Inventario

Duilio Luraschi

Hacía seis años que trabajaba en una empresa internacional en el área de compras y ventas con el exterior.

Tenía mi trabajo en fecha y la sección ordenada.

Un día vino uno de los gerentes y me dijo que me presentase al día siguiente con el jefe de la División Stock.       

- A las ocho -me dijo con voz clara y grave.

- Las ocho  -le dije, rápidamente.

A las siete comenzó a quebrar el silencio de la mañana el despertador de campana, que lo había traído del cuarto a la sala, y que, irremediablemente,  hacía un ruido insoportable.

Siete y media estaba en la parada de ómnibus aunque el viaje hasta mi trabajo sólo me llevaría diez minutos.

Llegué a la empresa y fui hasta la oficina del Jefe.

Observé el reloj y eran las ocho menos un minuto. Me pasé la mano por el pantalón y por las mangas del saco, que noté algo raído,  y golpeé.

- Adelante -dijo una voz, detrás de la pesada puerta.

Entré.

- Mi nombre es Gentile, soy el Oficial de compra y venta con el exterior.

- Adelante -repitió el hombre grandote que no se levantó de su silla pero extendió su mano para saludarme.

Yo le correspondí y me alargué lo más posible para poder darle un apretón a su mano gruesa y grande. Parecía la mano de un gigante.

- ¿Le comentaron cuál va a ser el trabajo? - me preguntó.

- No sé nada al respecto - le dije.

- Vi su legajo -dijo él, con voz grave- y creo que no tendrá inconvenientes en realizar la tarea.

Hizo una breve pausa y continuó:

- Me dijeron que usted escribe...

- Cuentos, señor.

- Esto es distinto.

Se recostó, una vez más, en su silla, en forma desenfadada, y me dijo:

- Llegó nuevo material de nuestras sucursales del interior del país y hay que inventariar toda la mercadería. Se dispondrá todo para una nueva exportación a Sudáfrica pero necesitamos saber cuál es el verdadero stock y en qué condiciones está la mercancía, pero no se preocupe que usted sólo tendrá que hacer el inventario.

Dio ahora sí, unos pequeños pasos hasta la computadora y me mostró un programa, que era, básicamente, una base de datos.

- Para eso usted tendrá que llevar estas chapitas -me dijo, y me mostró unos pequeños rectángulos de acrílico con números- y pegarlos a las cajas. Los que comienzan con 20000 son las cajas chicas, los que comienzan con 30000 son las medianas, y, como habrá adivinado, las chapitas que comienzan con 40000 son para las cajas grandes.

- ¿Qué contienen las cajas? -pregunté.

- No importa. Eso es algo menor.

- ¿Eso es todo?

- Es todo. Pero confío en usted para que el trabajo salga rápido y bien.

- ¿Cuándo comienzo?

- Ya lo están esperando sus compañeros en la puerta.

- Muchas gracias -le dije.

- Vaya, que lo esperan –dijo, y encendió un cigarrillo.

En la puerta, tal como me lo había dicho el jefe, había una pequeña camioneta con seis personas dentro. Pensé que ya no habría lugar para mí pero me hicieron un pequeño hueco.

- ¿Sos el nuevo empleado? -preguntó el encargado, un tal Ramos.

- Sí -contesté rápidamente.

- Nosotros tres vamos al puerto y ustedes cuatro van a ir al depósito. Allí está la mercadería.

La camioneta comenzó su marcha. Parecía que dejaba parte de su carrocería en cada esquina.

Yo cuidaba que no me pisaran los zapatos, recién lustrados, entre tanta pierna y cajas,  pero mis compañeros se divertían gritándole algún piropo a las chicas que pasaban por la vereda como si estuviésemos en un camión de mudanzas o en un micro de un liceo.

Por fin llegamos al depósito. No tenía mucha apariencia de depósito sino de garaje abandonado.

Nos dejaron en la puerta y prometieron recogernos cuando finalizara la jornada.

Un guardia de seguridad, que había en una garita a metros de la puerta, nos tomó los datos.

Comenzamos, entonces a subir por la rampa oscura y húmeda hasta el segundo piso.

Allí nos encontramos con una pared hecha de tejido metálico tapada con cartones y arpilleras, y una puerta, también de metal, con un grueso candado.

Al abrir la puerta nos invadió un intenso calor y olor a humedad, mayor a la que había en la rampa.

Cuando vimos todas las cajas que había, apiladas en estanterías, que medían unos cincuenta metros de largo  por cuatro filas de alto "el viejo" dijo:

- La pucha.

El grupo estaba compuesto por cuatro personas, un muchacho gordito de rizos que le llamaban "Fito", otro, que por razones que desconozco, le decían  "el mocho", el más viejo que sólo lo llamaban  "el viejo" y yo, que pronto encontrarían un apodo, ya que a nadie se lo conocía por su nombre.

El depósito estaba en muy malas condiciones. La tierra y la humedad invadían todo, como un vaho que envolvía lo que uno respiraba y pisaba, con heces de ratas y miles de cajas para ser inventariadas y luego transportadas en un camión.

El viejo tomó su lugar en una de las puntas de la mesa, que se alargaba en el centro de la sala, en un sillón de cuero con resortes punzantes y enormes y una madera que en un tiempo fue fina pero ahora estaba toda apolillada,  y no habló mucho, como era su costumbre, sólo dijo: comiencen.

El mocho oía una radio vieja y destartalada que tenía a su lado, en voz baja, y nos comentaba los últimos sucesos del país y las noticias internacionales. Fito regañaba entre dientes y cantaba alguna canción que oyó cuando era muy niño, en el corralón municipal.

A mediodía cerramos el candado que nos encerraba en el galpón y fuimos a un carro de expendio de chorizos que se instalaba en la esquina, con una lona verde oscura y tres o cuatro bancos de madera sin lustrar.

Los chorizos tenían bastante grasa y poca carne, y un joven empleado, con sus ojos achinados, servía las facturas, mientras la dueña cobraba, haciendo cuentas mentales no muy exactas.

Los chorizos eran un pretexto para cortar en dos el día y ver algo de luz natural y sentir el fresco de la primavera en nuestros brazos.

Yo debería tomar los números de serie de todas las cajas. Ver en su parte anterior la marca y el modelo y voltearlas para ver datos adicionales. "El mocho" siempre nos tenía al tanto de lo que estaba pasando en el mundo. Nosotros sólo anotábamos números y letras en planillas interminables y tosíamos por el polvo y la humedad.

El viejo decía sólo unas pocas palabras y Fito tarareaba viejas canciones, mientras trabajaba.

Cuando parecía que ya habíamos hecho demasiado veíamos que faltaba dos o tres veces más de cajas para inventariar.

Una gruesa gota de sudor zigzagueaba mi cara y caía en la hoja en donde anotaba las cajas. Eran miles de cajas. Parecía que nunca terminaríamos el trabajo. Y ahí pasó una rata, a las corridas, escondiéndose de nosotros, el ruido y la pobre luz que daban las lamparillas.

- Hay que matar estas ratas- dije.

Pero nadie me hizo caso. El viejo estaba en silencio, contabilizando no sé bien qué cosa, el mocho estaba oyendo el reporte del día  y Fito estaba tarareando viejos boleros.

- Hay que matar estas ratas- me decía para mí, si nadie me oía.

La jornada fue demoledora, y en cierto momento, el viejo adelgazó algo la voz y dijo:

- Vamos.

Y todos tuvimos que arreglar nuestros enceres lo más rápido posible porque cuando cerraran el candado ya no tendríamos más chance.

Esa tarde llegué a casa muerto de cansancio. Las piernas, levemente, se balanceaban de izquierda a derecha y tenía, en el estómago, la extrema sensación de saciedad que llega a ser desagradable, mientras mi frente sudaba levemente, cayendo las gotas pequeñas y calientes por mis sienes y luego por el cuello.

Al otro día fuimos, nuevamente, al depósito. El jefe nos dijo que era algo muy importante y que requería de todo nuestro esfuerzo.

Las cajas pesaban horrores.

Uno bajaba una, dos, diez cajas y luego aparecían cientos.

Había tres clases de cajas: las pequeñas, las medias y las grandes.

Yo tomaba todos los números de la parte anterior y de la posterior y revisaba, bajo el bulto que no tuviese ningún otro número.

Revisaba todo minuciosamente. No quería equivocarme.

Al fin llegó el mediodía y fuimos, nuevamente, a comer nuestro chorizo asqueroso, con hongos y aderezos.

La tarde fue interminable. Nos bebimos tres o cuatro botellas de agua mineral que nos había dado el muchacho de Proveeduría y que a esa altura no estaban ni frías ni livianas.

Las ratas observaban y pasaban, rápidamente, cuando nosotros nos distraíamos.

- Hay que matar estas ratas - dije, pero ya nadie me oía.

Las cajas pesaban toneladas y las que se hallaban en los estantes superiores eran las más difíciles de bajar.

Yo casi me esguinzo el tobillo por tomar una muy lejana.

Le pedí al mocho que me bajara, con la escalera, las que estaban a casi diez metros de distancia, pero me dijo que no podía. Le dije que la escalera estaba muy débil y no aguantaría mi peso y allí me llamaron, desde ese entonces, "el gordo", y el mocho me dijo que me subiera a la silla de madera.

Entonces, esa noche soñé que moría el mocho y luego lloré, y lloré por largas horas de la noche y me desperté sobresaltado y le pregunté a mi esposa la hora y no era más de las cinco. A las seis ya el sol había aparecido por la ventana y me levanté y me hice un café negro con dos tostadas.

" Hay que matar a las ratas" me dije.

Llamé a un fumigador de plagas.

El hombre se manifestó molesto por la hora, pero luego que le aclaré que le pagaría buena suma por mi problema me dijo que él tenía la solución para todo tipo de alimañas.

Llamé al trabajo y dije que llegaría más tarde. Entonces fui a la casa del exterminador, que quedaba en un barrio apartado.

Llegué a la casa del hombre. Tenía una fila de limoneros y ciruelos en el jardín, que se prolongaba unos cuántos pasos, quizá diez, hasta la puerta verde oliva.

Golpeé.

Apareció el fumigador.

Me mostró un pomo con una solución gris opaca, con apariencia de polvo de portand.

Me dijo:

- Este veneno mata todo.

- Gracias- le dije, y le pagué.

Me llevé un pomo y lo escondí bajo mis ropas, en el vientre, como  un asesino de La Habana de los años cuarenta.

Llegué a depósito tarde. El viejo me regañó, pero yo no le dí corte.

Quedaban cientos de bultos por inventariar. Eran cajas despreciables.

Mi cabeza sudaba, mis axilas, mis pies. Tenía la corbata mojada.

Yo tenía miedo de equivocarme de número de serie y entonces inventaba relaciones para no errar.

Las relaciones al principio fueron muy simples como el 17 el día de mi cumpleaños, el 23 el de mi esposa, 500 los años del descubrimiento de estas tierras, 2000 el año del pavor a las máquinas, 1789 la revolución francesa, y así, relacionaba números con fechas. Pero luego no me bastó con estas sencilleces y entonces elaboré un código algo más complejo: por ejemplo 25 es un cuarto kilo de queso, 31 los años de mi hermano menos dos, 1453 la caída de Constantinopla, 13 la yeta, 12 los apóstoles, 27 el número del abecedario, y así componía mis relaciones para estar seguro que el número que veía es el que había anotado y no había perdio ninguna décima en el camino de mis ojos a la mano y de la mano a la hoja.

Tenía terror de equivocarme y repetía una y otra vez el número y también la relación, así por ejemplo decía los apóstoles, los apóstoles, los apóstoles, y volvía a la hoja y luego mis ojos a la caja.

Pero todo sistema tiene sus contras y yo dedicaba decenas de minutos para cada número de serie lo que hacía que atrasara mi trabajo, y el viejo me regañaba, y entonces yo volvía a casa angustiado y tomaba cerveza hasta embriagarme, mientras oía boleros y música de Julio Jaramillo.

Entonces soñé. Soñé que escribía un libro. Y el libro estaba en una librería que quedaba en un sótano. Era como un depósito húmedo y caluroso. Pero había mucha gente merodeando las cajas de libros, ya que éstos no estaban en estanterías: estaban en cajas chicas, medianas y grandes. Yo buscaba mi libro y luego de mucho trabajo lo encontraba. Decía el título en letras de molde y luego mi nombre chiquitito, pero en medio de la tapa.

Pero al abrir el libro para ver uno de mis cuentos no encontraba ninguno. Había recortes de revistas, y trozos de libros antiquísimos, y algunos salmos de la Biblia, y cuentos de otros, quizá más conocidos, o tal vez no, y páginas en blanco, y yo buscaba el índice y no lo encontraba, y el vendedor era el viejo, que siempre estaba con su muy mala cara, y el gordito de rizos reía detrás de las mamparas. Entonces me despertaba sobresaltado y le preguntaba a mi esposa la hora.

Al día siguiente la jornada en el depósito fue igual a todas las anteriores. Decenas, centenas de cajas que anotar e inventariar. Y yo que temía equivocarme en algún número, y las relaciones mentales eran cada vez más complejas y el tiempo más exiguo y la hora del almuerzo reparadora, aunque ya no comía esos chorizos grasientos sino que compraba roscas, que eran más baratas y me saciaban por completo.

El sudor zigzagueaba mi rostro y toda mi espalda, y el pantalón gris ya estaba blanco de polvo y la camisa blanca tenía manchones oscuros, negros y pardos.

Las ratas corrían de aquí a allá y yo ponía veneno en todos los estantes.

Temía que mis compañeros se envenenaran. Temía que por mi culpa todos murieran.

Y las cajas no paraban de aparecer: detrás de la tercera línea de estantes, en la cuarta al fondo, contra la pared de ladrillos, detrás de los cajones de madera.

Entonces recordaba las palabras del jefe de Stock  "Los que comienzan con 20000 son las cajas chicas, los que comienzan con 30000 son las medianas y como habrá adivinado...".

Y pensaba 26, los años de la secretaria más tres ¿tres? Sus ojos y su boca. No, pensé. Sus piernas y su cadera. Su edad más tres, la Trinidad. Eso está mejor. La Trinidad: el padre, el hijo y el espíritu.

- ¡Gordo! ¿Qué pasa con las cajas? -gritó el viejo.

- 476 -dije.

-¡Apurate! -gritó.

Pensé: 476, la caía del Imperio romano de Occidente.

- ¡Qué bárbaro!

- ¡Dale, gordo! Metele a las cajas -gritó, una vez más.

Entonces comencé a desparramar más y más veneno para ratas, mientas bajaba las cajas de los estantes superiores al piso y de allí a una silla.

A media tarde golpearon la puerta del depósito. Era el Jefe.

- Buenas tardes, señor.

- Buenas tardes.

- Hola.

- Buenas tardes.

- Ahora hay que trasladar los equipos de la Agencia del cabildo al Zócalo. Por eso pensé en ustedes. Tienen casi dos horas para alinearse y presentarse en la calle San Martín esquina Insurgentes.

- ¿Y el inventario? -pregunté.

- Está bien. Está muy bien.

- Todavía no terminamos -le dije.

- Está muy bien. Ahora los quiero en la Aguada. Hora y media en la puerta. Dense un baldazo en la cara y quítense el polvo de sus ropas.

El Jefe se dio media vuelta y se retiró, como vino, y todos procuraron asir sus pertenencias y alinearse un poco, al menos.

El viejo tomó las planillas y las lapiceras, Fito se encargó del pegamento y el mocho se pasaba la mano por los brazos, como si eso lo limpiara de todo ese polvo.

Yo respiré hondo, tomé mis cosas, y no olvidé llevar el pomo con el veneno.

Duilio Luraschi - 

Cuento de Montenegro, Ediciones ArteFato, 2004.

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Luraschi, Duilio

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio