El viejo
Soledad López

Le pareció que tronaba, pero no estaba seguro. Sentado bajo el árbol de magnolias, miraba sin ver el incesante tráfico a esa hora. El semáforo, como un dios maligno de tres ojos, era como un tirano mudo al que obedecían ciegamente transeúntes y vehículos. – Cruce- Pare- Atención!

La flamante farmacia de la esquina, con todas las luces encendidas, ofrecía vistosos carteles con ofertas mientras los supermercados cercanos vomitaban gente cargadas con bolsas. El calor era cada vez más intenso; la atmósfera se hacía casi irrespirable. El cielo iba oscureciéndose, se acercaba la tormenta.

Una gorda vestida de rojo abrió el paraguas trabajosamente, pues el viento amenazaba doblarlo. La lluvia no se hizo esperar: primero unas gotas menudas juguetearon con las flores del parque, resbalando entre sus pétalos sedientos. Un pájaro gritó alarmado, mientras un chiquilín pedaleaba raudo por los caminitos empedrados. Miró con atención y se sonrió. El viento mecía el ave vegetal, cuidadosamente recortada por las tijeras del jardinero. Parecía cobrar vida; su pico se inclinaba mientras que la cola apuntaba hacia arriba en un balanceo incomún.

Se distrajo unos minutos contemplándolo, parecía que el viento se entretuviera en jugar con el pájaro verde y que éste, se regocijara con ese juego. Una gitana de largas trenzas y pañuelo colorido, le pidió un cigarrillo. El hizo que no con la cabeza y allá se fue ella maldiciendo en lengua extraña. 

De pronto se desató la lluvia; con furia tropical golpeaba todo lo que a su paso encontraba, carteles, sombrillas y coches. Bajo las marquesinas de algunos comercios la gente se resguardaba, pegada a la pared. Vendedores ambulantes y cambistas, desaparecieron como por arte de magia. El Parque Internacional quedó desierto. Solo él, sentado aún bajo el árbol de magnolias, esperaba. A veces, un transeúnte que corría, lo miraba con asombro. Estaba empapado y la ropa adherida al cuerpo, le daba escalofríos. 

Oscurecía, sin que amainara la tormenta. Los comercios cerraron sus puertas y poco después, fueron saliendo los empleados quienes, formando pequeños grupos, más que caminar corrían a tomar el ómnibus.

La lluvia y la noche desdibujaron los contornos; inmerso en la sombra, solo y angustiado, esperaba.

Un dolor agudo arañó su pecho y de sus arrugados ojos comenzó a brotar un llanto manso, el que se escurría por el rostro mezclado a las gotas de lluvia. Deseó en ese instante, la placidez que la muerte otorga, con la seguridad que aquellos que en vida son olvidados, barridos serán del recuerdo por la cazadora de sombras. Ya no esperaba nada, ni siquiera migajas de ese afecto que generoso, prodigó a su alrededor con alegría de vivir. Ahora, mudo e inmóvil, pedía a su corazón por piedad, que dejara de latir. Entumecido, con la ropa calándole los huesos, aflojó el cuerpo y cerró los ojos.

Una voz joven de mujer lo sacó del sopor en que estaba sumido.

-Papá, vamos, te ayudaré a subir a la silla de ruedas.- ¡Qué infierno!, cada vez estás más chocho, como si fuera poco todo el trabajo que tengo y aún debo cargar contigo...-

Las ruedas dibujaron fugazmente dos surcos en un charco, salpicando de barro el banco despintado. Chirriando, cruzaron la avenida, internándose en la oscuridad. La noche de Livramento, fría y brumosa, recién comenzaba.

Soledad López

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