Las Leyes
Duilio Luraschi

Los sindicalistas lo habían dicho entonces: hemos perdido la batalla pero no la guerra.

Nos reunieron en la planta principal y nos dijeron a todos que no tenía caso proseguir con esta lucha.

Muchos hablaban y hablaban, y a alguno se le llenaron los ojos de lágrimas.

Recogí mi bolso y caminé, lentamente,  hasta la parada del ómnibus.

Había ingresado en la fábrica cuando cumplí los 18, los titulares de los diarios anunciaban otro triunfo uruguayo y mi madre cumplía treinta y siete años. Le había prometido que para mi primera quincena le haría un buen regalo.

Cuando hablaron de reducir el salario y las horas de trabajo no nos pareció a ninguno de los que estábamos en la asamblea que fuese razonable en un país que todavía se decía próspero como en el que vivíamos; pero una fábrica que se dedicaba a hacer siempre las mismas galletitas ya no era negocio, y por ese entonces las ventas habían descendido escandalosamente.

Me llamó el jefe de personal a su oficina. Ibamos pasando de a uno, sector por sector de la fábrica.

Las caras que veía en el camino eran las menos auspiciosas para mi entrevista. Golpeé la puerta, suavemente.

– Adelante –se oyó la voz grave del jefe.

– Buenas tardes, señor.

Permanecí de pie, ya que no me había invitado a sentar. Él revisaba algunos papeles.

– … ¿Joaquín Aguilera?

– Sí, señor, ese es mi nombre.

Él siguió observando los papeles que habían apilados sobre su escritorio, que formaban, arbitrariamente,  una especie de montículo blanco amarronado, en donde se podría realizar un buen fogón o una enorme hoguera. Sin mirarme a la cara siquiera, me dijo:

– En la actualidad usted está realizando unas cuantas horas extras, por lo que veo.

– Catorce horas al día, de lunes a sábado. Horario rotativo.

Sin levantar la vista de mi carpeta agregó:

– Gana buen dinero… ¿Soltero?

– Sí, señor.

Entonces sí, levantó la vista de su escritorio, y, con la lapicera resplandeciente en su mano izquierda, me señaló, vagamente, y me dijo, con voz segura, pero sin levantar el tono:

– Lunes a viernes 8 horas. En otro momento hablaremos de la paga.

Salí cabizbajo, pasando dos o tres dedos por la gorra de pana. Por el forro raído, por la visera.

Al salir volví a ver las mismas caras.

Lo primero que pensé fue en la paga. Se reduciría mi ingreso en forma considerable. Luego pensé qué haría en todo ese tiempo libre para no pensar, una y otra vez en la pérdida, en el futuro.

Pino, un viejo trabajador anarquista, que vino desde Europa hacía ya unos cuántos años, me recomendó que leyera.

– ¿Leer?

– Sí, debe estudiar para no depender siempre de un mal patrón. Lea algo sobre leyes –me dijo y me dio la lista de ómnibus que me dejarían en la biblioteca –estudie los códigos –me dijo, y se fue. Lo habían despedido.

En los primeros días no hice caso alguno a los consejos de Pino, pero cuando me dijeron que en una semana tendría que pasar, nuevamente, por la oficina de personal, me puse a buscar, en forma desenfrenada, el papelito en donde había anotado el número de los ómnibus que me llevarían hasta la Biblioteca.

Fue así que, de buenas a primeras, me encontraba en una biblioteca por primera vez en mi vida.

Yo leía bien. Leía los diarios y publicaciones de corrido, y si me hubiesen apurado, diría que hasta podría leer en voz alta sin que la voz me temblara.

El funcionario que me recibió en la puerta me condujo hasta un mostrador donde había una mujer joven y bonita. Llevaba una blusa escotada y una falda que pronunciaba, suavemente, sus contornos.

Me hizo llenar una ficha con mis datos y me preguntó qué libro quería.

No tenía la menor idea de cuál pedir y no recordaba muy bien qué había recalcado el viejo cuando había hablado, ya hacía un buen tiempo, conmigo.

Miré, de reojo, unos libros apilados a un lado del mostrador, mientras la mujer joven se impacientaba. De pronto me vino la palabra a la mente.

– Códigos –dije, rápidamente, para que ella viese que sabía de lo que estaba hablando.

– ¿Cuáles?

