La playa
Duilio Luraschi

Ella estaba sentada en la cama, frente a la ventana, con los ojos cerrados.

La playa no cesaba nunca. El día era realmente agradable, pero pensó no salir de la casa.

La cortina, un simple rectángulo de lienzo, dejaba ver el cielo, a ratos, en su oscilar constante, trayendo el olor del mar y el estallido sobre las piedras.

Como el construir y volver a construir un castillo, trataba de hilvanar ese recuerdo que la llevaría -casi fatalmente- a los seis meses en Roma, a la foto de Mario riéndose bajo sus piernas fuertes que lo apresaban por el cuello con el tonto fin de subirse a una torre.

Sabía que la playa lo traería, casi mágicamente, con la sal, el sol, con el ronroneo de gato que sentía en el pecho.

Sería imposible contar los pozos que sus pisadas dejaron en la arena, así que simplemente los imaginaba.

Todas las tardes llegaban en un bote los pescadores de Valizas.

La playa la había elegido Mario, la casa fue idea de Brenda, a la que nunca más vio, no sabe por qué, pero nunca vio después del accidente.

Si hubiese logrado encontrar una lata de almejas en medio de todo ese desorden, ése habría sido su almuerzo, pero sabía que se conformaría con arroz con mayonesa. Todo era un poco eso: resignarse a no encontrarla, resignarse a la situación, no a una imagen de la situación, sino a la realidad de que estaba sola y que no tenía más fuerzas.

Pensó taparse la cabeza con una manta y sentir el calor excesivo de la cama en su cara. El olor de su cara, de su boca, de sus labios. Quería quedarse en medio de esa viscosa situación oscura pero agradable, íntima.

Le hubiese gustado estar así todo el día y toda la noche, pero el ruido del mar la llamaba, como llama a los marinos y a los suicidas.

Recogió todas las colillas que habían caído al suelo y las colocó en un bollón gigante, que le parecía demasiado grande para ser un adorno sobre la mesa y demasiado angosto para colocar yerba o pétalos de rosa. Sólo quería fumar, oír el mar interminable y fumar, mientras cada razón perdía nuevamente ante la realidad inocua y absurda.

Recordaba cada palabra, incluso podía recordar los ojos, las manos, las uñas de Mario, mientras le confesaba su relación con Brenda.

Brenda era mucho más joven, y a los hombres a “cierta edad”, le encantan las jovencitas.

Los botes regresaban a Valizas y no les había reclamado el bidón con agua dulce.

Sobre la cortina se posó un insecto. Era una especie de abeja enorme que arrastraba su aguijón por la tela. Quedó fascinada viéndolo enredarse en la trama del lienzo, enfurecido en un repiquetear de alas y contorsiones de abdomen, enfureciéndose al grado tal que partiría a una araña en dos de un sólo aguijonazo. Hubiese querido acercarle la mano abierta y salvarlo de la malla, o no, sólo querría que la picara, que su mano se hinchara como un pulmón y le diera fiebre. Que delirase. Que el delirio no le permitiera recordar a Mario, ni el fondo del barranco, ni  a Brenda, que, como en flashes fantasmales, volvían cada noche.

El insecto pudo soltarse de la trama y voló.

Entonces ella se levantó de la cama, se paró cuan larga era y se desnudó completamente. Se detuvo frente al espejo y quedó erguida observándose, recorriendo con los ojos su pelo, sus contornos, sus profundidades. Estaba satisfecha. Caminaba de un lado al otro, lentamente, y no dejaba de mirarse. Luego se volvió a vestir y se metió en la cama.

Le hubiera gustado ser actriz, pero su madre no quiso. Una carrera universitaria le daría la posibilidad de progresar económicamente. Ya habría tiempo para todas esas cosas.

Hubiera disfrutado como nunca al caminar por los tablones de un escenario, bajo farolitos de luz y muebles de utilería. Le hubiese gustado dejar los ojos fijos en el aire de una sala repleta de gente. Sólo ella y el público. El texto, ella y el público.

Podía recordar con mínimos detalles el día que le avisaron del accidente. El cuerpo estaba destrozado.

Lo que quedó fue llevado a enterrar a Montevideo en una marcha que se hizo excesivamente lenta. Era una caravana pequeña bajo el sol asfixiante de febrero. Ella llegó de San José y se unió a todos en Atlántida. Estaba preocupada, más preocupada que triste, y observaba el reloj pulsera a cada rato.

Podía recordar claramente el calor que hizo ese día, las flores de Brenda, la palma de Aurora Sansberro. Levantó la vista y se detuvo en la cortina. A esa altura ya había descartado también el arroz con mayonesa.

Encendió otro cigarrillo y puso a calentar café en una olla pequeña sin asas.

Abrió la cortina y dejó que el mar le golpeara en las mejillas y en toda la cara. Las olas ascendían para caer, una y otra vez, estrepitosamente.

Miró el mar sólo por el placer que eso le causaba.

El viento comenzó a soplar, muy pronto comenzaría otra tormenta.

Un nuevo bote de pescadores se acercó a la orilla. No traían agua dulce ni noticias, venían por ella. Le hacían señas con los brazos y con un buzo que habían colgado de una de las cañas. Cerró la cortina y se tiró en la cama.

El viento metía vellones de pasto y arena por las hendijas de las tablas. Vio como un alacrán trataba de entrar trayendo a cuesta a toda su cría. Vio como luego de un gran esfuerzo logró meterse en la cabaña y quedó inmóvil.

Como si estuviera aguardando algo.

Ella se pasó una y otra vez el pelo detrás de las orejas, se agachó, arrimó la mano abierta, los dedos extendidos. Y la dejó, a centímetros de la punzante cola.

Duilio Luraschi

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