El lodo de la estirpe
IX
Melisa Machado

Guardábamos en ánforas la sal de los ojos, la dejábamos descansar a buen recaudo.

Añejábamos líquidos vertidos por la familia, sustancias dignas como la leche,
la sangre

y aún el semen.

 

Nada de deshechos malolientes, nada que enlodara la estirpe.

 

Vasijas con licores exquisitos, mieles y aceites familiares.

Odres repletos de sudores, volcados en situaciones irrepetibles:

incestos, bodas, nacimientos, noches de vampiros.

 

Lágrimas derramadas en el entierro del mártir o el velorio de la abuela.

Lágrimas de nodriza loca

y de toda aquella capaz de criar más de tres hijos, propios o ajenos.

 

Y estaba el líquido vertido por los tajos,

el derramado por las filosas hojas expuestas sin aviso o por contrato,

dagas ensartadas en cuerpos jóvenes como el de Asir o antiguos como el de Tiresias.

 

Las siervas entraban sigilosas, recogían sábanas y manteles, escurrían fajas y pañuelos.

"Aunque más no sea tres gotas", murmuraban, temerosas de volver pobres y agotadas.

Las ánforas sedientas esperaban su premio o su castigo.

 

Altas mujeres como catedrales, hombres poderosos como percherones.

Todos derramaban flujos para el acopio familiar.

 

Y siempre las doncellas recogiendo frutos.

 

El licor generado era mercancía exquisita.

Se vendía al más alto precio de la dignidad:

dos dracmas el odre, un centavo la pizca de sal,

tres sextercios el gramo de sangre desecada:

especias para la carne asada a la brasa enrarecida,

alimento para los amantes que elevan sus vientres al unísono.

 

Algunos ofrecían panes exquisitos bañados en salsas enriquecidas,

vistosas como niños.

 

Y las mujeres parían crías oscuras como el murallón de la tormenta,

hembras febriles que ataban los brazos de los hombres a los pies de las camas.

 

Y allí descansaban armas y monedas, se sumaban miembros a la estirpe.

Melisa Machado
De "El lodo de la estirpe"
Editorial Artefato, Montevideo, 2005

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