Pollo al horno
Duilio Luraschi

La mesa estaba servida. Detrás, una lámpara de pie daba poca luz sobre un sillón vacío que tenía un diario doblado en cuatro partes sobre uno de sus posabrazos y un par de lentes abiertos por completo en el otro.

La habitación era pequeña, y desde la cocina llegaba un suave olor a pollo horneado. Todo hacía pensar que de un momento a otro llegaría el Sr. Branner. Saracho lo esperaba desde hacía una hora. En la radio se oía, suavemente, un disco de Benny Goodman y sus dedos acompasaban el saxo sobre la tapa del bargueño. Hacía mucho frío, y para contrarrestarlo, se había servido ya tres whiskys.

La señora que se encargaba de la limpieza y la comida ya había regresado a su casa. “No deje que el pollo se queme”, le había dicho a Saracho cuando cerraba la puerta, con un golpe exagerado. Saracho vigilaba el pollo entre vaso y vaso, pero no sabía si sacarlo y recalentarlo luego, o dárselo a Branner en el estado en que éste lo encontrara. La informalidad era algo que lo agobiaba y la cena estaba programada para las nueve.

Saracho era un hombre más bien pacífico, pero por las noches se entregaba a extraños sueños.  

Soñaba con catedrales antiguas. Eran inmensas, repletas de oro y plata. Catedrales antiquísimas en países desconocidos, llenas de bancos, bordeadas de una infinidad de confesionarios. Pero había uno en particular que acaparaba su atención. Estaba bastante apartado. Siempre soñaba que iba hasta él y corría, de golpe, el cortinado, y entonces se encontraba con la cara de Branner, que reía, y él lo mataba de diez o doce puñaladas en el pecho y en los brazos. Cada noche ocurría lo mismo, incluso luego de soñar el mismo sueño decenas de veces. Todo culminaba de la misma forma, y despertaba, sobresaltado, sentado en la cama, con la vista fija en el rosario de piedras negras.

Como no confiaba mucho en su ingenio, y no quería improvisar nada, planeó la conversación con Branner desde el “Buenos días”, que le diría cuando llegara,  al “Café o cognac”, luego de la cena.

Tenía por costumbre desmenuzar la conversación hasta lo más mínimo, con el fin de que nada se escapara a su control. Añoraba el mundo de la niñez. Añoraba los tiempos en que el mundo vivió su Edad Media, donde todo era perfecto y terrible.

La noche anterior no había dormido casi nada. Todo fue un oscuro sobresalto. Temía que al dejarse llevar por el cansancio, soñaría el mismo sueño de siempre, justo antes de la visita de Branner. Se le notaría en la cara. Sus ojos lo delatarían. Sus conversaciones, involuntarias, lo llevarían casi fatídicamente a las catedrales. De ahí a confesarlo todo era sólo un paso. Por eso de noche dio vueltas y más vueltas en la cama. Prefería que Branner lo encontrara con ojeras, incluso con humor de perros, antes que sus propios ojos lo denunciaran. Bebía, un vaso de whisky tras otro, con desenfreno, mientras no llegaba su invitado.

El pollo comenzaba a oler a quemado, pero Saracho no se movió un centímetro, y dejó que se fuese chamuscando.

Dejó la botella en el suelo, y comenzó a leer el diario.

Al hojearlo se encontró con la noticia de que Branner había muerto.

Cerró el diario con un ruido espantoso, y observó, una y otra vez, la fecha, que estaba en la primera línea. Era el diario de la tarde.

Fue inútil buscar en la radio algún noticiero. Sólo había programas con música. El dial quedó, por fin, después de su serpenteo, en un vallenato colombiano.

El pollo crepitaba horriblemente en el horno, y Saracho lo sacó, y lo dejó sobre una bandeja. Olía mal, y su aspecto era indecente.

Se sirvió un vaso más de alcohol, mientras resoplaba. De repente comenzó a comer un muslo, quitándole la piel, que ya estaba carbonizada por completo. Se sació, y regresó al sillón de la sala.

