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Los títulos
Duilio Luraschi

Llegué a San Juan a eso de las diez y media. Todas las casas estaban oscuras y cerradas. En ocasiones pude ver, en las puertas de entrada, algunas lamparitas de colores muy tenues –amarillas o de poco voltaje– que servían para evitar que revolotearan en ellas los insectos.

Caminé hasta la primera casa que vi abierta. Era un club social al que llamaban Saraiva. Quedaba en una esquina que hacía ochava, debajo de un cartel de latón con un aviso de bicarbonato. Entré.

En el fondo de la sala –más oscura de lo que imaginé desde la puerta de entrada– vi una serie de copas de aluminio, varios y no todos los tacos de un billar, banderines de diferentes colores y tamaños, una foto enorme que tenía la apariencia de un daguerrotipo, una silla de peluquero con accesorios y espejo, y una batea. A un lado se sucedían ocho mesas cuadradas sin pintar; una estaba cubierta con un mantelito de hule a lunares y las demás descubiertas,  mal pintadas, sembradas de vasos vacíos y copitas de vidrio barato. Las sillas eran pocas y de diferentes juegos y tamaños. En un rincón alguien había dejado un farol, de los que se usan para pescar a la encandilada.

Al otro lado del salón –que tenía olor a bodega o viñedo– vi el mostrador, veteado y poroso, alto para que ningún niño se acodara ni para que se recostara en él ningún borracho sin consuelo. Detrás vi un hombre de mediana edad, más bien bajo pero corpulento, con la cabeza encrespada, que tenía unos manchones enormes de vino sobre la camisa. Detrás seguía una hilera de botellas que el tiempo fue avejentando, de vinos ya vinagre y caña con pitanga sin corchos. Arriba y en el centro habían colgado un reloj de pared al que le faltaba la aguja del minutero. Entre la puerta de entrada y detrás del mostrador se habían sentado cuatro gatos barcinos. Formaban una especie de trapecio. Se estaban refregando las patas sobre las orejas y el hocico.

Era un lugar bastante despoblado.

Me acerqué primero hasta la mesa de billar y pasé un dedo por la felpa, luego, haciendo un medio círculo al revés, me acerqué a la punta del mostrador, donde alguien había dejado una caja de zapatos.

– ¿Vino en el tren? –preguntó el hombre de pelo crespo.

– En el tren de las diez a Montes.

– Es el único que pasa de noche. Antes, desde acá, alcanzaba a escuchar el ruido del tren de las once a Melo, pero ya no pasa por el pueblo. No pasa desde hace un tiempo.

El hombre se acercó y me sirvió en un vaso algo que confundí con ginebra.

– Cortesía de la casa –dijo, y golpeó el vasito contra el mármol.

La foto enorme que alguien colgó en la pared debía dar el nombre a ese club tan desolado, pero no pregunté nada a nadie: estaba cansado y ya era muy tarde.

Desde el fondo se acercaba una mujer. Tenía los ojos saltones y la mirada triste. Iba echando veneno para ratones en los recovecos y las hendijas que iba encontrando al caminar, en el piso de tablones de listón y en los zócalos de azulejos. Parecía una mujer desamparada. Vestía, pese al intenso calor, un pantaloncillo de lana gris debajo de una pollera con flores.

– ¿Y a dónde va? –me preguntó.

– Voy a Villa Aurora –le dije.

– ¿Y qué va a hacer? Ahí no vive ya más nadie.

Su comentario me sorprendió, y el dueño del club y la mujer se dieron cuenta de que estaba sorprendido.

– ¿No hay nadie en ese pueblo? –pregunté.

– ¿Usted no lo sabía? –dijo el dueño del lugar.

Negué con la cabeza.

– Se fueron todos –dijo la mujer, y siguió echando veneno en las hendijas.

De la oscuridad salió otro señor. Tenía una faja roja que lo bordeaba bajo el cinto. Sostenía, siempre con tres dedos, un vasito de grappa o ginebra. Se acomodó, como pudo, contra el borde de la mesa de billar y me dijo, mientras levantaba, lentamente, los tres dedos que apretaban el vasito:

– No había nada más que hacer. Había que irse para otro sitio y se fueron todos... no todos. Se fueron todos pero uno se quedó en el pueblo.

La mujer del frasco de veneno se acerco hasta la punta del mostrador y lo guardó en la caja de zapatos.

Probé del vasito que tenía servido frente a mí. Me resultó una bebida viscosa y azucarada. El cantinero se acercó un poco más y me trajo un plato con salame, queso y tres rodajas finas de pan casero.

Pregunté si sabían de alguien que pudiese llevarme hasta allí, pero solo conseguí evasivas. Al final el dueño del lugar me prestó una bicicleta. Me advirtió que estaba un poco vieja.

