Acceso de tos
Duilio Luraschi

Delbracio llegó al consultorio médico, caminó no más de cinco o seis pasos, y se instaló frente al escritorio que había en el medio de la sala. Se anunció a la asistente, y luego eligió una silla, de las pocas que habían en la habitación, y esperó a ser llamado.

Prestó atención primero a los pacientes que esperaban, luego a la asistente, y luego se detuvo un buen tiempo en un cuadro que había frente al escritorio. Las figuras eran grandes y simples, pero lo atrapó por sus colores intensos, como si lo hubiese hecho un niño o alguien que no hubiese estado nunca en Montenegro. Todos los demás pacientes leían revistas, y observaban, de soslayo, sus relojes de bolsillo.

Por fin llegó su turno.

La asistente lo llamó por su nombre, y le señaló una puerta, al final de un breve pasillo.

La puerta había quedado abierta, pero él golpeó suavemente un par de veces, en el marco, al mismo tiempo que pasaba.

Una vez dentro, el médico le indicó que se sentara. Tomó unos papeles que había sobre su escritorio y, sin más frase de cortesía que un breve saludo, preguntó:

-¿Come adecuadamente?

-Como bien.

-¿Bebe alcohol?

-En absoluto.

-¿Una copa a fin de año?

-Nada.

-Está bien, eso es bueno... ¿y fuma?

-Fumo.

-A eso se debe la tos.

-Cuando era chico me caí, mientras corría en el parque. Dije que me había golpeado un muchacho algo mayor, al que todos odiábamos.

-¿Entonces?

-El golpe me mantuvo unas semanas en cama. Me dio fiebre y tos. No he podido sacarme la tos desde esos tiempos.

El médico levantó algo los ojos, que había depositado hacía un buen rato sobre su escritorio, repleto de papeles y muestras gratis de medicamentos, y preguntó:

-¿Dónde se golpeó?

-En el vientre.

-Entonces no es el caso de esta tos.

-La tos vino por la fiebre.

-Definitivamente no es el caso.

-¿Y el muchacho?

-¿Qué cosa?

-¿Hice mal en denunciarlo?

El médico, otra vez, lo observó atentamente.

-¿Qué fue de él?

-Cuando terminó el liceo se marchó a Montevideo. Creo que estudió, se recibió y ... no sé más.

-No, pregunto que pasó en ese entonces.

-No pasó gran cosa, no recuerdo bien. Sufrió algún rezongo o una penitencia. Quizá le dieron algún zurro.

El médico quedó unos minutos pensando, mientras dibujaba, con el lápiz, círculos en el aire. Llevaba una barba espesa, que le cubría gran parte de la cara.

Cuando Delbracio lo observaba, lo primero que veía era su barba. Parecía que quería esconder, detrás de todo ese pelo, una cara. Era una cara de niño con barba exuberante, como suelen ser las selvas, o los helechos en todos los jardines de Montenegro.

Además tenía una especie de mirada científica, en dos ojos pequeños y celestes, no más grandes que una monedita de plata. Eran los ojos celestes de una enciclopedia.

Entonces, el médico interrumpió, de golpe, el silencio y dijo:

-Quizá sí... usted estuvo un poco mal. Pero como ya lo ha dicho: la cosa, realmente, no pasó a mayores.

-Era un muchacho realmente fastidioso -acotó Delbracio.

-Le creo.

-¿Y la tos?

-Definitivamente no es por eso. Tendría que hacerle unos exámenes. ¿Dispone de horas libres por la tarde?

-En absoluto. Trabajo en una tienda de ropa. Mi descanso es sólo de media hora. De doce a doce y media.

-Puede hacerse uno un día, otro otro día, y así completarlos todos en menos de una semana.

-¿Debería ir lejos?

-No. No es lejos. Estaría allí no más de diez o quince minutos. Si no se detiene para ver los escaparates del Centro, o hacer algún otro recado, no tendrá inconveniente en llegar a tiempo a la tienda.

-Si usted piensa que es necesario...

-Absolutamente.

-Hágame entonces esas recetas ¿llevan timbres?

-Dos.

-¡Hoy todo lleva timbres!

El médico asintió con la cabeza. Luego preguntó:

-¿Cómo se llamaba?

-¿Quién?

-El muchacho, ese al que usted acusó de golpearlo, injustamente.

-Esteban.

-¿Y el apellido?

