Aproximación al tabú de las malas palabras
por Eloy Machado y Marta Ureta

A medida que crecemos organizamos nuestro repertorio lingüístico. Teniendo en cuenta diferentes criterios realizamos una selección de términos y nos apropiamos de expresiones que pasan a formar parte de nuestro código.

“No hay nada más hermoso que sentirnos dueños de las palabras del idioma que hablamos, que saber que podemos tomarlas en cualquier momento y valernos de ellas para expresarnos abiertamente. De su mejor o peor combinación depende el resultado de la comunicación que se quiere establecer con el resto de los hablantes y, asimismo, depende la aprobación o el rechazo de los muchos o pocos aciertos de naturaleza semántica-gramatical; pero siempre, tanto en la expresión lograda redondamente como en la que adolece de imperfecciones, quien habla tiene la libertad de seleccionar, de hurgar, de penetrar en el conglomerado léxico que se le presenta para que pueda cumplir su función primordial de comunicación". Héctor Balsas[1]

En este tránsito de búsqueda del término adecuado nos encontramos con algunos "semáforos lingüístico-sociales" que orientan nuestro comportamiento y nos alertan sobre el uso o el no uso de algunas expresiones por considerárselas socialmente reprobables: se trata de las tradicionalmente mal llamadas "malas palabras".

Pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos de "malas palabras" si sabemos que es el hablante el que carga de connotaciones positivas y negativas a su discurso?

Es importante citar nuevamente al académico Héctor Balsas: "El que emplea una voz la llena de significación positiva o negativa desde el punto de vista moral, de ahí que, "mesa" y "hablar", por ejemplo, pueden ser malas como las que se conocen como tales, si alguien las utiliza con carga semántica malsonante. Contenido e intención -aderezados con la subjetividad de emisor y del receptor- se adhieren fuertemente para que una voz vaya más allá de lo que normalmente es su destino de comunicación "[2].

Detengámonos ahora a razonar sobre lo que mencionan estas "malas palabras"; siempre se refieren a partes del cuerpo, secreciones o conductas que suscitan deseos sexuales. Usamos en oportunidades una interjección muy parecida a "caramba" que parece no referirse a ningún órgano o acto. A través de Acuña de Figueroa, el autor del Himno Nacional, conocimos su significado inicial, en un opúsculo llamado Apología y nomenclatura del carajo (1922). Son siempre palabras obscenas y parece que se definieran por su referente. En algunos casos esas referencias aparecen opacadas por el desconocimiento de las mismas. Claro ejemplo de esto es el caso de la palabra "boludo" dentro del lenguaje de los adolescentes. Este término resultaba, en épocas pasadas, uno de los más rechazados por una persona educada. Actualmente los jóvenes lo usan desconociendo, en muchos casos, su significado. Otros ejemplos: mina y guacho: la primera ha ido cambiando de significado. En las primeras décadas del siglo anterior era semejante a prostituta, hoy simplemente a mujer, madre, abuela, monja...

Al respecto son relevantes las palabras de la lingüista Graciela Barrios: "Las malas palabras forman parte de los llamados tabúes lingüísticos. Un lingüista diría que las palabras no son buenas ni malas. Pero desde el punto de vista de la sociolingüística no se puede ignorar que son una marca de informalidad y que hay situaciones en que es adecuado usarlas y otras en que no lo es"[3].

Siguiendo con el análisis comenzado más arriba, podemos decir que las "malas palabras" lo son por acción de los objetos o acciones que señalan y todos ellos son objetos o acciones del cuerpo.

"Obsceno" es lo impúdico, torpe, ofensivo al pudor y si nos remontamos al origen histórico de este término vemos que, aunque su etimología no es clara, posiblemente se trate de una modificación del vocablo latino "scena" que significaría literalmente: fuera de la escena. Obsceno sería, entonces, lo que no debe verse o exhibirse en la escena, o sea, en el teatro de la vida. Según el psicólogo Ariel Arango "La mala palabra o palabra obscena es así la que viola las reglas de la escena social; la que se sale del libreto consagrado y dice y muestra lo que no debe verse ni escucharse. Entonces, las "malas palabras" son "malas" porque son obscenas y son obscenas porque nombran lo que no debe mencionarse nunca en público"[4]. Pero si observamos el verdadero uso que se hace de ellas en nuestros días, no parece que la explicación de estos lazos referenciales, restringidos más modernamente a lo sexual-genital y excremental, sea lo más frecuente.

Nosotros preferimos llamarlas "voces malsonantes". Así las definió Amado Alonso[5]. Creemos lo más acertado, ya que el significante arremete más que el significado. Si  en lugar de decirse como se conocen habitualmente utilizáramos estos improperios: "vete a la casquivana que te alumbró", "vástago de meretriz" o "por favor, no me colmen los órganos reproductores", por lo menos algo cambiaría, claro está. No provocaría, en ciertos casos, el pretendido desahogo. Abundan insultos en los cuales no figuran términos malsonantes pero pueden herir más profundamente, por ejemplo: "Sos el cáncer de esta empresa" o "Tu mediocridad me asquea".

"Las llamadas malas palabras ocupan esa zona del lenguaje adonde todavía se puede recurrir para buscar la intensidad, la sensualidad, Id violencia, la trasgresión. Las otras zonas de la lengua ya neutralizadas por el uso normativo dentro de la convivencia cotidiana, pierden gradualmente expresividad y sedimentan como estratos agónicos, con cierto grado de muerte"[6].

Para ser más claros en nuestras consideraciones, haremos una posible clasificación:

a) Hablante que tiene incorporados estos términos o expresiones a su repertorio lingüístico y que los utiliza constantemente, pero no siempre con intención insultante.

b) Hablante que tiene incorporados estos términos o expresiones a su repertorio lingüístico y que los utiliza constantemente, pero siempre con intención insultante.

Reflexionemos frente a las características del primer grupo: se trata de hablantes que sienten una necesidad constante de hacer uso de estas voces, aunque muchas veces estas pierdan el nexo con el referente y la expresión se cargue de un significado diferente.

Pongamos por ejemplo a un padre frente a dos hijos: ve a su hija con su vestido de 15 años y exclama admirado: "La mier... que estás preciosa"; a su hijo que le muestra una calificación brillante: "La pu... qué bien que te portaste". La situación varía. No lastima. Evidentemente podría manifestarse de otra forma más adecuada al contexto.

John Leo, periodista de Los Ángeles, nos cuenta que en Zurcí existe la agrupación de "Puteadores Anónimos" integrada por este tipo de hablante sobre el que estamos reflexionando y que se reúnen semanalmente para intentar mejorar esta "práctica lingüística", que, con el transcurrir del tiempo, se ha ido transformando en un problema.

En cuanto al segundo grupo, se trata de hablantes que acuden a estas expresiones conscientes de su intención insultante y las nutren de agresividad. Generalmente alzan sus voces dentro de situaciones que les provocan ofuscación o irritabilidad.

Indudablemente, no podemos avanzar en nuestras consideraciones sin analizar el tipo de insultos que utiliza el hablante de hoy, porque constantemente asistimos a la creación y uso de una gran variedad de ellos: insultos a la familia y a la profesión de algunas mujeres; insultos a las preferencias sexuales; insultos al poder; insultos a las profesiones; insultos a los pueblos; insultos a las razas; insultos a los creyentes; insultos a los infieles; insultos a los políticos; insultos a la gente fea; insultos a los defectos físicos; insultos a las patologías mentales; insultos a las costumbres; insultos a los vicios de toda índole: todos ellos forman un conjunto cada vez más grande de voces, términos y expresiones cuya intención es la de agredir. Insultos que no son bromas sino que se convierten en uno de las más abyectos comportamientos del ser humano, la burla.

Como consecuencia de lo anterior, hemos observado que en la mayoría de estos improperios se destaca una característica trascendental: la forma insultante utilizada invoca, en muchos casos, al referente "mujer". Siempre se recuerda a las madres, las abuelas, las hermanas. ¿Cuál puede ser la razón? Posiblemente, el desprestigio hacia la mujer con el que alguna tradición cultural ha influido.

Pero si bien como profesores de lengua consideramos que el hablante debe adecuar su código lingüístico al contexto, también sabemos y como docentes defendemos la postura de que a las cosas hay que llamarlas por su nombre. Es importante, entonces, citar las palabras de Carmen Laforet: "En algunos casos excluir estas palabras puede quitar veracidad a un personaje o a un ambiente. En mi caso particular de escritora, procuro rehuir estas palabras cuando no lo considero absolutamente necesario y cuando llega el caso de apuntarlas lo hago"[7].

Nos referiremos a la traducción de algunas películas; se escucha a un actor, caso Gary Cooper expresando una palabra malsonante para su idioma, "shit", y el subtítulo no tiene nada que ver, pues está sumamente suavizado. Además las palabras varían según el contexto. Algunas consideradas totalmente naturales en un país, en otro resultan agresivas: "boa", en Méjico significa el miembro viril masculino; "sartén", en Ecuador, órgano genital femenino; "café", en República Dominicana, prostíbulo. Vuelve a destacarse el significante o sea la imagen acústica y no solamente el significado. Recordamos cuando Felipe González en un canal montevideano se va a servir un vaso de agua y manifiesta: "Voy a tomar un vaso de agua; ven que no empleo el verbo que no se puede". En algunas circunstancias una palabra malsonante puede ubicarse inteligentemente, como ocurre en la película de Beatriz Flores Silva, cuyo título, para quienes han comprendido profundamente el argumento, lleva una doble connotación.

Evidentemente, hoy observamos asombrados que estas expresiones y términos han invadido los códigos lingüísticos y pensamos que la imagen que ilustra este trabajo gráfica claramente la situación: hoy todo el mundo acude a estas voces en alguna instancia de su vida, pero no siempre el hablante es consciente de lo que está expresando.

Es importante, entonces, pensar en las posibles causas de la penetración de estas voces en nuestro léxico. Se trata de un fenómeno pluricausal, pero reconocemos que el proceso de desarrollo que han tenido los medios de comunicación ha desempeñado un papel muy importante.

Nos parece interesante pensar cuándo comenzó este aluvión de palabras malsonantes; primero en España, luego de los famosos cuarenta años; en Argentina después de circunstancias semejantes. De ahí nuestro total desacuerdo con la prohibición de palabras. No con la censura, sí con la sugerencia didáctica y el buen gusto.

No dudamos que este tipo de términos ayuda a la unión y confianza entre amigos; molesta cuando se utilizan gratuitamente como sucedió en un programa televisivo en el que el prestigioso psiquiatra y escritor argentino, ya mencionado, efectuó una referencia grosera, sin ninguna necesidad, al sexo oral.

Indudablemente será trascendental la incidencia que, desde el aula, tenga el trabajo del profesor de Idioma Español porque es un profesional de la lengua estándar  y  como tal debe enseñar esta variedad. Lo que importa es que el hablante esté capacitado para expresarse de la manera adecuada según las circunstancias de habla. Importa citar a Daniel Cassany: "Cada situación requiere el uso de un registro particular que está determinado por el tema del que hablamos o escribimos (general o específico), por el canal de comunicación (oral o escrito), por el propósito perseguido (por ejemplo informar o convencer) y por la relación entre los interlocutores (formal o informal)".[8]

Existe una costumbre, en nuestro país, criticar el lenguaje de los argentinos. No nos damos cuenta de que somos consumidores de esos programas; pero lo que nos resulta extraño es que siempre son criticados. En las décadas de los 40 y 50 se menospreciaba, por cierto público, las películas de allende el Plata, porque en sus parlamentos se usaba el pronombre vos y no el tú. Realmente inconcebible, ya que cualquiera de los dos son válidos.

