Malena
Soledad López

Malena se encogió en el lecho y esbozando una sonrisa abrazó la almohada voluptuosamente. Al fin tendría su noche de amor. Gabriel llegaría. Giró el rostro y miró ansiosamente la dorada esfera: dos horas. Aún debería aguardar cientoveinte minutos hasta ese momento único, pasional, perfecto.

Lo había imaginado tantas veces.

Saltó de la cama, se contempló en el espejo concienzudamente, casi con crueldad. Sí, el tiempo transcurrido se agazapaba en su piel, en la curva del cuello y la comisura de sus labios. Nada había sido fácil; el matrimonio con Juanjo, la soledad de dos y por último, el relámpago de amor. Afortunadamente.

Se miró de nuevo. El espejo devolvió, burlonamente, su imagen un tanto ajada. Desafiante, levantó la barbilla y ensayando unos pasos de danza, lanzó una carcajada.

-El amor es ciego - se dijo alegremente.

Enseguida con gesto airoso, tomó una copa de la bandeja reluciente, fue a la heladera, la abrió y luego de elegir la botella, derramó con cuidado el líquido burbujeante. Copa en alto, declamó:

-Por ti, Eros y por todos los dioses del Olimpo! –

Bebió unos sorbos y depositó la copa en la mesa ratona. Debía darse prisa, pues disponía de poco tiempo para vestirse, maquillarse, pintarse las uñas y secarse el cabello. Tenía que lucir resplandeciente como una novia en su noche de bodas. Y todo, para recibir a Gabriel. 

Dos años de ausencia sin su ternura, sus brazos, su piel...

Claro que mantenía una buena relación con Juanjo. Hasta se diría que el amor la había tornado más tolerante. De ahí que él la visitara con cierta frecuencia. Pensando en ello, Malena se dijo que tendría que pedirle las llaves. Después de todo, él sabía que Gabriel llegaría esa noche y que ella lo aguardaba anhelante.

Tomó otro sorbo; las burbujas cosquillearon en su garganta, como acariciándola. 

Semidesnuda, caminó en puntas de pie hasta el estéreo, presionó una tecla y un allegro inundó la estancia. Hecho ésto, entró al baño y aunque estaba sola, cerró la puerta. Flautas y violines danzaban en las notas y giraban ligeras como aves liberadas, las que subían, subían, como queriendo tocar las nubes, para luego descender como una cascada sonora.

Detrás de la puerta, el ruido del agua cayendo copiosamente se mezclaba al de la música. Eso impidió escuchar una llave que girando suave en la cerradura de la puerta de calle, hizo sonar el clic liberando el cerrojo.

Enfrente, el espejo devolvió los contornos difusos de una figura varonil, la que sigilosamente, vertió el contenido de un sobre dentro de la copa a medio beber y luego, como una sombra, desapareció en la noche.


La mujer se contempló de cuerpo entero y al parecer, sintióse satisfecha con lo que veía pues tomó la copa entre sus dedos de uñas recién pintadas y se sentó a beber.

A la hora convenida, el timbre tocó dos veces, un llamado corto y otro largo. Se hizo el silencio...

Volvió a sonar una y otra vez, presionado por una mano nerviosa y anhelante.

Dentro, la música seguía sonando.

Soledad López

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