Escribo sobre Maneco Flores y Mario Arregui

por Carlos Maggi

Con Juan Ramón Jiménez a comienzo de los cincuenta, María Zulema Silva Vila, Manuel Claps, Carlos Maggi, María Inés Silva Vila,

Juan Ramón, Idea Vilarino , Emir Rodríguez Monegal y Angel Rama (parados)

Amanda Berenguer, Zenobia Camprubí , Ida Vítale, Angelita García Lago (sentadas), José Pedro Díaz y Manuel Flores Mora (agachados).

Quiero escribir sobre Maneco Flores, mi amigo, a quien enterramos ayer, 16 de febrero; y sobre mi amigo, Mario Arregui, que murió una semana antes. Voy a empezar tratando de ayudarme con un rodeo. No podría abalanzarme y pienso que siempre es así; somos indirectos, tiramos por elevación, desde lejos. Un chimpancé tiene hambre, trepa y agarra una banana. Nosotros afilamos la reja del arado para abrir un surco y plantar trigo y después moler harina y recién después hacer el pan y comer.

Duguesclin tenía miedo y lo administraba. También al escribir sucede. Hoy, domingo, me levanté temprano y empecé por averiguar, tranquilamente, qué quiere decir “carcasse" . Es para escribir sobre Maneco que necesito esa traducción. Busco en el diccionario y leo: "Esqueleto “Cuerpo humano". Supongo que tiene un sentido despectivo, carcasse.

En la enciclopedia repaso la ficha de Duguesclin, Bertrand; guerrero, siglo XIV, capitán invencible, caballero.

Estoy atrás de una frase que quisiera tener presente con toda precisión. Me llega, borrosa, desde alguna clase en la escuela (el viejo Liceo Francés de Larnaudie, en la calle Soriano). Tal vez porque allí nos conocimos con Maneco. Son ecos.

Pero los españoles no admiran a Duguesclin, el Diccionario Enciclopédico, que es lo que tengo, lo trata mal, porque también peleó en España y ayudó a no sé quién.

No tengo tiempo ni ganas de verificar la frase (que debe ser inventada y atribuida) y la transcribo según recuerdo vagamente. Duguesclin dijo alguna vez: ¿Tiemblas, viejo cascajo? Temblarías mucho más si supieras adonde voy a llevarte.

Dicen que así se trataba ese guerrero desaforado. Temblaba de miedo antes de cada pelea (fueron mil) y se ponía furioso y se insultaba de ese modo. Después, a la hora de la verdad, era un león. Llevaba a la fuerza, el cuerpo, y lo metía en el peligro y lo hacía combatir y ganar; pero antes, en el momento de decidir, el cuerpo tenía que echarse y estar calladito, quieto, no podía intervenir, incomodaba. Cucha, cuerpo.

Un día Mario Arregui me llamó por teléfono y me dice: Maneco ¿qué tiene? Hablé con José Pedro y no entiendo nada. Tiene cáncer, ¿no? Y bueno, tiene cáncer, qué joder!

No me había dejado explicar, era su manera de desahogarse y de hacerme participar de su valentía. Estaba diciendo, sin decir, que si él fuera el enfermo también habría dicho: Y sí, cáncer ¿y qué? Es este puto cuerpo que no aguanta.

Al hacer el comentario brutal Mario me está abrazando: no seas flojo, Pibe. Yo dije: anda mal la cosa. Me hubiera gustado ser cortante, también decir la palabra, pero no quería compadrear, no estaba seguro de poder desafiar y aguantar después, que fue lo que siempre cumplió Mario. En la cárcel, enfermo. Estuve junto a la cama de Arregui, paralizado en su lado derecho por una hemiplejia. Su hijo, José Martín, me dijo: No entres, está feo de ver, el viejo.

— No sabemos qué quiere —le dije— a lo mejor le gusta verme. Es lo que puedo hacer.

Mario estaba con el torso desnudo y destapado y tenía el pecho marcado por grandes lamparones violáceos; los moretones le bajaban de los hombros hasta el codo, como si una bestia hubiera golpeado ahí con las patas y el hocico, machucándolo. Tenía unos cuadrados de gasa sostenidos con cruces de tira emplástica, uno de cada lado. Le habían cambiado de lugar el marcapasos y todavía se notaba la sangre sobre la piel y los derrames internos azules. Sólo podía abrir un ojo, mover un lado de la boca y la mano izquierda que tenía apoyada sobre la sábana. Una mano corta y recia, de trabajador, aunque creo que nunca hizo nada con sus manos.

Le digo:

— La cosa pasó. Ahora tenés que pelear vos. De a poquito, hasta ganarle. Tenés que pelear, Mario.

El ojo me miraba fijo y yo le apreté la mano. Con la comisura de la boca tiró para arriba como diciendo: ¿qué le vas a hacer? Total...

El ojo me recorría.

— Siempre te toca ser duro, Mario. Aguantá — volvió a pasear como un reflector chiquito, la dirección de su pupila sobre mi cara.

Estuvimos un ratito así. Después, Mario levantó la mano, que yo tenía agarrada y empujó para adelante, hacia la puerta y cerró el ojo, serenamente, como si durmiera.

Al día siguiente volví y nos miramos otra vez y cuando el ojo volvió a cerrarse del mismo modo, me fui. Pensé: tiene pudor de que lo esté viendo y además decidió que no pelea más. Siempre llevó el cascajo sin atenderlo mucho (cosa de puterío, el cuerpo). Lo llevaba adonde él quería y le importaba un rábano la apariencia y la vida sana y eficiente; ahora estaba adentro de ese bloque inútil y no podía mandarlo. Se impacientaba (Vamos a terminarla, che).

A Maneco lo vi hace muy poco, en una fiesta familiar de esas a las cuales no iba nunca. No me gustó encontrarlo (Si estará perdido y asustado, que viene). Estaba alardeando, fanfarroneando para él mismo, para convencerse, como en los reportajes por televisión (Vean, señores, que estar así, sobre el precipicio, no me impide nada. Puedo sonreír y actuar para ustedes, haciendo funcionar mi talento. Presten atención, señores). Hacerse el fuerte es lo que más lo ayuda. Cree que se hace el valiente, pero es porque es valiente.

Me hablaba con poca voz, otra voz que no era la suya y respiraba mal. En medio del ruido de una reunión de festejo me costaba entenderle y no quería acercarme demasiado ni hacerle repetir. Maneco estaba un poco contrariado y con pesadumbre porque al venir se había cruzado con una manifestación pro amnistía irrestricta. Ahora pasaba la gritería frente a los balcones del apartamento, en 18 de Julio.

— Saben que Sanguinetti los va a largar a todos. No está bien sacar ventaja política de los presos. Abusan de la gente.

Yo trataba de adivinar lo que estaba diciéndome y perdía muchas palabras porque no quería mirarlo mucho. Maneco era capaz de ver que yo me daba cuenta de su miedo y hacer que no existía era lo más importante para los dos en ese momento.

No le presté mucha atención. Tampoco lo había visitado nunca en el sanatorio. Ni una sola vez. Ser flojo yo, era mi manera de ayudarlo.

De repente se ríe y me agarra de un brazo. Se me acerca al oído y me dice:

— Che ¿por qué no te pintás el bigote? Con lápiz, che. Lápiz común. No se da cuenta nadie. Está muy blanco.

Era lo mejor que podía decir y no se le hubiera ocurrido mejor a Shakespeare. (Estás canoso y viejo y yo, mirame, tranquilo y divertido. No te preocupes)

El sabía cuánto necesitaba yo alguna cosa mala sobre mí, para emparejar. ¿Cómo esconder mi salud? Uno compara. Me palmeó el hombro. Me consolaba.

Siempre habíamos andado parejos, sacándonos chispas; parejos, en todo. Viviendo la vida como una competencia donde ninguno podía ni quería vencer en nada; por el lujo de vivir, nomás, queriendo la vida.

Admiré siempre a Maneco por ser el más inteligente de este país y así lo dije muchas veces. Una inteligencia que servía para todo menos para ganar dinero u obtener poder. Por carecer de toda astucia animal nunca tuvo que ver con esto de morirse. Glorificaba el presente, lo entendía más que nadie y era imprevisor y gastador de sus cinco sentidos.

Cuando en plena dictadura el Ministro del Interior anunció una tarde que yo encabezaba la conspiración seis-puntista y las radios, la televisión y los diarios daban la noticia por todos lados, busqué a Maneco.

Pregunté por él en El Día y no me hizo entrar. Bajó al hall y me indicó, por señas, que me callara la boca. Cuando estábamos cerca de la puerta me dijo:

— Hay micrófonos. Vos no rectifiques nada, ni discutas. No publiques nada. Ninguna de esas cosas puede ayudarte. No hay nada que pueda ayudarte. Si los enfrentás bien, te tienen respeto.

Me tranquilizó que no estuviera asustado por mí. Hice lo que podía (dar la cara) y me fue bien. Demasiado bien. Cuando hubo pasado todo y volví a mi casa no sabía cómo justificar lo que había provocado. Encontré armado mi velorio, la casa llena con la gente que me quiere y casi todos llorando. Habían sufrido sin poder intervenir, como yo al lado de la cama de Mario o enterándome, de lejos, de la pelea de Maneco con la muerte. Subía las escaleras de casa llevando la valija de ropa que me habían mandado al cuartel y sentía vergüenza; vergüenza por ser afortunado; la desgracia seguía sin tocarme.

El viernes pasado, acababa de leer en JAQUE el artículo de Maneco sobre Mario Arregui (alegría por su vida en el momento que muere) y me preguntaba ¿hasta dónde podrá llevar este corajudo de Maneco su coraje? ¿Cómo es capaz de seguir exigiéndole al cuerpo que haga lo que el cuerpo no quiere hacer? Se obliga a escribir sobre caliente lo que más le duele y que no se note la angustia; nada de desahogarse; escribe mejor que nunca.

Pensaba cosas así con el semanario en las manos, cuando entró mi mujer y me dijo:

— Maneco...— y vi que lloraba.

Me incomoda ahora, al grado de no dejarme escribir, el batifondo: las ganas de lamentarme y las grandes palabras que se me vienen encima. No va a tener suerte. Voy a escribir sobre Maneco que está muerto, con toda calma, honradamente, sirviendo al oficio, escribiendo lo mejor que pueda. Estoy comprobando el prodigio de voluntad que debió ser esa infaltable nota de contratapa cada semana, durante meses, y hasta el 15 justo. Inventar y desarrollar y tramar, implacablemente, una nota bien hecha, magistral y entrañada, mientras se hacía pedazos y se veía caer despavorido, ansioso por vivir, acorralado, dándose cuenta de todo y con resto para ser fanfarrón. El cascajo viejo le tuvo que obedecer y lo llevó adonde quiso y lo hizo pensar y crear —quiera que no, como si nada— hasta que el cuerpo se le murió y él con él. Y fue grande vivir así.

Esta es la pirueta que hago yo para ustedes, lectores: escribir este viernes tratando de cumplir conmigo, mostrando que no soy tan fuerte como Mario ni tan de agallas como Maneco. Mostrando el corazón, pero no demasiado, sin traicionarlos con algo que no fuera verdad y pensado y de adentro. Otra vez pasó la sombra y no me tocó; aquí estoy temblando en mi carcaza con un dolor sin fondo y tratando de sonreír para ustedes, fraguando frases, como si eso sirviera para amortiguar.

 

por Carlos Maggi
"Jaque" Revista Semanario - Año II No. 63

Montevideo, 22 de Febrero al 1o. de Marzo de 1985

 

Ver, además:

 

                       Manuel Flores Mora en Letras Uruguay

 

                                                              Mario Arregui en Letras Uruguay

 

                                                                                            Carlos Maggi en Letras Uruguay

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