MONTENEGRO, de Duilio Luraschi. Artefato, 62 páginas, Montevideo, 2004 - por René Fuentes Gómez - El País Cultural - 8 de julio de 2005.  

DUILIO Luraschi es un nombre raro. Sin embargo, este narrador uruguayo saca provecho de la normalidad, del temperamento sereno y la piedad con que se puede indagar en la violencia de las relaciones humanas, la rutina oficinesca y el candor de ciertos recuerdos. Éstos son algunos de los temas fundamentales que recorren su obra, ahora ampliada en Montenegro, el sexto libro de relatos que publica.

Luraschi no se propone distraer al lector con referencia o dictando cátedra de lo que sabe o leyó. Su literatura no va por ahí. Su mérito mayor -cuando los presupuestos lo justifican y lo logra- es contar una historia sin prisa, sin golpes de efecto, aportando cada detalle necesario. Algunos relatos de sus libros anteriores son antológicos: “Estación Pereira” (de El huésped, Aymará, 1999), “La fila”, “Providencias”, “Las clases” (de Providencias, Vintén Editor, 2000; hasta el momento su mejor libro) y “Pollo al horno” (de Las fieras, Caracol al Galope, 2002). Los dos primeros, según sus palabras, prefiere olvidarlos.

En Montenegro se destacan principalmente el que da título al libro, “El velatorio” y “La nueva empresa”, que repite los aciertos de esa “buroficción” que Juan E. Fernández (Relaciones, diciembre 2000) ya había elogiado con justicia.

La magia del acierto comienza en esas pocas líneas que le bastan para contextualizar: “El lago es grande. El otro extremo se ve como un línea de colores diluidos, donde los cerros apenas se esbozan tímidamente. Llegamos a media tarde. Recorrimos algunos caminos que a veces no llegar a ser más que una huella, agobiados por el calor y el peso que cargábamos”. De este modo el lector puede reconocer rápidamente el tono y el ritmo de “Montenegro”, un relato donde hay una econonía total de cada acción expositiva y expansiva de la anécedota. La muerte y las diferentes motivaciones que la imponen se presentan a través de una desaparición. Nada se explica. La muerte no resulta la solución del conflicto ni del relato, sino el detonante de su reescritura interpretativa. Eso que Ricardo Piglia reconoce en todo buen cuento:la necesidad de contar dos historias; una escrita, la otra connotada.

En “El velatorio” se repite una vez más la fórmula del narrador interno, meticuloso, que focaliza desde el recuerdo: “Era una tarde de frío intenso. Las manos se agrietaban y se tornaban de un color violáceo, mortecino; los labios se quebraban en filosas escamas, que mordíamos inconscientemente (...) El camino era bastante malo, bordeado de pinos y eucaliptos. Por fin apareció, detrás de un puente de granito, un pueblo pequeño y agrisado”. Después de un comienzo así quedan dos opciones: decir “Paso, no es para mí”. O seguir el hilo moroso que palabra a palabra va tejiendo ese juego de espejos entre dos habitaciones que Luraschi narra con acierto.

René Fuentes Gómez

EL PAÍS CULTURAL.  8 de julio de 2005.  

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