nadie.) ¿Te enojás? Perfectamente. Te dejo solo, parado en la esquina, de uniforme, y sin que nadie sea tu amigo. (Para sí.) Como si fuera lindo andar solo un día como hoy. (Se va cantando, pero ahora está triste.)

 

Nadie pena ni blasfema

si es que cena en Nochebuena

Nadie pena ni blasfema

si es que cena en Nochebuena.

La calle frente a la joyería Borello

(La vidriera se la joyería y dos puertas; en una de ellas está parado un portero de cochería fúnebre junto al atril del álbum mortuorio.)

MADRE. (Entrando junto con Esteban). — Es aquí, me parece.

PORTERO. —Es aquí, sí. ¿Desea firmar, eh señor?

ESTEBAN. — Vámonos mama.

MADRE. (Al portero.) —No, gracias. (A Esteban.) Es la otra puerta.

ESTEBAN. — Hay un velorio, estoy seguro. Está el llorón.

MADRE. — Es más allá, Esteban.

PORTERO. — La casa del duelo es ésta. Familia Rosales.

ESTEBAN. —Mejor buscamos en otro lado.

MADRE. — ¡Te parece que podemos encontrar otro amigo de tu padre con joyería, a esta hora! (Golpea un par de veces.)

ESTEBAN. — No nos van a abrir. No hay nadie. Vámonos, no hay nadie mama.

MADRE. — Tiene que haber.

ESTEBAN. (Bajito.) — Sería mejor irnos. (Pausita. Se queda mirando al portero. Cambio de luz que se hace irreal.)

PORTERO. — Pasen señores. Pasen a sentir las grandes emociones. Un espectáculo nunca visto y sin repetición. Don Juan Rosales, muerto por primera y única vez después de cincuenta años. Pasen a ver muerte boca arriba y metida en un cajón. Firmen y pasen, señores. La entrada es libre y hace bien asomarse a ese aljibe a ver si se ve el fondo. Otros están probando. Pasen, señores. La canaleta del frío con visiones del cuerpo que parece dormir y sin embargo se pudre adentro. Los grandes panoramas del fin del mundo. Pasen señores. Pasen y esperen con nosotros el primer gusano. No se lo pierdan. La nada cuesta nada. Vayan pasando caballeros. Un viaje al miedo y vuelta a la felicidad, usted también señor. (A Esteban.) Entre a pensarse guardado en el estuche y será menos desgraciado. Podrá sentir con gusto su propio cuerpo caliente y funcionando. Entre, señor. La entrada es gratuita y la salida un placer. Mirar el finado consuela de malos negocios, alivia el dolor de muelas, suaviza los líos de familia y cura los males de amor. Adelante, caballero. Recuerde que, mientras pueda. un velorio puede ser el momento más feliz de su vida. ¿Firma de acuerdo el señor?

ESTEBAN. —Vámonos. mamá. (La luz se hace real.) BORELLO. (Apareciendo.) — ¿Qué pasa que golpean tanto?

MADRE. — ¿Está el señor Borello?

BORELLO. — Soy yo.

MADRE. — Don Eugenio Borello.

BORELLO. — Mi padre no está en casa.

MADRE. — ¿Y su mamá tampoco? Soy la señora de Costa.

BORELLO. — No hay nadie. Salieron a festejar la Nochebuena en otro lado, por este asunto. (Señala la otra puerta.)

MADRE. — Su padre fue muy amigo de Costa, mi marido.

BORELLO. —No hay nadie, señora.

MADRE. — Y usted no podría, digo, tratándose de un amigo de su padre, ¿no podría venderme un anillo en seguida?

BORELLO. — ¿Venderle un anillo? ¡Ahora! ¡Pero señora!

MADRE. — Es un caso especial: ¡con Costa fueron un amigos de jóvenes! (Borello amaga irse.) Por favor, se lo pido; yo me doy cuenta, pero siendo un favor...

BORELLO. — Usted misma sabe que es imposible. Buenas noches.

MADRE. — No puede ser tan malo. Hace horas que luchamos por conseguirlo. Su padre entendería.

BORELLO. —. Señora: hay razones de... de ética. Justamente razones de decoro y de corrección que me impiden entrar al negocio de mi padre como un ladrón y además, está la santidad de este día; es decir: de esta noche.

MADRE. — ¿Qué puede impedirle hacernos un favor en Nochebuena?

