Deuda pendiente
Duilio Luraschi

El teléfono llamó cinco o seis veces mientras uno y otro pensaba que no era a él a quien le tocaba el turno de atenderlo y que seguramente todos estarían abusando de su zoncería si se paraba y dejaba lo que estaba haciendo hasta ese momento para atenderlo.

Por fin Octavio se levantó, mientras todos ponían su peor cara, fingiendo preocupación o dedicación en la tarea que realizaban, seguramente más compleja que la que realizaría un niño.

-¿Es la casa del señor Leonardo Pellegrini?

-Sí, señor, pero él está ocupado ahora.

-Él falleció.

-¡Papá! -gritó el niño- quieren hablar contigo.

-¿Quién es? -preguntó el padre, mientras se levantaba de su sillón, rápidamente.

-Una persona.

El hombre tomó el teléfono y echó al niño de su lado.

-¿Familia Pellegrini? -se oyó una voz, del otro lado de la línea.

-Ya colaboramos este mes, no insistan… -dijo el hombre, dispuesto a colgar el artefacto.

-Sr. Pellegrini no voy a solicitarle nada… en realidad… es acerca del Sr. Leonardo Pellegrini.

-Soy yo -dijo el hombre.

-¿Usted está muerto?

-¿Usted está loco?

Se hizo un profundo silencio.

-Soy de la empresa funeraria Rossi y Zuloaga. Tenemos una deuda que pagarle.

El hombre, sin dejar de desconfiar, se sentó, dispuesto a oír de qué se trataba el asunto.

El empleado le explicó que la empresa para la que él trabajaba estaba por cerrar un contrato de compra-venta, muy beneficioso para ellos, pero que el Escribano de la parte compradora ponía hincapié en su balance.

-¡Fíjese en qué problemas nos encontramos!

-Entonces necesitan dinero -dijo Pellegrini.

-No, necesitamos hacer una misa.

Entonces, con el ánimo de finalizar la conversación en ese instante, se paró de su silla y le dijo:

-Señores, hagan todas las misas que quieran y que Dios los ayude.

-Es usted quien debe ayudarnos -se apresuró a decirle el empleado, y luego de una brevísima pausa, continúo- nuestros registros, y posterior balance nos indican que tenemos una deuda con el Señor Leonardo Pellegrini Costa desde hace trece años. Exactamente la deuda se generó el veinticinco de mayo de ese año.

-Mi padre.

-¿Señor?

-Ese era mi padre. Murió hace trece años.

-Y nosotros le debemos la misa. Es lo que estipulaba el contrato.

-Él era ateo. Nunca hubiese querido una misa.

-Debe cerrar el balance…señor, se lo suplico. Todos los gastos corren por nuestra cuenta. El templo, los servicios religiosos, las flores, lo que necesite.

-Lo lamento -dijo el Sr. Pellegrini- pero no estamos interesados.

-Señor…

Colgó el teléfono.

-¿Quién era? -preguntó su esposa.

-Quieren celebrarle una misa a mi padre.

El teléfono sonó nuevamente.

-Hable.

-Sr. Pellegrini, por favor, déjeme explicar la situación en que nos encontramos.

-No estamos interesados -repitió- mi padre nunca hubiese querido que le hicieran una misa. Yo no voy a misa. Mi esposa tampoco. Mis hijos no van a la iglesia…

-Puede ser otra religión -agregó el funcionario de la funeraria.

El señor Pellegrini colgó una vez más el teléfono.

-¿Insiten?

-Sí, pero es algo de su interés y no del nuestro.

-¿Su interés?

Entonces le comentó a su esposa algo más sobre el tema.

Octavio estaba completando un rompecabezas con la foto de un bosque en la montaña y su hermana realizaba las tareas del colegio. Debería tener prisa ya que el sol reflejaba cada vez más pálido sobre la hoja de papel garbanzo.

El teléfono otra vez resonó y Pellegrini se incorporó de su sillón, fastidiado, ya que pretendía culminar la tarea a la que estaba abocado antes de que lo llamaran.

Su esposa lo calmó, le pasó la mano por los rulos endemoniados que nacían sobre sus sienes y le dijo que tomara todo con paciencia.

Él se paró frente al teléfono, que no paraba de sonar, mientras miraba por la ventana a un grupo de obreros municipales recogiendo las ramas caídas por la anterior tormenta.

