La copa

 

Llegué al boliche pasadas las once. En la puerta pensé que era un poco tarde, pero la lucecita amarillenta me indicaba que aún estaba abierto. Iba a pagar una deuda de copas.
La puerta, de gruesa madera y vidrios biselados, se resistía a abrir, pero yo soy bastante porfiado.
Ya había tomado un par de vinos en casa, con el pretexto del frío de julio, pero decidí ir esa noche al boliche y saldar el entuerto, como lo hubiese hecho mi padre.
La noche era oscura y sin luna, pero dentro del bar la luz no era más brillante que la de los neones de la avenida, a dos cuadras, o los focos, en la calle Rodó.
Caminé unos diez pasos, lentos pero seguros, hasta la barra. Ahí estaba el bolichero.
Yo lo conocía poco, pero siempre fue gentil conmigo, más razón para arreglar pronto las deudas y así los muertos podrían descansar en su nicho sin remordimientos ni sobresaltos, y yo podría dormir, como no había dormido la noche anterior, cuando pensaba son cinco y no cuatro, no son cuatro, claro, son cinco, y el bolichero que me decía " andá, nomás, no pasa nada" y yo pensaba que eran cuatro, y el vaho del alcohol no hace bien las cuentas. Al otro día, uno se ve desnudo como un bebé, y ahí descubre que eran cinco las copas.
Detrás de la barra estaba el bolichero, con su cigarrillo entre los dientes, y a un lado del mostrador, el cantinero, haciendo crucigramas con un lápiz casi sin punta.
Había sólo una mesa con gente. Una pareja hablaba en voz baja, mientras tomaba cerveza y fumaba. 
En el mostrador había dos mujeres jóvenes. Una bebía whisky sin hielo y tenía la cara avinagrada, la otra, la morocha, bebía un refresco y comía, compulsivamente, papas fritas de una canasta.
Me acerqué y saludé.
Creo que al mismo tiempo que saludaba me disculpaba. Y el bolichero, detrás de su cigarrillo armado en la boca me decía que no era nada, que él sabía que eran cinco, pero que es lo mismo cinco que cuatro, que peor había sido un pendejo que lo convidó a pelear por una grappa. "Mirá que hay gente rayada", me dijo, y me sirvió una copa.
Yo quedé observando a la morocha. No por ser la que estaba más cerca, sino por su forma de comer las papas. Las tomaba con dos dedos y las devoraba de dos dentelladas.
-A ustedes las veo siempre -dije.
-Son parte del decorado- dijo el cantinero sin levantar la vista de la hoja.
La que bebía whisky lo miró con cara aún más amarga de la que tenía.
-Ellas vienen siempre -dijo el bolichero- pero ella -y señaló a la morocha- mañana se va para Minas.
La observé directamente a los ojos, por primera vez, y le dije:
-¿Sos de Minas?
-Sí.
La respuesta me resultó breve y fría.
-Yo tenía una novia de Minas -dijo el bolichero.
-Tuviste dos -dijo la morocha, dejando sus monosílabos.
-Sí, tuve dos.
-Yo de Minas sólo conozco los prostíbulos -dijo el cantinero y siguió con su crucigramas.
Volví a observarla. Su boca se abría, sensual, mientras los pobres trozos de papas fritas eran devorados con frenesí.
Me imaginaba a la ciudad de Minas en la tarde. En la plaza las jóvenes paseando del brazo de sus madres, y los muchachones, silbándoles, detrás del monumento ecuestre.
-¿Vas a ver a tus padres? -pregunté.
-Hace seis años que no ve a los padres y ahora se le ocurre verlos ¿no es raro? -dijo el cantinero.
Ella no se inmutó, siguió tomando su refresco y devorando las papas.
La mujer del whisky se veía molesta. Por un momento pensé que era yo quien la molestaba. Luego pensé " debe estar molesta consigo misma" , y me tranquilicé, mientras tomaba mi whisky, obsequio del cantinero.
-Las cuentas están saldadas.
Entonces me puse a observar la fila de botellas que había en el estante superior de la pared del fondo. Veía sus bases, sus panzas anchas y sus picos, el cuello a veces grueso y otras delgado, las etiquetas, el color casi siempre ámbar de su líquido ardiente.
El bolichero me sirvió otra copa. Hizo llorar a la medida, rebosándola por completo.
-¿Ave de pico corneo y plumas? Tres letras...
-Ave.
Yo seguía observando a la mujer morocha. Casi no hablaba. No era necesario.
-En los prostíbulos de Minas están las mejores canaritas -dijo el cantinero.
La morocha lo ignoraba, mientras sorbía refresco con hielo, y devoraba las pobres papas fritas. 
Luego terminó la canasta y se pasó, levemente, una servilleta por sus labios.
Tomé mi último whisky y quise pagar. El bolichero dijo que iba por cuenta de la casa. Insistí, pero él no quiso.
Ya había terminado su cigarro, que colgaba, apagado, en un extremo de su boca.
La pareja que había estado bebiendo cerveza, casi en silencio, en una de las mesas más apartadas, ya se había ido, y el cantinero había culminado su crucigramas.
Me vino una especie de sueño, que me invadió desde las plantas de los pies hasta el sombrero, y observé una vez más los cuellos, los picos de las botellas, pensando que por hoy había tomado suficiente.
Le dí la mano al bolichero y al cantinero.
Me paré, tomé coraje, y saludé a la morocha, con un beso, y le dí otro a la mujer enojada.
Volví a casa con pasos pensativos y un tanto lerdos.
Cuando subía la escalera que me llevaría a mi apartamento, mientras subía, pensaba si le preguntaría, alguna vez, su nombre, al bolichero, o la recordaría sólo por el color de su pelo.

Duilio Luraschi

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