El caminante

Duilio Luraschi

Esta historia -que afirman verdadera- la oí hace un par de semanas, pero data de los tiempos en que mi tío Getulio trabajaba de jornalero en la estancia “Amanecida”, de Bernardino Lagares, en el departamento de Cerro Largo.

En aquellos días Bernardino reunía a un gran número de hombres para trabajos zafrales, como la yerra, la esquila, o los rodeos. Venían de los pueblos más cercanos, y se hacinaban en galpones siempre húmedos y oscuros, sobre bolsas de lona o camastros, sin mayores enseres ni comodidades que las mínimas para un ser humano, y convivían allí hasta que finalizaban su tarea, la que podía llevar de unas semanas a un par de meses.

En una ocasión se habían juntado veintitantos hombres para arrear a casi la mitad del ganado de la hacienda hasta la tablada, donde el comprador, un tal Samuel Simpson, pagaría buen dinero por todo el ganado menor de tres años.

Era la primera vez que mi tío trabajaba en esa estancia.

A la tarde, luego del almuerzo, cuando todos estaban recostados a los postes descarnándose los dientes con pajitas largas y duras, llegó un caminante con su guitarra sobre el hombro izquierdo y una bolsa de arpillera cruzada en el pecho. Alzó el sombrero sobre su cabeza con marcada reverencia, y pidió alguna cosa que comer y algo fuerte, con el pretexto que debería calmar un dolor de muelas que lo volvía loco desde hacía un par de días. Le dieron carne de oveja asada y caña con pitanga, y el solitario les interpretó, como forma de pago, un par de piezas simples, con reminiscencias brasileñas.

Cosa inusual, el solitario se quedó en el galpón amargueando, tocando su guitarra y ayudando con tareas mínimas como el encendido del fuego, por unos tres o cuatro días, que se presentaron lluviosos y frescos.

Fue un martes cuando los peones cobraron su paga y decidieron ir a festejar al poblado.

Como habían hecho buenas migas con el caminante, lo invitaron para que fuera con ellos a tomar unas copas al pueblo más cercano y lo alentaron también para que entrara a “La Mimosa”, una casa de tolerancia que quedaba frente a las vías.

El solitario se disculpó diciendo que a él no le gustaban las ciudades, que  había elegido caminar para no enfrentarse con esa cárcel que son las poblados, que estaba cansado, que le dolía horriblemente la muela y no sé cuántos pretextos para no ir con ellos.

En el galpón quedaron los más viejos: dos hombres de Durazno que habían llegado junto a otros tantos, más jóvenes y vigorosos, hacía unos quince días. Los demás se marcharon, ya un poco ebrios y a los gritos, sobre una zorra inmensa, donde se cargaban fardos de trigo.

Los hombres que quedaron en el galpón no tardaron en dormirse, luego de beber a discreción caña, por el pico de la botella.

Cuando todos regresaron, luego de los gallos, abrazados, balanceándose, como suelen hacerlo los hombres que han tomado en demasía, se encontraron con sus bolsos revueltos y vacíos, y a los dos viejos que quedaron a su cuidado completamente borrachos y dormidos.

El caminante había desaparecido.

Se formaron, rápidamente, tres grupos para perseguirlo, tomaron armas y perros y se lanzaron, exasperados, al río.

El vaho del alcohol todavía inundaba sus cabezas.

Es sabido que los caminantes conocen más que nadie esos montes tupidos, de árboles chaparros y frondosos, y sería muy difícil hallarlo antes que oscureciera, cuando podría desaparecer como un espectro más entre las sombras.

Formaron líneas en abanico y arrasaron con cuanto se interponía a su paso, ramas, pequeños animales y algún perro que se lo confundió en el momento. Iban gritando.

Un peón cayó mordido ferozmente por una serpiente y ahí donde cayó quedó tirado ya que nadie quería regresar a la estancia hasta que no hubiesen encontrado al ladrón. Al llegar al claro volvían hasta el punto de partida y una vez allí retomaban el camino nuevamente. Llegó el mediodía, se hizo la tarde, y no había ni un rastro del fugitivo.