BORELLO. —La... la marcha decente de las cosas, señora. Usted me está pidiendo una extravagancia, una inconveniencia. Se ve que no me conoce. Empezar yo la Navidad vendiendo anillos. ¡Yo! Las cosas deben ser como son, señora. La joyería tiene sus horas y yo tengo mis principios. No insista, por favor. En cuestiones de moral soy inflexible, absoluto, totalitario. Sé que por detalles así, estrafalarios, se afloja la dignidad y el hombre se entierra en sus propias vergüenzas hasta emporcarse por debilidad o por vicio.

ESMERALDA. (Asomándose a la puerta semidesnuda.) — Jorge, ¿me vas a tener toda la noche esperando? Te dije que no abrieras, eh.

BORELLO. — Entrá en seguida. Entrá.

ESMERALDA. — Una vez que salen tus padres y tenemos la casa para nosotros te ponés a conversar en la puerta. ¿Hasta cuándo?

BORELLO. — Buenas noches, señora. (Se va pero vuelve, quebrado, lastimero.) Usted comprende que no puedo ponerme a vender anillos. Mis padres vuelven temprano y tengo que aprovechar el tiempo. (Transición.) Y al fin y al cabo, ¿por qué le estoy explicando, yo? ¿A usted, qué le importa? Déjenme tranquilo, a mí. Meteretes del diablo, los dos. ¿Qué... qué tienen que venir a mi casa de madrugada? (Entra y da un portazo. Esteban y la Madre quedan desconcertados.)

 

La calle desierta  

(Amanece sobre un cielo sucio. Las casas y la luz son de ceniza y están los últimos rescoldos de una fogata que litera encendida en plena calle por los chiquilines. De una larga cuerda, con la cabeza tor­cida de los ahorcados, pende la negra piltrafa de un judas a medio quemar. El viento lo hamaca sua­vemente y le mueve los girones hasta parecer que le da vida. Hay un mendigo junto a la fogata. Este­ban y su madre se han sentado en el cordón de la vereda. Descalzos, acurrucados, inmóviles, son muy po quita cosa. Parecen nada bajo el gran péndulo del judas. La luz es irreal.)

ESTEBAN. — La fogata apagada y este judas y el perro que dobló la esquina buscando sobras en la madrugada y el tranvía que pasó muy lejos..., todas las cosas son un eco triste, algo que dice más de lo que es, o que simplemente es de otra manera. La noche entera podría ser un plato de comida fría. No puedo entender, mamá. Me pasa eso; no puedo. Debo ser yo, que estoy mal, mi cabeza. Pero todo, la gente y todas las cosas, parecen de verdad y son de yeso. El mundo es yeso puro y uno termina por tener miedo de moverse para no romperlo y ver la verdad. Cada paso suena a hueco. Sí, sí, hueco. La costra del mundo amenaza romperse a cada paso. Y así vamos. Caminamos en puntas de pie y temblando porque pisamos las cabezas del infierno, y a veces un pie se nos hunde en una y cuesta sacarlo para seguir. Tengo miedo, mamá, tengo miedo. Quisiera cerrar los ojos y recostarme en tu hombro y saber que ella está cerca y sin tristeza; mirándome, tranquila, siendo algo de nosotros y al mismo tiempo un ángel. (Cambio de luz a la realidad.)

MADRE. (Incorporándose.) — No te duermas, Esteban.

ESTEBAN. — No dormía, mama.

MADRE. — ¡ Te quedaste tan callado! 

ESTEBAN. — Trataba de pensar.

MADRE. — Esteban, querido. Tenés que hacerme caso. No pienses en nada más. Le das esta plata a Hugo y le decís que él compre el anillo y que si no alcanza, mañana le llevás lo que te diga. Pero que te ayude.

ESTEBAN. — Sí, mamá.

MADRE. — Vas a ver que así se arregla todo. ¿No te gusta que Hugo te ayude?

ESTEBAN. — Sí, mamá. (La madre lo besa, triste y tierna.)

MADRE. — Bueno, entonces no estés así. Y en marcha. Yo para casa y usted, hijito, a su fiesta, que va a ser muy linda.

ESTEBAN. — Sí, mamá.

MADRE.— Todo va a salir bien. Sí yo estoy segura.

ESTEBAN. — Sí, mamá. (La Madre lo besa y sale.)

MENDIGO. (Luego de algunos vanos intentos por meter sus manos en el f uego, consigue sacar un banco pequeño, aunque se quema un dedo. Mostrando el banco después de chuparse el dedo lastimado.)

