El teatro de García Lorca


por Luisa Luisi

A Margarita Xírgú.

-I-

La muerte de Federico García Lorca, proyecta sobre nosotros la sombra de su obra agrandada y deformada por las luces entrecruzadas del espíritu de facción de que habla Romero como signo de nuestra época.

El tiempo, demasiado corto, y la distancia todavía aproximada, no son suficientes a limpiar y desnudar la obra, de las escorias de lo contingente, para permitir al crítico, elevándose sobre la militancia activa de su vida, señalar, con deshumanizada equidad lo que pertenece al dominio exclusivo y eterno del arte. Pocas veces, desde el ángulo visual de nuestro espíritu de facción, hemos percibido sin embargo, una concordancia más íntima y trabada entre una obra y un destino. Las circunstancias trágicas de la muerte de García Lorca estaban ya preestablecidas en su obra, con una armonía tal de elementos, que podríamos afirmar que aquéllas no se habrían producido si ésta no la hubiera prefigurado de antemano con una precisión y una fidelidad verdaderamente turbadoras.

La bala que buscaba a Rafael Alberti, no torció su destino al tronchar la vida de su amigo y compañero, sino que cumplió fielmente, la trayectoria impuesta, desde muchos años atrás, por los versos del poeta sacrificado. El poder de la obra sobre el autor se impone aquí con caracteres de una evidencia trágica, sobre las determinaciones fugaces de los hombres.

Anticipación de su destino de sangre y de violencia, o influencia misteriosa del espíritu sobre el devenir histórico, el paralelismo trágico es innegable, que se revierte a su vez, en evidencias profundas sobre el significado mismo de los actos.

En este cataclismo social, material y anímico de la humanidad, agudizado en España hasta la exacerbación, aparece como uno de los focos de critalización que anticipa el paisaje humano del mañana, una evidente superioridad del espíritu, como fuerza atractiva y ordenadora. La voluntad de acción cede su preeminencia a las profundas y ocultas corrientes espirituales que predeterminan el acontecer individual y social.

La obra de García Lorca, en efecto, encierra en sí misma una latente carga social de una potencialidad infinitamente superior a la obra depurada y artística de Alberti. Y en el momento oportuno, es la carga social de los versos y del teatro del primero, la que explota y destruye la vida de su autor, pese a la más activa y concreta militancia del segundo, cuya obra equilibra y anula en cierto modo, las consecuencias ulteriores de su acción.

Me sugiere estas reflexiones, la afirmación leída poco ha, de que los rebeldes buscaban a Alberti y no a García Lorca para fusilarlo.

Esta carga social y humana que lleva la obra de este último, constituye uno de los caracteres distintivos percibido y señalado en distintas circunstancias por quienes se han ocupado hasta ahora de ella.

Presencia de la sangre, sentido del pueblo, influencia del Romancero Español y de Lope de Vega, vienen a converger en esta carga humana y social hasta caracterizar la poesía de García Lorca como la menos individual, la menos deshumanizada, y al mismo tiempo la más espiritual en la poesía española contemporánea. Espiritualidad candente, viva y directa del pueblo que viene como savia continua desde siglos de interrumpido y reanudado romancero popular a amanecer en perfume, en color y en fecundidad, en este

Romancero Gitano, que es clara demostración de la fluencia poética de la tradición popular.

Esta secreta sangre de García Lorca, pesada, turbia, caliente, se transforma en vaho de sangre, alquitarado por la espiritualidad de la raza, cuya obsesión de la muerte le quita todo carácter de primitiva sensualidad fácil y torpe, para acendrarse en interpretación trascendente de la existencia. Lo andaluz adquiere así categoría metafísica, y el viejo mito de la sierpe entre flores puede caracterizar la riqueza vital de Andalucía en donde la idea fatalista de la herencia musulmana obra a manera de fondo oscuro para destacar con mayor vigor el contraste de la luminosidad fecunda de la vida. Acre sabor de muerte, da relieve a la dulzura demasiado fácil de la vida, y reacciona como amargo estimulante basta dominar y rechazar a segundo plano, espiritualizándola, la vigorosa sensualidad de la naturaleza. El espíritu se impone así en forma de fatalismo y negación frente a las fuerzas demasiado ricas de la vitalidad. Espiritualidad de la sangre, espiritualidad de la tierra, de la savia y de los sentidos con su carga de materialidad inevitable tan distinta, y tanto más humana, que la deliberada inmaterialidad forzada de cierto arte.

Todo lo que hay de viviente, de turbio, de equívoco, de dramático en la obra de García Lorca, adquiere por la presencia constante y actuante de la muerte, un sentido trascendente que culmina en los cuatro tiros del cementerio de Granada.

En la imposibilidad material de viajar por todos los rincones de la obra de García Lorca en el corto espacio de un artículo de revista, vamos a limitarnos solamente a su teatro, ya que es la dimensión menos transitada hasta ahora entre nosotros de toda su vasta producción.

-II-

Si, como quiere Tilgher, el valor de una obra de arte se mide por el grado de originalidad que ella aporta al acervo común, es necesario revisar toda la obra anterior y contemporánea, para poder descubrir lo que de nuevo —no puesto aún de manifiesto— se encuentra en ella. La apreciación crítica se transforma así en faena superior a las fuerzas humanas, ya que difícilmente podrá el crítico conocer toda la producción, en el mundo, del talento reconocido e ignorado del hombre.

Una continua revisión de valores, va corrigiendo, es cierto, las clasificaciones y juicios, a medida que nuevos do­cumentos aportan elementos desconocidos al juicio estético. La crítica no puede, por lo tanto, reivindicar más que un valor puramente relativo y provisorio, dependiente además, en grado directo, no solamente de la agudeza de la visión crítica, sino también de la suma de conocimientos y expe­riencias del que la ejerce.

Reconociendo, pues, estas premisas, y aceptando de antemano todas las rectificaciones que puedan aportar mayores conocimientos que los míos, vamos a intentar, en la medida de nuestras fuerzas, una contrastación, aunque incompleta, de la obra de García Lorca, con el teatro más divulgado y conocido de la actualidad, para descubrir cuál es el aporte de originalidad que el poeta español tan prematura cerno injustamente desaparecido, ha traído al teatro contemporáneo.

El panorama es tan rico y complejo, que estamos lejos de pretender abarcarlo en todo su amplio conjunto. Desde principies de este siglo, hasta ya casi promediado éste, los nombres que han enriquecido la escena con obras de savia más fecunda que la han vivificado después de su agotamiento de anteguerra: teatro de tesis de Francois de Curel; teatro del amor de Porte-Riche; teatro psicológico de Henri Beque; teatro satírico de Courteline y frívolo de Tristán Bernard; suman valores aunque no tan grandes como la alta jerarquía renovadora de Pirandello, de O'Neill, de Lenormand, de Cronmelynck, de Evreinoff, de Gantillón, de Kessel, del Molnár de "Liliom", de Sarment, de Denys Amiel, dé J. J. Bernard, de muchos otros más.

Ya con el advenimiento muy anterior de D'Annunzio y de Maeterl'nck, el teatro se había ensanchado de lirismo y llegado a regiones del espíritu que no conocieron ni el clasicismo, ni el romanticismo, ni el naturalismo. La fantasía poética recobra su imperio y levanta su vuelo, purificando el espíritu de los miasmas acumulados por el teatro francés en primer término, en estancias pseudo científicas habitadas únicamente por una estrecha y siempre la misma zona de la humanidad.

Por la puerta del humorismo cruel y de la ironía san­grienta, había escapado Bernard Shaw a la mutilación espiritual cultivada en esa atmósfera espesa e irrespirable, mientras Edmond Rostand intentaba, en una empresa superior a sus fuerzas, libertarse por medio de un teatro pseudo poético e histórico.

Andreieff y Georges O'Neill, cada uno desde el ángulo visual de su propio talento despejaban para una nueva humanidad, doliente, miserable, profundamente dramática, las puertas del teatro —que Gorki había derribado ya con la fuerza gigantesca de su genio— para darnos con "La Vida del Hombre" el uno y con "Ana Christie" el otro, dos síntesis profundas de esa humanidad resurrecta a la vida del teatro.

Pirandello, seguido en cierto modo por Rosso de San Secondo, renueva el prestigio del teatro psicológico, agotado por los franceses en su reducción a un estéril y limitado panorama. Aporta una visión nueva, completamente original de la técnica teatral y del espíritu humano, desarmándolo y recomponiéndolo —al decir de Rene Lalou—, mostrando sus ocultos resortes, dentro de las más variadas zonas sociales y en los más diversos tipos individuales.

