Isla de los Galápagos
Soledad López

El calor parecía tostar las arenas de la isla habituada ya a temperaturas muy altas. Sin embargo, la vegetación y los animales que allí estaban no demostraban sentirse incómodos, pese a que las olas del océano Pacífico arremetieran con furia las altas rocas. Gaviotas hambrientas revoloteaban sobre las aguas procurando los cardúmenes de peces moviéndose bajo la espuma salada.

Arriba, el sol comenzó a ocultarse y nubes plúmbeas arrastraron la lluvia que se descolgó súbitamente, con fuerza desatada. Así sucedía siempre en el archipiélago de los Galápagos, en el Ecuador, cuyas islas fascinaron al científico Charles Darwin.

La tempestad arrasaba a su paso flores y ramas, mientras el mar se debatía entre el cielo y la arena. Pero de pronto, como en un pase de magia, el vendaval perdió fuerza, nubes blancas empujaron a las demás y un clarón iluminó el cielo. Aún antes que cesara la lluvia, el arcoiris pintó el paisaje del trópico jugando con sus colorines.

Betín no aguardó para verlo; se escurrió por las cintas irisadas cambiando de color al saltar de una a otra, hasta aterrizar en las arenas aún ardientes de la isla de los Galápagos. Con los pies hundidos en el suelo húmedo, comenzó a caminar, admirando los diminutos habitantes que pululaban en la arena,agitándose en la superficie o bajo los granos dorados.

De pronto, llamó su atención una voz dulce y grave la que resonó muy cerca

-¿Qué haces aquí?-

El niño miró a su alrededor pero no vio a nadie. La voz se hizo oír de nuevo:

-Hola, ¿qué haces aquí?-

Betín buscó con la mirada intentando descubrir el que así hablaba. Solo entonces, se deparó con una tortuga casi oculta debajo de una roca

-Hola, dijo sonriendo. Vine a descubrir tu mundo –

-¿Acaso no es también el tuyo?-

-No, vivo allá arriba –

La tortuga estiró su cuello arrugado, mas no logró mirar al cielo. Preguntó curiosa:

-¿El mar y la arena, existen allá arriba?-

-No, solo nubes –

El galápago quedó en silencio, como si reflexionara. Luego, mirándolo, agregó:

-Entonces, ¿ no sabes nadar?-

-No –

Los dos rieron a carcajadas de tamaña rareza. Y así aconteció el encuentro entre Betín y Ursula.

El viento, ahora suave, mecía las ramas del guayabo que susurraban. Recostados a su tronco, el niño y la tortuga, hablaban.

-¿Por qué vives oculta debajo de esa concha?- quiso saber Betín

-Es mi protección –

-¿No es muy pesada? –

-En el océano, se torna liviana, liviana, y nos protege de algunos enemigos –

-Me parece extraño verte dormitando en la arena, siendo como eres habitante marino –

Ursula estiró el cuello y mirando sigilosamente a un lado y a otro, habló en un susurro:

-Hice junto a mis hermanas un largo viaje para desovar –

-¿Y eso, qué es?-

-Vamos, significa poner huevos, respondióle algo impaciente. Es necesario hacerlo para perpetuar la especie. Cavamos un hoyo en la arena, no muy lejos de la orilla y allí depositamos los huevos. Luego, emprendemos el viaje de retorno.-

-¿Y los huevos? –

-Permanecen ocultos hasta que las crías logran salir del cascarón y alcanzan el mar, aunque muchas veces las aves las diezmen.-

El niño cambió de color, pasando del azul al amarillo. Sorprendido, preguntó:

-¿Aún no desovaste?-

-No, por eso todavía no me he marchado – 

Betín le sonrió con dulzura y rozó su mano en la áspera concha, mientras oteaba el horizonte. Solo entonces comprobó con espanto que el arcoiris se había esfumado.

-¿Y ahora, qué hago?- casi sollozó

Su amiga reptó con lentitud avanzando algunos centímetros y, con tono sereno, le dijo, mientras husmeaba el aire:

-No te desesperes, lloverá mañana otra vez. Puedes dormir esta noche en aquella roca hueca, es muy confortable –

Y, como anochecía, Ursula se despidió de su amigo

-Mañana, volveré para decirte adiós. Que duermas bien –

Y arrastrando su cuerpo desgarbado, se perdió detrás de las dunas.

El mar en su inmensidad y la luna navegando en el espacio, le dieron a Betín la dimensión exacta de ese mundo desconocido, donde la arena no flotaba como las nubes, y árboles y rocas yacían enterrados, quietos. Cerró los ojos en la oscuridad y dejó pasar el tiempo.

El canto armonioso de un pájaro lo despertó. Con ojos somnolientos, ya fuera de la roca, admiró el paisaje. El sol rojizo daba a su entorno un toque de misterio, tiñendo no solo las arenas y los árboles, sino también el mar. Despacio, caminó por la orilla, atento a las aves y animales que allí, habitaban. Un pájaro de oscuro plumaje cantaba cerca, ocasión perfecta para conocerlo mejor.

-Qué bien cantas, ¿cómo es tu nombre?- preguntó, cambiando de color. 

-Soy originario de España. Me llamo Pinzón, - dijo el ave

-¿Hace mucho tiempo que habitas la isla?-

-Sí, mis ancestros llegaron cierta vez en un barco pirata y aquí quedamos para siempre –

-Disfruté oyéndote, pinzón. Gracias por tu lirismo, mas debo seguir andando. Hasta pronto –

-Bienvenido – gorjeó el pájaro, mientras picoteaba un insecto.

Betín miró hacia lo alto, descubriendo un albatros que planeaba, con sus largas alas abiertas, sobre las altas rocas. Al otro lado, un flamenco rosado exhibía toda la belleza de su plumaje y su largo pico. Miró con atención a su alrededor; la vegetación era variada, ya que junto a un algarrobo, crecía un palo-santo y a su vera un guayabo hacía sonar sus hojas al compás del viento. Pero algo llamó su atención. Sobre la hoja de un cactus, un bulto permanecía inmóvil. Acercándose despacio, descubrió a un animal muy extraño, mezcla de lagartija y animal prehistórico. Se detuvo para mirarlo de cerca. El bicho mientras tanto, permaneció inmóvil, moviendo solamente los ojos.

-Estoy sorprendido, dijo Betín. Realmente eres un animal muy extraño, diferente a todo lo que he visto hasta ahora. ¿Cómo te llamas?-

-Iguana –

Su tono amarillo oscuro contrastaba con el verde del cactus y la cresta en su dorso, le daba un aire misterioso.

-¿Vives aquí?-

-Sí, - dijo la iguana, guiñando los ojos

-¿ Hace muchos años? -

-Sucede que somos descendientes de los remotos dinosaurios y por eso parecemos algo extraños. Dicen que habitamos el planeta hace doscientos millones de años –

La iguana quedó otra vez inmóvil, entre las hojas rígidas y espinosas. El niño continuó su marcha y a veces, saltaba, jugando sobre las pequeñas rocas a orillas del mar.

El tiempo fue pasando y el cielo, antes despejado y azul, se fue oscureciendo. Betín aguardaba impaciente la lluvia. Deseaba marcharse, pero antes quería ver a Ursula. No podía partir sin ver a su nueva amiga.

Un trueno resonó lejano y el viento comenzó a mecer las hojas de los árboles. El niño caminó por la orilla, siempre hacia delante, tratando de hallar a la tortuga. Desesperaba ya, cuando la vio venir, arrastrándose lenta y pesadamente.

-Hola, amiga mía, te esperaba para partir –

-Yo también me iré –

Su voz grave y suave, tenía un dejo de tristeza. Estiró su cuello arrugado y mirando a Betín, cuyo rostro estaba lila, dijo:

-Es la primera vez en estos ciento treinta y nueve años de vida que siento pena por no tener alas –

-Pero tú puedes nadar, y yo no. Ya vez, cada uno tiene lo suyo. Pero quiero que me digas si te sumerges muy hondo, en las aguas –

-Hasta cincuenta metros, pero debo salir a la superficie para respirar –

-¿Vives muy lejos? –

-Sí, debo nadar muchos días con sus noches para llegar donde mi familia espera. –

Se hizo un silencio entre los dos, como si ninguno quisiera despedirse. Mientras tanto, la lluvia caía con furia. La tortuga fue la primera en romper el silencio

-Adiós, amigo mío, siempre te recordaré –

-Adiós, Ursula. Me siento feliz de haber conocido tu universo. Que tengas buen viaje-

Cuando el arcoiris arrojó desde el cielo sus franjas irisadas, Betín aguardaba en una rama de guayabo. Cogió su punta y comenzó a subir. Su cara cambió de color muchas veces, hasta llegar a la comba, pero sus ojos brillaban húmedos de ternura.

Betín - El niño del arcoiris
Soledad López

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