-Sr. Pellegrini -se oyó una voz distinta de otro lado de la línea.

-¿Quién habla?

-Soy el Contador  de la empresa Rossi y Zuloaga.

Entonces Pellegrini le dijo, sinceramente:

-Pueden ahorrarse el dinero. Dónenlo a los pobres.

-Es necesario realizar la misa, compréndalo. Muchas familias dependen de que este balance cierre y se realice la venta de la funeraria…

Entonces -en otras circunstancias hubiese finalizado allí mismo la conversación-  quedó extrañamente pensativo, jugueteando con el cordón cada vez más alargado del teléfono, con la vista en algo que podría ser una mancha de humedad que semejaba un árbol frondoso, marcado por algunos blancos por la falta de pintura, o quizá era sólo la sombra de la pantalla de pie de la sala.

Poco a poco, una, dos, decenas de ideas invadían, caprichosamente, sus pensamientos. Por fin dijo:

-Bien. Pero voy a poner algunas condiciones.

-¿Señor? -dijo el Contador, tratando de disimular, vanamente, su entusiasmo.

-Quiero realizarla en la parroquia San Agustín, en el barrio de la Unión. Allí nació mi padre.

-La conseguiremos.

-Quiero también que la realice el párroco de la iglesia de la capilla Santa María.

-Lo obtendremos.

-Cantos Gregorianos. Dan una buena imagen.

-Muy bien.

-Ah, y por último: quiero lloronas.

-Es una misa.

-Es fundamental. No menos de cinco.

El Contador, del otro lado de la línea consultó a quien podría ser su superior o simple administrativo.

-Déjenos ver ese tema.

Luego de pensar un poco más, Pellegrini dijo:

-La fecha…

-La fecha ya está estipulada para el próximo domingo. La venta solamente está aguardando esta misa.

-Hoy es martes.

-Tiene que ser este domingo -dijo el Contador.

-Hora doce.

-Trataremos de que así sea.

-Tiene sólo cuatro días -dijo Pellegrini.

-Cuatro.

- No olvide las lloronas.

- Cuatro días.

- Si reúne sólo esas pocas condiciones tiene mi palabra -dijo, para ahora sí culminar con la charla.

-Necesitamos también su firma.

-¿Es necesario?

-Absolutamente.

Al colgar el teléfono toda la familia, hasta ese momento pendiente, palabra a palabra, de la conversación, lo invadió con una infinidad de preguntas.

-Tu padre era batllista.

-El tuyo era un buen boticario.

-¡Qué diría tu padre si pudiese ver tal cosa!

-La verá -dijo el señor Pellegrini.

Se acercó hasta él su hija y le tironeó de la chaqueta y le dijo:

-Yo no lo recuerdo.

-Yo sí -dio esto y quedó pensando quién sabe en qué cosas.

La discusión prosiguió durante la cena, a la hora de marchar cada uno a su cama y en los días que llevaron hasta el domingo.

A la mañana siguiente, a eso de las once u once y algo, llegó un funcionario de la empresa fúnebre con los papeles para firmar y las invitaciones para el evento.

Era un hombre de edad mediana, quizá más joven que lo que su apariencia decía, con saco espigado color rata y una corbata con suaves líneas oblicuas.

Pellegrini tomó una de las invitaciones y quedó leyendo y releyendo, una y otra vez el texto, no porque no estuviese conforme sino porque no podía creerlo.

-Aurora: ¡aquí tenés la tuya!

El empleado de la empresa fúnebre se impacientó un poco y le dijo:

-La firma, señor.

-¿Tiene lapicera?

-Sírvase, puede quedársela, si lo desea.

Mientras hablaba, a pesar del frío, le caía una gotita de sudor.

Continuó:

-Nosotros hemos hecho la misa de todos nuestros clientes, a setecientos treinta y cuatro hombres y seiscientas dos mujeres, pobres y ricos…

-Pero se olvidaron de mi padre -dijo Pellegrini, y sonrió con cierta malicia.

-El último. Con esta venta la política de la empresa cambiará radicalmente.

Una vez firmado el documento el funcionario se apresuró a guardarlo en su maletín pequeño y gastado.

-¿Almorzó?

-No señor.

-Hay albóndigas.

-¿Tienen pasas?

-Y aceitunas.

El empleado comió dos platos pero no bebió vino. El señor Pellegrini también comió dos platos pero tomó vino. La señora Pellegrini también tomó vino pero sólo se sirvió un plato. Octavio también comió un plato pero no tomó vino y su hermana también comió un plato y no tomó vino.

-¿Fue difícil encontrar al sacerdote la capilla?

-Todavía no nos dio su palabra.

-Ya firmé el documento con las condiciones.

-Tendrá todo.

-Tres días.

-¿Señor?

-Tienen tres días.

El empleado se pasó la servilleta a cuadritos por la boca y la comisura de los labios, mientras masticaba, suavemente, intentando ser lo más educado en tales circunstancias.

En la cocina, que tenía una gran arcada, había un cuadrito de cerámica, enmarcado en madera y finos listones de acero, con un cuchillito imantado y la frase “Welcome to our home” sobre un dibujo azul que intentaba ser una gallina.

-¿Podría pasarme el pan?

-¿Le gustó? -preguntó la señora Pellegrini.

-Deliciosas.

Apenas se retiró el invitado los niños se abalanzaron a las tarjetas. Rodearon a su padre e intentaban tomar algunas, pero él se interpuso, bruscamente.

-¿Vas a invitar a Frida?

-Estoy seguro que iría, pero papá estaba peleado con su hermano.

-¿Y a tío Roberto?

-Lógico.

-Si invitás a mi maestra seguro que va. Una vez le vimos una estampita en su monedero. Además es una mujer sola.

-¿Le pongo señorita maestra?

-Adriana.

La hermana del señor Pellegrini era quien escribía los nombres en los sobres de las invitaciones porque tenía una hermosísima letra -la mejor caligrafía de toda la familia- y ya estaba acostumbrada que la llamasen para todo evento que necesitase una invitación o un saludo de Pascuas o fin de año.

-¿Le vas a enviar una invitación a Raúl?

-Él vive en España.

-Se estila.

-Entiendo. Además en España son muy religiosos. Hacé una para Miriam, también.

-¿Dos?

-Es lo mejor en este caso. No te olvides los celos que le tiene a su marido.

El jueves llegó el director del coro con una lista con el repertorio. Pellegrini eligió dos o tres cantos de una lista casi interminable.  Como no entendía del tema eligió, entre ellos, In Epiphania Domini, canto dedicado al nacimiento del Salvador cantado generalmente para Navidad.

El director del coro tenía el mandato de no decir palabra.

De tarde fue a la oficina y repartió las invitaciones a toda la Sección, al jefe, al Subgerente, a dos oficinas en las que trabajo años atrás y le dio también una a cada auxiliar de limpieza y al portero.

Al recibir la tarjeta todos le daban, con la cara más circunspecta, sus más profundas palabras de dolor y congoja.

Muchas otras cartas fueron enviadas por correo.

Su casa se había convertido en un verdadero hervidero y su esposa bufaba cada vez que debía dejar sus tareas para encargarse del evento.

El viernes lo llamó nuevamente el Contador de la funeraria.

-Señor Pellegrini, tengo algunas buenas y malas noticias.

-Dígame las buenas.

-Conseguimos la parroquia. También el cura de la capilla, con mucho esfuerzo ya que tenía ese día un retiro. El coro…

-¿Pero?

-Las lloronas.

-Es fundamental.

-Hicimos los mayores intentos.

-Cuando las consiga llámeme, nuevamente.

- Señor Pellegrini, comprenda la situación.

-Comprenda la mía -dijo, y dio por culminada la conversación.

Entonces, el gerente de la empresa funeraria reunió a todas sus empleadas y les comentó del problema en que se encontraban y solicitó voluntarias para oficiar de lloronas en una misa que debía la empresa.    

No obtuvo ningún resultado, por lo que obligó a diez de sus funcionarias a vestir de negro, conseguir una mantilla e ir, bajo pena de despido, para oficiar de lloronas.

-¿Qué tenemos que hacer? -dijo una, ya resignada.

-Llorar.

-¿Y si no podemos?

-Pónganse zapatos que les queden dos talles más chicos.

Entonces el Gerente llamó al señor Pellegrini y le dijo que todo estaba listo para ese fin de semana.

El domingo de mañana cayó una suave llovizna, de esas que suelen caer en tales acontecimientos. Los pasó a recoger un coche de alquiler amplio y lujoso.

El señor Pellegrini observaba la ciudad desde el auto calefaccionado, mientras se acomodaba, una y otra vez, el nudo de la corbata. Los niños se peleaban por nerviosismo o quizá por aburrimiento.

-Vos empezaste.

-Vos.

-Mirá que decís mentiras.

-Más vos.

-El abuelo te está mirando.

La niña, entonces, comenzó a llorar.

Cuando llegaron a la iglesia habría no menos de doscientas personas. Los compañeros de oficina, el jefe, el subgenete y su esposa, las empleadas de servicio, familiares y amigos. También se encontraban los empleados de la empresa fúnebre, sus Abogados, los Contadores de los Abogados, las esposas de los Contadores, los hijos de los fundadores de la empresa, los actuales dueños de la empresa, el futuro dueño de la misma, tres monaguillos, los amigos de los monaguillos con sus madres y cuatro curiosos que se protegían de la llovizna, que en esos momentos se había tornado un poco más persistente.

En la breve escalinata hasta el Atrio se encontraban no menos de diez mendigos.

A medida que iban entrando la gente se acercaba y los saludaba.

Cuando se acercó el Gerente de la empresa funeraria, Pellegrini le reclamó por las lloronas.

-Están por llegar -le aclaró.

-Asegúrese.

-Quédese tranquilo.

Dijo esto y llamó al Jefe de Personal, quien le aclaró que se hallaban en la sacristía bebiendo vinagre.

-¿Vinagre?

-Asegurará que estén más pálidas -dijo el jefe.

Los dos quedaron conformes.

Mientras tanto las lloronas hacían arcadas, con el cuidado de no manchar los vestidos negros de encaje, que había alquilado la empresa.

Pellegrini por fin se sentó en la primera fila, como suele ocurrir en tales circunstancias.

-¿Emocionado? -le preguntaban, al mismo tiempo que lo palmeaban, suavemente.

-Póngase en mi lugar.

-Entiendo -dijo el Contador, que llevaba los anteojos casi sobre el borde del caballete.

-Le creo, señor…

-Rosencoff.

-¿Conoce Rusia?

-No señor, pero he visto postales.

-Yo también vi postales. Son hermosas.

-Ella es Sonia -dijo el Contador.

-Mi más sincero pésame, señor.

-Muchas gracias. Ella es mi esposa.

-Mucho gusto.

Una vez que todos se ubicaron en sus respectivos lugares comenzó la ceremonia, con los acordes del órgano.

La señora Pellegrini recorría, de soslayo, con la mirada a toda la concurrencia. Los niños estaban como estaqueados en sus lugares observando esto y aquello, con asombro y una gran sensación de miedo.

Comenzaron, al fin, los Cantos Gregorianos, y Octavio se aferró a su hermana de formal tal que ella quedó con el brazo entumecido, pero no dijo palabra.

Como el cura párroco no sabía palabra de la vida del homenajeado comenzó hablando de cosas vagas. En determinado momento habló de lo bueno que había sido en vida, con su familia, con sus amigos.

Entonces el Gerente de la empresa fúnebre se acercó hasta las lloronas y les dijo:

-Lloren.

-No podemos -suplicó una.

-Ya van a llorar cuando queden mañana sin trabajo -dijo esto y se fue enfurecido.

-Tengo tres hijos -dijo una de ellas.

Se hizo un breve y profundo silencio y, poco a poco, las lágrimas brotaron de los ojos de todas las funcionarias.

Una de ellas se desesperó y comenzó a los gritos. Otra hipaba, mientras lloraba y la más vieja de todas comenzó a rezar mientras su cara era un impetuoso océano bajo la mantilla negra.

Pellegrini las oía y se pasaba la mano por la barbilla, recién afeitada, y observaba a su derecha los vitrales oscuros y sucios y la imagen del altar menor, llena de piedad y sufrimiento.

La llovizna había cesado, pero de la plaza llegaba un fuerte olor a tierra mojada.

En la entrada del hospital, del otro lado de la calle, detrás de la fuente de hierro y las escaleras gastadas, un hombre flaco pagaba la cuenta al conductor del taxímetro que lo había llevado.

Duilio Luraschi

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