— Un poco chamuscado, pero está como nuevo. (Lo limpio con la manga.) Era lo único que me hacía falta: un banquito. (Se sienta en su nueva adquisición y abre un sucio envoltorio del cual levan ta con las manos, pero con cierta pulcritud, algunas sobras que come con fruición.) Cuando vea una fogata, aunque le parezca que todo arde porque hay muchas llamas, no se preocupe. Casi siempre puede sacarse del fuego algún pedazo de madera buena, que no quiso quemarse como las demás. Aunque claro, en el fondo, es cuestión de tener suerte. (Esteban lo mira y sale empuñando su dinero.)

El cabaret  

(Final d e la noche. Durante una pausa inicial el cabaret se mueve al ritmo de un valsecito cansado mientras la luz creciente del amanecer que entra por un costado va despellejando las cosas hasta mostrar su realidad truncada, los brochazos de pintura, el cartón de adorno, las caras burdamente maquilladas. Las serpentinas hacen colchón en el suelo y la única pareja que dormita dando vueltas en la pisto, se va enredando en esas cintas de colores. Hay una silla voleada y un mantel con una gran mancha de vino. A excepción de la pequeña música: silencio.)

ESTHER. (Gritando de pronto, destempladamente.) —Corran el toldo del tragaluz. ¡Entra una claridad espantosa!

ALFONSO. (Roncamente.) — Ya es hora de cerrar; son las cinco pasadas.

UN BORRACHO. (A Silvia.) — Así le dijo: usted entra nomás, amigo Sosa, y agarra la yegua, le dijo. Para eso es mío el animal y para eso usted es mi amigo. Usted entra y la agarra y se la lleva y si la yegua no está, si la yegua no está tampoco importa. Usted se la lleva lo mismo. Eso es un amigo, ¿verdad?

(En otro extremo.)

CAMACHO. — ¿Qué preferís? ¿Que venga temprano o que venga tarde, mañana? ¿O preferís que no venga?

DORIA. — Usted baila bien.

CAMACHO. — ¿Te gusta bailar conmigo?

DORIA. — Me gusta el baile. Mamá fue bailarina y actuó en el Colón de Buenos Aires.

CAMACHO. — En el Colón hacen ópera, nomás.

DORIA. — Y bueno. Habrá sido en una ópera, que intervino. Yo quiero ser bailarina, como ella. Me gustaría aprender clásico, con profesor.

CAMACHO. — Pero eso que hacés es casi como clásico.

DORIA. — No, ¡qué va a ser! Bailo de idea, nomás.

CAMACHO. — ¿Vengo temprano, entonces?

DORIA. — Pero no haga como hoy. Así mi número no luce nada. ¿Se porta bien, mañana?

ALFONSO. (Después de golpear las manos en el medio de la pista.) — Señores: son más de las cinco. La casa tiene que cerrar. Si me hacen el favor... (Las muchachas acompañan a los clientes.)

PAULA. (A Alfonso.) — ¿El Pocho puede quedarse?

ALFONSO. — Sobran dos trajes todavía.

PAULA. — Gracias, Alfonso.

BORRACHO. — Después de hoy no te voy a olvidar nunca, Silvia. Sos un olvido que está en el recuerdo, para siempre. (La besa en la frente.) Dios la haga una santa, mí hijita.  

(Salen los últimos clientes. Alfonso cierra la puerta con estruendo y se produce un cambio de clima. Distensión general. Todos están cansados, con calor o hambrientos. Alguien se saca el saco, ellas los zapatos, etcétera.)

SILVIA. (A Doria, dulcemente.) — Sacá de una vez el disco, Doria. Me revuelve las tripas, el valsecito ese.

ESTHER. (A Fanny.) — ¿Cuánto marcan mis adiciones?

FANNY. (Fijándose.) — Pasaste los ciento veinte.

ESTHER. — ¡Qué lindo! Quería comprarme un bolso que vi ayer, en el centro.

PAULA. — ¿Y de qué se viste, Pocho?

ALFONSO. — Hay un pastor y un ángel.

PAULA. — ¡Divino! ¿Qué te gusta más?

POCHO. — De pastor, para cuidarte.

(Fanny, Hago y Alfonso comienzan a movilizarse en la preparación del salón; poco a poco intervienen todos. Empiezan a aparecer los disfrazados. Se podrá mechar aquí y allá alguna frasecita referente a los trabajos o los trajes, de acuerdo a lo que sean. Fanny reparte l as máscaras.)

ESTHER. (Aparece con la cara lavada contrastando violentamente con su apariencia anterior. Viene mal cubierta con uno toalla de baño y se sienta en una de las mesas.) Estaba deshecha pero con la ducha quedé nueva.

FANNY. (Con ironía.) — Andá a vestirte, nena. Podés resfriarte, tan ventilada.

HUGO. — ¡Fanny! Me parece que tengo arreglado el asunto.

FANNY. — ¿ Qué asunto?

HUGO. — Lo que te hablé de... de los zapatos.

FANNY. — Andá a vestirte Esther. (Ésta obedece.)

HUGO. — Mandé a Esteban a conseguir un anillo.

FANNY. —Mejor dejalo tranquilo al pobre.

HUGO. — Es un negocio, sí me ayudás.

FANNY. — ¡Lindo negocio!

HUGO. — Trae el anillo para embrujarlo y conseguir a Doria. (Se ríe.)

FANNY. — Pero estás loco.

HUGO. — Es un negocio como cualquier otro. No quiere pagarle; está enamorado con mandolina. Muy bien. No paga. Va gratis. Pero sucede que ella se enamora de golpe y por otro lado el novio le regala un anillo. ¿Es una estafa eso? Ayúdame, Fanny. Me trae mal el Negro; no creas que son pavadas. El lío puede terminar a tajos; en serio. Total: el chiquito tiene lo que quiere y yo también. ¿Qué mal puede haber?

FANNY. — Sos el diablo de tan inteligente, Hugo, y ¡sos tan lindo!

HUGO. — Me ayudás...

FANNY. — ¿Sabés por qué no me gustaba que lo hicieras? Por la ilusión. Da gusto ver a Esteban sentado por aquí, toda la noche muriéndose de amor. La mira con ilusión, como con ganas de morirse. Te juro, en el fondo soy romántica y me gustaría que hubiera alguien que me mirara así y me viera transformada, alguien enamorado de ojito, suspirando por mí, haciéndole versos al color de mis ojos y que no quisiera tocarme ni una mano.

HUGO. (Meloso.) — ¿Y yo, viejita?

FANNY. (Cariñosa.) — Salí de acá, bandido... Sos una bestia, tú, no tenés ni esto de ilusión. (Transición.) ¡ Pero sos lindo! (Lo besa.) Avísame si trae el anillo. Ahora me voy a vestir. Va a ser preciosa la fiesta, de este año. En el Moulin Rouge hicieron un traje de vaca maravilloso.

HUGO. — ¿Y Doria, querrá?

FANNY. — ¡Por favor! ¿No la conocés? Pone carita de santa y se divierte más que ninguna.

PAULA. (Vestida de ángel, su cara sin pintura tiene el color blanco amarillento de una raíz recién des enterrada.) (A Doria.) Prendeme estos ganchos. (Doria lo hace.)

ALFONSO. — Hay que apurarse un poco, muchachas. Avisaron que nos están esperando.

PAULA. — ¡Me encantan las alitas!

ALFONSO. — Y tú, Doria, ¿no decís nada?

DORIA. — Quisiera vestirme de cualquier cosa menos de ángel.

PAULA. — Es lindo.

DORIA. — Pero yo estoy harta. Harta de las mangas con puño y el cuellito acá y bajar los ojos. Estoy harta de ser buena.

PAULA. — Si yo tuviera tu edad estaría en eso.

ALFONSO. — De veras. Quejate. Ganás más que ninguna y te gastás la mitad yendo de ingenua.

DORIA. — Pero estoy harta. (Furiosa.) Quiero hacer lo quiero.

ALFONSO. — No podés con el cuerpo, Doria. Preguntale a ésta cuánto hace que no ve un cincuenta todo junto.

DORIA. (Replegándose.) — Por lo menos es como es y hace lo que quiere. Yo soy joven.

ESTHER. (Apareciendo vestida de ángel.) ¿Todavía no corrieron el toldo?

ALFONSO. — ¿Y Fanny? ¿No está pronta?

ESTHER. — ¿Lo cierro?

ALFONSO. — Dejá voy yo. Paula, llamá a Fanny y los demás que traigan las máscaras. (A Doria.) Tu prepará el disco para la entrada.

DORIA. (Resentida.) — Claro, yo me encargo del disco.

ALFONSO. — No quiere ser el ángel de la vítrola ni por un rato. Quiere ser Doria. (Sale.)

SILVIA. — Buena porquería Doria. Creeme, vale más que disimules.

PAULA. (A SiLvia.) — Yo hice merengues y de allá mandaron un postre así grande y una caja de empanadas.

SILVIA. — Hace años que no estoy en una fiesta. Quiero decir para divertirme.

VOZ DE ALFONSO. — Vamos saliendo. Hacemos el cortejo en la puerta hasta el Moulin Rouge y después entramos como el año pasado.

(Salen todos y queda Doria junto al gramófono. Hay una corta pausa y entra Esteban, que trae el dinero en la mano.)

ESTEBAN. (Extendiendo el brazo de los billetes y buscando.). ¡Hugo! ¡Hugo! ¡Hugo! (De pronto la ve y esconde la mano. Se queda contemplándola. La luz se hace irreal. Habla como en un sueño.) Nunca hablé yo; tampoco digo nada ahora. Yo nunca dije nada, Doria; y eso que sé cosas y siempre pienso cosas pero no podría. Te miro. (Ella se mantiene inmóvil.) Descansa mirarte. (Esteban gira a su alrededor.) Tú estás y el lugar donde estás, se serena y me protege. Tú estás y el aire donde estás, parece estar soñando contigo, haciéndote de sueño. Por eso no digo nada, porque no puedo llegar hasta tu sitio; no puedo, sin quebrar ese sueño que te rodea como un gran árbol. Y es un silencio distinto a todos. (Como gritando de lejos.) ¡ Doria!

DORIA. — ¿Qué? (La luz se hace real.)

ESTEBAN. —Doria... (Se queda en blanco.) Doria... (Atropelladamente.) Fue en Marsella que pelee con el mudo, con Marcel Bechard. Fue mi última pelea. El ganador peleaba por el campeonato del mundo. A Nueva York, iba. Pero al tercer round, ni sé por qué, Bechard, que era zurdo, me entró con una izquierda; aquí me dio y me contaron nueve. Pero volví. Como el negro era senegalés y bien negro, como el negro no oía el gong porque era sordomudo, le levantaban toallas en los rincones. Arocha también movía la toalla para que al sonar la campana dejara de pelear, el negro. En el tercero me entró aquí con el zurdazo y cuando me levanté ya no veía. En serio, Doria. Y fue por eso. No lo distinguí bien en el resto de la pelea. Lo perdí en el tercer round, porque se me fue de la vista y así, a tientas me sostuve hasta el final. Me volteó seis veces antes del final, pero no pudo sacarme. En serio. (En plena actuación mímica.) Salgo de las cuerdas como a oscuras por el cross de izquierda y siento los golpes en la cara, dos, tres, cuatro y tiro las manos para alejarlo al tanteo. Trato de pegar y mis guantes casi no lo tocan, llegan nada mas que a rozar un cuerpo que se escapa y se me hunden en el aire. Pero oigo la respiración alrededor de mí y lo busco, pero él golpea desde todas partes; otra y otra y otra. Arocha lloraba en el rincón. Y otra y otra. (Cada vez más lastimero.) Me da fuerte y pega y se disuelve en la sombra y vuelve a pegar. (Cada vez más agitado.) Lo siento bramar a veces y me quema el fuego que echa por las narices. Lo siento jadear en las tinieblas, enloquecido, furioso, mordiendo espuma, como recién salido del infierno y me ahoga el olor que echa, como a cuero quemado. Me baila alrededor, Bechard, él anda en las sombras y yo estoy a oscuras, sin ver, sin poder verlo. Es un demonio. (Cae de rodillas.)

PAULA. (Desde la entrada.) Doria. Dale. Ya llegan.

(Doria pone el disco y desaparece con Paula. El cortejo que se acerca canta y baila “la Canción del Nacimiento”: Hugo viene disfrazado de San José; Fanny de Virgen Maria, portadora del costurero con el muñeco; Alfonso es el burro y hoy también una vaca, ángeles, pastores y tres reyes magos. Todos cubren sus rostros con máscaras grotescas.)

LA CANCION DEL NACIMIENTO

Cada vez que nace un niño

bailan todos en Belén

Bailó el pastor y la oveja

bailó el burro y sus orejas

y hasta la vaca más vieja

bailó también en Belén.