Lenormand, guiado por el fanal freudiano, busca en las recónditas oscuridades del subconsciente, los motivos inexplicados de las más absurdas acciones; y en un ambiente de exotismo, confiere categorías especiales al clima, al viento, a la tormenta; analiza implacablemente la lenta degradación de unos cómicos; introduce la metafísica abstracta en el drama puramente psicológico de un ser desarraigado de la realidad, o lleva hasta el guiñol, la dominación de un hombre astuto e irresponsable sobre las psiquis morbosas de unas cuantas mujeres; mientras Giraudoux disimula en la fantasía de "Anfitrión Nº 38", una preocupación más honda, que se abre camino en "Sigfrido'' y se expande en la actualización oportuna de "Electra". Crommelynck, tomando en sus manos geniales el teatro del grotesco, lo utiliza para darnos el análisis psicológico más estupendo realizado hasta hoy sobre los celos, desconfiados y sospechosos en la pureza y la fidelidad del amor compartido, ciegos y negadores ante la realidad evidente de la traición. Amargo y doloroso, su "Cocu Magnifique"' emplea el lente de aumento de la farsa inverosímil, para agrandar ante los ojos del espectador el limitado campo de observación de esa terrible y mortal enfermedad del amor. Ese elemento mismo de farsa, de grotesco, en esa obra tan profundamente humana, se impregna de intenso lirismo, de pura poesía, en la admirable "Carina", simbolista y real, en esta otra deformación, esta vez por exageración, de una virtud humana, la pureza.

-III-
 

¿Cómo situar a García Lorca en medio de este panorama rico, variado y original, del que hemos omitido expresamente el teatro español contemporáneo, en el que Benavente ocupara un lugar tan destacado? ¿ Qué parentesco, qué afinidad, o simplemente qué aproximación valorativa podemos efectuar entre el poeta granadino y los dramaturgos señalados? Difícil es contestar actualmente a estas preguntas. Las circunstancias trágicas de su muerte, la temperatura violenta de las pasiones políticas que la originaron, el íntimo entrelazamiento entre la emotividad colectiva y la apreciación crítica, la apasionada militancia del hombre, oponen su opacidad a la serena ecuanimidad de la visión apreciativa. No intentaremos siquiera, enderezar violentamente nuestro juicio en dirección opuesta a nuestra pasión humana, en un intento desde ya inútil de buscar un equilibrio imposible por la tensión extrema de la sensibilidad exacerbada. Sólo el tiempo, serenando los ánimos exasperados, podrá permitir la tranquila apreciación de la obra de arte, casi imposible hoy, en medio de esta hoguera furiosa que va quemando con la misma violencia implacable, espíritus y existencias.

Será interesante entonces, confrontar el juicio de los contemporáneos, con aquel definitivo, que la historia literaria extienda, como un manto de previo olvido, sobre una parte de la obra de García Lorca, —bandera y símbolo de un pueblo y de una hora—, salvando, incorruptibles, los elementos eternamente humanos de ella.

Para nosotros, y en estos momentos, surge del teatro lorquiano, un rasgo que se impone, decididamente, a todos los demás: la renovación, por la solicitación a los sentidos directos del espectador, del teatro hasta él, en boga. Esta colaboración de los sentidos: vista, oído, —o, en otros términos, color, música, plástica— está obtenida por tres elementos que, si no todos originales de García Lorca, constituyen en su conjunto, el principal aporte de originalidad de su teatro. Hemos de agregar, para atenuar lo severa que podría parecer esta afirmación, que ninguna originalidad lo es en absoluto, ya que, las más de las veces, ella consiste en una síntesis feliz de innovaciones parciales emprendidas por los precursores, que no alcanzaron una total eclosión hasta que un nuevo talento les infundió, con la simple variante de una oportunidad que les faltaba, la vida definitiva, casi siempre frustrada en el verdadero innovador.

La colaboración directa de los sentidos, desintelectualizando en parte el teatro de García Lorca, es, desde luego, una contribución aportada por el cine, e implantada con felicidad en el teatro; o, mejor aún, una síntesis de géneros diversos, que quedaban hasta él, separados en la escena, por exigencias de los profetas y tribunales supremos de la crítica dominante. Uno de sus dogmas infalibles, era, precisamente, esta división de las piezas teatrales en comedia, drama y tragedia; relegando a inferior jerarquía al ballet, y a frívola categoría, fuera de los dominios del arte, a la revista.

Aquella primitiva clasificación en géneros impenetrables, se ha ido flexibilizando hasta permitir la entrada triunfal del lirismo poético —que nada tiene que hacer con el teatro en verso— y que lleva a rastras a la libre y juguetona fantasía en una piadosa disimulación de las tristezas y miserias humanas. Y con la libre entrada del lirismo y de la fantasía, esta colaboración actual entre géneros distintos hasta ahora que, lejos de estorbarse mutuamente, se enriquecen en una síntesis armoniosa y encantadora.

Hasta entonces los autores teatrales respetaron estas fronteras, manteniendo sus producciones dentro del área asignada por las normas escénicas. La comedia y el drama — no importa si burgués a lo Benavente y los franceses Porto-Riche, Becque, de Curel, Bernstein, etc. ; satírico a lo Couteline, frívolo a lo Tristan Bernard, costumbrista a lo Pagnol— continuaban siendo comedia y drama. El elemento poético de Maeterlinck y D'Annunzio, el trágico de Lenormand, el patético de O'Neill, el lírico de Crommelynck, de Kessel, de Sarment, de Gantillon, el psicológico de Pirandello, el satírico de Bernard Shaw, el grotesco de Chiarelli o el fantasista de Giraudoux en nada alteraban su condición fundamental de tales.

Los personajes, fieles trasuntos de la realidad, estilizados apenas en Gantillon o totalmente en Crommelynck, son tomados de la vida diaria, en ambientes de cotidianidad. Lenormand emplea el exotismo y el influjo climatérico como elementos de renovación; Maeterlinck, el alejamiento en el tiempo y la intervención de lo desconocido; Giraudoux se atreve a mayor fantasía —a una total fantasía— al tomar algunos de sus personajes, no de la tierra, sino del Olimpo, o se mueve en la angustiosa atmósfera de la anormalidad psíquica, de la que fue tan rico el período inmediato de la postguerra, como en ese extraordinario "Sigfrido".

Acaso sea Pirandello quien se mueva con mayor soltura en climas alucinantes, en, los que la realidad se descompone a través del prisma individual, para producir esas desconcer­tantes situaciones que dieron tanta originalidad a su teatro.

Sin embargo, la realidad circundante en los dramas de Pirandello, se asienta siempre en la firme cotidianidad de la existencia. Uno de los elementos, precisamente, de la ge­nialidad pirandelliana, consiste en ese contraste entre la rea­lidad gris, mediocre, pobre, en que se mueven sus persona­jes, y las irisaciones deslumbrantes que la psicología de sus criaturas arranca a esa luz indecisa y turbia.

Entre la verdad, o la realidad que viven, y el aspecto que esa realidad toma dentro de su psiquis, se abre un ángulo tal, que el vértice queda relegado a la penumbra, mientras se agranda monstruosamente la separación cada vez mayor de las trayectorias individuales, que se pierde en la divergen­cia aparente, el nexo que una vez las ató en la coincidencia fundamental de sus vidas.

Pero el espectador mantiene siempre su contacto con aquella realidad que no consigue absorber totalmente la vio­lenta escisión escénica de los "Sei Personaggi in Cerca d'un Autore".

Es Crommelynck quien introduce con mayor eficacia la fantasía dentro de la realidad, hasta conseguir la esfumación de los límites entre una y otra; no en el espíritu de los personajes, como lo hace magistralmente Pirandello, sino en el espíritu mismo del espectador, porque ha existido previa y deliberadamente, en el espíritu del creador. Esta intromisión de la fantasía fundamenta su originalidad en la dosificación misma, sabia y sutil, dentro de la realidad concreta; y se hace indispensable para obtener efectos extraordinarios, originados por la doble naturaleza de símbolos y de criaturas vivientes que adquieren los personajes.

Es en "Carina" donde se advierte con mayor intensidad esta cualidad propia del teatro de Crommelynck, con el cual encontramos mayor parentesco a nuestro autor español. El intenso lirismo, la mezcla desconcertante de realidad y fantasía que el autor dosifica con cuidado meticuloso, la intervención del elemento plástico, como en el baile orgiástico de disfraz para festejar el matrimonio de Carina, y en el que los dominios negros y los dominios plata se alternan en bello y deslumbrador efecto decorativo, la trompa de caza sonando la curéc, dan a esta obra un carácter especial, con el cual tienen muchos puntos de contacto las obras de García Lorca. Existe también un parentesco, aunque en menor grado, por el papel preponderante que juega la imaginación como personaje viviente, con "Un Día de Octubre'' de Kesscl, y con "Maia" de Gantillon.

En García Lorca el teatro participa también, pero sin la intención simbolista de "Carina" o por lo menos con una menor preocupación del símbolo, ya que "Yerma" es también, en cierto sentido, teatro simbolista, de esta interferencia constante entre la realidad y la ilusión. Aquí apuntan las diferencias entre uno y otro. En Crommelynck, la preocupación simbolista trasciende el lirismo propio del autor y trascendentaliza la obra por el fondo profundamente humano de su contenido.

En García Lorca por el contrario, el lirismo lo trasciende todo: simbolismo, humanidad, verosimilitud, tesis, psicología. Es una onda que todo lo invade, que todo lo sumerge, sin ahogarlo, sin embargo, en su marea transparente, como ese mar de Debussy que sepulta su catedral, pero no impide contemplar sus torres ni deleitarse con el sonido armonioso de sus campanas.

Moviéndose dentro de ese lirismo desbordante, la acción pasa de la realidad a la fantasía, y de la fantasía a la realidad, por transiciones a veces bruscas, —como en el primer cuadro de "Yerma" que escapa por eso a la exacta comprensión del público—, a veces insensibles, como en el segundo acto de "Rosita la Soltera"; o bien aprisiona tan completamente a la existencia, que la envuelve en una espesa tela coloreada que disimula sus contornos y desfigura sus líneas, como en "La Zapatera Prodigiosa". El espíritu del espectador debe adquirir así, en esta gimnasia continua, una flexibilidad, una adaptabilidad, una agilidad extremas para seguir sin violencias las caprichosas sinuosidades de este teatro que pasa por movimientos siempre armoniosos, de la farsa a la comedia, de la caricatura al drama, del ballet a la tragedia, de la fantasía al humanismo más candente y real.

El poeta se ha puesto en guardia deliberadamente contra la seriedad, contra el dogmatismo, contra la pedantería que hicieron a veces insoportable cierto teatro de tesis o de psicología. Quiere mostrarnos un trozo del corazón humano, pero no en su desnudez impúdica como los románticos, sino vestido con velos poéticos y fantásticos, bajo los cuales lo vemos palpitar con soltura y naturalidad. La fantasía —no la de los personajes, como en Pirandello, en Evreinoff o en Giraudoux— sino la fantasía misma del autor, interviene de pronto para sustraernos a lo demasiado humano de sus criaturas. El símbolo se sustituye a la persona o convive con ella; aparece y se esfuma en ciertas escenas que cambian de pronto de clima, para restituírnoslo de nuevo en una prestidigitación asombrosa que el espectador sigue sin embargo, sin violencias ni contorsiones del espíritu.

Algunas veces acaso, esta prestidigitación escapa al público que se encuentra de pronto desconcertado, o pierde el .sentido verdadero de la escena; pero en la generalidad de los casos, no necesita una gran suma de sutileza ni una excesiva afinación espiritual, para seguir dócilmente al poeta en sus circunvalaciones y escamoteos sentimentales.

Facilita esta adaptación incesante del espíritu a la cambiante intención del autor, el empleo del verso, del canto, de les movimientos de conjunto, de las decoraciones, que estilizan la realidad, le quitan su crudeza, y crean así la atmósfera de ensueño, de ilusión o de sátira deliberadamente buscada por el autor.

La contribución de la plástica se hace notable en el cuadro de las lavanderas, del segundo acto de "Yerma", acierto de color, de música, de movimiento, que se liga al resto de la obra por medio del comentario intencionado de sus participantes; en la escena de la romería del último acto, en donde la audacia innovadora llega hasta insinuar pasos de danza entre las máscaras simbólicas del Macho y de la Hembra; en el primer acto de "Rosita la Soltera" con la entrada de las tres Manolas suntuosamente evocadoras de la Alhambra, o en el segundo acto en que el canto colabora con el retrato cruelmente satírico de una familia femenina de fines del siglo pasado; en el cortejo de bodas de "Bodas de Sangre"; en la entrada de las vecinas de "La Zapatera Prodigiosa" y en su coro de coplas injuriosas; y también en el mismo color de sus vestidos cuando invaden la taberna para asistir al relato del titiritero.

La poesía, la peosía versificada, no falta tampoco en ninguna de las obras de García Lorca. Desde Mariana Pineda, primera cronológicamente y última en valor artístico, toda escrita en el romance predilecto al poeta granadino, hasta la trágica "Yerma", penúltima en la cronología y primera en jerarquía estética, ella se insinúa discreta e invade prepotente la escena. Un romance constituye todo el esqueleto de "Rosita la Soltera''; romance cuyo desarrollo escénico da origen a la pieza entera: "Cuando se abre en la mañana—roja como sangre está.—El rocío no la toca—porque se teme quemar.—Abierta en el mediodía—es dura como el coral.—El sol se acerca a los vidrios—para verla relumbrar. — Cuando en las ramas empiezan—los pájaros a cantar—y se desmaya la tarde—en las violetas del mar,—se pone blanca, con blanco—de una mejilla de sal;—y cuando la noche toca—blando cuerno de metal—y las estrellas avanzan;— mientras los aires se van,—en la vaya de lo oscuro—se comienza a deshojar."

Pero este romance que es espina dorsal del drama, no constituye el único ni mucho menos el más importante empleo que de la poesía hace García Lorca en su teatro. Sistemáticamente, el poeta español usa de la poesía versificada cerno de un medio infalible para resolver problemas escénicos difíciles y delicados. Cuando la situación está al borde de caer en lo manido, en el monólogo o en el artificio, García Lorca echa mano de la poesía para solucionar la dificultad, y sale vencedor, con creces, de ella. El diálogo de amor de los dos primos en "Doña Rosita la Soltera", sería intolerable, dado el ambiente y la psicología de los personajes. El autor soslaya hábilmente la dificultad cambiando la prosa por el verso; y esta innovación, que sorprende de pronto al espectador, lo encanta luego; y el poeta vence fácilmente lo arduo del problema artístico. De la misma manera en ese mismo segundo acto, Rosita da, por medio de otro romance, el clima sensual, misterioso y poético de la Granada de la época, que las tres Manolas subrayan más que crean, mimando las estrofas con sus actitudes y sus trajes. No se explicaría bien, en el contexto de la pieza, esta escena, sino por un capricho poético del autor. Pero los versos, con fuerte perfume a romance fronterizo o francamente morisco están tan llenos de encanto que el espectador, sin apresuramientos por el desarrollo de la acción, se deja mecer por su música, finamente interpretada entre nosotros por esa estupenda artista que es Margarita Xirgú.

¿Habría tenido la misma cálida acogida en boca de otra actriz menos artista que ella? Será preciso volver a ver esta pieza así como "Yerma", para apreciar lo que en ella pertenece exclusivamente al poeta y lo que corresponde a la intervención personal de los actores: "Granada; calle de Elvira — donde viven las manolas,—las que se van a la Alhambra—las tres y las cuatro solas.. . — Ay! qué oscura está la Alhambra!—¿A dónde irán las manolas,—mientras sufren en la umbría—el surtidor y la rosa?—¿Qué galanes las esperan? — ¿Bajo qué mirto reposan? — ¿Qué manos roban perfumes—a sus dos flores redondas?—Nadie va con ellas, nadie,—dos garzas y una paloma.—Pero en el mundo hay galanes — que se tapan con las hojas. . ."

Los versos de García Lorca van creando el clima de juventud, de amor y de expectativa que resume el carácter total de la protagonista. Y este es otro papel más, adjudicado por García Lorca a su poesía teatral. Un fino, sutil simbolismo, que pasa inadvertido al primer contacto con el público, ayuda sin embargo, subconscientemente, a penetrar en su sensibilidad y a sintonizarla con la psicología de los personajes. El romance de la rosa reja al amanecer y al mediodía y que se torna blanca cuando "se desmaya la tarde—en las violetas del mar'' es toda la psicología de Rosita, resumida en unos pocos versos.

Así también son los significados de cada flor que en el segundo acto de la misma, cada una de las mujeres va expresando en cuartetas; y entre las cuales, toca a la madre de las viejas solteronas —mucho más patéticas que ridículas—: "Siempreviva de la muerte—flor de las manos cruzadas..."

Este simbolismo de los versos lorquianos se hace más sutil aún en "Bodas de Sangre" cuya cantilena al niño es toda una alusión y un ráccourci del drama violento: "Nana, niño, nana—del caballo grande—que no quiso el agua.— ... Duérmete, clavel,—que el caballo no quiere beber.— Duérmete, rosal,—que el caballo se pone a llorar.—Las patas heridas,—las crines heladas,—dentro de los ojos — un puñal de plata.—Bajaban al río.—Ay! cómo bajaban!—La sangre corría—más fuerte que el agua. —... No quiso tocar — la orilla mojada—su belfo caliente—con moscas de plata.—A los montes duros — sólo relinchaba—con el río muerto—dentro la garganta.—Ay! caballo grande — que no quiso el agua!—Ay! dolor de nieve!—caballo del alba!—No vengas! no entres!—Vete a la montaña.—Por los valles grises — donde está la jaca."

Menos eficaz, la poesía que García Lorca pone en los labios personificados de la luna y de la muerte, tienen un vago tinte de mal gusto y de cursilería que necesitan todo el talento de los actores para salvar lo que la lectura deja de negativo en el espíritu del lector. Pero vuelve a adquirir todo su prestigio en el diálogo de amor entre Leonardo y la Novia, en donde se expresa con fuertes tintes que el verso viste de lirismo, la sensualidad potente, la atracción irresistible de la sangre que lleva a ambos a abandonarlo todo por el imperio victorioso del instinto primario. En este diálogo la fuerza pasional se eleva sobre el sentido puramente carnal hasta darle categoría superior. El instinto lo arrasa todo, como esas tormentas fulminantes que sólo dejan desolación y ruina a su paso. Y los acentos poéticos traducen lo que las palabras comunes no podrían, sustituidas en la candente realidad, por hechos. Llevado hasta ese punto de pasión, la escena hubiera sido impotente a mostrarnos los amantes perseguidos en la culminación de su locura. Pero García Lorca soslaya una vez mas el obstáculo y pone en boca de los fugitivos, versos magníficos que expresan bien la lucha entre el deber y la pasión: "Con los dientes, con las manos, como puedas,—quita de mi cuello honrado—el metal de esta cadena,—dejándome arrinconada—allá en mi casa de tierra.—Y si no quieres matarme — como a víbora pequeña,—pon en mis manos de novia—el cañón de la escopeta.— Ay! qué lamento, qué fuego — me sube por la cabeza!—Qué vidrios se me clavan en la lengua!

LEÓN.—Qué vidrios se me clavan en la lengua!—Porque yo quise olvidar—y puse un muro de piedra—entre tu casa y la mía.—Es verdad. ¿No lo recuerdas?—Y cuando te vi de lejos—me eché en los ojos arena.—Pero montaba a caballo—y el caballo iba a tu puerta.—Con alfileres de plata— mi sangre se puso negra,—y el sueño me fue llenando—las carnes de mala hierba.—Que yo no tengo la culpa—que la culpa es de la tierra—y de ese olor que te sale—de los pechos y las trenzas.

Nov.—Ay! qué sin razón! No quiero—contigo cama ni cena—y no hay minuto del día—que estar contigo no quiera;—porque me arrastras y voy, — y me dices que me vuelva—y te sigo por el aire — como una brizna de hierba. ..

LEÓN. — Vamos al rincón oscuro—donde yo siempre te quiera,—que no me importa la gente—ni el veneno que nos echa...

Nov. — Y yo dormiré a tus pies—para guardar lo que sueñas.—Desnuda, mirando al campo, — como si fuera una perra.—Porque eso soy! que te miro — y tu hermosura me quema...

LEÓN. — Se abrasa lumbre con lumbre.—La misma llama pequeña— mata dos espigas juntas. Vamos...

Nov.—Llévame de feria en feria,—dolor de mujer honrada,—a que las gentes me vean, — con las sábanas de boda — al aire, como banderas...

LEÓN. — También yo quiero dejarte—si pienso como se piensa.—Pero voy donde tú vas. — Tú también. Da un paso. Prueba. — Clavos de luna nos funden—mi cintura y tus caderas."

IV
 

Acaso en ninguna otra de las piezas de García Lorca la poesía ocupe tanto lugar como en "Bodas de Sangre", la más dramática también, de un dramatismo más directo, más común y espectacular; más cercano indudablemente a la sensibilidad del público, y por lo mismo más necesitado que ningún otro de ennoblecerse y depurarse en el manantial de la poesía. Y porque esa sensibilidad primaria está más cerca que ninguna de la fuente popular de donde abrevó su mejor caudal este poeta del pueblo, su poesía adquiere también en "Bodas de Sangre" el carácter más genuinamente lorquiano, estrechamente emparentado con el Romancero Gitano.

Hasta culminar en esa última frase de la Madre —extraordinaria figura, de una intensidad que sobrecoge por lo verdadera y humana: ". . . y que se para en el sitio—donde tiembla enmarañada—la oscura raíz del grito."

El crítico argentino José Bianco, ha hecho notar bien en la revista "Sur" este carácter de la poesía en la dramática de García Lorca. Refiriéndose exclusivamente a "Doña Rosita la Soltera" que es la pieza por él comentada, dice: "Los versos, desde el primer acto, recogen y transportan a un plano irreal, las alusiones del drama que se va desarrollando en escena. Y los personajes se deshumanizan. García Lorca los envuelve en versos como un prestidigitador en una sábana. Con gran limpieza despliega la sábana en el aire... y han desaparecido los hechos circunstanciales, las sujeciones cotidianas, los limites físicos de las personas. Son versos henchidos de simbología, que trascienden el conflicto y expresan la esencia recóndita de los seres humanos. De lo particular se pasa a lo general, a lo universal, y ráfagas estremecidas de ternura, deseo, nostalgia, o desencanto trágico circulan por la escena."

Este papel que la poesía juega en el teatro de García Lorca no tiene siempre la misma eficacia. Hemos analizado su triple rol de crear un clima, sintetizar la naturaleza de los protagonistas y reemplazar a la prosa en los momentos en que ésta es incapaz de rendir todo su contenido dramático. Digamos todavía que ella hace posible la resurrección del monólogo que se transforma así en una voz íntima y como extrarreal que va explicando la psicología del personaje. Así el monólogo poético de "Yerma" en el primer acto, simple aspiración de la recién casada que sueña todavía, sin desesperanza, la llegada del hijo: "¿De dónde vienes, amor, mi niño?—De la cresta del duro frío. — ¿Qué necesitas, amor, mi niño?—La tibia tela de tu vestido. — Que se agiten las ramas al sol—y salten las fuentes en derredor!—En el patio ladra el perro,—en los árboles canta el viento,—los bueyes mugen al boyero — y la luna me riza los cabellos.—¿Qué pides, niño, desde tan lejos?—Los blancos montes que hay en tu pecho. — Que se agiten las ramas al sol!—Y salten las fuentes al rededor!—Te diré, niño, que sí—tronchada y rola soy para ti.—Como me duele esta cintura—donde tendrás primera cuna!—¿Cuándo mi niño, vas a venir?—Cuando tu carne huela a jazmín.—Que se agiten las ramas al sol,—y canten las fuentes alrededor!"

Pero a medida que van pasando los años y la aspiración a la maternidad no se cumple, la primitiva aspiración se va descomponiendo en amargura, en fracaso desesperado, en conciencia de la inutilidad de la vida, que, para las mujeres del campo se estrecha dolorosamente hasta la simple animalidad de la reproducción. El paso entre aquel estado psicológico y la descomposición en veneno de su sangre que acabará en crimen, la revela otra vez la poesía: "Ay! qué prado de pena!—Ay! qué puerta cerrada a la hermosura, — que pido un hijo que sufrir, y el aire—me ofrece dalias de dormida luna!—Estos dos manantiales que yo tengo—de leche tibia, son en la espesura—de mi carne, des pulsos de caballo, — que hacen latir la rama de mi angustia.—Ay! pechos ciegos bajo mi vestido!—Ay! palomas sin ojos ni blancura! — Ay! qué dolor de sangre prisionera—me está clavando agujas en la nuca!—Pero tú has de venir, mi niño,—porque el agua da sal, la tierra, fruta,—y nuestro vientre guarda tiernos hijos—como la nube lleva dulce lluvia."

Repárese en la diferencia del tono poético, que va preparando la tragedia final. La "sangre prisionera" le "está clavando agujas en la nuca"; las mismas agujas que cubrirán de sangre sus ojos en el momento supremo de la tragedia. La poesía cumple así su misión de preparar el clima patético, de expresar las gradaciones en el cambio de alma de los personajes, o de servir al autor como instrumento más dúctil y fino —como también lo ha sostenido y realizado Espínola entre nosotros, en su "Fuga en el Espejo"— que la prosa, para expresar estados del espíritu.

Notemos al pasar que en esta última bellísima poesía de "Yerma" los pulsos de caballo con que García Lorca ha querido traducir la modalidad campesina de la madre frustrada, chocan violentamente, con el lirismo puro del verso siguiente: "que hacen latir la rama de mi angustia".

Este papel primordial de la poesía en el teatro de García Lorca tiene su lógico antecedente en el "Romancero Gitano" en el cual se encierra en realidad lo más esencial de su lirismo. El dramatismo, la anécdota, el papel primordial que juega en él la acción concreta de los personajes cantados, guardan como una semilla pronta al desarrollo futuro, todo el teatro lorquiano, con su sentimiento de la tierra, su pasión instintiva, su arraigo hondamente popular. "Bodas de Sangre" es, a, este respecto, la pieza teatral más directamente enlazada al Romancero. Se diría que es solamente uno de los romances que se ha desenvuelto armoniosamente y ha culminado en el esplendor de una corola dramática. Por eso mismo, la poesía está en ella presente, abarcando un área mayor de la escena; todavía fundidos en el ánimo del poeta, el dramatismo del romance y el lirismo del drama. Los sentimientos primarios, instintivos, directos, están también más próximos a aquella obra poética, empapada en sangre, canto de la sangre, fluir de sangre por las venas trágicas de sus personajes. Dejando momentáneamente de lado "Mariana Pineda", y "La Zapatera Prodigiosa" y sin hablar de otra obra juvenil, desconocida para nosotros "Los amores de don Perlimpín y Belisaria en el jardín", para concretarnos a los tres grandes dramas de su madurez, vemos cómo el lirismo del poeta, consubstanciado con el Romancero en "Bodas de Sangre", se eleva y se depura por grados, primero en "Yerma" y luego en "Doña Rosita la Soltera". "Yerma" no es ya el drama de la sangre, de la pasión, del instinto; pero es todavía el drama de la tierra infecunda e infecundada; símbolo al mismo tiempo de la maternidad frustrada, y de la tierra estéril en esa España a la que faltan brazos y sobran dueños para rendir su próvida cosecha. Se encuentra todavía ligado al suelo por raíces profundas, por las que el poeta extrae savias ancestrales. "Doña Rosita la Soltera", abandona ya el contacto directo con la tierra primitiva para abordar el drama de carácter puramente social, y por lo tanto artificioso. Sigue así una trayectoria que lo va acercando al dolor y a la injusticia creados por el mismo hombre, para ensanchar el ya enorme campo del dolor natural que había pintado con caracteres fuertes y eficaces en los dos primeros dramas, y que había de culminar, al decir del escritor que se oculta con las iniciales A. O. S. en reportaje publicado en "Mundo Gráfico" de Madrid, en "un drama social aún sin título, con intervención del público de la sala y de la calle, donde estalla una revolución y asaltan el teatro." Extraña clarividencia de su genio que preveía ya los acontecimientos, y se adelantaba a describirlos antes de que ellos se produjeran! El mismo escritor reclama del gobierno de Valencia, que realice las investigaciones necesarias para conocer el paradero de ésta y otras obras del poeta asesinado, entre las cuales una más teatral, que llevaría el título de "La sangre no tiene voz". "Esta última obra —continúa el mismo García Lorca al decir de A. O. S.— tiene por tema un caso de incesto. Y si por saberlo se asustan los tartufos, bueno será advertirles que el tema tiene un ilustre abolengo en nuestra literatura, desde que Tirso de Molina lo eligió para una de sus magníficas producciones."

Volvería pues García Lorca, en esta última producción de que nos habla, al tema directo de la sangre, de la fatalidad del instinto, más trágicamente encarado todavía que en "Bodas de Sangre". Sea como sea, y desconociendo en absoluto estas obras de las que no sabemos siquiera si se conservan o no, la trayectoria teatral del poeta, se advierte en las obras conocidas, como una superación de ese fatalismo clásico, emparentado a la tragedia griega y derivado directamente del espíritu poético de su Romancero Gitano.

En alguna parte ha dicho el mismo García Lorca que la música ha solido inspirar algunas de sus obras; y ha nombrado a Bach, refiriéndose concretamente a "Yerma". La excesiva individualidad de las sensaciones o intuiciones que la música despierta en cada uno de nosotros, hace difícil o mejor, imposible para el crítico, apreciar las relaciones profundas establecidas en el espíritu creador del poeta por los sonidos majestuosos y humanos de la música de Bach. Pero esa influencia puede tal vez descubrirse en la armonía profunda, en la línea trágica que desenvuelve en "Yerma" el motivo central, repetido incesantemente, como en Bach, cada vez mayor fuerza emotiva; en su esencia profundamente humana, en la concertación complicadamente sencilla de sus estudios, en la majestad de su culminación trágica. No somos suficientemente versados en música para atrevernos a establecer un paralelo, ni a desentrañar una influencia; nos limitarnos simplemente a señalar un camino para aquellos que se sienten capacitados y atraídos por este aspecto del teatro lorquiano.

V


No es solamente por medio de la poesía como obtiene García Lorca una atmósfera especial para sus dramas. Todo converge en su teatro, a una idea central, a un sentimiento dominante: los más nimios detalles están cuidadosamente estudiados para colaborar en esta ciencia de la sugestión en la que el poeta español se manifiesta un maestro consumado; detalles a veces un poco infantiles, un poco primitivos, pero de una fuerza indudablemente poderosa sobre la imaginación también un poco primitiva de los públicos. Señalemos como ejemplo ese vidrio que se rompe al final de "Doña Rosita la Soltera", que tantos elogios mereció como sugeridor de la quiebra final de una existencia, y que. a nosotros nos resulta demasiado simple; lo mismo que esa insoportable encarnación de la muerte en la Mendiga de "Bodas de Sangre", o la personificación de la Luna en la misma obra, escena toda que resta grandeza, seriedad y eficacia al drama punzante de los amantes perseguidos. Pero no es de extrañar esta mezcla de mal gusto y de eficacia en el teatro lorquiano, ya que ella es característica de su mismo Romancero que arrastra, como un río impetuoso, pepitas de oro purísimo, mezcladas con barro y residuos deleznables.

De una calidad artística muy superior encontramos el papel de las Cuñadas en "Yerma", figuras oscuras, patéticas en su oscuridad, guardianes tremendos de la pobre mujer, que sólo hablan para llamar con sus acentos guturales a la acosada, que sólo quiere ser madre. El acierto indudable de estas figuras negras moviéndose silenciosamente en la escena, mudas cariátides de sombra, perros celosos de una virtud intachable, sugieren mucho mejor que cualquier explicación o queja, la atmósfera de opresivo enclaustramiento en que se ahoga la infeliz Yerma. Ellas ponen también su nota sombría en la luminosidad del cuadro de las lavanderas, y contribuyen con su silenciosa presencia a reforzar la reprobación que el pueblo insinúa contra la infecunda.

La misma calidad artística tiene en Rosita la correspondencia deliberada del cultivo floral del Tío y la Rosa que se abre en la plenitud de su belleza en el primer acto; la preocupación celosa del jardinero que no entrega el producto de su amorosa tarea, la que no llega felizmente a un paralelismo vulgar; pero mantiene la intimidad espiritual con las flores que son como personajes vivientes en esa existencia consagrada a ellas. Los nombres de las flores vuelven insistentemente en los labios de los actores, ya para explicar la belleza de un ejemplar recientemente obtenido, ya para desentrañar su significado poético profundo o superficial. El drama se mueve, desde principio a fin, en esa atmósfera florida que conduce a la ruina material y moral de los protagonistas, como si un simbolismo oculto hubiera llevado al poeta a deshojar las existencias como se deshojan las corolas. Acaso el autor no haya buscado siquiera deliberadamente esta correspondencia; pero por ello mismo, al mantenerse en planos vagos de sugerencia, sin la brutal confrontación de otras escenas, se siente una secreta y eficaz correlación entre la pasión botánica del tío y el destino de flor de la sobrina.

La creación de esta atmósfera está encomendada en cambio, en "La Zapatera Prodigiosa", exclusivamente a la protagonista. Apenas si el traje de la Zapatera, con una manga distinta de la otra, quiere simbolizar el carácter caprichoso y fantástico de la mujer, con un pie en la realidad y otro en la imaginación. Este detalle lo hemos observado tanto en Margarita Xirgú como en Lola Membrives, lo que nos hace suponer una exigencia del autor.

Pero en esta obra admirable, de una finísima ironía, de una aguda observación, de una sonriente y amable crítica a las mujeres, la atmósfera se encuentra precisamente, en el contraste entre la imaginación exuberante de la Zapatera, y el medio real en que vive. Margarita Xirgú destacó eficazmente este contraste, por la sordidez, la suciedad, el abandono de la casa y las palabras magníficas con que su dueña exalta ante su marido su preocupación por los cuidados del hogar; contraste necesario para acentuar el carácter humorístico y grotesco de la pieza.

Y es tan eficaz esa atmósfera creada por la Zapatera verdaderamente prodigiosa, que a pesar de la sordidez de las decoraciones, vivimos el mundo maravilloso que ella ha sabido crearse para su propio disfrute, y que los galanes interesados intentan en vano explotar para su provecho.

VI

Con estos elementos, sutiles, delicados o groseros, García Lorca ha creado un teatro para la mujer, consagrado casi exclusivamente a la mujer. En efecto, salvo "Bodas de Sangre" que afronta un problema extensamente humano, las otras piezas teatrales estudian solamente caracteres y problemas femeninos. El poder de la ilusión en toda su intensidad, capaz de sustituirse a la realidad viviente y conferirle categoría existencial, sustituyendo una a otra hasta producir el drama, es característica más común en la mujer que en el hombre, pese a la condición de positiva que a ésta se atribuye. Esta Zapatera Prodigiosa, una de las heroínas más finamente dibujadas por el poeta granadino, se emparenta muy directamente en su psicología con aquella calumniada Emma Bovary cuyo poder imaginativo la llevó a un drama mucho más cruel que a esta deliciosa fantaseadora que se mantiene siempre en el plano sonriente de la farsa.

En su deliberada exageración intrascendente, García Lorca toca problemas sin embargo de tanta hondura como los llevados al teatro por Pirandello en su análisis implacable de los límites entre la realidad y el sueño. La Zapatera sueña con galanes apuestos y comarcas risueñas mientras aborrece la mediocre y oscura realidad cercana; pero embellece de extraña varonilidad, de señorío y lujo al zapatero cincuentón que le tocó por marido, tan pronto éste se aleja en la distancia; y vive tan ensimismada en su fantasía que rehúsa la puerta abierta por la fuga de aquél, hacia la materialización de sus ensueños, que no trata, como la imprudente Emma, de convertir en realidades. Ella sabe por sabiduría instintiva e infalible intuición, que nunca la realidad habrá de darle las riquezas del sueño; y en él se refugia inconscientemente, para vestir de galas inexistentes al ausente esposo. Hasta que la realidad, despertándola brutalmente con la vuelta del zapatero, ilusionado por la prodigiosa transformación de la esposa, determinada la vuelta indefinida del ciclo cumplido: sólo es bello lo que está lejos de nosotros.

Este poder de la ilusión en la psicología humana aparece de nuevo en "Doña Rosita la Soltera" desprovisto ya de su carácter de farsa para adquirir toda la humana fuerza del drama. Rosita vive en la ilusión de su noviazgo con el primo ausente, desdeñando a los pretendientes que la rondan: el profesor de Economía Política del segundo acto; y el lisiado Profesor de Gramática del último. Vive deliberadamente su fantasía y opone terca resistencia subconsciente a pisar la realidad de la traición, que ella conoce indirectamente, pero a la cual no quiere entregar el cadáver de su ilusión, galvanizado, en una apariencia de vida, por una correspondencia que el primo infiel mantiene aún a pesar de su casamiento en tierras de América. Y la mantendría indefinidamente, hasta su muerte, consolada en su abandono por esa ficción voluntaria, si los seres que la rodean, en su afecto nefasto, no le recordaran con sus miradas de piedad, y sus atenciones solícitamente compasivas, el drama de la traición que ella se niega a encarar. Esta perpetua evasión del dolor por medio de la fantasía es el drama de toda la humanidad, encarnado en la figura modesta, pequeña e intrascendente de una mujer de fin del siglo pasado en una ciudad de Andalucía. Pero a pesar de las proporciones intencionadamente reducidas del drama, por el sólo poder del genio poético, se agranda y trasciende los límites de la existencia vulgar, para adquirir los contornos metafísicos del teatro mismo de Pirandello que ha hecho de ella su esqueleto y su fundamento.

Se ha dicho que la intención de García Lorca al escribir "Doña Rosita la Soltera" fue solamente realizar una sátira contra el fin del siglo XIX y demostrar, en un alarde de técnica y de maestría, como es posible obtener poesía y arte, de la cursilería y el ñoño sentimentalismo de esa época. Si ésta fue realmente la intención del poeta, hemos de declarar honradamente, que el asunto se escapó de sus manos, —como decía el dramaturgo italiano que le sucedía a él con sus personajes— para adquirir una significación y una trascendencia que el autor no sospechaba. La humanidad misma del asunto —el drama del celibato femenino— se impone en primer plano, desalojando la intrascendencia y la frivolidad del propósito; y el cimiento metafísico de la ilusión jerarquiza y universaliza el problema despojándolo de la superficialidad del intento. Por otra parte, el genio del poeta, su capacidad de descubrir bajo las flores de trapo de una realidad calumniada, un fermento humano y su índice de dolor, reivindicaron, pese a la caricatura cruel del segundo acto, la dignidad de una época cuyos defectos únicamente, se han querido poner de manifiesto. La figura de Rosita no despierta burlas, no sugiere desdén, sino por el contrario, el mismo respeto y la misma consideración que toda vida frustrada sin culpa, como el marchitarse de la rosa que es su homónima.

Y las mismas solteronas del segundo acto, en su afán de casarse a toda costa, sólo arrancan risas a la juventud incomprensiva de todo tiempo. La angustia de ese drama de familia que se priva de la comida para mantener una silla en el paseo —última esperanza de encontrar marido que sostenga material y moralmente las ruinas de esas existencias— no inspira desdén sino una profunda conmiseración por nuestras hermanas esclavas todavía de un prejuicio ya felizmente superado en nuestra época por la mayoría de las mujeres. Si García Lorca, quiso realmente satirizar a la solterona de anteguerra, la dolorida humanidad de sus personajes se impuso a él contra su propia voluntad, para darnos esa escena que, como algunas de Cervantes, o ciertos lienzos de Goya, si arrancan risas a los jóvenes, ponen humedad en los ojos de los adultos.

Digamos de paso, que la ñoñería, el sentimentalismo, la cursilería, de fines del siglo pasado, defectos indudables de una época que tuvo también sus grandes virtudes algún día justicieramente valorizadas, no van en zaga, como ridiculeces del espíritu humano a los snobismos de la postguerra. Las exageraciones románticas, la sensiblería ridícula son parientes cercanos de la estridencia, de la manía de velocidad inútil, de la antisentimentalidad afectada, del alcoholismo femenino, de la superficialidad del siglo XX que en nada disminuyen la nobleza de su ansia de justicia, de su mística del humanismo, de la abnegación y el sacrificio, que son también sus características. Exageraciones o desviaciones, unas y otras, de virtudes entrañables de la humanidad, si pueden dar fisonomía a una época, constituyen al mismo tiempo el reverso de una realidad que dentro de cincuenta años parecerá tan afectada y snob como aquélla, aunque en sentido inverso.

El genio del poeta ha trascendido sin querer, el propósito primero —si es que en realidad ha existido— para darnos una pieza humana, de emoción contenida, en la que los procedimientos caros al poeta se afinan y se depuran para dejar paso a un profundo sentimiento dramático de soledad sintetizado en la soltería de la mujer; tanto más doloroso cuanto que no se asienta en la imposibilidad de encontrar marido, como en el caso contrastal de las solteronas, sino en el sentimiento de la fidelidad amorosa. Rosita es una figura de mujer profundamente femenina, hondamente simpática, de una humanidad, de una dignidad y de una belleza tales que la yerguen en la producción total de García Lorca con relieves no alcanzados sino por la Madre de "Bodas de Sangre" de más agudas y dramáticas aristas. Decía un crítico nuestro, a raíz del estreno de "Doña Rosita la Solterona" que lo que más le había maravillado de la obra, era la voluntad del autor de mantener alejada su emoción del alma de sus personajes. "Y en tren de moverse entre minucias supervalorizadas —decía Espinóla en "El País" — y absurdidades del gusto, Lorca nos entrega esas joyas de humorismo que son las leves descripciones de tres regalos a Rosita el día de su cumpleaños: el pendiente, el barómetro y el porta termómetro; humorismo extraño, como que son las descripciones, obra de una ternura muy lejana, eso sí, y que la emparenta con el legítimo castizo de Hurtado de Mendoza y de Quevedo, ambos de corazón lejano también pero presente". La lejanía del corazón no pudo mantenerla mucho tiempo García Lorca con su Rosita. A medida que transcurren las escenas, la ternura contenida se derrama sobre su criatura, hasta desbordar en un final emocionado en el que el dramatismo consubstancial con el alma del poeta, se abre paso y triunfa definitivamente de su intento.

También quiso el poeta, deliberadamente, rehuir el problema social del celibato femenino, de tan patéticas raíces en la época cruelmente satirizada del drama; problema cuyas proyecciones advirtió bien el crítico de "El Plata" que firma Top, quien encontró para encararlo, acentos emocionados y compresivos. En esa época dolorosa para la mujer, que no había encontrado aún salida para su situación social, latía una profunda angustia, disimulada bajo aspectos tal vez festivos en su caricatura pero de un dramatismo cruel y verdadero. Bajo la ridiculez de las solteronas que presenta García Lorca, se abre paso esa angustia, pintada en doloridas confidencias por la madre, incapaz de superar ese destino de humillación, de inferioridad y de dependencia de sus hijas. El autor ha colocado esas figuras sin dignidad ni nobleza, como reverso de la bella figura de Rosita, llevando a cuestas su drama íntimo, sin una queja, sin una claudicación, con la entereza de quien permanece hasta el último día fiel a un ideal que se resiste a traicionar. La escena del último acto entre el lisiado profesor y la tía de Rosita, no es inútil, como lo han creído algunos críticos; ella está expresamente puesta allí para recalcar una vez más —la primera estuvo a cargo también de un Profesor, pero éste de Economía Política— que Rosita permanece soltera, no por falta de pretendientes sino por fidelidad a su amor traicionado. Cierto es que los pretendientes que Lorca concede a su protagonista —profesores ambos de la peor especie, uno por excesiva suficiencia e intolerable pedantería, el otro por falta de hombría, de carácter, vencido por la vida y por sus alumnos— mal podían hacer olvidar a la deliciosa criatura el prestigio que la ausencia, la juventud y la imaginación confieren al novio ausente. Y una vez más —como en la Zapatera Prodigiosa— la ilusión triunfa de la realidad hasta que ésta se venga cruelmente.

El problema ha sido eludido con voluntad expresa de no hacer obra de tesis, ni siquiera obra psicológica, sino simplemente obra de arte; pero a pesar del autor, él se impone a los espectadores en fuerte sugerencia, gracias precisamente a la humanidad que el poeta ha infundido a sus criaturas. La protagonista, por su misma intensa feminidad viviente trasciende espontánea y naturalmente la crisis superficial, el intento de caricatura, el juego artístico, el alarde de técnica, el alejamiento voluntario de toda ternura y de toda emoción, para imponerse por virtud misma de estos elementos con la dignidad y la ternura que le son propias y que determinan la jerarquía humana de la obra. Una vez más constatamos que el poder del arte es superior aun a los propósitos determinados del artista como en más de una ocasión la historia literaria lo demuestra.

VII

En "Yerma", por el contrario, la obra responde fielmente a los propósitos de su autor. Estrechamente vinculada a "Bodas de Sangre" por el lazo profundo de la tierra en donde García Lorca hunde sus propias raíces vitales, se eleva sobre ella por la voluntad de símbolo que ha dado a esta figura de mujer, menos humana, menos real, pero más dramática que Rosita. Por la fuerza de su temperamento, por el patetismo de su caso, por la polarización absoluta de todas sus vivencias en un único vértice existencial, Yerma como la Madre de "Bodas" encierra en una síntesis apretada y violenta el ansia, el dolor, la amargura de muchas vidas frustradas de mujer.

El poeta ha encontrado en esta frustración de la existencia femenina la veta más rica de su inspiración escénica. Frustrada Rosita en su amor traicionado e incapaz de alzarse sobre esa derrota sentimental, hasta reconstruir su vida con alguno de sus pretendientes, acaso no inferiores a la figura embellecida por la imaginación adolescente; frustrada la Madre de "Bodas" al ver tronchados en la flor de su edad, al marido y a los hijos que son su única razón de existir; frustrada Yerma en su anhelo de maternidad e incapaz de la fuerza moral de reivindicarlo por otra vía que la del matrimonio.

Hay una artificiosidad en esta última obra que no existe en las anteriores. El ansia obsesionante de Yerma que la impulsa en definitiva al crimen, no es suficiente sin embargo a empujarla con valentía perfectamente justificable, a buscar por otro camino la realización de su destino. Un prejuicio válido solamente para la mujer pero sin ningún efecto inhibitorio sobre el hombre, alcanza a Yerma para traicionarse a sí misma, para destruir su vida, para eliminar a un hombre; cuando la voz sensata y venida directamente de la tierra de la Vieja Pagana, le indica en el último acto, la solución clara a su problema. La honra, la vieja honra castellana, la honra a lo Calderón, empenachada y grandilocuente, no convence en esta pieza en que se juegan destinos más tremendos y naturales que la artificiosidad de ese recurso.

Para justificar esa falla fundamental de "Yerma", su ilustre intérprete, Margarita Xirgú — cuya gentileza puso a mi disposición los originales de la obra, y expuso en repetidas conversaciones particulares conmigo, su personal interpretación —atribuye a la misma Yerma la esterilidad congenita que hubiera vuelto inútil el sacrificio de su honra en una tentativa extraconyugal de maternidad, como lo teme constantemente su marido en sus celos perfectamente lógicos, o el abandono completo de su hogar en un gesto heroico de lealtad con su destino. Explica la culta y magnífica actriz esta intención recóndita del poeta, que ella abona con el testimonio expreso de García Lorca, por detalles del diálogo que escapan al espectador desprevenido en una primera audición de la obra. Son varios, que analizaremos someramente. En el primer acto, ya de entrada, recuerda Yerma a Juan, su marido, el estado de su espíritu el día mismo de su casamiento. Dice Yerma: —"Yo conozco muchachas que han temblado y que lloraron antes de entrar en la cama con sus maridos. ¿Lloré yo la primera vez que me acosté contigo? ¿No cantaba al levantar los embozos de holanda? ¿Y no te dije: cómo huelen a manzanas? — Juan: —Eso dijiste! Yerma: —Mi madre lloró porque no sentí separarme de ella. Y era verdad! Nadie se casó con más alegría!"

Ve la señora Xirgú en estas manifestaciones de la joven recién casada, un síntoma claro de su falta de feminidad. Ninguna mujer, verdaderamente mujer, según ella, llega al matrimonio con tal despreocupación y serenidad. Cuántas enamoradas, sin embargo, son llevadas por una fuerza superior a su pudor y a su aprensión, y se entregan confiadas, con la confianza que ha sabido inspirarles el amor y la delicadeza del esposo! Y cuántas, a quienes su inocencia misma y su ignorancia, penen un velo espeso sobre la brutal realidad que las espera!

Yerma no es, sin embargo, ni una enamorada ni una ignorante. Ha aceptado a Juan por esposo, porque sus padres así lo dispusieron; y lo ha aceptado con alegría por cuanto él representaba la realización de su anhelo de maternidad. Y no es tampoco una ignorante. Vive en plena naturaleza, y no le son desconocidos los actos de la reproducción animal, en los que ve la limpieza y la inocencia de una función natural por medio de la cual las ovejas dan nacimiento a los pequeños seres que le encantan, y los perros, y los gatos, y los grandes animales del establo. Pero esa misma inocencia natural es la mejor explicación a su alegría y a su confianza. Ella se entrega al marido contenta, porque al fin podrá ser madre; y nada teme, porque no ha visto temor ni fuga en los animales con que convive desde su infancia.

Y aunque en su espíritu se insinuara el miedo, la aprensión a lo desconocido ¿no está acaso dispuesta alegremente a todos los sacrificios? ¿No irá después, ante la inutilidad de su espera, a cumplir el rito ante los muertos que le ordena la hechicera del lugar, y no pasará la noche entera en el cementerio con tal de obtener lo que desea? Eso y mucho más está dispuesta a realizar con tal de ver colmado su anhelo de una criatura.

Pero Margarita Xirgú no se limita a estas solas frases. Encuentra más adelante, en el segundo acto, una frase que se le antoja reveladora: "Acabaré creyendo que yo misma soy mi hijo, dice Yerma. Muchas noches bajo yo a echar la comida a los bueyes; que antes no lo hacía porque ninguna mujer lo hace, y cuando paso por lo oscuro del cobertizo, mis pasos me suenan a pasos de hombre."

Otra vez dice: "Ojalá fuera yo una mujer..." Y Juan exclama en el acto II: "Lo que pasa es que no eres una mujer verdadera y buscas la ruina de un hombre sin voluntad.'"

También las lavanderas que discuten el caso de Yerma, dividen su opinión entre ella y el marido. Y dice la 5ª: "Estas machorras son así. Cuando podían estar haciendo encajes o confitura de manzanas, les gusta subirse al tejado y andar descalzas por esos ríos." Y la 3ª: "Tiene hijos la que quiere tenerlos. Es que las regalonas, las flojas, las endulzadas, no son apropósito para llevar el vientre arrugado."

En tales testimonios funda la distinguida intérprete española, su creencia de que García Lorca intentó y realizó el drama de la mujer estéril, de la misma a quien la Biblia arrojó su maldición y que Gabriela Mistral ha cantado con tan emocionados acentos. Pero si tal ha sido realmente el propósito deliberado del poeta, qué drama estupendo, qué magnífica tragedia pudo haber realizado con la comprobación para la misma Yerma, de su bíblica maldición! El sacrificio de su honra en aras de la maternidad ansiada habría revelado a sus ojos engañados su propia condición, su inaptitud congénita; y ante la inutilidad trágica del sacrificio, la desolación de la mujer habría de llevarla al suicidio o acaso a una lenta y dolorosa degradación moral.

Pero no ha sido ésta, a mi modo de ver, la finalidad buscada por el poeta granadino. A los testimonios invocados es fácil oponer más claros y contradictorios testimonios dentro de la misma obra. Entre las mismas lavanderas, las hay que defienden a Yerma. Dice la 1ª: "¿Quién eres tú para decir esas cosas? Ella no tiene hijos, pero no es por culpa suya."' Advirtamos de paso que esta escena, con la discusión de las chismosas y maldicientes, es una escena íntimamente emparentada con una de las obras más famosas de Pirandello, "Cosí é. . . se vi pare", en donde las amigas, los transeúntes, los espectadores del teatro, discuten la responsabilidad del suicidio de una actriz, y lo explican también cada uno a su modo.

Queda a cargo de la Vieja Pagana, la defensa más enérgica y eficaz de Yerma, cuando exclama en el 3er acto: "Lo que ya no se puede callar, lo que está puesto encima del tejado, la culpa es de tu marido. ¿Lo oyes? Me dejaría cortar las manos. Ni su padre, ni su abuelo, ni su bisabuelo se portaron como hombres de casta. Para tener un hijo ha sido necesario que se juntara el cielo con la tierra. Están hechos con saliva. En cambio tu gente, no. Tienes hermanas y primos a cien leguas a la redonda. Mira qué maldición ha venido a caer sobre tu hermosura."

Y antes le había dicho: "Aunque debía haber Dios aunque fuera pequeñito, para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos."

Y el mismo Juan, en el último acto, al confesar que no le importa la ausencia de hijos en el hogar: "Por cosas que a mí no me importan. ¿Lo oyes? Que a mí no me importan. Ya es necesario que te lo diga. A mí me importa lo que tengo entre manos. Lo que veo por mis ojos. . ."

Esta confesión del marido, sorprende verdaderamente en un hombre de campo, que en general —como lo manifestara el Padre de "Bodas de Sangre"— ansia brazos masculinos y fuertes de los hijos ya crecidos, para cultivar el predio hereditario. Así lo comprende también la pobre atormentada, cuando replica ciega de desesperación y al borde del crimen impremeditado: "Así, así. Eso es lo que yo quería oír de tus labios. No se siente la verdad cuando está dentro de una misma; pero qué grande, y cómo grita cuando se pone fuera y levanta los brazos..."

Agreguemos para terminar, que no es frecuente en la mujer asexuada esta aspiración obsesionante de maternidad. Su carácter de asexualidad la llevaría, por el contrario, a las faenas hombrunas, a las labores del campo, y sería ella precisamente, la que se declarara satisfecha por esta ausencia de hijos...

Pero, en definitiva, lo que interesa, no es esta investigación casi jurídica de una responsabilidad que nada importa a! fin artístico de la obra. Si nos hemos detenido tanto en ella, ello se debe a la opinión manifestada por la mujer misma que ha dado vida al personaje lorquiano, que lo ha animado con la riqueza extraordinaria de su sensibilidad, y por el testimonio que ella manifiesta tener del autor del drama. Confesemos que si éste es verdadero y no errónea interpretación de palabras en el aire, García Lorca no habría alcanzado ante el público, su verdadero objetivo. Pero nosotros creemos que el autor ha creado deliberadamente, la confusión, a fin de no derivar hacia un problema fisiológico o patológico, su intención puramente artística y simbólica. Ha debido sin embargo, acudir al artificio de la vieja honra, artificio inaceptable en ese medio absolutamente natural, frente a la fecundidad del campo que cumple su destino de acuerdo a leyes superiores a las impuestas por el hombre. García Lorca ha eludido de propósito el drama de la esterilidad femenina, para poner su inspiración al servicio del mismo sentimiento que anima sus otras piezas teatrales, el sentimiento de la incompletación, de la frustración que hemos puesto de relieve en párrafos anteriores. "Yerma" es el drama de la mujer profundamente maternal que no alcanza a realizar su vida. Las causas no le interesan; la responsabilidad del drama es superflua. Yerma se cree traicionada en su casamiento, que no le ha dado los hijos que esperaba. "La mujer del campo que no da hijos —dice— es inútil como un manojo de espinos y hasta mala, a pesar de que yo sea este deshecho dejado de la mano de Dios". Su sentimiento de inferioridad, de fracaso, de humillación, va descomponiendo en realidad, su carácter y su sangre, y cumpliendo así su propia profecía: "CADA MUJER tiene sangre para cuatro o cinco hijos, v cuando no los tiene, se les vuelve veneno como me pasa a mí."

Y tiene razón para la mujer de campo, cuyos horizontes limitados le vedan esa sublimación de las potencias sexuales en las que basa Freud toda su teoría de la actividad intelectual humana.

El escritor chileno R. Aldunate afirma en un estudio sobre el teatro de García Lorca a través de Margarita Xirgú: "No busquéis en la vida cotidiana a Yerma. No la encontraréis, seguramente. Está en el fondo de toda mujer, oculta, avergonzada, dolorida. García Lorca la ha desentrañado para hacerla vivir su tragedia, para gritar sus ansias de ser madre, para matar al hombre placentero, vividor, frívolo, de hoy, que no ve en la mujer a la madre, sino al instrumento de deleite amoroso. Yerma es una síntesis, es esencia, es símbolo." Estamos perfectamente de acuerdo con el escritor chileno. Más aún. Yerma es el sentimiento mismo de maternidad corporizado en una mujer, y destacado fuertemente con vigorosos relieves por contraste con la esterilidad. Este procedimiento obtiene aquí toda su eficacia. El anhelo de maternidad se convierte en obsesión; su incumplimiento conduce a Yerma a sentiré "profundamente ofendida, ofendida y rebajada hasta lo último, viendo que los trigos apuntan, que las fuentes no cesan de dar agua y que paren las ovejas cientos de corderos, y los perros, y que parece que todo el campo puesto de pie, me enseña sus crías tiernas, adormiladas, mientras yo siento dos golpes de martillo aquí, en lugar de la boca de mi niño." Este sentimiento de frustración, de traición a su destino es el que la conduce a advertir en sus propios pasos, en la sombra del cobertizo, el eco de los pasos masculinos.

Pero hay más aún; la obra de arte, cuando es verdaderamente tal, encierra el germen de muchos simbolismos, y la interpretación individual ve más de uno, erguirse tentador y convincente. Hemos adelantado ya que Yerma puede ser también la encarnación misma de la tierra española, estéril ella en algunas regiones crueles, reacia al hondo laboreo; abandonada en otras, fértil pero despoblada, propiedad de egoístas disfrutadores que sólo obtienen de ella el goce individual, permaneciendo verdaderamente yerma, ya que es este adjetivo más exactamente aplicable a la tierra que a la mujer. Tragedia tremenda de la tierra sin brazos, abandonada a sí misma, mientras los hombres desfallecen de miseria ante el suelo que no les pertenece.

¿No es así, acaso, Juan, el propietario celoso que no fecunda su tierra ni permite al pueblo joven, de quien está secretamente enamorada Yerma —el pastor Víctor— que arranque de ella el canto triunfal de las espigas? ¿Y no podría también la Vieja Pagana ser la voz revolucionaria que anuncia e incita al nuevo porvenir?

Y es la voz del futuro la que llora, ahogada, en esa criatura que Yerma presiente cada vez que se halla al lado de Víctor: "¿Lo sientes llorar ? — Víctor : — No. — Yerma: —Te había parecido que lloraba un niño. Muy cerca. Y lloraba como ahogado."

Pero no queremos insistir en ello. Sea cual sea el simbolismo que se quiera ver en "Yerma", siempre quedarán en pie, para los espectadores y la crítica, sus aciertos poéticos, su eficaz realización escénica, su alto tono lírico, para dar a esta obra lorquiana la alta categoría artística, los relieves intensos que hacen de ella la obra más alta de la dramática española contemporánea.

Y que despierta en nuestra alma con más profundo dolor, con más intensa indignación, nuestra protesta viva y quemante ante el crimen injustificado de su muerte.

 

Doña Rosita la Soltera

Publicado el 13 oct. 2014

Obra Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, representada en Bermillo de Sayago (Zamora) a finales del mes de agosto por la agrupación La Mayuela.

 

Bodas de sangre

Publicado el 15 jul. 2013

Castilla y León es teatro. Bodas de Sangre.

 

La Zapatera Prodigiosa, 1995

Publicado el 21 ago. 2013

Obra teatral reproducida por rtve
Escrita por Federico García Lorca
Directores: Pedro Amalio López, Luis Olmos

 

YERMA de Federico García Lorca / Teatro El Almazen

Publicado el 25 ago. 2015

Teatro El Almazen
Dirección: Andrés Céspedes Bascuñan
Elenco: Jessica Ortiz, Valeria Fernández, Marco Valdivia, Tannia Valdés, Francisca Rodriguez, Marta Núñez, Andrea Bannach, Andrés Céspedes
Música: Luis Castro
Fecha de registro :
26 de Julio 2015
PCDV Parque Cultural de Valparaíso
Dirección: Calle Cárcel 471, C° Cárcel

Producción: Jessica Ortiz
teatro.elalmazenconcon@gmail.com

 

Luisa Luisi

Revista "Ensayos" Nº 16

Montevideo, octubre de 1937 

 

Federico García Lorca en Letras Uruguay

 

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