Por el profundo cansancio, no llegaba a coordinar, siquiera, un pensamiento acabado. Sus ideas parecían frases escolares, que le surgían de golpe, sin razón, para quedar truncas o sin ningún sentido. Comenzó, entonces, a invadirlo un fuerte sueño.

A la mañana siguiente se despertó en su cama. Vestía ropa interior y un robe de chambre que no era suyo.

- Por suerte usted no fuma.

- ¿Qué?

- Dejó el gas abierto. Volví por mis llaves y lo encontré tirado en el sillón. El batón es de su vecino del cuarto piso. Él fue quien lo desvistió. Se lo digo por si usted pensó que...

- ¿Qué hora es?

- Las once.

Saracho se incorporó. La habitación le daba vueltas.

- Llamé a su oficina. Dije que estaba enfermo.

Él asintió con los ojos cerrados.

Al mediodía comió los restos del calcinado pollo, y salió a la calle. Tenía prisa. Fue directo al velatorio. Estaba preocupado porque su traje era beige y no azul oscuro o negro, pero era el único traje que tenía limpio y sano. Lo más probable era que se recostara en un rincón evitando las miradas y los comentarios.

Al llegar a la sala se enteró que a Branner ya lo habían llevado al cementerio, a eso de las once. Dejó las pocas flores que traía en el velatorio contiguo.

Una vez en la calle levantó la vista al cielo: estaba muy nublado y posiblemente llovería.

Entró en un bar y pidió un café sin azúcar.

No sabía qué hacer. Primero se dirigió al teléfono y llamó a casa de Branner. En seguida colgó el tubo y resopló. Intentaba tararear una canción con sus soplidos. Se entretuvo un buen rato en eso mientras pensaba qué hacer.

Fue a su departamento y se echó en la cama. Estaba tan cansado que quedó dormido inmediatamente. No había terminado de cerrar sus ojos cuando apareció su sueño de catedrales. Eran de un color rojo intenso, con fachadas de platería. Bordeaban completamente una plaza inmensa y vacía, con innumerable cantidad de monumentos de bronce. El sueño le dio placer. Entró, entonces, a una de las iglesias. Llegó al confesionario, pero no abrió la cortina.

- Yo quería que él muriera.

- ¿A quién deseabas todo ese mal? ¿Tu lo mataste?

- Creo que fui yo.

Dijo esto, se levantó, y comenzó a caminar hacia la puerta. No había caminado más de seis pasos cuando regresó. Abrió, de un golpe, el cortinado y lo vio: como en todos los sueños, adentro estaba Branner riendo con desenfreno. Una vez más sacó de entre sus ropas un puñal pequeño, y lo asesinó, en forma salvaje. Pero no despertó entonces. Fue hasta su casa. Lo esperaba, como siempre, la señora de las tareas.

- Llega tarde señor, el pollo está en el horno. Hay puré, y ensalada en la heladera. No deje que el pollo se queme.

Saracho hizo un ademán, que intentó ser un saludo y al mismo tiempo un gesto de que no lo molestase.

Branner una vez más llegaría tarde, y entonces se puso a tomar whisky con hielo. Tamborileaba suavemente la canción que oía en la radio, “Somebody stole my gal”. Saracho seguía muy bien el ritmo y la melodía.

Cansado de esperar, se estiró en el sillón, cuan largo era, y se puso a leer el diario. Luego quitó el pollo del horno, y olvidó cerrar la llave del gas. Volvió al sillón, echándose en él, y esperó en silencio.

- Señor, ya es tarde. Si sigue durmiendo no va a poder pegar un ojo en la noche.

- ¿Qué hora es?

- Las cinco.

- ¿Hay algo de comer?

- Hay pollo.

Saracho se levantó, y se dio un buen baño.

Llegó a la oficina al día siguiente muy temprano. Todos comentaban sobre la muerte del auditor. Se había formado una gran rueda alrededor de Susana, que relataba con detalles cómo fue la muerte de Branner y quiénes estaban en el velatorio. Saracho trataba de llevar la conversación a quién sería el sustituto, pero todos preferían los cuentos de Susana. Branner había sido asesinado a la salida de un bar, en el barrio de Maroñas.

Entró el jefe, y llamó a Torres y a Saracho.

- Mañana elegiré al nuevo auditor. Ustedes dos son los empleados que reúnen todas las condiciones. Por la mañana tendré alguna noticia.

La cara de Torres se encendía de felicidad y la de Saracho rumiaba un pasto amargo: podría quedar nuevamente afuera.

Una vez solo con su compañero, Saracho lo invitó a cenar esa noche a su casa. “Tengo algo muy importante que decirte”. Pero a Torres no le animaba la idea. Saracho insistía, mientras le pasaba dos dedos por la solapa de su saco. Todos habían corrido por su tranvía, y el portero, de pie, esperaba que la oficina quedase totalmente vacía para cerrarla con llave. Torres por fin aceptó, y fijaron la reunión a las nueve.

- Va a haber pollo asado -dijo Saracho.

A la salida, junto a un negocio de billetes de lotería, compró un diario cualquiera, y se sumergió en las páginas de adivinos y cartomantes. Debería tener la certeza que ese puesto sería suyo.

Por fin encontró la dirección de una vidente que le diría todo cuanto él quería.

La casa quedaba en una zona muy alejada, y tuvo que caminar varias cuadras oscuras y empinadas por un camino con plátanos inmensos. Los árboles parecían vivos. Él creía que todos en el barrio sabían a dónde se dirigía, incluso los árboles.

Los naipes cayeron, una y otra vez, sobre la mesa sucia de cenizas, y la adivina comenzó a hablar en forma caótica y susurrante.

El ahorcado, la Papisa, dos a la vez: as de bastos y el carrusel de la fortuna. La mujer quitó, rápidamente, una de la mesa. Barajó y tiró, nuevamente.

Pudo sacar muy poco de lo que la anciana dijo. Retuvo sólo lo mínimo, sólo lo que él necesitaba. Habría cambios inesperados en su trabajo. Alguien lograba lo que no merecía. Una vez más aparecía la muerte.

Salió del templo profundamente angustiado, y comenzó a recorrer iglesias, una tras otra, con un frenesí inusitado. Estaba intranquilo.

Fue hasta un altar menor, y rezó con devoción bajo la imagen de San José Obrero. Había un osario de bronce de tamaño considerable, cubierto de sebo y moneditas de poca cuantía. Se aferró a él y quedó así por un buen rato. No podía olvidar su sueño de las catedrales.

Se levantó, persignándose al tiempo que se enderezaba, y partió en silencio, dejando una buena limosna bajo la imagen del santo. Caminó, lentamente, hasta su departamento, aunque se hallaba a una distancia considerable.

La señora de la limpieza comenzaba a impacientarse.

- Estoy calentando su pollo. Llegó una carta de su trabajo. Si no necesita nada más me voy a casa.

Saracho hizo una seña de aprobación, y se sentó en el sillón a leer el diario. Se sirvió un vaso de alcohol casi hasta el borde, y despidió desde allí a la señora.

En la radio se oía el clarinete de la vieja versión de “Get happy”, una vez más por la banda de Benny Goodman. En el horno el pollo crepitaba con furia.

Llenó su vaso, una y otra vez, hasta vaciar la botella. La banda acompasaba la escena, y en el horno el pollo ya estaba carbonizado por completo.

Saracho se estiró cuanto pudo en el sillón, y quedó profundamente dormido, con sus lentes sobre el pecho y el diario caído a su lado.

Duilio Luraschi

Publicado en Las fieras, ( Grupo editor Caracol al galope, 2002)

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Luraschi, Duilio

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio