Ojos
Duilio Luraschi

Abrí los ojos: desperté. Eran las diez o diez y algo.

Nos reuniríamos nuevamente en Picadilly Circus.

A C. le aburría la misma rutina, pero yo prefería Picadilly a Victoria Station.

Llovía. Llovió por tres o cuatro días seguidos. Ya estábamos entrando en la primavera, sin embargo en Londres simplemente llueve.

Nos reuniríamos y comeríamos hamburguesas con katchup.

Un gaitero, pese a la llovizna y el frío, resoplaba su instrumento por unos peniques o alguna libra. Ya a esa altura C. traía diez minutos de retraso. Me protegí del tiempo bajo el alerón de una de esas farmacias gigantes de varios pisos a la que alguna vez fuimos para revelar rollos de fotografía o comprar analgésicos.

La calle estaba, pese a todo, llena de gente. Gente de todas partes hacia no sabía bien dónde. Cientos de transeúntes como una gran incógnita, como si en los pabellones de sus orejas tuviesen grandes signos de interrogación.

Apareció, así, de la nada, una muchacha con ropa oriental pero con calzado deportivo celeste.

Reparé en ella unos instantes. Su pelo renegrido, su tez color mate, y dos ojos almendrados que se introducían en todas las cosas y en todos los ojos que (inocentemente) la miraban.

Se acercó hasta mí y dijo algo en inglés con fuerte acento.

Pese a la llovizna ella seguía de pie, frente a mí, observándome. Luego abrió sus manos y las unió por sus palmas dejando los dedos abiertos como una cola de un pavo real o una aureola de un santo. Le pregunté si necesitaba algo. Sus ojos, renegridos, se clavaron nuevamente en los míos, pero no dijo palabra. Parecía que su mirada horadaba todas las cosas.

Sacó, de entre sus ropas, un frasco, más bien pequeño, y me lo dio.

Le dije No, o ¿Por qué?, balbuceé palabras sin sentido, pero ella apretó mis manos entre las suyas y luego se señaló el corazón y la boca.

Una vez más clavó sus ojos en los míos. Sentía una extraña sensación de desasosiego.

El Big Ben seguramente habría dado las doce.

De un Rover negro bajó un hombre gordo y viejo, también vestido a la usanza oriental. Dentro, aguardaba, con sus brazos totalmente extendidos en el respaldo de piel, un hombre joven, blanco, de pelo largo y castaño, con los lentes a modo de bincha y botas altas, de caza.

El hombre gordo tomó a la joven de un brazo y la metió en el automóvil  sin siquiera dirigirme una mirada. Ella se fue con él, pero no dio vuelta la cabeza, quizá para protegerme. La observé, de espaldas, entrar, como en cámara lenta, al gran auto negro. Levanté un brazo y lo mantuve sin razón en el aire, sin que de mi boca saliera palabra. Miré la calle, llena de gente apurada, vi mi mano, encorvada, y luego el frasco que tenía en ella.

Podía retener en los míos, aún, aquellos ojos oscuros.

La llovizna persistía. El gaitero resoplaba su instrumento, congelándose en cada nota, y yo seguía como un tonto, bajo el alero de la farmacia.

Observé una vez más el frasco. Era de vidrio, pintado con tierras de colores y alguna goma transparente, que lo envolvía. Estaba tapado por un corcho celeste, como el calzado que la joven llevaba. No lo abrí. Lo guardé en el bolsillo derecho de la chaqueta.

Por fin apareció C., apurada. Un par de mechones rubios, de pelo mojado, sobresalían de su capucha.

Me planteó dos opciones: comer algo rápido y visitar el Museo Británico, o ir hasta el Coach Station y sacar un pasaje a Leeds, donde visitaríamos el castillo.

No fue la comida, sino la idea del museo, lo que me llevó a la primera propuesta. Lo habíamos visitado en un par de ocasiones, pero yo quería ir directamente a la Sección Oriental, para ver si podría descubrir algo.

No le comenté nada a C. No lo entendería.

Estuvimos en el museo no menos de dos horas. Yo buscaba algún frasco similar, la cara de la muchacha en una diosa india o una pequeña escultura malaya, sus ojos en una pintura. Pero no encontré nada que la relacionara, por más que me detuve en cada detalle.

Entonces desistí, y volvimos al departamento a escribir y oír algo de música.

Sus ojos verde agua lejos de ser bonitos eran totalmente inexpresivos. Estaban como pintados con témperas, en medio de un rostro excesivamente blanco y un par de labios carmín, que le desgarraban la boca, y que ella apretaba tratando -en vano- de formar un corazoncito.

Manejaba uno de esos coches descapotables. Uno grande, nuevo. Mantenía la vista en alto, como si no viese nada. Por un momento pensé que estaba ciega, pero enseguida me acordé que manejaba su automóvil, insensible.

Su cara, su boca, sus ojos color témpera y su auto, también verde, se repetían tres veces en la pared. Tres tamaños distintos: el mayor no tan grande como un cuadro, el menor algo mayor que una postal. Quedé hipnotizado, por largo rato viendo la secuencia, en la pared posterior del baño de C.

Pulsé el botón de la cisterna.

Las pinturas de la sala eran de arte pop y litografías de Miró y Kandinsky, los libros se sucedían en bibliotecas de metal, que abarcaban dos de sus paredes. En una de ellas había una foto de Borges, con su rostro en alto, y otra, un poco más grande, con una aurora boreal.

C. tenía los ojos celestes. No eran negro nogal ni verde agua. Estaban llenos de vida, y por ellos se escapaban, una y otra vez, sus pensamientos. Me gustaba verle los ojos desnudos, que me contaban cosas, y quedaba husmeando en ellos largo tiempo, mientras me hablaba de sus exámenes.

Luego iba hasta el espejo y miraba mi cara, tratando de verme a mí mismo y al espejo, reflejados en mis ojos.

Del sillón, en la sala, a la cocina, habría unos quince pasos. Pasos regulares, sin urgencias. Quince pasos que me llevarían a la botella de whisky, que siempre tomaba a la usanza americana, sin agua y con algunas piedras de hielo.

Las movía, lentamente, en vaivén, con mis dedos entumecidos, y pensaba en la joven de calzado celeste.

Quizá mis ojos eran así, como el hielo. Dos piedras incoloras, que se disuelven lentamente.

Estuve tentado en más de una ocasión en abrir el frasco, pero no lo hice. Lo mantuve guardado en el bolsillo de la chaqueta no sé muy bien por qué, como si me hubiese olvidado, y no fui por él en todo el tiempo en que estuve preparando mi tesis final, sobre Pequeñas empresas.

Había conocido a C. en la Universidad. Llevaba el pelo revuelto por el fuerte viento, y estuvo casi toda la clase alisándolo, suavemente, con tres dedos extendidos.

Me acerqué a ella y le pregunté de dónde era -resultó ser holandesa- ; yo le conté que era del sur, de América Latina.

La invité a tomar una cerveza.

Pronto las salidas fueron más frecuentes, íntimas y azarosas, y al poco tiempo vivíamos juntos, en su apartamento de la calle Hartley.

Mi vida en Londres, entonces, fue intensa y feliz, hasta que comenzaron las pesadillas.

Eran terribles.

Al despertar, quedaba sentado en la cama, en la oscuridad más absoluta, y, aún cerrando mis ojos, veía los ojos orientales, como dos carbones incandescentes, que se posaban en mí hasta lastimarme.

Fui a la farmacia de Picadilly en más de una ocasión. Estuve allí una o dos horas, cada vez, observando a todo ese mar de gente, mojado, bajo el alero, muerto de frío.

La muchacha nunca apareció. Ni el Rover negro.

Veía a la gente caminar, apresurada; gente que en sus rostros no llevaba ojos.

Fui un par de veces a Reading, entregué mi trabajo, y me despedí de C., una noche que me pareció la más corta de las que estuve en Londres.

Quizá nunca más la vería en mi vida.

A la mañana me desperté, y quedé un buen rato escudriñando en su rostro dormido. Apenas sonreía.

Luego fui al baño, sólo para ver la secuencia de la mujer en el auto.

Quedé parado, en silencio, aferrado de una colilla del lavabo. Toqué, inconscientemente, el bolsillo de la chaqueta y tomé el frasco. Dudé si abrirlo o tirarlo así, por el ducto o el inodoro. Sin embargo lo abrí, y de golpe brotó un olor fuerte, fortísimo, a incienso y sándalo.

Observé dentro, por su boca pequeña, y vi los ojos de C., y los de la muchacha oriental, y los de la mujer del dibujo, que parecían pintados con témpera. Luego el fondo se volvió viscoso y oscuro, y me vi a mí mismo. Vi mi ojo, quieto, duro, como el ojo frío de un pez.

Después ya no vi nada.

Duilio Luraschi

Publicado en Las fieras, ( Grupo editor Caracol al galope, 2002)

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Luraschi, Duilio

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio