El pacto
Duilio Luraschi

Hacía calor y me había despertado en medio de la noche; no podía volverme a dormir.

Mi padre escribía en la biblioteca y mi madre y Amparo dormían plácidamente. Quizá soñaban con un día de sol en el río. Papá escribía con su máquina escandalosa pero había cerrado las puertas del corredor y de la biblioteca.

El reloj de la sala dio las doce. 

Estaba seguro de que no podría pegar un ojo en lo que quedaba de la noche y la madrugada.

Me levanté y quedé parado frente a la cama. Fui hasta la puerta, la abrí y caminé directo hasta donde sabía que se encontraba. Iba con los pies descalzos sobre el suelo de monolítico.

Golpeé. De pronto el ruido de la máquina se cortó como quien desgarra una tela y llega a uno de los orillos. 

Por fin apareció la figura inmensa de mi padre detrás de una bocanada de humo. Me hizo entrar, guiándome con su mano en mi cabeza, y nos sentamos en dos sillones mullidos que había en medio de la sala.

La habitación, repleta de libros, figuras africanas y ceniceros, tenía dos cuadros grandes: un puerto nórdico en invierno y otro de colores más vivos con tres hombres con sombrero.

– ¿No dormís? –preguntó.

Negué con la cabeza.

– ¿Algún miedo?

Negué otra vez.

Me observaba de arriba abajo como si estuviera examinándome. Yo estaba parado sobre mis piernas flacas que nunca serían las de un deportista; mis pies, fríos y huesudos, escondidos en la sombra que daba una mesita.

– Vestite. Vamos a dar un paseo.

Cuando salíamos recalcó:

– Mamá y Amparo no deben enterarse.

Fuimos hasta el establo y enganchamos un caballo malacara y gateado. Una vez en el camino mi padre lo hizo trotar. Íbamos a trote largo. La senda, a veces tortuosa y otras veces convertida en una servidumbre de paso llevaba hasta el pueblo más cercano.

Hacía dos días había llegado un parque de diversiones.

Nuestras visitas al pueblo eran pocas; un sacerdote maestro nos daba clases en casa a mí y a mi hermana. 

Cuando llegamos, mis ojos quisieron ver todo lo que se me presentaba. 

Había una rueda gigante con lucecitas de colores que colgaban de las guías y de las bases de sus sillas. Giraba lentamente en medio del parque. Pude ver dos calesitas, un puesto de tiro al blanco, la casa de la flor azteca; un poco más allá, un carromato de madera con un cartel que anunciaba el acto de la mujer araña.

Vi también un adivino, tres payasos sobre zancos, un trapecista, un encantador de reptiles y dos gatas amaestradas. Eran dos gatas hermanas: una negra y otra blanca. Quitaban con sus uñas Las tarjetas de la suerte.

Papá me compró churros y un refresco.

– Ni una palabra a mamá –repitió– es nuestro secreto.

Observé que vestía simplemente, con ropa de trabajo. Tenía los dedos de las manos como racimos.

Un hombre bajo se acercó, de repente, y le dijo:

– Doctor...

Mi padre lo interrumpió con un chistido.

– Este es mi hijo Fernando.

El hombre saludó y mi padre se retiró unos pasos para intercambiar pocas palabras con el desconocido. Tenía anteojos verdes con armazón de pasta liviano.

Hablaban en voz baja. El hombre extraño parecía enojado; más bien parecía muy preocupado y mi padre trataba de tranquilizarlo. El desconocido le mostró unos papeles; parecía un expediente sellado, con fotografías. Mi padre hablaba despacio, como si estuviese cansado.

Volví, entonces, a observar el espectáculo de las gatas amaestradas. Caminaban, zigzagueando, entre las tarjetas hasta que se detenían en una cualquiera. El cartón en su reverso semejaba un as de corazones.

Desde la boletería el dueño observaba todo sentado en un banco de madera. Llevaba colgada del cuello una crucecita.

Una de las gatas era miope pero lo disimulaba arañando las tarjetas antes de sacarlas. La otra agradecía al público como si se disculpara.

Mi padre terminó de hablar con el desconocido y se acercó hasta donde lo estaba esperando. Me agarró por el hombro y me dijo:

– Es hora de marcharnos.

Subimos al charret y tomamos el camino que iba a casa.

Al llegar a la puerta de entrada mi padre levantó un farol que traía el carro en el descanso; lo sostuvo a la altura de su vista unos instantes. Luego entramos y desenganchó el caballo.

– ¿Quedan churros? –pregunté.

– Dos. Podés comértelos en tu cuarto.

Entramos.

A pesar de que otra vez todas las puertas permanecieron cerradas pude oír, claramente, el traqueteo de la máquina de mi padre.

El reloj de la sala dio las cuatro.

No recuerdo la campanada de las seis por lo que pienso que dormí un buen rato.

Temprano en la mañana el cura párroco iba a dar misa a casa.

El reloj de la sala dio las nueve.

El vicario llegó en hora pero tuvo que esperar a un par de vecinos que se retrazaron para comenzar la ceremonia.

Siempre me preguntaba por qué papá no iba nunca a misa.

A la hora de la siesta me caía de sueño y fui hasta mi habitación para echarme una vez más en la cama. Mamá pensó que estaba enfermo y echó a todos de la pieza y cerró las celosías de todas las ventanas. 

Tardé pocos minutos en dormirme de nuevo. Esta vez no oí arrancar el ronroneo de la Remington.

Siempre quise averiguar qué escribía mi padre por las tardes y las noches y por qué no comulgaba como todos nosotros los domingos.

Amparo me despertó a eso de las cinco y media.

– ¡Es un día de sol! ¡Sé que no estás enfermo! ¡Vamos a buscar un hormiguero!

Mi hermana se tiraba en el suelo y cortaba esa fila interminable de hormigas y se divertía observando cómo iban para uno y otro lado. A veces echaba agua en el hormiguero y las veíamos correr de aquí para allá, unas peleando por salir y otras metiéndose de nuevo.

Estuve solo a un paso de contarle de nuestra escapada al parque de diversiones, pero no dije palabra.

Amparo tenía la cara redonda y brillante como la de los muñecos de masa. Los ojos, pequeñitos entre dos cachetes carnosos, parecían pasas de uva. Se aburría horriblemente en casa y soñaba con personajes extraños. Los que prefería eran mezcla de gigantes y cíclopes de dos cabezas, que hacían temblar la tierra entre zancada y zancada. 

En San Ignacio las cosas sucedían lentamente. Aun más en el verano. Era una especie de siesta inmensa que comenzaba a fines de noviembre y terminaba con el inicio de nuestros cursos de álgebra y gramática. Todo era predecible, quizá por eso mi padre vivió seis años en la capital. Venía a visitarnos los fines de semana.

Cuando llegó de nuevo a casa, esta vez para quedarse, se le metió en la cabeza la idea de escribir y escribir hasta entrada la madrugada. Pasaba todo el día encerrado en la biblioteca.

A veces, cuando sabía que él no estaba y que no volvería por un buen rato, me metía en su despacho para buscar los papeles mecanografiados. Trataba de indagar que traía en su mente sin revolver demasiado. 

Contra el piso, junto a un escalón, descubrí un mueble pequeño con los cajoncitos pintados. Tiré del pasador pero estaba cerrado con llave.

Mi padre era un hombre que meditaba frente a la ventana. Su preocupación ahumó la sala con sucesivos cigarros. Siempre decía palabras exactas y poco comunes. Parecía un hombre nacido en otro lado. 

La prolongada ausencia lo fue haciendo más grave y a veces me urgía el deseo de interpelarlo.

Al tiempo –quizá pasaron dos o tres años– nuestra casa se convirtió en un gran hormiguero. Había gente que entraba y salía del lugar cargando cuadros y fardos de expedientes. Gente de paisano y uniformada. Hombres iguales a otros hombres. Se había instalado en casa un verdadero regimiento. Algunos eran de la zona pero otros no. El capitán que comandaba aquella empresa era el hombre extraño que vi en el parque de diversiones. Mi madre parecía muy nerviosa.

Los hombres–hormiga cargaban cosas en camiones del ejército. Creo que se llevaron la Remington.

Los cajones, billeteras y escondrijos fueron de pronto basura amontonada en el suelo. Desperdicios. Los libros se encontraban deshojados y partidos.

La cabeza rota de una muñeca enlozada giraba con locura sobre el mármol del fregadero.

A Amparo y a mí nos hubiera gustado echarles un buen balde de agua fría para espantarlos.

– ¿Qué sucede? –preguntó mamá.

– Hubo un atentado.

– ¿Y Martín?

– Volvemos.

– ¿Y los niños? –preguntó otra vez.

– Ellos van a estar bien.

Cuando todos esos hombres se fueron mamá corrió hasta el comedor y sintonizó la radio de bóveda de cedro. Giró el dial de aquí a allá, pero las noticias centrales no hablaban del suceso.

Mi padre no regresó ese día ni al siguiente. No regresó nunca más a nuestra casa.

La gente del pueblo decía que tenía otra mujer en Montevideo. Mamá nunca les hizo caso.

El vicario dejó de dar misas en el jardín los domingos y nosotros tuvimos que tomar clases en el colegio de los salesianos.

Quizá lo que más extrañé fue el traqueteo de la Remington. Ése era el ruido que antecedía a mi padre. 

Ya de mayor lo vi, una vez más, en un bar de la calle Ciudadela. Él estaba sentado en una mesa lejos del mostrador y los espejos. Tomaba café y comía con pan con mermelada. Ahuecaba con la mano los pancitos y los embadurnaba con la melaza. Masticaba con desesperación y agonía. Parecía un hombre cansado o muy viejo.

Me acerqué lentamente hasta donde él estaba sentado; mientras caminaba pensaba en todo lo que le preguntaría.

Me paré frente a su mesa y quedé observándolo. Fumaba uno de esos cigarros interminables.

Al verme levantó apenas la vista y preguntó:

– ¿Fernando?

No le hice ninguna pregunta. Me senté y bebimos café, y recordamos la escapada al parque de diversiones.

Duilio Luraschi 
cuento de La frontera, Vintén Editor, 2008

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