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Soñé que estaba ciego
Duilio Luraschi

Soñé que estaba ciego. Siempre soñaba lo mismo. En los sueños vivía en una casa antigua, de techos altos y un altillo menor con una puerta a un diminuto balcón donde florecían todo tipo de malvones. Yo no podía verlas pero sí aspirar su aroma y pasear mis dedos entre sus ramas y sus hojas. Yo no podía ver las cosas pero tenía una hermana mayor –que muchas veces ofició de madre– que me contaba todo lo que iba transcurriendo en el correr del día de ésos, mis sueños en los que había perdido la vista. En mis sueños, sin embargo, era siempre de día. Se me colaban por los ojos colores difusos y mezclados pero donde podría distinguir el verde y el anaranjado. Yo, en mis sueños, oía minuciosamente el entrecruzar de las agujas de tejer de mi hermana. Ella siempre estaba haciendo bufandas y escarpines. También gozaba con el rumor que producían, en el pretil, unos cardenales. 

Cuando estaba en vigilia no sucedía nada anormal. Trabajé durante treinta años en la misma oficina. Lo hacía por un magro sueldo, en uno de los tantos archivos que tenía cierta Dependencia. El instituto estatal quedaba en el barrio de la Aguada. Tenía un jefe, siempre de mal humor, que iba poco y nada a su trabajo y una compañera de unos cincuenta años de edad a la que siempre llamaron Señorita Ofelia.

En mis sueños las siestas eran plácidas y tardías ya que acostumbrábamos a almorzar con mi hermana a eso de las dos de la tarde. Podía reconocer, claramente, el último sonido de la manito del minutero antes de que el reloj diese las catorce campanadas. Luego el silencio. Me divertía intuyendo si mi hermana se daría cuenta de las habilidades que ejercitaba sentado en el sillón de cuero con posa brazos mullidos. El escritorio era el lugar donde pasaba gran parte del tiempo de mis sueños. Allí se encontraba una antigua radio de bóveda de cedro en donde oíamos con mi hermana las radionovelas gauchescas que irradiaban a las cuatro. Yo trataba de imaginarme la escena, la pelea en la posta, los brazos musculosos y toscos del cuchillero, los ojos hermosos de la muchacha y el campo con sol y viento interminable. Me resultaba, asimismo, difícil imaginarme algo interminable. Creo que confundía interminable con infinito.

Despierto, en la oficina la vida se volvía penosa. Por las tardes las horas eran deprimidas y lentas. Teníamos los dedos manchados de tinta negra y los pisapapeles apenas podían sujetar la pila de expediente y de carpetas. Como decoración alguien había llevado unos jazmines, pero se estaban marchitando en un vaso de vidrio color verde oscuro. A veces alguien llegaba de la calle. ¿Llueve? ¿Hace frío? ¿Es un lindo día de sol? La Señorita Ofelia en sus ratos libres se ponía a pegar estampillas en los sobres del correo que salía una vez a la semana. No había nada especial en los bizcochos de la mañana ni en el café recalentado de la tarde. La Señorita Ofelia siempre iba a la oficina con unos perfumes fortísimos que quizá había guardado en su ropero desde aquellas épocas en las que todavía le hacían ese tipo de regalos. Llevaba siempre faldas oscuras y lisas, grandes aretes y collar de perlas artificiales. Llevábamos treinta años en el archivo, tres pisos bajo tierra, con una bombilla que daba una pobre luz amarillenta, que el conserje compraba por su precio, sensiblemente menor al dinero que le daban para comprar lamparillas y toma corriente. También teníamos un pequeño ventilador para los días sofocantes de febrero. 

En mis sueños mi hermana me contaba historias increíbles. Se situaban en países lejanos y extravagantes. Ella nunca había salido de la ciudad pero tenía una imaginación prodigiosa. Los relatos eran tan vívidos que yo casi los podía ver, en medio de mi ceguera, y los disfrutaba muchísimo dando golpecitos con mis dedos sobre las rodillas. Había uno en especial que me gustaba sobremanera. Le pedía que me lo contara una y otra vez, por las mañanas, que era el tiempo en que había menos trabajo en la casa. La historia era la de un pastor que se vio acorralado una noche por el demonio. El cuento demostraba cómo el pastor engañó de tal forma al mismo diablo que yo no podía menos que festejar las ocurrencias con grandes risotadas. 

Mi hermana hacía unos ricos bizcochos de anís y disfrutábamos comiéndolos con chocolate caliente.

En vigilia el jefe llegaba al escritorio y dejaba su sombrero, el sobretodo y el saco en un perchero de pino de mala calidad y enseguida se disponía a leer, en el diario, los avisos de remates. Mientras, la Señorita Ofelia iba de aquí para allá, llevando carpetas y expedientes. Cuando el jefe se ausentaba, ya sea para salir a almorzar o para ir al gabinete, ella se arrellanaba en su silla de eucalipto y cardo y trataba de leer aunque sea una o dos líneas de una novela policíaca. Cada vez que el jefe me llamaba la atención por un error era para mí una ofensa muy grande. Había decidido renunciar si él seguía con sus recriminaciones. El día de cobro la Señorita Ofelia se echaba el doble de perfume que los días corrientes y andaba de arriba para abajo con un monedero floreado. 

En los sueños yo pasaba gran parte del tiempo en el escritorio de mi padre pero a veces paseaba por las habitaciones de la casa, que eran frescas y espaciosas. Recorría con la yema de los dedos los animalitos de cristal, el borde de los jarrones, las teclas del piano. 

A mi hermana le gustaba tocar algo antes de comer. Casi siempre era un minué o una sonata. A mí me gustaba ir hasta la pieza que se acostumbraba a usar para planchar y remendar la ropa. Allí el ventanal era enorme. Me ponía de cara a los cristales y podía sentir al sol en mi cabeza. Parecía que sus rayos me acariciaban con ternura.

Una tarde de esas en las que me encontraba despierto, entró a la oficina una persona que me resultó peculiar. La reconocí apenas dijo unas pocas palabras. Su timbre de voz era simple y armonioso. Entró y preguntó por un expediente. Sólo le hacía falta bajo uno de sus brazos el tejido, o en el bolso las agujas de tejer con corchitos en las puntas. Por fin la Señorita Ofelia le trajo un pesado y voluminoso expediente. Nos explicó que era un trámite por una pensión otorgada por haber sido bisnieta de un héroe de la independencia. Yo no me atreví a decir una palabra. Temía que cualquier error me delatara. Ella parecía seria o apesadumbrada. Le faltaba la sonrisita casi infantil y el taconeo suave sobre el piso de monolítico.

A la noche siguiente soñé otra vez con mi hermana. Le pregunté cómo le había ido en ese día. Ella comenzó a reír y a contar que había estado en una terrible oficina. Contó que allí había dos seres amorfos, completamente desilusionados. Sus caras eran olvidables pero el perfume que llevaba puesto la mujer era excesivamente fuerte y dulce. Me contó que el hombre no le había dirigido una palabra en todo el tiempo que estuvo buscando los documentos. 

Esa tarde, entre penumbras, le pedí que me contara, nuevamente, la misma historia del demonio burlado por el pastor en esa tierra inexistente.

Duilio Luraschi

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