Por fin, detrás de un coronilla lo vieron y sin avisar hicieron fuego una y otra vez sobre su víctima, pero el caminante escapó, y se introdujo, como un animal asustado, en un monte más espeso aún que por el que venía transitando.

De pronto se descargó una tormenta sobre el matorral en donde se encontraba la peonada, con la voracidad de una gran catarata. La lluvia era tal que era imposible ver un toro a diez pasos de distancia. Entonces todos se reunieron en un claro que encontraron y aguardaron que frenara el ímpetu del aguacero.

La tormenta culminó pero se hizo la noche; entonces, iluminados con antorchas ingresaron nuevamente entre los pajonales.

La mayoría de los perros se habían perdido en medio de ese diluvio y tardaron no menos de media hora para reunirlos nuevamente.

Arredondo, un hombre llegado de Fraile Muerto, iba a la cabeza del grupo. Llevaba dos mausers, uno en cada mano, y un cuchillo de doble hoja en el cinto.

Comenzó la lluvia nuevamente, ahora más mansa, y el agua recorría sus caras, zigzagueando, volviéndolas blancas y brillantes. Los perros aullaban enfurecidos.

Un nuevo peón cayó, ahora presa de un compañero que lo confundió con el fugitivo. El cansancio y la desesperación hacía que el grupo tuviese movimientos torpes y lentos, pero como sabían que el caminante estaba herido no perdían esperanzas de encontrarlo.

Cesó la lluvia de repente y salió la luna, empañada, enorme como un plato de mesa. Ya las antorchas se habían apagado.

A veces alguien creía ver algo y hacía fuego, y todos al unísono disparaban sus fusiles, inundando de pólvora y humo el monte, en una escena propia del mismo infierno.

Las horas pasaban. Parecía que la noche se había tragado al caminante.

De pronto, un aire fresco trajo el olor de los chanchos salvajes y los perros se alborotaron mucho y hubo que atarlos a un árbol caído para que no se dispersaran entre los pajonales.

Cruzando un par de cauces pequeños, apareció,  nuevamente, como una mancha oscura, caminando a zancadas, con su guitarra, quebrada, bajo uno de sus brazos. Una vez más lo encañonaron y la descarga de fusiles duró más de diez minutos.

Al acercarse al lugar lo encontraron en el suelo, agonizando.

-¿Por qué me hicieron esto? -preguntó, y su cabeza cayó hacia atrás de un solo golpe.

Buscaron en todos sus bolsillos, violentamente, uno tras otro, y luego en su bolsa, pero no encontraron más que naderías, algo de comida y un par de navajas oxidadas. No había allí ni un solo peso; ni una moneda siquiera.

Entonces, presa de la desesperación, corrieron hacia la estancia, en medio de la oscuridad de la noche, empujándose unos a otros en la carrera, cayéndose en medio de los pajonales. Era no menos de las diez o las once.

Al llegar, el patrón estaba en el galpón junto a sus dos capataces. Estaban de pie, erguidos, como columnas de granito.

Los observó, lentamente, de arriba a abajo, recorriendo su calzado de tela, las camisas sudadas abiertas en el pecho, sus ojos rojos; preguntándose una y otra vez, para sus adentros, qué era lo que habían hecho, qué había sucedido en el campo, junto al río; pero nadie dijo palabra.

Por fin Arredondo contó lo sucedido.

Formaron una rueda de unos seis metros de diámetro, y se quedaron, así, mirándose unos a otros, en un lapso interminable, sin que nadie tomara la menor iniciativa.

Bernardino se fue con la cabeza inclinada hacia el piso, con pasos firmes y lentos, rumbo al casco de la estancia donde lo esperaban su mujer y sus tres niñas. En el camino pateó a uno de los perros.

Los ojos fijos de los peones reclamaban alguna explicación. El silencio se volvió insostenible.

Entonces, uno de los capataces, el más viejo en la hacienda, buscó algo detrás suyo, entre las malezas, y les tiró, de un solo golpe, en medio de la ronda, todo el dinero que habían perdido.

Mi tío aún hoy lo recuerda claramente; fue un 28 de diciembre de 1956.

Duilio Luraschi 

Cuento del libro Providencias, Vintén Editor, Montevideo, 2000. 2ª Edición Montevideo, 2004.

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