"La elección de las palabras tiene que ver con la inteligencia de cada uno y es tan compleja como la organización mental de la persona. Vagina es la palabra correcta para nombrar el órgano genital femenino. Se escandalizan por la mención pública de una cuestión genital, molesta el asunto. Me parece un prejuicio anacrónico, síntoma de pereza mental".[9]

Otra causa es, sin lugar a dudas, el continuo desborde de violencia que también nos ha invadido. Hoy vemos cómo a partir de una agresión verbal se llega a una situación de violencia física. El contexto más frecuente de la "palabrota" o "palabra malsonante" es la agresividad o la expresión más o menos fuerte de la agresividad.

"Las palabras parecen malas cuando son usadas en un contexto en el cual el decirlas conforma una violencia a otros, y la maldad parece radicar entonces en el mismo vértice en que aparece en distintas ocasiones. La agresividad nutre las malas palabras y lo que ellas designan, de muchas maneras".[10]

Hablar es hacer cosas con las palabras entre personas, lo cual siempre tiene dimensiones distintas: una dimensión moral, una dimensión formal o instrumental, una dimensión afectiva, una dimensión cognoscitiva, una dimensión estética, etc.

Pero, ¿qué hacer frente a esta realidad? ¿Implica solamente un fenómeno lingüístico o involucra también un cambio de actitud frente a la vida? Adherimos a la segunda opción porque sucede que vivimos tiempos de impaciencia y ansiedad. Hemos inventado todo tipo de artilugios para hacerlo todo rápido. Llevamos mucha prisa para llegar pronto a no se sabe dónde. Creemos que llegó el tiempo de detenernos frente al adolescente y ubicarnos en el tiempo de la espera. Comencemos nuestra tarea desde el aula y no demos respuestas: Eduquemos en el tiempo del pensamiento y la duda. Construyamos situaciones de armonía y cooperación que permitan desarrollar la capacidad de sintonizar emocionalmente con otras personas y de ponerse en el lugar del otro. Volvamos a la palabra, al hablar pensante.

Pensamos que, como docentes, debemos estimular una educación lingüística implicada con la emancipación comunicativa del alumnado, con el afán ético de convertir el lenguaje y las lenguas en herramientas de convivencia entre las personas y con una alfabetización que haga posible una lectura crítica de los códigos del mundo que nos ha tocado vivir.

No todos somos conscientes de que convivir no es una tarea sencilla y que además muchas de las perturbaciones suelen originarse por dificultades en la comunicación. Hablar con los otros constituye todo un desafío y un compromiso intelectual y afectivo. Para poder dialogar es preciso saber escuchar y poder esperar. Importa saber ocupar nuestro lugar sobre todo cuando se trata de interlocutores adolescentes porque la asimetría que se produce exige al adulto el aporte de la calma, la escucha, la confianza, etc.

Importa, en este momento, atender a lo que nos dice el informe Delors para la UNESCO en cuanto a que los cuatro pilares básicos en los que ha de sostenerse la educación del siglo XXI son: aprender a ser, aprender a hacer, aprender a pensar y aprender a convivir[11].

Nuestra propuesta es, por lo tanto, educar para la convivencia sin tenerles miedo a  las palabras. Humanicémonos. Construyamos volviendo a la fuente.

No olvidemos más que "en el principio era el verbo".

Notas

[1] "Relaciones" (Montevideo, n° 75. Agosto, 1990).

[2] Ídem.

[3] "Culturas" (4 de julio, 1999. Montevideo).

[4] "Las malas palabras" (7a ed. Ed. Legasa).

[5] "Estudios hispanoamericanos" (Gredos. Madrid).

[6] Porzecanski, Teresa. "Relaciones" (Montevideo, no 75, 1990).

[7] "Estafeta literaria" (Madrid, no 267, 1963).

[8] "Enseñar lengua" (Ed. Graó. 1994).

[9] Dolina, Alejandro. "Noticias". (Buenos Aires, set. 2001).

[10] Paciuk, Saúl. "Relaciones". (Montevideo, n° 75, 1990).

[11] Delors, Jacques. "La educación encierra un tesoro". (UNESCO, S. XXI, 1996).

Eloy Machado - Marta Ureta
Boletín de la Academia Nacional de Letras Nº 11
Enero - Junio 2002

Editado por el editor de Letras Uruguay

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