Tren al oeste
Duilio Luraschi

Una mujer en el tren.

Bajé en Washington Street y descendí hasta la caja primero, el molinete, la estación. Un hombre flaco tocaba la guitarra y la armónica, cuando no cantaba country o hablaba rápida, torpemente. Subí en un oleaje de gente y suave olor a un día de trabajo, quizás compras con hamburguesas, papas y Coca Cola. Iba rumbo a O'Hare.

No hay barras horizontales en los trenes de Chicago. Yo había conocido -de esto un tiempo- los de Buenos Aires. Buenos Aires siempre está más cerca. Incluso a Carlos le parece que estamos congelándonos cada invierno, paseando por la Michigan con tos de perro. Pero ese día no era de helado invernal, por el contrario, el calor había matado a seiscientas personas. Llegamos al estacionamiento y tomamos el tren. Había una exposición de Monet en el Museo de Arte. Yo coleccionaba mariposas allá en -no recuerdo el nombre de la estampilla holandesa- y por mucho que quisiese no podría estar frente a una armadura medieval o una moneda romana.

Volvimos tarde. Prácticamente las calles quedaban desiertas. Algunos comercios sacaban otro plato "land of Lincoln" o "Al Capone, Chicago." Eran las seis o seis y algo. El tren estaba lleno. Nosotros transpirando mientras subíamos y bajábamos, lentamente, por las vías de la línea "B".

Ella estaba allí, sentada, leyendo un artículo en el New York Times. Lo dobló prolijamente -al menos en forma práctica- y lo sostenía temblorosa con su mano izquierda, mientras que con la otra se peinaba -era un tic- el pelo corto y rojizo.

Un gentío multicolor rozaba su hombro erguido, asexuado, encrespando así su ánimo, para todos indiferente.

Siempre he dudado si el tramo de Chicago a O'Hare no lo acortan día a día. Por las noches. Deben corregirlo. Comprimirlo. Hasta diría que suprimen algunos barrios enteros. Hay pobreza por los rieles de la "B". ¡Tan lejos de los hermosos rascacielos! Tan cerca.

Claro, ellos suprimirían esas millas de frustración, canal hispano y comidas por dólar noventa y nueve. ¿Comprenderían? Creo que estoy apresurándome.

Ella seguía en lo suyo. Su pantalón corto, color café o caqui, o crema de vainilla. Sus uñas prolijas y opacas, y las de los pies rojas como la sangre de los patos en fin de año. Estación Harlem. Faltaba poco. No quiero perderla de vista, no quiero perderla.

Carlos dormitaba parado junto a un anuncio verde y blanco. El tordo todas las mañanas los levantaba, de Paso Molino a la oficina eran tres cuartos de hora. Llegás tarde, Carlitos, ella, cansada. Acá ni los cardenales. Hay que verlos, jugueteando en el garage y tras las tapias. Pero para él no es lo mismo. Tampoco la "chicana" de blusa alborotada o la morena de lentes alargados. Yo quería a la mujer del Times y el pelo rojo.

Hablo de las de uñas cortas y "shorts" color arena.

Ella no conocía lo que es la pasta italiana o una buena parrillada al carbón. Al menos podría invitarla a tomar un trago de miel y grappa, o tequila o Caballito Blanco o vodka. Contarle que una vez fuimos campeones.

Debería tener pocos amigos y muchos pretendientes. Como aquel tonto de gorrito de Michael Jordan. Imposible que se fijase en alguien a quien los vellos de la nariz se confundían con el bigote. Él la estuvo observando en mis ojos, en los anillos de las manos, en las ventanillas. El poco sentido común de llevar una pata de conejo. La suficiente constancia de aferrarse del asiento duro y frío, mientras la miraba. Él también la miraba.

Allí, a un lado, una pequeña mujer.

La mujer, pequeña y lerda, dejó en el suelo la bolsa que había llevado todo el tiempo bajo el brazo, la que inmediatamente recogió "Jordan" y sus bigotes selvados para sepultarla junto a la pelirroja del Times.

No lo crean. No fue un instante. Nueve minutos. Nueve aviones despegaron del O'Hare.

Hubiese preferido no darme cuenta. No verlos. Todo el mundo lo sabe.

Quedé observándola. Miraba a uno y otro lado. La gente sumergida en sus vidas: preocupados por llegar temprano, abrir una lata de cerveza y sentarse frente al televisor.

Carlos bostezaba con los ojos cerrados balanceándose suavemente, mascullando. Estaba cansado y molesto. Pensaba en Montevideo.

La pequeña mujer, sin mayores movimientos se perdió detrás de las cabezas, en un violento oleaje de diferentes colores.

Yo de pie, tan largo como soy. Parado. El mismo desconcierto de siempre. La misma pasividad.

Ella -la mujer de uñas de pato- dobló una vez más el diario, recogió la bolsa, se pasó la mano por el corto y desparejo pelo hasta la nuca, y me dio infinitamente la espalda hasta llegar a la puerta, que se abrió, se cerró, y la dejó por fuera.

Duilio Luraschi

Publicado en El duelo, (Vintén Editor, 1996)

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