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Una rodada
 del libro "La Mariscala"
Juan Mario Magallanes

 

Delineando vagamente la silueta de las próximas sierras, el cielo comienza a clarear por el oriente, y adquiere un tinte ámbar brillante hacia el abra cercana.

Apenas un resplandor azulado flota, inconsútil, sobre el campo dormido.

Dermidio apura su azulejo.

Ha salido, noche aún, de las casas, luego de amarguear, pues quiere recorrer toda la costa del alambrado antes que caliente el sol, que en verano no se hace desear.

Entre los chilcales se esconden las sabandijas, y el zorro grita allí cerca, provocando al hombre, que marcha sin los perros.

Atraviesa la pequeña cerrillada, y ya en el llano, galopa hacia el límite del campo.


Junto al alambrado, pone su caballo al paso, y comienza la recorrida, atento, observando, entendido, los hilos y las huellas, a la luz difusa del alba.

Han desaparecido dos animales los últimos días, y por algún lado se van...

—O por algún láu dentr'alguno... — murmura.

De pronto, el grito del zorro, se hace oír, más cercano. Ya aclara, y Dermidio alcanza a ver, entre unas piedras grises, las puntiagudas orejas, paradas, en observación atenta.

—Vos te vas'acercar más... — piensa, tranquilo y sonriente.

Continúa al paso.

Se desvía algo, siguiendo unas huellas que van a parar a un cañadoncito. Vuelve junto al alambre.

Ya antes de asomar el sol, comienza a sentirse el calor.

—Tengo que caminarme como cuatro leguas...

Pero a la vuelta, tomará sus mates, y almorzará a la sombra, bajo la ramada de la cocina.

De nuevo, el zorro le grita. Esta vez más cerca aún.

—Que quedrá éste?...

Dermidio no se vuelve. Aprieta los labios, y continúa la recorrida.

Ya es día claro.

Una niebla densa se levanta para el lado de los cerros, y se percibe el rumor animal que despierta todos los días. Balidos lejanos. Presentidos cantos de pájaros.

—V'hacer calor!... — murmura Dermidio. Y apura el azulejo, que toma al trote, orejas paradas, haciendo sonar las narices, fuerte y contento con el aire mañanero.

—Guá!... guá!...

Ahora ya cerquita, allí, detrás suyo.

Dermidio pone el caballo al paso, y sujetándolo poco a poco, lo detiene por fin. Lento, se vuelve. Allí, a veinte metros, el zorro, sentado, lo contempla con sus ojillos negros, las orejas enhiestas, el puntiagudo hocico husmeante.

Dermidio descabalga. Hace como que arregla el recado, sin mirar al bichejo. Como que no lo ha visto. Saca el revólver, y casi sin apuntar, le hace un disparo. Una nubecilla de tierra vuela unos metros detrás del zorro. Este se vuelve, mira aquella nubecilla, y tranquilamente, torna a observar al hombre, la cabeza medio inclinada a un lado, como interrogando. Irónico, valiente.

—Bicho juna gran...! Atrevido!... — rezonga Dermidio.

Lentamente, con precaución, acomoda el caballo manso, acostumbrado a esos juegos, y apunta, afirmando el arma en la cabezada del recado. Suena el disparo. El azulejo se estremece. La bala pica junto al zorro, que da un salto de costado.

Pero allí vuelve a sentarse, y audaz, mira de nuevo al hombre. En su actitud hay burla y desafío.

Ya enardecido, Dermidio va a disparar otra vez. Pero recuerda que no tenía sino tres balas.

—Me vi'a quedar sin ninguna si le tir'otra vez,— piensa. — Y me puede hacer falta.

Vuelve el revólver al cinto. Mira al zorro. Grita:

—Ya, bicho!... — Y revolea el rebenque.

El animalejo permanece inmóvil, en su actitud provocativa. Entonces Dermidio salta sobre el azulejo. Lo llama en la rienda, lo tornea hacia ese lado, le cierra piernas.

El caballo, pronto, buen animal del medio para los rodeos, arranca con ímpetu, afirmándose en las patas y batiendo el aire con las manos nerviosas, que golpean luego el seco suelo. El zorro huye.

Pero ya está el caballo sobre él.

Dermidio toma el rebenque de la sotera, y tirándose hacia la derecha, va a descargar el mangazo.

En ese momento, el zorro gambetea como un rayo, y el caballo baqueano, inteligente, quiere aparearlo. Pero pisa mal, y clava la cabeza en el suelo, dando una vuelta sobre sí mismo. Se ven las patas en el aire, luego la panza overa. Cae por fin de costado, el cuello estirado sobre el pasto, el belfo tembloroso y sangrante.

El hombre, desprevenido, no ha tenido tiempo de saltar, o se ha enredado en las guascas, y queda debajo, apretado, inerte.

Flota un momento el silencio trágico de los grandes dolores. Una calma inaudita puebla el llano, sobre el que vuelan los pájaros matutinos.

El grupo del hombre y la bestia, es sacudido por un sobresalto, al que sigue un grito de angustia, un alarido de dolor. Es que el caballo quiere pararse, y en los balanceos, aprieta y destroza más al gaucho.

Cuando el animal consigue levantarse, Dermidio permanece inmóvil, arrollado sobre el pasto. Es un montón de ropa negreando sobre el verde naranja de la gramilla. La brisa de la mañanita ondula la amplia bombacha y hace flamear la roja golilla, llamita tímida del fuego que empieza a abrasar el llano.

El caballo se sacude, suena las narices, mira hacia su dueño, y luego se aleja un trecho, volviendo la cabeza atenta, esperando... Después, pasta, tranquilo, parece indiferente. Y buscando la hierba tierna, va alejándose lentamente del sitio, incomodado por las colgantes riendas que pisa y lo detienen de pronto, sorprendiéndolo.

Dermidio ha quedado solo, perdido el conocimiento, perdido él mismo en medio del llano dorado por el sol que asoma ya, acostando sombras sobre el campo.

El sol está ya alto, y el campo arde como una fragua...

Los ganados buscan ansiosos la sombra y las frescas aguadas del monte, o vagan, despaciosos y lamentables, por los llanos abrasados o entre los pedregales hecho ascuas.

Es entonces que Dermidio despierta totalmente de la semi-inconciencia en que el dolor físico lo ha sumido.

Intenta moverse y lanza una exclamación de dolor. Experimenta la sensación de que sus dos piernas hubiesen echado raíces en el suelo.

Quiere erguirse, sentarse, y un nuevo dolor agudo lo recorre desde las piernas hasta el pecho, ahogándolo, paralizando el corazón.

El gaucho es guapo, es duro, pero aquello lo hace aflojar.

Se lamenta en voz alta, tembloroso:

—Juna gran perra!... qué desgracia!...

Luego, alargando un brazo, con miedo de comprobar una verdad que siente terrible, alcanza a palparse las piernas, y entonces, cae de nuevo, cara al suelo, y lo sacude un sollozo ronco, mezcla de rabia y dolor:

—Las dos quebradas!... ¿Será posible, mi Dios!...

Se lleva las manos a la cabeza, y las retira rojas de la sangre que mana de un enorme tajo en la frente.

Piensa cómo puede haber sucedido aquello. Ah! sí... el zorro!

—¡Bicho'el diablo!... maldito!...

Siente que la cabeza se le abre, que el sol lo cocina, en aquella inmovilidad terrible.

Está pegado al sitio por sus dos piernas fracturadas, que no le permiten casi hacer un movimiento.

—¿Y cómo me dejé apretar!... — Se admira quejumbroso, casi tan dolorido de su fracaso, como de sus heridas.

Busca con los ojos su caballo, decidido, de pronto, a luchar con el dolor. Pero el animal es un punto, allá, junto a la sierra, donde ya se interna.

Dermidio quiere asirse con los ojos a aquel puntito oscuro, como a una esperanza, pues es el único ser viviente que se mueve en todo el llano. Quiere atraerlo con la mirada, con el deseo, con el temblor de su vida enfebrecida.

Pero el caballo se pierde entre el gris verde de las piedras lejanas y resplandecientes.

Entonces, recorre el campo con la mirada larga de ansiedad. Sus ojos, inyectados de sangre, se ensanchan en esfuerzos implorantes, sobre el mar de fuego que es a la sazón el llano. Y ni un animal, ni un pájaro siquiera, puebla el inclemente desierto de verdura, ni la plancha calcinada del cielo.

Dermidio ha conseguido sentarse, y se echa el saco sobre la cabeza, pues el sol le derrite los sesos.

Tiembla, no obstante, y sus dientes permanecen apretados unos contra otros, en un endurecimiento doloroso de las mandíbulas. A cada movimiento que intenta hacer, el sufrimiento físico lo vence de un tirón.

Al cabo de un rato, está como entontecido. Abrasado por el fuego que baja del cielo y que ya devuelve la tierra. La boca seca, la lengua hecha una guasca. Muerto de sed. Parece le va a estallar la cabeza, amasada por unos dolores que comienzan en la nuca y lo sacuden con chuchos escalofriantes.

—Hay pa enloquecerse... — Piensa aún.

Luego, cae de costado, atinando todavía a taparse la cara con el saco.

Queda así, inmóvil, vencido, inconciente, por largo espacio de tiempo.

La fiebre lo sacude por momentos, convirtiendo el sufrimiento hacia la nuca y el cuello, que parecen atenaceados por presiones ingentes...

Es un roce fresco, como húmedo, sobre una de sus manos, que lo despierta.

Y ve con repugnancia, cerca de su cara, una araña enorme, peluda, de un color parduzco sucio, que ante su movimiento brusco se yergue ante él, en actitud defensiva, las patas delanteras en alto, las tenazas con visos carmesíes abiertas, prontas a morder.

—V'a saltar... — piensa Dermidio. Y lentamente, sin perder de vista al insecto, recoge el rebenque, yacente a su lado, y aplasta de un mangazo la vida misteriosa. La araña se estremece en temblores intermitentes unos instantes, luego se hace un montoncito oscuro sobre el pasto.

Aquello lo vuelve a la realidad.

—Debe ser cerca 'e medio día... ¿habré dormido? ... — Piensa alto, mirando el cielo, desde donde el sol, en el cénit, derrama fuego sobre la tierra sedienta.

Intenta incorporarse y de nuevo las piernas lo crucifican en su inmovilidad; y la cabeza le late de un modo que parece se agrandara y se achicara.

Piensa de pronto que va a morir. Piensa que nadie vendrá. Que no darán con él en aquel rincón del campo distante casi dos leguas del puesto. Si hubiera ido alguno de la estancia... El viejo, los muchachos...

Habrá extrañado Lena su ausencia... Habrá salido el peoncito a buscarlo... pero ese es tan bobo y tan miedoso para animarse a ir lejos...

El almuerzo estará pronto, y la mesa puesta, con su mantel blanco y limpio, y la jarra de barro llena con agua del pozo. El comedor con el piso de tierra recién regado, oliendo a húmeda frescura. ¡Es linda aquella pieza! Sombría y fresca!... Las paredes de barro, blanqueadas. La alacena, exhibiendo por el tejido de alambre la vajilla enlozada. La percha, con su poncho de verano colgado. Todo lo imagina, y le parece más cordial, más íntimo, más suyo. El almanaque, regalo que para año nuevo les hizo el pulpero, ese sí, no le gusta. Representa una pareja, en un bote chiquito, que no se inclina para el lado donde ellos están. El hombre besa la mano de su compañera, y ella mira hacia arriba. Visten trajes puebleros, que no dicen con el monte y con el arroyo. Además parecen bobos y aparatosos. Se engaña, recordando detalles pequeños, insignificantes. Nuevamente piensa que sus ranchos están a dos leguas, y la pulpería de Iturralde, los más cercanos, otro tanto.

Su mujercita no va a salir a buscarlo, aunque es guapa y de a caballo. Pero los gurises... cómo los deja solos?

—El machito... — murmura — mañana cumple dos años... La gurisa va pa cuatro...

Se le humedecen los ojos de ternura y de lástima, al pensar:

—Si quedo impedido...

¿No se animará su china a salir?... Pero, qué haría ella sola?... Solamente que prendiera el carrito, que fuera a buscar gente... pero... y si no sabe nada?... cómo va a imaginar?...

—Si no juera esta calor!...

Se abrasa, se ahoga. Muere de sed.

—Capaz que muera, mismo.

Y otra vez piensa en los hijitos, en la mujer...

—Lena!... — pronuncia con la voz quebrada en un sollozo. ¡Tán buena! Tán trabajadora!... Cómo tiene los ranchos! como espejos! Manos para cocinar!, para hacerle ropita a los hijos! No se explica como le alcanza el tiempo todavía para lavar, amasar, cuidar de la quinta, y el jardín... ¡Cómo tiene ese jardincito! Es una hermosura! Malvones, jazmines, rosas, margaritas, claveles... malvones hay de todos los colores: rojos, rosados, blancos, morados... A veces él la pelea por tomarse tanto trabajo con las plantas... pero son tan lindas! Alegran, tanto!... Ahora ve el jardincito bajo una luz de amor y de ternura que lo hacen brillante y perfumado... Lo ve perfumando, ennobleciendo sus días felices de paz y de trabajo.

—Lástima los perros, que un dos por tres rompen todo, con sus corridas y sus brincos... y los gatos. . y las gallinas...

Se le va la cabeza. Como en una niebla le huyen las ideas.

Y los ojos le duelen de la luz despiadada, que tiembla a ras del campo, con vibraciones mareantes.

—Qué ví'hacer?... qué horas serán?... — Piensa todavía.

La transpiración, copiosa, lo baña, lo enloquece.

Un yuyal seco, allí cerca, crepita, quemado por el sol.

—Capaz que muera, mismo!

Sin darse cuenta, ha palpado el revólver, en el cinto.

—¡Oh!...

Una esperanza lo sacude... pero al momento lo abate la conciencia de su soledad, de la distancia.

—No oirán ... qué van a oír!...

Sin embargo... Pero tiene sólo una bala. Nada más que una bala.

—Una sola bala... una sola bala... — repite tontamente.

Más que casualidad que oigan un solo tiro. Tendrían que andar cerca en ese momento.

Ahora, el estómago... el estómago le duele como si también se lo prensaran. Y lo retuercen unas náuseas que lo arrojan deshecho, de cara contra el suelo.

Rompe a llorar. Llora, llora dulcemente, como una mujer, como un viejo, como una criatura.

—¡Como una criatura!... — piensa con vergüenza y lástima. Con una inmensa lástima de sí mismo.

Cada vez lo inmovilizan más aquellas pobres piernas rotas. Imposible moverlas... ¡Y la cabeza!...

—Me víá enloquecer! — dice en voz alta, casi gritando, rabioso de pronto, irguiéndose, arrojando al suelo el saco, y el sombrero, y empuñando el revólver. ..

—¡Loco!... Toy loco!...

Y agita el brazo derecho con el arma, y lo lleva a su cabeza ardorosa, y vuelve a agitarlo con desesperación. ..

Entonces, oye distintamente tres disparos.

Queda como petrificado... Escucha anhelante, desfalleciente, incrédulo... Luego se estira, medio arrastrándose, venciendo el dolor con la esperanza, hacia el bajo, de donde parece llegó el ruido.

Suenan, a intervalos, otras tres detonaciones, más cercanas.

Grita, enloquecido de jubilosa angustia:

—¡Son los Iturraldes!... me buscan!...

Y en un último esfuerzo, dispara su revólver, y se echa, desvanecido de emoción, sobre la tierra en llamas.

Juan Mario Magallanes
 

La Mariscala - Evocaciones Campesinas

Editorial Maat - Montevideo - 1941
 

Digitalizado e incorporado a Letras Uruguay, por su editor, el día 16 de octubre de 2015. Twitter: @echinope

o email echinope@gmail.com  (Autorizado por la sobrina)
 

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