Quiquiriquí

el gallo al fin

quiquiriquí

cantó que sí

Quiquiriquí

que estoy aquí

Quiquiriquí

que ya nací

Quiquiriquí

que ya me espera

quiquiriquí

la vida entera

Qué harán de mi

Qué harán de mí

Qué harán de mí

hasta que muera

Cada vez que nació un niño

Se alegró el mundo feliz

Cantó el señor y el abuelo

  Cantó la estrella en el cielo

Y los bichos contra el suelo

también cantaron así.

(Repite el estribillo.)

 

(Cuando termina el canto y el baile, todo el cortejo de enmascarados aplaude, se ríe y festeja con alegría casi infantil.)

ESTHER. — ¡ San José! ¡Está muy buen mozo, usted!

HUGO. — Y usted también, ángel; parece de verdad.

(Pausita.)

REY MAGO 1. — Dígame, burro, ¿su cabeza es la misma que usó el año pasado?

ALFONSO. — ¡Qué esperanza! No me la pongo más aquélla. Ésta es nueva. ¿No ve que tengo el doble de orejas? Fíjese; son una especialidad. Toque. Toque sin miedo. (Pausita.)

FANNY. — ¡Miren a Esteban! Se quedó sin vestir. ¡Ah no!

PAULA. — Así no vale, Esteban.

ESTHER. — ¡Esteban!

ALFONSO. — Venga, hombre, venga que sobra un ángel. Venga conmigo y se lo pongo. (Lo lleva adentro. Pausita.)

VACA. — Estoy deseando ver lo del árbol. Fanny, Fanny, Fanny. ¡María!

FANNY. — ¡Ah! Menos mal. Si no me decís María, no te conozco. No te digo nada, pero hay cosas preciosas en el árbol. Pero son sorpresas.

VAGA. — Soy una vaca tan curiosa.

ALFONSO. (Volviendo con Esteban, que está arreglando su vestidura de ángel.) — Lo que no tenemos es otra cara de ángel. Falta una máscara.

PAULA. — No importa, él queda bien así. (Esteban es el único que queda sin máscara.)

ESTEBAN. (Confundiendo a Paula con Doria.) —Gracias, Doria. ¡ Doria! Le dije gracias. (Paula se ríe.)

DORIA. (Desde muy cerca, susurrando.) — De nada Esteban.

ESTEBAN. (Sigue dirigiéndose a Paula.) — Me gustó que dijera eso, señorita.

DORIA. (Es ella quien habla, pero Paula hace exageradamente los gestos que corresponden a sus palabras.) — ¡Ah! no señor Esteban, tiene que tratarme de ángel, es el juego.

ESTEBAN. — ¿ Yo? Si yo, cuando pienso… cualquier día, es decir, siempre que pienso, pienso que usted es un ángel.

DORIA. (Mismo juego. Paula se vuelve de espaldas a Esteban.) — Si no me dice ángel, me enojo y no lo miro más.

ESTEBAN. (Rogándole a Paula.) — Por favor, ángel, por favor, dese vuelta, ángel.

DORIA. — ¿Le gusta mirarme? (Paula se da vuelta.) 

ESTEBAN. —Me gusta, sí, ¿por qué lo dice? Yo la miro siempre ...

DORIA. — Entonces me saco él antifaz y me ve mejor. Míreme. (Paula se lo quita y ríe a carcajadas. Esteban retrocede desconcertado y so n riente. Entonces Paula lo compadece y trata de disculparse con un gesto. La luz cambia y se hace irreal. Los disfrazados se inmovilizan.)

HUGO. (A Esteban.) — Nunca se sabe lo que hay debajo de una máscara. No se sabe si se ven caras o si se ven corazones. Ni se sabe cuándo se está viendo el dibujo falso de una careta pintada y cuándo no. Nunca se sabe, Esteban. Yo, adentro de mi figura amable puedo ser todo lo malo que quiera y puedo estar tramando una traición, arreglando robos, imaginando la manera de desplumar a los que se creen mejores, a los que se pasan empollando un amorcito tierno como un huevo crudo. Esas gallinas cluecas son las que más me gusta desplumar.

FANNY. — Y yo, bajo esta cara santa, converso, con el diablo sin abrir la boca, y cuando lo llamo sé que al verme con esta apariencia se alegra y se apura por servirme mejor. Por eso lo llamo, Esteban. Ven Bechard. Ven maldito mío. Hijito, chiquito mío. Ven y entra en mi carne, envenena el aliento de mis palabras. Ven, alma mía a separar amantes. Ven a matar cariños y a limpiarte los pies sobre tanta ternura asquerosa. Ven. Te conjuro.

ESTEBAN. — ¡Hugo! (La luz vuelve a la realidad, el grit o d e Esteban normaliza el movimiento de todos.)

FANNY. (Contrastando con su tono anterior. Íntima, maternal.) — Pero Esteban querido, hay que llamarlo San José.

ESTEBAN. — Hugo, te traje ...

HUGO. — ¿Conseguiste el anillo?

ESTEBAN. — No. Pero te traje la plata.

HUGO. — ¿Cuánto?

ESTEBAN. — Más de treinta pesos.

HUGO. — Es poco.

ESTEBAN. — ¿Es muy poco?

HUGO. — Traé. (Lo agarra.) Andá tranquilo. Yo arreglo con Fanny. Aunque siendo nada más que treinta …

ESTEBAN. — Mañana consigo más.

HUGO. — No sé si Fanny querrá. A lo mejor se enoja y te manda al diablo. Ni sé, si yo quiero ayudarte. Por esta miseria…

ESTEBAN. — Pero mañana…

HUGO. — Es hoy la cosa. ¡Es hoy! (La luz se hace irreal.)

TODOS.—¡¡Es hoy!!

(Hugo se dirige a Fanny y se ve a los d os en el silencio gesticular más iluminados que el resto de la escena. El silencio es total, pero los movimientos siguen. De pronto cuando Hugo empieza a hablar los dos se quedan inmóviles y el cabaret entero se detiene, cada uno atrapado en su gesto al caer la primera palabra. Esteban que es el único animado se acerca a Fanny y a Hugo y vigila a distancia prudencial).

HUGO. — Es traicionero, Fanny; lo hizo adrede. Mira lo que trajo: ¡treinta pesos y moneditas! Para hundirme. Para que me mate Acuña de un puntazo. Pero me la paga ésta y en qué forma me la paga.

FANNY. — Puedo ponerle perfume del mío en la copa y hacer que lo odie durante cinco años.

HUGO. — No. Tiene que ser hoy y además sé perfectamente cómo va a ser. Bajo al sótano y traigo una araña, la más grande que encuentre y en vez de anillo colgamos en el árbol ese regalito: un estuche con una araña viva adentro, para Doria. Cuando la abra, le va a correr la araña por todo el brazo y va a chillar como loca.

ALFONSO. (Golpeando las manos.) — ¡Bueno! Vamos a descolgar los regalos del árbol así después se come. (Exclamaciones.) Prendan. (Al lado de la puerta los luces cambian, se ven las lucecitas de colores o su reflejo.) ¡ A ver los reyes! Pónganse en las posiciones, así nos vemos todos.

PAULA. ¡Que vengan los reyes!

SILVIA — ¡Me encantan los regalos!

(Los tres Reyes Magos comienzan a cruzar llevando las cajas a sus destinatarios. En segundo plano, los agraciados dicen alguna palabra y los demás se ad­miran y felicitan. “Es un sueno , un trajecito para mi Marilú”, “Justo el tono que me gusta”, “Gracias querido”, “Te mereces mucho más, querida”. El ritmo es muy rápido y toda la ceremonia parece hacerse tras un cristal o realizarse como en un sueño. Los tres reyes cruzan sin cesar. Solo Esteban queda aparte de este juego y en medio de él. Sin que se interrumpan las exclamaciones, dirá en primer plano, angustiosamente, casi rezando:)

ESTEBAN. — Debieras venir. Si podés oírme, debieras venir pronto. Te pido que llegues en seguida. No pueden hacerle eso. Mamá, tengo miedo. Es una araña venenosa. Debieras venir, mamá.

HUGO. — Cuidado, rey mago. Atención, muchachos, es un regalo especial, para Doria. Atención todos. Es un estuche uno. Miren.

(Esteban gira y queda pendiente. El Rey entrega el estuche a Dori a , ella lo abre y deja escapar una exclamación ahogada. Cierra él estuche, se saca la máscara. Duda un instante, luego cruza el salón hacia Esteban. Hasta nueva acotación todos se aquietan. Las palabras vuelven a sucederse vertiginosamente, susurradas, irreales.)

DORIA. Gracias, mi vida. (Lo besa.) Es un anillo de oro, como el que yo quería. Gracias. (Se pone la máscara y se pierde en el grupo.)

ESTEBAN. — ¿Por qué hizo esto?

FANNY. — Porque te quiere. Se está muriendo de amor y tú sin saber nada.

ESTEBAN. — Yo no traje ningún anillo, quise regalarle uno, pero no pude.

ALFONSO. — A veces basta con querer algo, para que suceda.

ESTEBAN.— Pero no había un anillo.

VACA. — Había sí. Lo vimos todos.

PAULA. — Un cintillo de oro.

SILVIA. — Con un solitario.

ESTEBAN. — No es cierto. Yo no traje nada.

ESTHER. — Entonces, ¿no te gusta creer en los milagros?

ESTEBAN. — Doria... (La busca entre las máscaras.)

PAULA. — El amor hace milagros, Esteban.

VACA. — ¡Y Doria es tan buena!

HUGO. — Claro. ¿Qué importa lo demás? ¿le importa que esté en el juego si está diciendo que sí?

ESTEBAN. — ¿En qué juego?

FANNY. — Lo que importa es que te haya besado.

ESTHER. — Y que te quiera.

SILVIA. — Y te quiere, Esteban.

ESTEBAN. (Demasiado fuerte.) — ¡Doria! (Se rompe el clima y en la pausa siguiente a esta palabra se rehace la realidad.) Te quiero, Doria...

SLVIA. — ¿Qué dijo?

VACA. — Dijo que la quiere. (Riéndose.)

HUGO. (Riéndose.) — Cállense. Seguí. Esteban.

PAULA. (Sincera.) — ¡ Pobre!  

ESTEBAN. — Ahora que vamos a casarnos puedo hablarte, ángel mío.

ALFONSO. — El ángel sos tú. (Risas ahogadas.)

ESTEBAN. — No importa lo que digan, Doria. Nada importa, ahora. Nada. Estos trapes no existen, ni son nadie; ni siquiera pueden oír lo que te digo, m pueden mirarte Doria porque no saben ver. (Se hinca ante Esther.) Amor, tengo que ser fuerte ahora. Poderoso como un rey y más fuerte que todos para tener el mundo y dártelo, pero al mismo tiempo quisiera estar abandonado y muy triste, quisiera estar como me siento siempre, para sentir mejor el amparo que me estás dando. No hay nadie que me quiera y te necesito, Doria. Estoy solo sufro. (Besa la mano de Esther.) le necesito y te quiero. Quiero casarme contigo. (Esther retrocede y se saca la máscara.)

ALFONSO. — Otra vez se equivocó de puerta compañero. (Risas.)

ESTEBAN. — Doria... (Corre hacia Paula y le saca la máscara. A su turno, Hugo hará lo mismo con   Silvia.)

HUGO. — ¡Epa gallinita ciega! (Risas a cada error Esteban.) ¡ Epa! ¡Epa! ¡Epa!

ESTEBAN. (Gritando y moviéndose de un lado a otro.) — ¡Doria! Amor mío. Estoy solo, Doria, y nadie me quiere Doria, mi amor. Estoy solo.

PASTOR. — Pero Esteban. Hay que ser más fuerte.

ESTEBAN. — Yo trato de ser fuerte, papá.

PASTOR. —Mi muchacho tiene que ser un hombre. Tiene que ser sufrido y duro.

ESTEBAN. — A mí no me voltean, papá. Yo sé, aguanto y vuelvo a la pelea. (Quebrándose.) Pero la quiero de un modo... ¡Perdoname! - - - (Dándose vuelta.) Doria... Doria… Mi amor...

MADRE. (Que ha entrado sin ser vista. Con voz seren a y llena de autoridad y nobleza.) — Basta Esteban, vení acá.

ESTEBAN. (Débil mientras se acerca.) — No, mamá, por favor. No puedo...

MADRE. — Vamos para casa.

ESTEBAN. (Débil.) — No quiero, mamá, por favor.

MADRE. — Nos vamos, sí. Tú también. (Dori a apa rece de entre el grupo y se le acerca.) Nos vamos a casa, los tres.

FANNY. (Muy débil.) — Pero señora...! Se equivoca.

MADRE. — ¿Usted cree? ¿Usted cree que me equivoco? Vamos, Esteban. Vamos, Doria. (Salen Doria y Esteban y tras los dos ángeles, la madre. Estalla una risa en el cabaret. Alguien ladra, otro aúlla. Más allá rebuznan. La luz va bajando sobre el griterío y las carcajadas del infierno.)

 

TELÓN

 

Nazaret, enero 1960.

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