Silencio
Duilio Luraschi

Estaba sentado en un banco frente al cementerio. Vivía a media cuadra de la puerta de entrada. Allí, el muro se alargaba, siempre igual, hasta el arroyo, que en ese entonces era apenas un hilito de agua maloliente bordeado de sauces, con sus largas ramas hinchadas por la humedad, que caían, flácidas, sobre la basura que todos arrojaban. Estaba sentado en el banco de piedra mientras esperaba que el ómnibus pasara.

Trabajaba al otro lado de la ciudad, en una carpintería pequeña, que pertenecía a la viuda del último de los dueños del molino. Como el molino quebró, ella dedicó lo que quedaba de la herencia a poner un negocio de maderas, cosa muy común por aquellos días.

Yo no era de la zona. Había llegado con Sara, mi esposa, y mis dos hijos pequeños no hacía tanto tiempo, y nos habíamos instalado en una casa antigua pero luminosa en una calle angostísima, que no tenía más de diez o doce esquinas, y moría, abruptamente, frente al arroyo. Los vecinos eran pocos, ya que nadie quería vivir frente al cementerio.

Los niños crecieron entre perros de caza, criando renacuajos, buscando tesoros debajo de las piedras, como todos los niños de la zona, pero había algo en el varón que lo distinguía de los otros: desde que llegó al lugar no dijo palabra. Tenía tres años cuando decidimos dejar nuestro pueblo, cerca de Cerrillos, para probar fortuna en una ciudad un poco más grande. La niña en ese entonces tenía ocho años, pero el varón, de seis, no decía palabra.

El médico del pueblo, un hombre grandote, de pelo rasurado, nos indicó un pase para un especialista, pero todos los especialistas vivían en la capital, y si bien las cosas no me iban mal en el trabajo, no tenía el dinero suficiente para la consulta ni para nuestro desplazamiento. Además la carpintería tenía un pedido mensual de tres ataúdes finos, que requerían de todo mi esfuerzo. Los otros, los cajones simples de pino, los hacían dos jóvenes aprendices, pero los trabajos importantes me los encomendaban a mí, cosa que me llenaba de orgullo.

El cura párroco nos había dicho que teníamos que dar nuestro hijo a la Iglesia. Su silencio era un misterio divino, quizá un llamado del Señor para que el niño ingresara a las filas del sacerdocio. Sara insistía con que lo llevásemos al monasterio pero yo me negaba una y otra vez, con la esperanza que el muchacho se curara, que como calló así, de un solo golpe, comenzara a hablar del mismo modo. Cada noche, al llegar a la casa, me quedaba observándolo. Él permanecía siempre en su silla, en silencio, y nada se escapaba de sus ojos, vivaces, pero de su boca no salía una sola palabra.

Como no podía ir  a la escuela se quedaba con Sara y la ayudaba con mínimas tareas de la casa, como secar los trastos o hacer las camas.

En las horas que tenía libres cruzaba al cementerio, y recorría con su dedo índice todas las lápidas y las cruces. Pasaba, a veces, la tarde entera entre las tumbas.

También dibujaba. Sus dibujos eran extrañísimos, llenos de líneas de colores vivos y brillantes, enmarcados con un trazo de por lo menos un dedo de ancho, del negro más intenso. El cura párroco insistía que eran luces celestiales pero yo me negaba a que mi hijo pasara el resto de su vida encerrado en una celda en alguna abadía en medio del campo.

Me acercaba hasta él, sonriendo, y le pegaba suavemente en el hombro con el puño. Él levantaba la vista pero sólo quedaba mirándome.

Yo estaba sentado, frente a la puerta del cementerio y pensaba en todo eso.

El ómnibus demoraba, así que me puse a armar un cigarrillo. Silbaba una vieja canción, que oía cantar a mi madre cuando era pequeño. Acostumbraba a silbar, lentamente, entonado, cuando estaba solo o aburrido, cuando el tiempo se hacía eterno, como ese día en que esperaba que apareciese el ómnibus que nunca llegaba.

Y allí estaba, sentado, haciéndome sombra con el ala más ancha del sombrero, armando un cigarrillo sin premura, dejando que el tiempo pasara.

En ese instante llegó Coitiño, con su andar lento, pausado, y se paró frente a mi.

- ¿Quién murió hoy?

- No sé -dije, mientras seguía con mi cigarro.

- ¿Cómo que no sabe?

- Hace rato que estoy acá sentado pero no vi ningún cortejo.

- ¿Y no le hicieron algún encargo especial?

- Ninguno. Tres cajones por mes. Lustrados, con cruz y aros de bronce. Como todos los meses: tres cajones de los buenos.

Coitiño frunció el ceño, como si lo que yo le había dicho no fuese cierto. Pero yo no lo sabía. No lo supe hasta que llegué a la carpintería.

Era tiempo de elecciones y un muchacho regordete pasó, montado en su bicicleta enorme, con un altavoz anunciando que iba a hablar el diputado Ibáñez en el Club Social esa noche. Parecía que en cada pedaleada dejaba la vida, y decenas de gotitas de sudor le caían por toda la frente, zigzagueando, hasta el cuello de la camisa. No le importó que pasara frente al campo santo, siguió con su parlante a viva voz, mientras pedaleaba.

Por fin se vio, a lo lejos, el ómnibus, que por el polvo que levantaba me di cuenta que traía apuro por llegar a tiempo a su destino. Me paré en medio de la calle e hice señas con los dos brazos.

Era el único ómnibus que había en la zona y cruzaba la ciudad de norte a sur, la bordeaba en parte y volvía a cruzarla de oeste a este. Como ya había hecho parte del recorrido encontré un único asiento. Estaba sobre la rueda, que parecía que de un momento a otro fuera a estallar por el calor del asfalto y la velocidad que el conductor le infringía.

- Llega tarde -dijo la viuda.

- Es por el ómnibus, usted sabe.

- Cámbiese de ropa y comience con un nuevo pedido. Es un ataúd especial. Quiero que luzca perfecto. Elija el mejor y apróntelo como si fuese para usted mismo.

Una vez que la dueña se marchó pregunté quién era el difunto.

Parecía que el único en le pueblo que no lo sabía era yo. Y Coitiño, pensé después, recordando nuestra charla en el cementerio. La voz se había corrido desde temprano en la mañana cuando encontraron al diputado Ibáñez muerto, en un lugar impropio.

- Pero si yo oí el aviso del acto en el Club Social -repliqué.

- Lo que pasa es que el aviso estaba pago y como el dueño del altavoz no quiso devolver el dinero, el partido lo obligó a dar toda la vuelta al pueblo.

En ese momento apareció la viuda, dándose golpecitos de palma contra su muslo generoso, y me indicó los últimos detalles.

Trabajé con esmero toda la mañana.

A eso de las doce los muchachos salieron a comer, pero yo me quedé porque el pedido era urgente.

Ya casi había terminado cuando escuché que alguien entraba por la puerta principal. Apretaba el último tornillo, aferrando la gran cruz con el Cristo a la tapa, por lo que no alcé la cabeza hasta que oí una voz profunda de hombre que decía:

- ¿Está pronto el ataúd?

Cuando levanté la vista lo vi.

- ¿Está pronto? -insistió la voz grave.

Yo no pude decir palabra. Era el diputado Ibáñez. Llevaba un traje habano y camisa blanca de seda, pero, cosa rara en él, no traía lazo o corbata.

Entonces, por la misma puerta por donde entró, apareció mi hijo con una bolsa con comida. El niño pasó delante de él, y una vez que estuvo al lado le acarició la cabeza, con cariño, como solía hacerlo en las reuniones políticas con los hijos de los correligionarios. Yo me adelanté unos pasos y lo traje conmigo. El niño dejó todo sobre una mesita llena de herramientas y se quedó así, como siempre, mirando.

El diputado estuvo largo rato observando mi trabajo. Era, sin lugar a dudas, el mejor ataúd que había preparado. Una vez satisfecho, se marchó, lentamente, mientras se alisaba el cuello de su camisa.

El niño permanecía en un rincón, armando casitas con trozos de madera y corcho, deshechos que muchas veces iban a la estufa o al asador. Parecía tranquilo, inmerso en sus construcciones, que se elevaban unos veinte centímetros de la mesa, y que semejaban pequeños panteones de un imaginario cementerio. El niño estaba absorto en su juego mientras yo sólo alcanzaba a lustrar una y otra vez la cruz del féretro. Cuando llegaron mis compañeros estaba sentado junto al cajón, en total silencio.

Entraron a las risas, golpeándose los hombros, y se pusieron a trabajar de inmediato, sin tomarme en cuenta, como si estuviesen inmersos en su propio mundo.

Entonces pensé que todo había sido una broma; que ellos me habían mentido acerca del muerto; que el fallecido podía haber sido el doctor o el Intendente, quizá la esposa de Ladislao Guerra, hombre de mucho dinero capaz de pagar un cajón de lujo.

No podía haber visto a un fantasma. Además había oído claramente el altavoz anunciando su mitin en el Club Social esa misma noche. Seguramente ese par de rufianes eran de otro partido. Ellos seguían riéndose mientras lustraban sus cajones; se tiraban con tarugos y viruta, como si hubiesen recibido una buena noticia o simplemente riendo como tontos que no tienen en qué pensar sino en divertirse.

El tonto he sido yo, me decía, cómo pude creerle a ese par de cretinos.

- Ustedes me mintieron -les dije- No fue el diputado Ibáñez el que murió. ¿Para quién es este cajón tan lujoso?

Los muchachos dejaron de reír de inmediato. Tobías, el menor, fue hasta la piecita del fondo y trajo el diario local. En la página fúnebre habían por lo menos seis avisos: de su esposa, de sus hijos, del Partido, del Club Albatros. Hasta había un editorial, escrito por un tal Javier Jancovics, que elogiaba ampliamente a su correligionario e invitaba al sepelio, donde habría una pequeña oratoria.

No hablé más del asunto. Terminé mi trabajo y volví a casa. Llevaba a mi hijo de la mano. Le acariciaba suavemente la cabeza y pensaba que el diputado Ibáñez había hecho lo mismo, unas horas antes.

Sara me esperaba con el diario sobre la mesa. Era el diario que había visto en la carpintería. Mi hija vino corriendo del fondo y nos besó a su hermano y a mí.

Apenas llegué, me puse a recordar nuestro primer día en esa casa: el muro ciego del cementerio en la vereda de enfrente, la dueña, con su cara alargada, que culminaba en una nariz musculosa, como la trompa de un zorro; aquellas  personas que se acercaron para darnos la bienvenida.

No sabía bien por qué, pero me venían, en oleadas, todos esos recuerdos. Entonces salí al jardín y quedé observando, desde la verja, la puerta del cementerio. Los cipreses giraban de modo casi imperceptible. Entré. Sara ya estaba sentada a la mesa.

- ¿Viste quién murió? -preguntó.

No contesté. Esperaba que ella me lo dijera.

- El diputado Ibáñez -dijo, en seguida, mientras servía un plato con trozos generosos de torta de vainilla.

- Hoy lo vi - le dije.

Se hizo un silencio y proseguí:

- Hoy lo vi. Estaba terminando su ataúd cuando apareció por la puerta. Preguntó por su féretro. Quería saber si estaba pronto.

- Estás cansado -dijo Sara.

- No estoy cansado, lo vi.

Entonces ella se puso a cortar más trozos de torta, haciendo un montoncito con las migas, que llevó hasta la cocina.

Mi hijo observaba, por la puerta entreabierta de la habitación, la gran cruz de hierro forjado, y trataba de dibujarla en una hoja de papel garbanzo. Mi hija jugaba en el patio.

Yo quedé pensando, con la vista perdida en la mancha de humedad que ocupaba el techo y parte de la pared del fondo.

Se hizo la noche.

Cuando reaccioné, vi a mi hijo que, poniéndose el dedo índice sobre sus labios, me hacía una pequeña seña para que guardara silencio.

Entonces comprendí todo.

Duilio Luraschi

Publicado en Las fieras, (Grupo editor Caracol al galope, 2002)

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Luraschi, Duilio

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio