Bellas mentiras
Cuento de Ruben Loza Aguerrebere

 Para Idoia y Germán Yanke

¿Se pueden tener memorias y nostalgias
de un lugar donde nunca se estuvo?

                                                     Álvaro Cunqueiro

Hasta el día en que me sucedió, no me había interesado en los sueños: no sé nada de ellos; tampoco es un asunto que me interese demasiado. Por ello, simplemente voy a contarles qué fue lo que sucedió, porque a menudo estos relatos imposibles suelen ser los más reales.

Hace un tiempo (creo que debo principiar por aquí) tuve un sueño, yo diría, singular, del cual tengo un notable recuerdo. Esa noche soñé con una casa a la que nunca antes había visto.

Prosigo. Sueño en colores, no en blanco y negro. Y el cielo de mi sueño estaba saturado de sol: un esplendor luminoso se derramaba sobre la blanca fachada de la casa, que tenía unas achatadas piedras alrededor de la puerta y otras enmarcando la ventana.

La puerta era grande y pesada, de madera labrada. Tenía dos vidrios alargados, protegidos por unas delgadas varillas de hierro forjado semejando flores. Las cortinas de la puerta y de la ventana eran de color blanco. Y, bajo la ventana, había un alargado banco de madera, del mismo tono rojizo de las contraventanas, que estaban desplegadas como alas.

En el alféizar de la ventana recuerdo tres macetas (la del medio era la más alta) con malvones; y había otras, más pequeñas, junto a la puerta, y una a cada lado del banco.

El conjunto era realmente armonioso y me hizo pensar en esas casas antiguas de la Costa Vasca francesa, que están tan bien conservadas. No recuerdo detalles de la vereda ni de las casas vecinas.

El llamador de bronce cabía en mi mano; llevado por el instinto, golpeé tres veces. Pero, como sucede en los sueños, los golpes no sonaron. Giré el pomo circular de la puerta y abrí; di unos pasos a ciegas y me detuve. Cuando mis ojos se acostumbraron a la vaga oscuridad, advertí ese orden tan especial que reina en las casas de veraneo fuera de la temporada y me atreví un poco más.

Deambulé entre los sillones, grandes y floreados de la sala, observé una mesa de color verde oscuro y noté, asomándose del paragüero, una "makila" muy bella. Dos cuadros, dos marinas, colgaban en las paredes.

La puerta de la habitación, a mi derecha, estaba cerrada; lo supe sin tocarla. A la izquierda había una arcada y, unos pasos más allá, se abría la espaciosa biblioteca. Caminé hasta allí. Me impresionó un antiguo escritorio de color caoba. Sobre él, vi un cuaderno y dos lápices desiguales, una lupa, vanas monedas o medallas, y junto a la lámpara de pantalla anaranjada, un libro grande.

¿Qué mas? Iluminado por la luz indirecta, de la ventana, vi un mueble cajonero, con marquetería de marfil: los cajoncitos, abiertos, desbordaban hojas amarillentas y largas cintas doradas.

No lejos del mueble, sobre cuatro palas robustas, un gran globo terráqueo de madera: lo hice girar con un dedo. Me entretuve mirando el mundo dando vueltas, y, luego, regresé a la mesa/escritorio. Mis ojos se posaron sobre aquel grueso volumen de la Biblioteca de Rouen; impreso por Jacques Le Forestier, en 1598, la carátula tenía imágenes esmaltadas. Leí el título: "Livre des belles mensonges".

Me senté ante el escritorio, en un cómodo sillón de madera con los brazos forrados de tela acolchada, y, dudando, abrí el cuaderno. Las hojas estaban en blanco. Miré los lápices, tomé uno de ellos, el más alargado: cuando la punta del grato tocó el papel, desperté.

No recuerdo si me dormí de inmediato o si bien caminé un rato por el dormitorio, pero aquel sueño, a pesar del tiempo transcurrido, ha permanecido indeleble en mi memoria y tan vivo como algunos recuerdos de la infancia. Como aquellos paseos de la niñez, por ejemplo, cuando mi abuelo -un hombre bajo y fuerte, de pelo y bigotes rojizos- regresaba del campo: me aupaba al caballo zaino y llevándolo de las riendas dábamos varias vueltas alrededor del ombú del patio. Los balidos de las ovejas, que llegaban desde la lejanía y el atardecer, han quedado adheridos a mi memoria como una piel.

Esa misma permanencia de los recuerdos, ese noble fondo, es el que sigue teniendo el sueño que les he contado.

- II -

La primavera sucumbía a las inesperadas punzadas del verano cuando llegué a Bilbao. Había viajado para intervenir en un homenaje a Pío Baroja. Digámoslo desde ya: no soy un especialista barojiano, aunque he frecuentado con entusiasmo y desde hace muchos años sus libros. He escrito algunas páginas sobre su obra. El árbol de la ciencia me ha parecido siempre un libro donde abundan las palabras convincentes.

Intervine en el coloquio una tarde de lluvia fina, de sirimiri, hablé sobre la influencia de Baroja en los escritores uruguayos de la década del treinta. No tuve demasiado público, la verdad sea dicha.

Las reuniones fueron agradables y me dieron la oportunidad de reencontrarme con gente conocida y con varios amigos muy queridos, entre ellos el maestro Bello Portu, uno de los grandes directores de orquesta del País Vasco, él sí, un auténtico y apasionado experto en la vida y la obra de don Pío.

Nos habíamos visto por última vez dos años atrás, una lluviosa noche en San Sebastián; recuerdo que cenamos juntos y conversamos casi hasta la madrugada.

Debo señalar que la conferencia de mi amigo fue realmente seductora; más dicha, diría que fue actuada. Señaló algunas facetas desconocidas de Baroja y, a medida que hablaba, iba corrigiendo errores que se mantienen en las reediciones de sus libros, los que, según él, son deliberados y esconden aviesas intenciones.

Cuando terminó el congreso, los participantes visitamos los dos museos, caminamos en grupo por las Siete Calles de Bilbao y, esa noche, cenamos en el txoco de unos amigos bilbaínos (advertirán que no lleva tilde). Bebimos varias botellas del delicioso vino Vega Sicilia; un experto cocinero había preparado un rabo de toro a la canela, memorable.

Allí, tras sucesivos brindis, nos despedimos: al día siguiente marchábamos con variados destinos. Como el maestro Bello Portu regresaba a París, donde vive, y yo me dirigía hacia Saint Jean de Luz para quedarme allí unos días, hicimos parte del trecho en el mismo tren.

Abandonamos Bilbao a media mañana; era un día luminoso: Dios había desplegado una sábana celeste en el cielo. Durante el trayecto, mi amigo me contó algunos detalles del entierro de Baroja que no tuvo tiempo de exponer en su exposición. Me contó -por ejemplo- que habían asistido muy pocas personas, y agregó que él tenía una fotografía de aquellos momentos cuando le dieron sepultura.

—Los puedo identificar uno por uno —me aseguró.

Le pregunté sobre la presencia de Hemingway en el velorio; la confirmó.

-Es más -dijo- fui yo quien le invitó a cargar al ataúd para sacarlo a la calle. Pero no quiso hacerlo. Me contestó que era demasiado honor... Que lo cargaran sus amigos españoles.

Poco después, cuando nos disponíamos a llevar el cajón a pulso, Camilo Cela me pidió que le hablara otra vez y me dirigí hacia él. Me parece verlo, acongojado, en un rincón. Vi una lágrima detrás de sus anteojos pequeños. ¿Vamos?, le invité. Y él me contestó: "¡Si siguen dando la lata, cojo el cajón y lo saco yo solo!". Y por esas idas y venidas, perdí mi lugar y no pude cargar el ataúd de mi viejo amigo.

Cuando el tren se detuvo en St. Jean de Luz me puse la chaqueta; nos dimos un apretado abrazo y le di mis saludos para su esposa, Madelaine. Bajé. Al otro lado del andén lo despedí con la mano en alto.

Su rostro detrás de la ventanilla cerrada se mezclaba con el reflejo de mi silueta en el vidrio: yo estaba de pie junto a la valija y la mano alzada. Me pareció que sus largos dedos tamborilearon en el vidrio cuando el vagón se movió. Adiós.

Una absurda angustia me envolvió mientras miraba alejarse el tren. En un taxi fui directamente al hotel.

- III -

Por la tarde, tras almorzar, salí a dar un paseo por la soleada rambla. Había mucha gente, tenían la piel algo enrojecida por el día de sol. Me senté a tomar un café mirando el mar.

No lejos, en un banco alargado, una anciana leía sentada al sol, en voz alta, a su perrito pomerania: él estaba a su lado, a la sombra de la sombrilla abierta. Más allá, una señora gorda se mojaba la cara y los brazos con el agua de la botella, que tenía sobre la mesa, bebía unos sorbos y miraba el sol con los ojos cerrados.

Después deambulé un rato.

Me detuve en la Maison de la Presse, una librería que está en el 59 de la rue Gabettta, me demoré mirando unos libros y no resistí la tentación de comprar un volumen con fotografías de escritores. En la tapa, Vladimir Nabokov, con pantalones, cortos, una gorra blanca en la cabeza, los ojos como dos relojitos, agachándose con una gran red desplegada en la mano derecha, una gran red en primer plano, procuraba cazar una mariposa que no aparecía en la foto.

Volví a la calle con el libro y los periódicos en una bolsita amarilla.

Eran poco más de las seis de la tarde, el cielo estaba despejado y el atardecer aún muy distante. La gente iba y venía en todos los sentidos, en grupos, desparramados aquí y allá, vestidos con ropas livianas y coloridas. Caminé sin rumbo.

Me detuve frente a la catedral donde se realizó la boda de Luis XIV con la infanta María Teresa, el 9 de junio de 1660; miré la puerta que luego tapiaron para siempre, tras la ceremonia; y presencié, en la iglesia vasta y bellísima, la misa. Cantaban.

Volví a la calle. Deambulé un buen rato y, algo cansado y sediento, decidí dejarme ir por el suave declive de una calle estrecha.

Y de pronto la vi.

Estaba allí a mitad de la calle, igual que en mi sueño. Un buen viajero, me dije, es aquel que sabe volver a recordar. El esplendor luminoso caía sobre la blanca fachada de la casa. La luz del sol de la tarde tenía un color suave y calmo, un color que acariciaba la pared y las achatadas piedras ambarinas que enmarcaban la puerta y la ventana.

Era una puerta grande y antigua, de madera labrada, con dos vidrios alargados protegidos por negras y complicadas flores de hierro forjado. Detrás, las blancas cortinas.

La calle era corta y sinuosa. No se veía un alma. Las contraventanas rojas, al igual que las de mi sueño, estaban desplegadas. Procuré mirar adentro, pero la espesa cortina blanca me lo impedía.

Me sentó en el alargado banco rojo, que estaba exactamente debajo de la ventana, y reconstruí paso a paso mi sueño. Pensé: la casa es la misma. Con cierta duda, con cierto temor, me puse de pie y tomé en mis manos el pomo de la puerta. Lo hice girar, clic, y advertí que abría.

Entré sin temor. En la suave penumbra noté esa atmósfera de quietud que reina a la hora de la siesta. Caminé unos pasos y vi la puerta de la izquierda cerrada y observé, a la derecha, la gran biblioteca. Misterio y belleza. Estas dos cosas me empujaban, tironeándome de una cuerda invisible. Fui hacia ella.

Más allá debía estar el mueble cajonero con sus cajoncitos abiertos, sí, allí estaba. Y también el globo terráqueo sobre sus cuatro patas de madera. Naturalmente, lo hice girar empujándolo con un dedo. Luego, el antiguo escritorio, y el cuaderno, los dos lápices. Y, al fin, las monedas. Tomé una en ellas; una cara tenía el perfil de Alfonso XIII y se leía: POR LA G. DE DIOS, y una fecha, 1890. La di vuelta; del otro lado vi el escudo y la leyenda REY CONSTL. Y el valor: 5 pesetas.

La dejé exactamente sobre el redondel que había dibujado en el polvo, junto a la otra moneda, que supuse idéntica.

Me fascinaba el libro de la Biblioteca de Rouen, impreso por Jacques Le Forestier, en 1598, con su carátula de imágenes esmaltadas, donde se leía "Livre des belles mensonges". Allí estaba cubierto de polvo, en el mismo lugar que en mi lejano sueño.

Y como no hay que temer a los libros cerrados, me senté con él, en el sillón que tenía los brazos forrados de una tela acolchada, con flores dibujadas en colores celestes y blancos, igual a la guarda del libro, que estaba sobre el lado izquierdo (este detalle lo había olvidado o acaso no lo soñé) y, entonces, lo abrí.

Tenía muchas historias, cada historia era la expresión de un pequeño misterio; en cada sombra se veía una vida y, en cada final, un comienzo. Decir que las leí con fatiga sería mentir. Me parecieron las notas de un taller de sueños: historias escritas con esa fe solitaria y libre de los poetas.

Sí, aquella era una casa de maravillas. Una casa de la que ya era hora de salir, me dije, un rato después. Y repasando mi sueño, pensé: ahora abriré el cuaderno, cuyas páginas estarán en blanco (lo hice), y estaban en blanco. Me dije: tomaré el lápiz más largo, y lo hice, y también me dije cuando la punta del afilado grafito toque la hoja, despertaré. Así lo hice, pero esto último no ocurrió.

Sorprendido, escribí unas palabras en la primera hoja del cuaderno. Y luego escribí una historia entera, copiándola del libro "des belles mensonges"; después la segunda historia y, más tarde, la tercera, y de esa manera continué hasta terminarlas.

Ignoro si estoy soñando o si estoy despierto.

Cuento de Ruben Loza Aguerrebere
Boletín de la Academia Nacional de Letras
Tercera época - Número 10 - julio - diciembre 2001

 

Ver, además:

                      

                     Ruben Loza Aguerrebere en Letras Uruguay

 

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