Pero no se vaya ahora –me dijo– que de noche no lo va a encontrar. No va a poder ver el camino ni el puente.

Estuve de acuerdo con la idea de pasar esa noche en el club, me senté sobre una mesa y me puse a jugar con las fichas del dominó de madera.

Amaneció muy lentamente.

El salón se fue llenando de cosas y de olores. Me sirvieron un churrasco con pan y después me lavé las manos hasta los codos en una batea enlosada que habían dispuesto junto al baño.

El dueño salió por un corredor que ya no olía a jazmín y regresó con la bicicleta. Parecía enorme y estaba pintada de negro.

La mujer me miró una vez más y me preguntó:

– ¿Igual piensa ir?

Afirmé con la cabeza.

– Hay una cruz –dijo el hombre que estaba fajado– antes de llegar al pueblo va a encontrar una cruz. Ahí termina todo.

El dueño del comercio afirmó bien el piñón y estiró la cadena ayudándose con una de sus rodillas.

– Supongo que sabe pedalear –dijo, casi en tono de burla.

– Un poco.

Entonces levantó la vista y me señaló el camino.

– Son unos diez o doce kilómetros. Ahora de día no se puede perder. Toma la calle que empieza en la mercería y pronto va a ver que se hace camino de bitumen y barro. Pasa el puentecito que hay sobre el arroyo Yi y de ahí son tres kilómetros.

– Pienso volver temprano, para devolver esta locomoción –le dije.

– Ya sé que va a volver temprano –dijo la mujer.

Se adelantó y me preguntó:

– ¿En serio quiere ir?

Entonces confesé:

– Tengo unos terrenos comprados.

– ¿Comprados a quién? –preguntó la mujer.

– Son comprados. Acá tengo los papeles –le dije.

El dueño del lugar trajo hasta la puerta la bicicleta. La levantó, afirmándose del asiento, y le dio un gran pedalazo. La rueda quedó dando vueltas por un buen rato.

El hombre fajado también salió, fue hasta la calle y me saludó. Tenía un dejo familiar a la foto del tal Saraiva.

Partí.

El camino, una vez que dejé la ciudad, se fue volviendo más lento y enmarañado. Poco a poco el macadam se fue llenado de abrojos, yuyos, mechones de pasto seco.

Los últimos metros, antes de llegar a la cruz, se convirtieron en pedruscos y adoquines mal cortados.

Me detuve a descansar. Saqué de un bolsillo un mapa o un esbozo de plano en donde quería ubicarme y ubicar los terrenos que había comprado.

El sol no estaba alto ni hacía tanto calor pero tenía una sed desesperante. Busqué en vano algún tajamar, pero no encontré ni la sombra de un árbol.

Los terrones, que eran rojizos o de color marrón, tenían más de arcilla que de tierra y a veces más de arena que de arcilla.

Junté en mi puño cuanto pude y me quedé mirando el polvo deshacerse con el viento.

El sol formaba lagunas sobre las piedras y el camino. Podía oírse claramente el silbido del viento pasear sobre el asfalto de las azoteas. Creí o pude ver una sombra. Era una especie de nube, delgada como esa tela blancuzca que envuelve los ojos de los perros ciegos. Hacía mucho calor y me sentía cansado.

A eso del mediodía me encontraba, una vez más, en San Juan.

Llegué al club y vi a la vieja, al hombre fajado y al dueño del lugar.

La mujer se adelantó y me franqueó la puerta con una monótona pregunta:

¿Y ahora a dónde va?

Al mismo tiempo que hacía la pregunta, me quitaba la bicicleta de las manos. Se la llevó mientras susurraba una canción en italiano. Iba hasta el fondo dando pasos cortitos.

– ¿Qué pasó allá, en Villa Aurora? –le pregunté al hombre que levaba la faja.

La mujer vieja, que llegaba del fondo, comentó:

– Hoy va a haber buseca. Acá se hace con cerdo y con chorizos. Incluso viene gente de Villa Andujar. No es algo espectacular pero puede quedarse satisfecho sólo por doce pesos. Después se juega a la generala y tal vez pueda desquitar el precio que pagó por los terrenos.

El dueño del local dejó lo que estaba haciendo y también se acercó. Me convidó otra vez con el licor azucarado.

De golpe empezó a llover a mares. La mujer se tapó con un trapo de felpa la cabeza y el dueño empezó a cerrar todas las ventanas y las dos hojas de vidrio de la puerta ochavada.

La lluvia empezó a barrer con todo lo que había en la calle y en las veredas y también se metía, de chijete, por las ventas entreabiertas y las celosías.

Los gatos del comercio empezaron a gritar y a girar en círculos. Gritaban tanto que parecía que se iban a morir de hambre en cualquier momento. En realidad sólo querían subirse al techo.

Desde el cielo se oía un ruido impresionante, como si toda el agua y el granizo que tenía fueran a caer en ese momento.

El hombre con la faja y el puñal no parecía preocupado. Se pasaba la punta del cuchillo por la mugrecita que se había formado debajo de sus uñas. Era un hombre simple, acostumbrado a tales circunstancias.

– Además de buseca ¿hacen otra cosa? –le pregunté a la mujer.

– Hoy no. Pero hacemos otras cosas, por ejemplo milanesa de pescado.

No entendí si era verdad lo que me decía o si sólo quería quitarme del medio. Entonces dije:

Está bien, entonces, buseca.

Los gatos se fueron trepando por los muros y el pretil y llegaron hasta el techo.

Una vez que el comercio quedó vacío entramos y la señora empezó a barrer con una escoba de paja sujeta por un alambre. Iba haciendo montoncitos que juntaba al final y los echaba en una pala enorme con mango de madera.

A eso de las dos o dos y media empezó a caer la clientela. Venían con hambre y entraron dando gritos en el salón despreocupándose de la lluvia y del viento.

Yo ya había elegido un rincón y tenía, en la mesa, una panera y tres cubiertos: cuchillo y tenedor para mondongo, embutidos y pecho de cerdo, y una cuchara mediana para partir las papas, los boniatos, para pescar porotos y garbanzos, y para tomar, a buches, el caldo que generalmente es espeso.

Seguía pensando que el calor era terrible. No había bajado la temperatura ni siquiera con la lluvia y el granizo.

La mujer vieja se acercó a mi mesa y me recordó que podría apostar los terrenos a los dados. Había en ella algo que me inspiraba desconfianza.

Frente a mí se fue sentando una pareja con dos hijos chicos, que eran nena y varón y ninguno llegaba a los seis años. Luego se sentó una mujer joven que parecía una niña, que ordenó un sanmartín y vino tinto para la comida. Al lado, se sentó un señor que tenía las orejas enormes y paradas y parecía que podría escuchar, desde su asiento, todas las conversaciones. Después llegó y se sentó una mujer algo mayor, que llevaba, en la cabeza, un pañuelo rojo bordado. Caminaba con cierta morosidad mientras recorría con las yemas de los dedos los bancos, las sillas y las paredes. Se acomodó, por fin, frente a la mesa que tenía el hule a lunares, y echó un profundo resoplido.

La comida estuvo rica pero no fue lo suficientemente abundante. Yo, en un momento, había pensado que rebasaría el plato, pero si bien no fue escasa nadie dejó restos para los gatos.

La mujer del pañuelo rojo se pasó un trozo de papel por la comisura de los labios. El papel le servía de servilleta. Yo la miraba mientras se repasaba el mentón y ella lo advirtió y me saludó con cortesía.

Me fui acercando un poco más y le dije algo, al pasar, sin importancia.

Después de charlar unos minutos pregunté:

– ¿Qué pasó en Villa Aurora?

– Fue culpa de la sequía –dijo, y empezó a refregarse la nariz con el borde del papel que le servia de lienzo.

– Entonces, ¿se fueron todos de ahí?

No todos –dijo, con un dejo de tristeza, y me pidió un poco del pan que me había sobrado.

Empezó a hacer muñequitos de miga, con dos dedos, para luego devorárselos.

Me contó que había sido la menor de tres hermanos, Dino fue el mayor, Horacio el siguiente y ella fue la más chica de todos.

La mujer del pañuelo rojo recordaba a todos los que vivieron en Villa Aurora por su nombre y apellido y recordaba también la línea directa de cada parentesco. Recordaba cuál había sido la primera casa en construirse y cuál la única que no quedó abandonada. Le dije que tenía unos papeles del lugar –sin querer entrar en muchas explicaciones– y le pregunté si conocía la calle Los Sauces. Me dijo que no. Me resultó curioso que no conociera ninguna calle de Villa Aurora.

Si bien el pueblo tenía un nomenclátor de calles y caminos, me dijo que nadie las conocía por su nombre. Decían, por ejemplo, a tres cuadras del molino o tres calles a la izquierda de la plaza.

Le pregunté:

¿Usted vivió en ese lugar?

Ella no me respondió y salió con algunas evasivas. Seguía jugando con los muñequitos de miga de pan y, seguramente, recordaba algo más que no quería decirme.

No todos –se le escapó.

Tenía la mirada detenida en otro lado.

Empezó el juego de dados. Yo no quise apostar y me quedé a un lado. Quería saber más sobre los papeles que tenía en uno de mis bolsillos.

La mujer del pañuelo rojo me dejó y dijo “disculpe” y se puso a jugar sin terminar la historia que había comenzado. Yo me arrimé al mostrador, donde se había formado una rueda.

– ¿Y qué toma el hombre? –preguntó un señor.

– Estoy tomando vino rosado.

Yo escuchaba con una oreja lo que se decía ahí y miraba con un ojo a la mujer que estaba ganando la partida. Al finalizar cada mano dejaba el cubilete a un centímetro de sus dedos y se ponía a lustrar la cutícula de sus uñas.

Los dados eran irregulares y desparejos: tres blancos de hueso, pesados, y dos negros de rama de cedro cubiertos de laca.

Todos parecían despreocupados y felices, incluso el matrimonio joven, que luchaba con los niños, que se habían vuelto imposibles.

Me detuve en una serie de recortes de diario –doce o trece– que vi colgados, casi en penumbras, detrás de las fiambreras de acero. Cada tanto el dueño pasaba tambaleándose y daba un palmetazo contra la pared de azulejos.

Decidí caminar un poco por la sala sólo para estirar las piernas. Me acerqué al billar donde unos muchachos, que recién habían llegado, estaban jugando a tres bandas por dinero. Conversaban en voz baja. Al pasar oí que el más delgado decía:

– ...no quiso irse y se murió de hambre.

Pero otro respondió:

– Algunos dicen que lo envenenaron.

– No quería vender –dijo el gordo, que tenía empapadas las axilas.

Cuando me vieron llegar hicieron un breve silencio y se aferraron a su copita de caña y a los tacos.

El delgado empezó a silbar una canción. Era una que todos conocían.

La mujer del dueño había hecho torta de naranja. Arriba la espolvoreó con azúcar impalpable.

De pronto uno de los que jugaban generala se paró y dejó su lugar vacío; la mujer con la que estuve conversando me llamó y me hizo señas para que me acercara. Yo dudé y fui despacio, tropezándome contra las sillas.

– ¿Y cuánto va a apostar? –dijo el hombre que manejaba las fichas.

Cien –dije, no sé por qué, y tanteé la billetera rogando que el dinero me alcanzara.

En la mesa éramos seis jugadores, pero a veces me sentía un poco encajonado.

El juego al principio se hizo difícil pero logré recuperar el dinero y ganar doscientos pesos arriba. Entonces la vieja, desde el mostrador, me hizo señas para que apostara los terrenos. Vi que tenía enfrente una gran chance de ganar, pero no aposté los terrenos sino los trescientos pesos que había acumulado. En las tres manos siguientes perdí todo el dinero y dos llaveros que aceptaron como apuesta; no aposté los terrenos. Tanteaba el bulto que producían los papeles en mi bolsillo.

Cuando levanté una de las piernas, que tenía adormecida, pude ver pedacitos de mica brillando en la suela de mi zapato.  

Antes de levantarme miré a la mujer del comerciante: era vieja como una araña. Vi también que me observaba. Tenía una mirada anodina y decepcionada. Jugaba con la única patilla que tenían sus anteojos. El hombre fajado, que se había olvidado de mí por un buen rato, comía torta en trozos generosos.

Se oyeron las campanadas de una iglesia.

La mujer, que aún llevaba puesto el pañuelo rojo había perdido todo el dinero. Tenía la vista vacía. Estaba quitando, como si fuese un desperdicio, un pegote de la puerta que daba a la cocina. Sin dejar de escarbar en la madera, preguntó:

¿Cuánto pudo ganar?

Perdí todo –dije, y me senté a su lado.

La miré, ahora atentamente. De pronto se hizo un silencio y pude escuchar el viento. Pasó silbando sobre las azoteas.

El dueño del comercio era el único que no llevaba sombrero. Su esposa refregaba en la pileta, con fuerza y resolución, todos los vasos y los platos vacíos.

Volví a mirar a la mujer con la que estuve conversando. Se había quitado el pañuelo de la cabeza. Quise preguntarle más de Villa Aurora pero no tenía intenciones de retomar la charla. La observé bien: tenía unos agujeros en las medias. La buseca o el calor la hacían transpirar horriblemente. Quizá añoraba el dinero que había perdido en el tiempo que transcurrió entra esas pocas jugadas.

El coronel Saraiva también construyó la iglesia del pueblo, el teatro y el club social a coste de la herencia de sus hijos. Antes había loteado Villa Aurora.

Miré, una vez más, a la mujer; parecía desesperada. Tenía, en la mano, un plato con restos de torta de naranja.

Caminé, balanceándome, hasta la entrada.

Al llegar al borde del mostrador dudé y pasé de largo sin pagar por mi plato de comida –el dueño sabía que no tenía dinero– pero luego me detuve y saqué y pinché, en la aguja de las cuentas, los títulos de los terrenos.

La mujer del comerciante levantó la vista y me quedó observando. Preguntó:

– ¿Y ahora a dónde va?

– Vuelvo a mi casa.

Duilio Luraschi - 2009 (inédito)

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