– El libro más grande que tenga.

Ella me observó de arriba abajo y quedó como si estuviese pensando.

Volvió con un talón de cartón grisáceo. Tenía varios datos borrosos en tinta verde y un sello con el número 1421.

– Pídalo allí –dijo, y señaló otro mostrador más amplio y oscuro.

Al fin me trajeron el libro. Era realmente grande.

– ¿Cuándo tengo que devolverlo? –pregunté.

– En una semana.

Me marché entonces, lleno de cultura, a casa, con una inmensa ansiedad que quise ocultar en el trayecto, cosa que fue imposible.

A la quinta cuadra ya tenía el libro –que cuidadosamente había guardado en mi bolsito de pantasote– nuevamente en mis manos.

En la tapa decía con letras grandes y doradas “CONCILIOS DE LA IGLESIA CATÓLICA. Concilio Apostólico y Concilios Ecuménicos”.

“Este viejo, las cosas que me hace leer” pensé, y comencé a curiosear las tapas, el lomo, que tenía una etiqueta con un número verde: el 2141; revisé el corte de las hojas, las páginas, debería cotejar que la letra no fuese demasiado pequeña, y ver todas esas cosas que me estaban intrigando las vísceras.

Volví a leer el título.

En casa me esperaba mi madre. Me preguntó en dónde había estado todo ese tiempo, en qué me había metido.

– Seguro que estás en política –me dijo, en tono de rezongo.

– No, madre, voy a estudiar leyes.

– ¡Qué te digo! Estás en política…

Comí algo, de pie, de la mesada de la cocina, y me fui al dormitorio y me eché en la cama a leer el libro.

– Concilio apostólico de Jerusalén, año 51…

No conocía la mayor parte de las palabras, pero no quería demostrarle a la gente mi ignorancia, por lo que memoricé nombres, lugares, fechas, y todas esas cosas que llenaban páginas y páginas. Las escribía, una y otra vez, hasta aprenderlas, en un cuaderno de tapas grises que tenía sobre la mesa de luz.

Todas las noches me quedaba leyendo el libro y en cinco o seis días ya lo había terminado.

Llegué hasta el mostrador de la biblioteca y la joven bonita me reconoció de inmediato.

– ¿Cómo le va, señor? –dijo, en tono de burla.

– Aquí devuelvo el libro que llevé.

– ¿No pudo leerlo?

– Lo leí todo.

– ¿Quiere llevar algún otro?

– Por supuesto. ¿Sabía que el primer Concilio fue apostólico? ¿Y que fue en el año 51?

– Mire.

– Quisiera algo más sobre los setenta apóstoles. ¿Sabía que eran setenta?

– Para mí eran doce.

– Sí, es raro. Busque algo, por favor… su vida entre los años 37 al 90.

La joven buscó en el fichero, sacó una y otra ficha, buscó, una vez más, y luego apartó una, luego dos, y por fin me dio tres cartoncitos para que retirara los libros del mostrador oscuro que se encontraba en el lado opuesto de la sala.

Con los libros en el bolso me fui, rápidamente, a casa.

Una vez en mi cuarto los abrí, como un niño abre un regalo.

Anotaba en mi cuadernito:

“Evangelios canónicos, Evangelios sinópticos. Juan, hijo de Zebeo, Leví, hijo de Alfeo, a quien conocemos como Mateo, Juan de Jerusalén, discípulo de Pablo y de Bernabé, a quien conocemos como Marcos, Lucarno o Lucas, proveniente de Alejandría”.

– Bien –dije, en voz alta– a memorizar:

Juan–Zebeo, Leví–Alfeo, Juan–Pablo–Bernabé, Lucarno–Lucas–Alejandría. Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Juan–Zebeo, Leví–Alfeo…

– La cena.

– ¿Qué madre?

– Está pronta la cena. ¡Rápido que se enfría!

– ¿Usted alguna vez estuvo en Nicea? –le pregunté así, a bocajarro.

Ella se quedó con los ojos redondos y azules observándome.

– Debería conocer Nicea; allí fue el primer concilio ecuménico en el año 325. Usted debería conocer ese lugar. Hoy la gente viaja más que en otros tiempos… imagínese yendo a Efeso en el año 431, al tercer concilio, eso, seguramente le hubiese llevado mucho tiempo; calculo que en ese año habría menos ferrocarriles y más barcos. ¿Conoce Calcedonia?

– Esos libros que estás leyendo son un poco raros ¿no te parece?

– Debo leerlos. Es imprescindible. Tengo que defender a los obreros.

– Leé todo lo que quieras pero no te metas en política. Los tiempos no son los de antes.

Tomé, nuevamente la cuchara y llené mi boca de sopa.

Al acostarme, antes de pegar los ojos siquiera comencé a recitar mentalmente:

Juan–Zebeo, Leví–Alfeo, Juan–Pablo–Bernabé, Lucarno–Lucas–Alejandría. Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Juan–Zebeo, Leví–Alfeo…

Nicea: año 325; Constantinopla: 381; Efeso: 431; Calcedonia: 451; Constantinopla: 553…aaaaumm…

Las noticias de la fábrica no eran nada alentadoras, por lo que me enfrasqué más y más en mis lecturas.

A los días había llenado varias decenas de cuadernos con nombres, fechas y santos.

Iba una y otra vez a la biblioteca y retiraba, ávidamente, libro tras libro.

– Señor, ¿me podría decir qué libro quiere esta vez? –dijo, en forma nada cortés ni amistosa, la bibliotecaria.

– La herejía de Arrio, por favor.

La joven me dio la espalda y comenzó a buscar en el fichero.

– ¿Autor?

– Todos.

Ella se dio vuelta, apoyó sus codos en el mostrador y me dijo:

– Nueve autores, doce libros ¿los lleva todos?

Afirmé con un pronunciado balanceo de cabeza, demostrando así mi caballerosidad y compasión hacia ella.

Mi madre no salía de su asombro. Y ni que hablar de los vecinos.

Pronto me redujeron a cinco las horas de trabajo por lo que tuve más tiempo para leer y tomar notas en mis cuadernitos, que a esa altura los había numerado y colocado en varias cajas de zapatos.

– Cacho –le dije a mi compañero de máquina– para vos ¿Jesús es Dios o un ser superior?

Él me conocía desde hacía no menos de ocho años. Paró la máquina, se pasó el paño por las palmas y me dijo, en voz baja, para no llamar la atención del encargado.

– Todo el mundo lo sabe: Jesús es Dios.

– Sí, ya sé, pero yo digo Dios– Dios. Dios padre es padre de Jesús. Dios padre no nació, es eterno, Jesús nació en un pesebre o en una gruta. Es el hijo de Dios o es Dios que se convirtió en hijo… a vos ¿qué te parece?

Dejó salir de su boca un resoplido.

– ¿Estás comiendo bien, últimamente? Te veo más pálido… tomate una grappa con miel o mandate un especial de salame. Eso: salame.

– Sé que no es nada fácil… el 20 de mayo del 325 se reunieron 318 obispos para discutirlo.

– Para eso les pagaron. Vos dedicate  a las galletas que en lugar de hacer cinco horas te van a echar, como ya hicieron con unos cuántos.

Dijo esto y encendió, nuevamente, la máquina.

A la semana estaba nuevamente frente a la mujer joven de la biblioteca.

– Señor… ¿esta vez?

– Algún libro acerca de los monofisitas –dije, y me pasé la mano por el cuello de la camisa.

– ¿De quién?

– Los seguidores de las herejías de Eutiques –le informé.

La mujer joven se volvió, y se inclinó de forma algo indecente, para tomar una ficha del cajoncito inferior.

Al tiempo la fábrica había quedado con la mitad del personal y los afortunados, por llamarlo de alguna forma, realizábamos solamente cuatro horas cinco veces a la semana.

En más de una ocasión me invitaron mis compañeros al sindicato para defender nuestros derechos, pero yo les explicaba que estaba haciendo un estudio exhaustivo del tema y que los ayudaría una vez culminado el mismo.

– Lo que pasa es que sos un acomodado –gritó uno.

– Un alcahuete –gritó otro.

– ¿Ustedes pretenden que sea un ser monotelista? Nuestro mismo Señor Jesucristo tenía dos voluntades.

– Déjenlo en paz –gritó otro– ¿no ven que es sólo un esclerótico?

Al llegar a casa mi madre había hecho ñoquis.

– Hoy es 29, Joaquín… ¡no te olvides de la moneda bajo el plato!

– Madre, al César lo que es del César.

– ¿Cómo anda esa fábrica? Dicen que la van a cerrar. ¿Qué vas a hacer? Ya nadie compra esas galletas… Joaquín ¡se te enfría la comida! … y dicen que hay gente que quiere ocupar la fábrica… vos hacete el sota. Todavía vas a terminar preso y sin trabajo… ¡Joaquín! ¿Me estás oyendo?

– Madre ¿usted sabía que la palabra “Ortodoxo” quiere decir “recta doctrina” o “recta glorificación”. La gente no lo sabía hasta el año 451 ¿no le parece mentira? Pero fíjese que el celibato del clero no es de la iglesia ortodoxa, se introdujo en los ámbitos latinos. ¿Y qué me dice del pan ácimo en misa?: también se introdujo en Occidente.

– Esos libros que lees son muy extraños, tan tranquilo que estabas hasta que ese tano anarquista te hizo leer esos libros para locos.

– De leyes, madre. Libros de leyes.

– Nunca oí locuras tan grandes. Ni al padre de la parroquia vecina, que se lo llevaron en averiguaciones por andar metido en no sé qué cosas.

Al otro día nuevamente estaba en la biblioteca. Habían hecho unas pintadas con alquitrán en las paredes de la entrada.

La bibliotecaria, al verme, llamó a otras dos compañeras de trabajo y se reunieron en semicírculo.

– Él es el señor del cual les hablaba –dijo, y me señaló.

– Muy buenas tardes, señoritas –dije.

Todas rieron a la vez, tapándose la boca intensamente pintada, con sus dedos finos y pálidos que culminaban en largas uñas, no menos cromáticas que sus labios.

– Quisiera un libro sobre la Inquisición –dije, y las miré con recelo.

– ¿De la…?

– 1231, nace la Santa Inquisición. Quisiera toda la bibliografía que tenga sobre ella.

La funcionaria de reunió con sus compañeras de labores y se pusieron a buscar, a seis manos, las fichas.

Por un breve instante me detuve en la más pronunciada de las tres caderas. Miré de inmediato a otro lado. Por suerte ellas estaban dedicadas a su trabajo y no se percataron de mi improperio mental.

– Imposible, son más de veinte libros.

– Edicto de Milán, año 313 –dije, ofuscado.

Tomé las fichas y me dirigí al segundo mostrador.

Allí estaba el hombrecito enjuto esperándome.

El horario de trabajo era totalmente insuficiente para costear los gastos de la casa por lo que compré velas para leer en las noches.

Un día llegué a la fábrica y estaba cerrada.

Grandes carteles anunciaban “FABRICA OCUPADA”, y vi a muchos de mis compañeros y ex compañeros vociferando desde las pequeñísimas ventanas.

Tendría ahora todo el tiempo del mundo para leer mis libros y ningún dinero para pagar el boleto de ida y vuelta a la biblioteca.

Comencé a caminar.

Entre lo poco que comía, lo mínimo que dormía y mis largas caminatas, estaba convirtiéndome en un verdadero espectro.

Al no tener que trabajar dejé de afeitarme, por lo que ahora la señorita de la biblioteca no me llamaba más señor, sino sólo me decía “¿…si…?”.

Un día, al llegar a casa, en la misma puerta de cancel me interceptaron dos policías.

Me solicitaron los documentos. No los tenía. Me preguntaron si trabajaba.

– No por el momento. La fábrica está en conflicto.

– Comunista –dijo uno de ellos.

Entonces llamaron a un móvil policial y entraron así, de golpe, a mi casa, donde mi madre no paraba de llorar y decía:

– Política… ¡política! Yo te lo dije.

Revisaron cada uno de los centímetros de mi habitación. Por fin encontraron, bajo la cama, las cajas de zapatos con las anotaciones.

Uno de ellos leía y leía, mientras otro llamaba por radio para averiguar mi identidad y mis antecedentes.

– Nombres, números y alias –dijo el más gordo, al calvo, que llevaba unos galones.

– A ver… Dámaso I, 366… Inocencio I, 401… Bonifacio I, 418… Anastasio II, 496… Agapito, 535… Juan XI, 931… sigue la lista… ¿Quiénes son? ¿Dónde se esconden?

– Siempre se supo de quiénes eran hijos, no se ocultaban.

– ¿Qué grupo es este? ¿Cómo se llaman?

– El nombre verdadero no lo sé, pero lo que tienen en común es que son hijos de sacerdotes. Son Papas hijos de sacerdotes.

– ¿Por qué resaltan estos dos? ¿Son los jefes?

– Son Papas hijos de Papas.

– ¿Qué clave es “Papa”?

– Petri Apostoli Potestatem Accipiens.

– Está limpio –dijo el oficial que recién llegaba a la habitación, luego de hacer las averiguaciones– ni una mancha de café sobre su legajo.

– Otro se acercó al oficial a cargo y le dijo al oído.

– Es verdad hay una lista interminable de Papas de la Iglesia. Están todos los santos, todas las santas, las vírgenes, los milagros… este tipo solamente está loco.

El oficial a cargo se rascaba el mentón, lentamente, mientras me observaba.

– Está bien señor lunático, igualmente le vamos a dar un buen baño y le vamos a sacar todo ese pelo de más que tiene en la cabeza y en la cara.

Me llevaron por una noche a la comisaría y volví a casa tan flaco como me había ido, muerto de frío y totalmente pelado.

Mi madre lloraba y no paraba de decir:

– La política…

Los vecinos ya estaban al tanto de que me habían conducido a la comisaría y hacían sus propias especulaciones, que susurraban, de zaguán a zaguán, y en el almacén y la carnicería.

Al otro día llegó Cacho, mi compañero de trabajo. Estaba profundamente agitado. Transpiraba como loco, ventilándose por la nariz y por la boca.

– ¡Te quieren matar!

– ¿Quién? A nadie he hecho daño.

– Los sindicalistas… dicen que te llevaron preso y saliste al otro día –hizo una breve pausa para tragar saliva y prosiguió– dicen que delataste a tus compañeros.

– ¿Por qué motivo iba a hacer tal cosa? Estudio leyes para que no los opriman.

Cacho salió de sí y me sacudió un poco y me decía:

– ¿Qué leyes? ¿Qué leyes estudiás, que no tenés ni edad ni plata para pagarte una carrera?

– Leo. Leo y medito.

– Lo único que te digo es que ni te aparezcas por la fábrica, al menos por unos días.

– La fábrica está ocupada.

– Estaba, esta mañana la desalojaron.

Dijo esto y me dio unas palmadas en el hombro, y se marchó, tan agitado como había llegado.

Mi madre lloraba, sentada en un taburete rojo, en la cocina, mientras pelaba kilos y más kilos de papas.

Golpearon la puerta con vehemencia. Dudé si abrir. Di unos pasos de aquí y otros allá, y me dije para mis adentros que la primera ley de los caballeros es de la hospitalidad, así que hice de tripas corazón y abrí, de par en par, las dos hojas de la puerta.

Eran dos jovencitas.

– Señor… ¿tendría unos minutos? –dijo una de ellas.

– ¿Son testigos de Jehová? –pregunté.

– Estamos realizando una encuesta de opinión…

Y sin dejar de mascar chicle y esperar respuesta alguna de mi boca me dijeron:

– ¿Nombre?

– Joaquín Aguilera –dije, sin saber por qué lo hacía.

– ¿Estado civil?

– Soltero.

– ¿Profesión?

– Desocupado.

– ¿Cree en la reelección?

– Solamente conozco a una persona que fue reelecta en su mandato.

– Ya sé: el viejo Batlle –dijo la más joven, y se rió como una tonta.

La otra la codeó, bruscamente, para que se callara.

– El único Papa reelecto en su mandato fue Benedicto IX: de 1033 a 1044 y de 1047 a 1048.

Las jovencitas anotaron, mientras sonreían.

– ¿Qué piensa de los mandatos más breves? ¿Deben ser más breves?

– ¡Más breves aún! El pontificado de Esteban II duró sólo tres días.

– ¿De qué habla? ¿De dónde salió? ¿Usted nació en este país? –dijo la más joven, ahora molesta.

– Efectivamente –les dije– y mucho antes de que nacieran ustedes.

– Vamos, nos está tomando el pelo –le dijo a la más joven la morocha.

Y se fueron así, de un solo envión, dejándome completamente solo, con La Palabra en la boca.

Duilio Luraschi

Cuento de "Las Leyes", ArteFato Editores, 2006.

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Luraschi, Duilio

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio