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Un distraído


Juan Mario Magallanes

 

Han llegado a mí distintas versiones respecto a la muerte de mi amigo Silverio Gutiérrez, versiones que tienen algo de verdad algunas, y otras son inverosímiles creaciones de cerebros desocupados y más o menos ingeniosos, que han dado en de'gurar los hechos o simplemente no los conocen y tratan de explicarlos, por un prurito de vanidad amistosa, unos, y de malquerencia manifiesta, otros.

Se ha llegado a hablar de enredos amorosos, de cuestiones de dinero, de diferencias políticas.

Nada de eso es cierto. El dinero nunca interesó a Silverio. Carecía de ambiciones para embarcarse en negocios políticos, y su amor fue solo uno, sereno, profundo, sin complicaciones ni tormentas.

Como algunas de las versiones circulantes perjudican el concepto que en general se tenía de mi amigo, voy a dar publicidad a las causas de su muerte, bastándome al efecto con relatar ciertas incidencias de mí conocidas. La casualidad hizo que me enterara de ellas, y acompañara a Silverio durante los momentos que habían de ser los últimos de su manifestación humana.

Como lo saben muy bien todos los que conocían a Silverio, este era un muchacho ilustrado. Además, tenía talento. Su fisonomía denunciábalo por el mirar hondo de sus ojos oscuros, la amplitud de su frente serena y el amargo gesto de su boca finamente dibujada. Tenía lo que se llama una cabeza interesante, coronada por espesa cabellera negra y lacia, y perlada por una nariz delgada y recta.

Vivía apartado todo lo que podía de vulgaridades, y se abstraía en sus gustos, con la fuerza de un espíritu alto y libre. Sus protestas vehementes contra la chatura de la mayoría eran uno de los temas interesantes de sus conversaciones.

Esta particularidad de su carácter fue la causa principal de su fin. Por esto trataré de reproducir algunos párrafos de nuestras charlas, que solían ser extensas y confidencíales, (pues tuve el honor de ser uno de sus más dilectos amigos) y algunos incidentes apuntados al azar. Y creo que con ello se explicarán, los que no lo conocieron, esta condición de Silverio.

Una tarde del último verano, lo encontré en la playa; cansado, abatido, sudoroso:

—¡Por fin!... — me disparó. — Ahora podré charlar contigo!... i Qué cosa más cargante! Imagínate que hace una hora... ¿ves aquel hombre con traje marrón que ahora sube al tranvía?... pues, bueno: durante una hora he tenido que soportarlo! Me ha estado hablando de negocios, de empresas, de operaciones bursátiles... ¡qué sé yo!... Como si a mí me interesara eso! ¡No sé!... no quiero saber!... no necesito ni me interesa saber nada de eso!... ¿Qué puedo pretender yo, interesándome por una cuestión comercial ¿Soy capaz de embarcarme en una empresa de esa índole? ¡No!... me falta ductilidad, y otras condiciones que no quiero puntualizar. Y créame! siempre es así!

Siempre me encuentro con alguien que se cree con derecho a contarme sus cosas! Cosas comunes, tontas, llenas de chatura, y todo oliendo al tanto por ciento de interés material o sentimental!... Que las sirvientas; que el sport, que el empleo, que los amores, que los alquileres, que la política, que las enfermedades, ¡qué el diablo! Claro que grandes cosas para todos;... y para mí, si no fueran contadas en igual forma, con iguales palabras e idénticos comentarios egoístas y burdos. Siquiera fueran relatos interesantes, pintorescos, gráficos... Pero nada les detiene! No ven el aburrimiento mortal que me devora mientras ellos hablan. Y tengo la obligación de escuchar! Pero, yo pienso; si yo, por ejemplo, al primero que se me presenta, comenzara a contar todo lo que sé, lo que me interesa, lo que ellos, la mayoría, no entienden, no vislumbran, siquiera... A hablarles de música, de pintura, de poesía, de las mil manifestaciones espirituales que me han tocado en la vida...

De mi concepto general respecto de esta, y de la humanidad, y del amor... y si yo insistiera en ello, una, dos, tres veces, cuenta seguro que al cabo de un tiempo brevísimo, gozaría yo fama de cursi, de loco, de quién sabe cuánto! iCon qué derecho!... pregunto yo acaso? ¿Por qué ellos tienen el derecho de hablarme de sus cosas y yo no lo tengo de hablar de las mías propias!... i que no me entendería!..., yo tampoco los entiendo! Yo me aburro cordialmente cuando me hablan de cosas que no entiendo. Y considero que a ellos les pasaría otro tanto si yo les hablara de las cosas que entiendo, y ellos no! Y por eso no lo hago.

Supon, por otra parte, que yo obrara sincera, valientemente, y dijera: esto que usted me cuenta, no me interesa. Estoy aburrido. —¿Cuántas enemistades, y cuántos incidentes me echaría encima? Yo sufro de esta sensación. Muchas veces, me distraigo hasta el punto de contestar cosas extravagantes. Pero esto no es premeditado. Créame!

Sin embargo, lo haré... lo he hecho ya varias veces.

He tenido disgustos, me he creado antipatías, por tal causa, Pero yo desearía más. Por extensión, yo desearía poder decir las cosas como las siento. A un bruto, por ejemplo, tomarlo de los hombros, con ambas manos, mirarle bien a los ojos, y soltarle: Usted no sabe nada de nada! Es usted un perfecto imbécil! —Así, sin motivo aparente ni determinante de tal afirmación. Detenerlo, si quieres, en la calle, al cruzarse con él, que va caminando erguido con aplomo, con cara importante, convencido de que es el eje del universo. .. y observar su fisonomía entonces... Como un desahogo... ¿comprendes?... Sería interesante...

Las escenas que voy a relatar, corroboran las reflexiones anteriores de mi amigo.

Una tarde, nos encontramos con un conocido de Silverio que, a pesar del frío recibimiento que este le hizo, se nos pegó como una lupa, y tuvimos que continuar el paseo en su compañía.

Insistía en contar que el día anterior había perdido un tío anciano, y en un momento, Silverio le preguntó con acento distraído cómo había sucedido aquello.

—Vengo ahora de allá,—prorrumpió aquel hombre.—Murió ayer. Figúrese usted que el pobre señor salió de su casa como todos los días. Llevaba su traje de paseo irreprochable, como siempre; le habían hecho en su casa, su mujer y sus hijas, diversos encargos. Y de pronto, al cruzar una calle, cae al suelo, como herido por un rayo. ¡Muerto! Un síncope cardíaco fulminante! Pobre don Paco!

Terminó la relación con acento patético.

Hubo un silencio.

Silverio miró a su interlocutor un momento, con una mirada lejana, y luego articuló con voz dolorida:

—¡ Pobre muchacho... ¿eh?

—¿Quién?— se admiró el otro. — Pero no sabe usted que don Paco tenía más de setenta años!

—Es cierto—dijo Silverio. Y rectificó:

—¡ Pobre señor!... después de una enfermedad tan larga, de haber sufrido tanto!

—¡ Es usted cargante!—vomitó el otro con ira.

Acabo de contarle que el desgraciado señor murió de un síncope, repentinamente... o es que usted no está en sus cabales?

—Es cierto!... perdóneme usted! Estaba distraído!... ¿y hace mucho que murió don Paco!

Tuve que intervenir porque aquel hombre quería pegar a mi amigo.

Se alejó furioso.

No hace mucho sentados a la mesa de un café, se detuvo otro conocido a saludarnos. Invitado por galantería a hacernos compañía, sentóse con nosotros, y quedamos los tres mudos.

Silverio, por decir algo, preguntóle que contenía un paquete que había dejado sobre la mesa.

El intruso creyó encontrar así ocasión de justificar su admisión en nuestra compañía, por sus confidencias interesantes, y hablando en voz baja, acercándose a Silverio, dijo:

—Vea usted. No debía decirlo, pero... ¿a que no adivina lo que llevo en este paquete?

Esperó, pero como mi amigo permaneciera mudo, continuó:

—Sabe... mi mujer es caprichosa. Hace días me viene pidiendo que le compre un reloj para la cocina. No lo precisa, ¡Sabe! pues la casa es chica, y tenemos reloj en el comedor, en el dormitorio, y en la sala, y con sólo dar unos pasos se sabe la hora, además de que el reloj del comedor tiene una hermosa campana... pero, es claro... usted sabe... cuando las mujeres están en cierto estado... sabe tienen antojos... y guiñaba los ojos, sonriendo beatífico:

—Además de que es el primero...

Buscaba la enhorabuena, el comentario.

Silverio se dirigió a mí, y con una voz cansada, y expresión meditativa:

Lo que me decías ayer de Rimsky Korzakoff, es exacto. Hoy lo estuve escuchando. Encuentro gran analogía entre las dos partituras, gustándome más, sin embargo, la...

—¡ Buenas tardes!... — rugió el hombre del paquete, volcando la silla al levantarse bruscamente, y alejándose a grandes pasos.

—¿Y a este, qué le pasa? — Se admiró Silverio, mirándome con ojos asombrados.

Le expliqué. Aquel hombre, hablando de lo más grande, de lo más importante que movía su vida, no había sido escuchado. Había sido burlada su fé, su intima satisfacción de hombre fecundo y tierno...

Silverio comprendía al fin. Y quiso buscar a aquel hombre. Lo detuve. Sería peor. Y continuamos nuestra charla.

En el teatro, otro conocido de Silverio describía, con fuego y pedantería, durante un entreacto, no sé que viaje que había hecho. Hablaba alto, y con énfasis, pero Silverio, preocupado seguramente con la pieza que se representaba, permanecía mudo.

Y decía el narrador procurando ser oído:

—La más hermosa perspectiva se gozaba desde allí. Se veía un pedazo de mar, de un gris brillante. Un mar pesado, lento, de esmalte. El golfo, a lo lejos, lucía como un cristal, y de allí subía la costa verde, hasta los árboles simétricos de la costa montañosa.

Luego el ocre de las tierras, y arriba, el ciclo azul, inundado de luz!

Ante el ademán hiperbólico, Silverio oye, y exclama:
¡—¡Que horrible!... ¿y usted, qué hizo! Otro pseudo incidente.

A escenas parecidas asistí varias veces. Ahora relataré sucintamente, los hechos que determinaron su fin.

Los que arrojaron sombras sobre la salud mental de mi amigo, para justificar ante la justicia un hecho cobarde y brutal, sabrán, en lo íntimo de su conciencia, de la verdad que encierran estas líneas.

Una tarde, a la vuelta de mi oficina, encontré a Silverio en el tranvía. Nos sentamos juntos, e íbamos comentando un libro recientemente aparecido. Silverio se entusiasmaba, se abstraía en sus reflexiones.

De pronto, sintió que lo tocaban en un hombro. Volviose, y le oí decir:

—Hola, señora! ¿Qué tal? Su marido bien? —Bien, gracias. — Contestó una voz risueña y clara de mujer.

Silverio volvió hacia mí su rostro sonríente, y prosiguió su interrumpida charla, sin referirse para nada a la persona a quien había saludado, por lo tanto, no traté de saber quien era.

Cuando bajó del tranvía, me volví, y vi que daba el brazo a su mujer.

Este sencillo pasaje dio lugar a la maledicencia.

La gente es mala.

Un hombre dijo a un conocido de Silverio, cierto día que se cruzaron con la mujer de éste:

-i Ve esa mujer? Creo que es un caso fácil.

—¿Cómo? — se admiró el conocido. 

Sí. La he visto hablarse en el tren con un hombre, el cual le preguntó por su marido, sonriendo como con burla. Luego bajaron y se fueron juntos del brazo.

—No es posible!
—Le juro que es cierto. Yo lo he visto. Yo iba al lado de ella!

—Pero, no sería el marido?

—¡ Que iba a ser! Si él le preguntó por el marido, y ella contestó riendo: bien, gracias! Como una seña, sabe... ¡usted la conoce!

—De vista.

Este amigo que conocía de vista a la mujer de Silverio, se encargó de propalar que ésta tenía un amante.

Lo miraron con lástima. Se burlaron de él.

Y un día, en una reunión, alguien, entre broma y broma, lanzó una indirecta. Silverio, fuera de la conversación, distraído en quien sabe que cavilaciones, no reparó en ello.

Pero, por eso mismo, salieron de punto las insinuaciones, atribuyendo quizás a cobardía o desvergüenza, lo que era abstracción en mi amigo.

De pronto, Silverio oyó.

Volvió su imaginación de las regiones lejanas por donde vagaba.

Aquello fue instantáneo.

Al comprender la enormidad de lo que allí se decía, se encaró con el que en ese momento hablaba, y le cruzó el rostro de una bofetada.

El otro sacó un revólver, apuntó a Silverio, tranquilamente, y le agujereó el pecho de un balazo.

Estaba yo al lado de Silverio, y lo recibí en mis brazos cuando cayó.

Pronunció débilmente:

—¡Esto es imbécil!...

Y murió.

Todas las versiones circulantes, son, pues, falsas. Y tengo la seguridad que mi amigo, si puede leer este relato, me agradecerá la intención que me lleva al hacer estas declaraciones, y escupirá con desprecio sobre la inmundicia que lo rodeaba, y que le hizo dejar una vida que tanto amó.

 

Juan Mario Magallanes
Revista "La Cruz del Sur" Año V Nº 29

Montevideo - Agosto / setiembre 1930
 

Fue digitalizado, editado, con el agregado de foto, por mi, editor de Letras Uruguay

Twitter: https://twitter.com/echinope / email: echinope@gmail.com / facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

 

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