-Ya no lo recuerdo.

-¡Ahhh!

Se hizo un silencio prolongado, mientras el médico rayaba su hoja de recetas. Entonces Delbracio preguntó:

-¿Dos timbres de dos pesos?

-Creo que son de dos pesos, no lo recuerdo. Usted vaya y pida dos timbres para certificados médicos y análisis. Valen lo mismo. A propósito ¿necesita un certificado?

-¿Lleva otro timbre?

-Acabo de decírselo.

-Entonces no, me descontarían menos en el trabajo, por esta media hora que he faltado.

-Es sólo para que lo justifique.

-Ellos saben lo de la tos. Me soportan a diario. Además no diría esto por aquello. Todos saben que no me aprovecharía de una situación tan triste como una enfermedad. ¿Usted lo haría?

-Definitivamente.

-¿Me mandará también comprar algún tónico?

-Primero quisiera ver los análisis. Me dijo que fumaba ¿no?

Afirmó con la cabeza.

-Entonces no le molestará que encienda un tabaco -dijo el médico, y sacó una pipa de uno de los bolsillos de su túnica.

Golpearon la puerta. Fueron dos golpecitos breves. En seguida, sin que nadie dijese que pasara, apareció una joven igual a la recepcionista.

-Usted debe disculparme -dijo el médico al hombre.

Delbracio se paró de su silla inmediatamente, tomó su saco y el sombrero, que colgaban de un perchero de metal niquelado, y saludó al médico y a la joven.

Salió a la salita, donde había dos o tres personas, e inclinó la cabeza, suavemente, mientras se dirigía a la puerta. Una vez en la calle, inspiró una gran bocanada de aire, por su nariz y por la boca, y sonrió levemente. Sacó sus anteojos, que mantenía guardados en el bolsillo interior del saco, y revisó las hojitas donde estaban anotados los exámenes que debería realizarse. Una vez conforme con lo leído, los volvió a colocar en su lugar.

Tenía treinta y ocho años, pero parecía un hombre de cincuenta.

Su familia era de origen italiano, de Nápoles, y él nació en Montevideo, donde vivió hasta los diez años. Luego sus padres se trasladaron a Montenegro, y allí se afincaron definitivamente.

Delbracio era un apellido extraño para los niños de la escuela y el liceo, por eso lo llamaban siempre así, quizá fue en tono de burla, pero así se lo conoció siempre, sin que sus amigos más íntimos, siquiera los más memoriosos, recuerden hoy su nombre de pila.

Dejó tempranamente los estudios para ayudar con los gastos de la familia, y consiguió empleo en una gran tienda de ropa: primero como cadete, luego como vendedor, destacándose entre todos sus compañeros, por su empeño. Al tiempo se casó con una joven que trabajaba con él, en la tienda. Le llevaba casi diez años. Era bonita y pequeña, sumamente callada, y con ella tuvo un solo hijo, que nació un veinticinco de agosto, al que llamaron Mateo.

Su vida transcurrió con cierta tranquilidad: medido en los gastos, severo en la enseñanza de su hijo, bondadoso en Navidad y Pascuas, y gran bailarín en las fiestas de fin de año. Pero una fuerte tos, cada vez más ronca y compulsiva, hizo que dejara de dormir por las noches, que su esposa dejara de dormir a causa del ruido, que al no dormir, él se levantara de mal genio, que ella derramara en más de una ocasión la leche del niño, y se quemara la mano o el brazo con la llama de la cocinilla, todo lo que desencadenó la visita al médico.

Como no conocía a ninguno, preguntó en la farmacia y le recomendaron el que atendía los jueves en el centro de la ciudad. “Algo caro, pero es el mejor” le dijo el boticario.

Al salir del consultorio ya estaba más aliviado. Si bien al cruzar la avenida le sobrevino otro acceso de tos, estaba tranquilo, y, en gran medida satisfecho. Sólo una cosa enturbiaba sus pensamientos: el recuerdo de aquel muchacho a quien denunció de chico, injustamente.

Dejó detrás la calle principal, bordeó la única plaza que había en el centro, dibujada en un cuadrilátero perfecto, con una humilde fuente de hierro, seis bancos de listones color gris, y un enorme nogal que nunca dio frutos, pero sí buena sombra en las tardes de febrero.

Su paso era lento, pero sus piernas, robustas por años de ejercicio, mantenían el mismo tranco que en la primera cuadra. Sacó un pañuelo y enjugó su rostro. Tosió un poco. Miró, de soslayo, uno o dos escaparates, sin detenerse, y encendió un cigarrillo. Sólo una cosa lo inquietaba: el muchacho al que había denunciado.

En la puerta de la tienda lo esperaba Salvatierra, con su cara siempre avinagrada, quien lo saludó brevemente, al tiempo que observaba su reloj de bolsillo. Él entró, fue hasta los vestidores y dejó su saco y su sombrero, y, sin perder más tiempo que aquel que necesitó para alinearse frente al espejo, regresó al salón y se dispuso a atender al primer cliente que pasara.

Al culminar la jornada, recogió su diario de la tarde y el paquete de cigarrillos negros, y caminó las mismas quince o dieciséis cuadras, bajo una larga hilera de plátanos, hasta su casa, en el barrio “Pueblo Nuevo”. Allí lo esperaba su esposa, con el cuarto de baño pronto para que se diese una ducha relajante, y así luego hablar del médico, de la tos, del señor Salvatierra y las ventas del día.

En el bar que había frente a la plaza principal, al que muchos llamaban “restorán” y otros “confitería”, se encontraba, entre amigos, el doctor que había atendido esa tarde a Delbracio, charlando animosamente, entre cafés, cigarros, y alguna ginebra.

-Recuerdo claramente cuando estuve en Nueva York.

-¿Te gustó?

-¡Por supuesto!

-¿Hace mucho tiempo?

-Bastante. Más o menos ... unos diez o doce años.

-¿Fuiste en vapor?

-No, en aeroplano. ¿También estuviste en Nueva York?

- Por supuesto. ¡Qué ciudad! ¿Allí conociste a Thomas Renner?

-No, lo conocí en Montevideo, ¡pobre!, él sufre horrores con nuestro clima. Montenegro, con todo, es un poco más seco. Montevideo es una especie de acuario. Realmente, es un clima bastante inhóspito. Tiene, desde el mismo día en que llegó, una fuerte tos, que no puede evitar con nada. ¡Es una tos espantosa!

-Hoy vino hasta mi consultorio un paciente con iguales síntomas.

-¿Estuvo también en Nueva York?

-No creo.

-¿Entonces?

-Podría ser el clima, como decís. Si mal no recuerdo él es de Montevideo.

-No sé si será el caso. Tal vez fue a causa de una caída.         

-¿Por qué decís eso?

-Por decir algo.

-¡Qué locura!

Delbracio llegó a su casa algo transpirado, haciéndose viento con el diario, saludó a su esposa con un pequeño beso en la frente, y dejó el sombrero y el saco, en un sillón de la sala. Había una radio encendida, pero a volumen discreto. Luego de hojear solamente aquello que resaltaba a varias columnas, se dirigió al baño, mientras silbaba con ánimo.

Silbaba y tosía, tosía y caminaba, desabrochándose los botoncitos de la camisa.

Una vez dentro, abrió el grifo del agua caliente, y pronto el vapor inundó toda la habitación, luego abrió el grifo del agua fría, y, cuando estuvo conforme con la temperatura, se metió en el agua, mojándose primero los pies y luego la cabeza. En medio de su baño la tos se hizo intensa. Una y otra arcada seguían a cada tosido. Y luego nuevamente la tos.

Se secó, con el cuerpo cubierto aún por una fina película de jabón, se vistió, y pidió a su esposa que lo acompañase al hospital.

Entre tosido y tosido, decía algo, casi indescifrable, que su esposa no pudo entender bien qué era, pero pensó era una súplica para que se apurara.

-Teban... Teban -decía, y tosía con más fuerza.

-¿Qué decís?

-Esteban... -decía algo más bajo, y un acceso de tos, mayor que el anterior, lo ahogaba casi por completo.

Ella le pidió a un vecino que los llevara en su auto, y luego aprontó a su hijo, que dejaría, de camino, en casa de su hermana.

El auto era muy antiguo, pero funcionaba. Entre un gran escándalo de explosiones de su motor estacionó frente a la puerta, y esperó que todos salieran.

Cuando el coche arrancó la tos era más intensa.

En la puerta del hospital entendieron que la situación era crítica, e inmediatamente le procuraron una cama para que pasara ahí la noche, hasta que llegara su médico.

Éste se encontraba, como de costumbre, en el bar, frente a la plaza, charlando, bebiendo y fumando su pipa, sin siquiera imaginarse que en esos instantes lo estaban llamando a su casa del hospital.

Desde su llegada, de tardecita, todo lo que quedó del día, y la noche, Delbracio tosió sin descanso.

Sus compañeros de sala  llamaron reiteradamente a los enfermeros para que dieran una solución, al menos momentánea, al problema.

Llegaron varios doctores residentes, pero ninguno pudo calmar la tos, siquiera disminuirla.

Ni Delbracio, ni su esposa, ni los compañeros de habitación, ni sus acompañantes, ni los enfermeros, ni los médicos de guardia, pudieron pegar un ojo en toda la noche a causa del fuerte tosido.

Su médico llegó a media mañana, y todos esperaban que hiciese algo, al menos que se lo llevara a otro sitio.

Le dieron toda la medicación que podían darle a un ser humano, pero la tos no disminuía: por el contrario, era cada vez más persistente.

Los médicos estaban, francamente, desorientados. Incluso los sedujo la vieja receta de un paciente, que había oído de su madre cuando era chico.

-Un baño con agua bien caliente. Luego otro con agua helada. Antes que la última gota caiga al suelo: otro baño de agua más caliente, y luego otro de agua helada. Así las veces que sea necesario.

Su médico dudó. Sacó, una vez más, la pipa del bolsillo de su guardapolvo, y meditó unos segundos. Al fin, arqueando suavemente la boca, dijo:

-Está bien.

Para sujetarlo, tuvieron que intervenir cuatro enfermeros, que lo tiraron primero a la ducha caliente, y luego a la helada, y luego a la caliente, y luego a la helada, hasta que, mojado y totalmente desnudo, pudo escapar de todos los brazos que lo cercaban, y corrió por los pasillos, cruzó el patio abierto y el recibidor, llevándose por delante cuanta cosa encontraba en su camino, y salió, a toda prisa, por la puerta principal, precedido de su fuerte tosido y la exclamación general, fundamentalmente de las señoras que esperaban ser atendidas.

El médico, entonces, lo envió a la capital, para encerrarlo en un hospital psiquiátrico, en cuanto fue posible alcanzarlo.

Luego de varias sesiones de electricidad, le proporcionaron poderosas inyecciones, que lo mantuvieron dormido por el lapso de dos o tres días.

Dormido también tosía, pero levemente.

Su esposa había firmado los papeles necesarios para que le realizaran todos los estudios pertinentes.

Cuando despertó estaba atado a la cama, con un foco de luz sobre su cabeza.

No había ventana alguna en la habitación, ni cama contigua, ni sillón para acompañantes. Las paredes eran de un blanco grisáceo, y estaban algo descascaradas, fundamentalmente contra los zócalos y junto al techo.

En seguida la habitación se llenó de decenas de estudiantes y enfermeros, que cuchicheaban entre sí, hasta que llegó el catedrático.

Luego de varios estudios, decidieron que la única solución para calmar su tos, al menos en intensidad y virulencia, era mantenerlo constantemente dormido.

Así fue que desde ese día pasó su internación en un sueño constante, que si bien no lo curó, hacía de la tos un suave susurro, como el rezongo de un perro.

Su médico llamó una o dos veces al hospital de Montevideo, luego olvidó el asunto.

La esposa y su hijo lo visitaron, esporádicamente, durante el primer año, y luego se fueron a Buenos Aires, donde ella consiguió trabajo en una importante fábrica de sombreros.

En Montenegro la vida continuó tal como había transcurrido siempre, y sólo algún dependiente de la tienda lo recordaba, fundamentalmente en tono de burla.

En cierta ocasión, estaba el médico tomando café, con sus amigos, en el bar frente a la plaza, cuando salió el tema de los viajes.

Hablaron, otra vez, de la ciudad de Nueva York, y no faltó el recuerdo de la tos de Thomas Renner, aquel americano que había vivido casi toda su vida en Montevideo, y que se curó definitivamente de su tos, con té de menta y miel, y vahos tibios por las noches.

-Lo recordás, ¿verdad?, Esteban.

El doctor balanceó la cabeza, en claro signo de afirmación,  y rellenó una vez más la pipa, arqueando, suavemente, detrás de toda la barba, su delgada boca.

Duilio Luraschi

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