El Inca Yauar Huaca
Soledad López

El viento ulula entre los arbustos que crecen al pie de la cordillera andina y hace rodar las piedras grises que van escurriéndose ladera abajo, con un sonido que suena extraño en la inmensidad del paisaje.

Caminos apenas esbozados evidencian la presencia del hombre en esa región que antes perteneciera a un imperio.

Por entre las breñas, avanza una figura a paso lento. Un poncho tejido rudimentariamente le protege del viento, aunque camina inclinado. Es Yauar Huaca, un indio quechua descendiente de la segunda dinastía; sus antepasados habitaron la región más alta de la sierra, cuando la capital era Cuzco.

Va descalzo, indiferente a las piedras que se alzan puntiagudas e hirientes, pues sus pies ásperos y agrietados no sienten ya dolor de heridas, curtidos por los años y la miseria.

Yauar Huaca tiene la piel morena olivácea como sus antecesores, semblante grave y pensativo, pómulos salientes, ojos inexpresivos y al igual que los demás indios, engaña el cansancio y el hambre, masticando hojas de coca.

Allá arriba, un cóndor vuela en círculos, ojos vigilantes y pico voraz, pero el hombre aquí abajo no le presta atención; procura el lugar exacto donde hace dos días encontrara la gruta. Fue algo casual ya que al perseguir a un pájaro grande y extraño que no podía volar porque estaba herido, la descubrió.

No tuvo tiempo de examinarla porque la noche se le venía encima. Marcó el lugar con una piedra casi triangular y ahora lo buscaba.

No necesitó mucho tiempo para ubicarla; conocía palmo a palmo todos los caminos que llevaban a la cordillera, por eso le extrañó no haber descubierto antes esa cueva de roca viva.

Tal vez, pensó, su entrada fue obstruída a raíz de un derrumbe y los vientos cordilleranos más tarde, volvieron a abrirla.

Lo cierto es que allí estaba. Yauar se quitó el poncho, encendió un fósforo y entró a la hendidura angosta. Sin embargo, más adentro era ancha y casi recta. Sus pies descalzos se hundían a veces en la tierra arenosa, pequeños espacios entre piedra y piedra. Los ojos del indio quechua, habituados a los crepúesculos, escudriñaron esa galería natural, descubriendo huellas de la presencia del hombre.

Una vasija de cerámica con el asa rota yacía volcada casi cubierta por la arena y algún tipo de musgo, algunos utensilios de metal bastante deteriorados por el efecto del tiempo y hasta huesos de algún animal muerto allí. Las paredes cóncavas, tenían pintadas figuras coloridas de animales y vegetales y el sol se repetía en algunas.

El indio quechua estuvo saliendo y entrando de la cueva durante algún tiempo, acarreando manojos de hierba que arrancaba con su cuchillo rudimentario. Amontonó en un rincón todo lo que pudo e hizo un cómodo lecho.

Había decidido, puesto que estaba solo; su mujer se había muerto de parto hacía tiempo dejándolo viudo y sin hijos, que vendría a vivir en la meseta.

Para hacerlo, podría plantar maíz en la planicie y de cuando en cuando, se procuraría carne de alpaca o llama, para subsistir. También podría ir al poblado, allá abajo, y aprovisionarse de pescado.

Lentamente fue acondicionando su nueva vivienda; con piedras redondeadas hizo un círculo y colocó en el centro leña suficiente para el primer fuego. Exhausto por el esfuerzo realizado, encendió la leña y se echó a dormir.

Soñó con su mujer Sinchia, los dos araban la tierra como en años anteriores; él subido a los maderos dispuestos sobre la reja del arado para que éste se hundiera en la tierra y Sincha caminando detrás, rompiendo guijarros y terrones.

Hasta el propio Inca se le apareció en sueños: vestido con ropas de fina tela de vicuña, su larga casaca blanca contrastaba con la trenza de colores que rodeaba varias veces su cabeza, las joyas pendían de sus orejas y se balanceaban al viento mientras decía algo en tono grave que Yauar Huaca no logró descifrar.



La mañana era gris y el viento ululaba en la meseta, mientras el único hombre que habitaba ese lugar procuraba entre las piedras alguna alpaca extraviada, para saciar su hambre.

Se había despertado con la extraña sensación que su cuerpo temblaba ¿estaría apunado? Imposible pues hacía ya algunos meses que había subido hasta la nevada cumbre buscando alimento, mientras el paisaje desolado y sin color se le metía por los ojos sin despertar en él, emoción alguna.

Demasiado habituado al paisaje imponente, a sus desiertos, a los páramos que más arriba dialogaban con el silencio, nada le sorprendía. Por un instante se detuvo avizorando la distancia; nada que tuviera vida parecía moverse o transitar en esa abrumadora soledad.

Se había separado de su familia, algo inusitado para su raza, tan celosa de los lazos comunitarios. Pero desde que su mujer muriera, se sentía desalentado y necesitaba estar solo. De ahí la extraña idea de habitar esa cueva, allá en las alturas.

Detuvo su descenso, sin prisa. Allá abajo, en el resquicio de grandes rocas, una alpaca se guarecía, solitaria. Era lo que buscaba. Sabía que no necesitaba de mucha argucia para alcanzarla. El animal de ojos lánguidos y movimientos lentos, tenía la ingenuidad y la mansedumbre de las criaturas del altiplano. Sin ningún esfuerzo, Yauar Huaca la condujo hacia su refugio.


El sol va transformando la soledad del altiplano y en la mañana cálida todo parece más humano. El indio quechua ha descendido hasta la planicie y allí, inclinado sobre la tierra áspera y hostil, comienza su siembra de maíz.

Su rostro de piel oscura violácea, es impenetrable como el pico más alto de la cordillera nevada, sus movimientos son lentos, cansinos, mientras mastica la coca, tan indispensable para su rendimiento físico. Con un cuchillo y un palo remueve la tierra y entierra las semillas de maíz que más tarde será su sustento.

El día se fue escurriendo de a poco hasta que el sol, desflecado por las sombras, se hundió allá lejos. Abruptamente cayó la noche y al igual que sucede en el desierto, el frío se hizo intenso, casi insoportable.

Pero allá arriba, el refugio espera, y es para el inca como una promesa de amor.

Entra, enciende el fuego y con las manos aún sucias de la tierra madre, se acurruca para comer.

Echado en su cama de hierbas, mientras las llamas se reflejan danzantes sobre las paredes cóncavas de piedra, está Yauar Huaca. Su rostro inexpresivo adquiere tonalidades rojizas cuando el fuego crepitante se transforma en llamarada. ¿Acaso piensa en algo? Sus ojos se van entregando al sueño, en el ritual milenario de la noche y el silencio. No sabe cuanto ha dormido porque un extraño ruido lo ha despertado. Algo así como un trueno resonando a lo lejos o acaso el alud estrepitoso desde las altas cumbres. Sin embargo, el ruido se acerca, ahora más suave.

El indio siente que sus piernas se doblan, tiene miedo, pero aún así se asoma a la noche. Algo brillante que en nada se parece al dios sol, principio y fin del mundo, y sin embargo alumbra como él, más que él, está allá como suspendido en el espacio.

Cierto es que el dios sol camina sobre las nubes, pero lo hace tan lentamente que Yauar Huaca jamás pudo conocer sus pies escondidos.

Pero eso que está allí, cerca de su morada solitaria, se mueve hacia los dos lados, va hacia arriba y luego hacia abajo, aunque a veces se queda estático en el aire.

El hombre no sabe si es un dios nuevo que trae desde las alturas, un mensaje a su raza. 

¿Sería esta una huaca desconocida? Desde niño, sus mayores le enseñaron a adorar al Padre Sol y a su esposa Luna, los que se turnaban en el cielo para velar por su pueblo, en la luz y en la sombra. Pero eso se descuelga del infinito, hamacándose en el vacío...

Oculto en la oscuridad de la cueva, el hombre observa; la extraña divinidad luminosa hace un movimiento circular, luego emite un zumbido y se pierde en la inmensidad de la noche, sin dejar rastros.


Un cóndor proyecta a través de los rayos solares, su figura de aeroplano sobre la meseta.

En esta soledad del páramo, el cambio de estaciones casi no se percibe, solo la claridad soleada del mediodía imprime a la vasta planicie un toque de vida.

Inclinado sobre la tierra, el quechua observa los brotes de patatas emergiendo apenas del surco, mientras que el maíz comienza a espigar. Permanece así un tiempo largo, en esa secreta comunión entre hombre y tierra, luego saca de la bolsa que cuelga a su costado un puñado de hojas de coca y las mastica despacio.


El silbido de una piedra arrojada a gran velocidad, asusta a unos pichones en su nido, pero un pájaro enorme cae rodando desde la cima rocosa. Antigua como el mundo es la historia; el hombre se ha erigido en amo del universo y aunque suele ser esclavo de otros hombres, ha demostrado ante los animales que solo él tiene el poder para otorgar la vida o dictaminar la muerte. Yauar Huaca maneja la honda con maestría impecable, heredad de sus antecesores que hicieron de la caza a los pájaros, el ejercicio básico para el aprendizaje guerrero.

Hoy es día de caza; volverá a su primitiva vivienda llevando el preciado botín que saciará el hambre, durante muchos días.

Cada noche, el extraño objeto luminoso, el “dios colgante” se acerca a su morada. El inca escucha el zumbido que produce, pero ya no se asusta. Habituado a los fenómenos de la naturaleza, su capacidad de asombro ha sido menguada y convive sin mayores emociones con ese pedazo de universo donde habita. En él no palpita la curiosidad por conocer cosas nuevas, pues su mundo termina allá sobre la más alta cumbre donde algunas veces ha visto asomarse al dios Sol.

Cierta noche, sin embargo, los ruidos fueron diferentes. Entonces se asomó a la noche y vio como el “dios colgante” se había posado en tierra. Luces como de arco iris le iluminaban y algo que parecía un rayo de luna se tendió como un puente colgante desde su vientre hasta el suelo. 

Desde su refugio de piedra, vio como dos hombres y una mujer, luego de bajar por él, caminaban alrededor de la nave. Le pareció extraño que ni un sonido se escapara de sus labios. Uno de los hombres se inclinó y recogió algo del suelo, que el inca no pudo ver. Luego, también en silencio subieron al “dios colgante” y se marcharon.

A la mañana siguiente lo primero que hizo, fue acercarse al lugar en donde aquello se había posado.Había un círculo donde pasto y rocas se mostraban ennegrecidas y chamuscadas, como testimoniando la extraña visita.

Yauar Huaca se rascó la cabeza y miró a lo lejos, allá donde la cordillera inmensa se extendía como queriendo esconder los secretos del cielo.

Varias veces había visto asomarse entre los blancos picos a la diosa Luna; el maíz un tanto raquítico, había ofrendado al hombre unas cuantas espigas y la cueva lo acogía en tardes de lluvias torrenciales con la calidez de un hogar. Pocas veces había descendido a la planicie y caminado muchas horas para llegar a la población donde solía conseguir algunos implementos para la vida solitaria que había escogido.

Los días se sucedieron casi iguales en esa abrumadora soledad de hombre y paisaje. Lo único que quebraba aquella monotonía era la visita del extraño dios que ahora, se posaba en tierra con más frecuencia. A veces eran seis sus ocupantes, algunos con el cabello blanco, quienes recorrían los alrededores sin emitir un sonido humano. El inca los espiaba y de ese modo, sentía que la soledad que lo rodeaba estaba llena de misterio.


Esa noche, sin embargo, ellos no habían venido. La oscuridad desdibujaba los contornos y algo extraño se mecía en el viento helado que azotaba las cumbres.

No podía dormir el inca y se revolvía en su lecho de hierbas, encogido bajo el poncho de lana. De cuando en cuando, agregaba ramas secas al fuego, sintiendo que el calor volvía a sus huesos fatigados.

Largas horas estuvo con los ojos abiertos, una rara inquietud le quitaba el sueño, hasta que el cansancio lo venció.

Abrió los ojos con espanto y los vio, de pie a la entrada de la cueva. Eran dos los hijos de aquel dios, quienes se acercaron a observar la hoguera que crepitaba con hojas aún verdes. Luego lo miraron y Yauar Huaca no escuchó escaparse de sus labios un sonido siquiera, pero el que estaba adelante le decía que lo acompañara. En verdad no decía nada pero una fuerza misteriosa se comunicaba con su mente y el inca, extrañamente, lo entendía. Hizo mención de sacar el cuchillo, pero aquella criatura le hizo comprender que no lo necesitaría. 

Salieron a la noche, más inmensa en la vastedad imponente de la cordillera. A cierta distancia les aguardaba, luminoso como el padre Sol, aquella cosa. Un puente colgante como un rayo de luna, se tendió hasta ellos, para que ascendieran. El indio del altiplano titubeó, pero una cálida fuerza le empujó hacia dentro como si ese momento, hubiera sido elegido por los dioses Manco Capac y Mama Ocllo, de entre todos los quechuas, para subir al infinito.

Primero se oyó un zumbido como de turbinas rasgando el silencio y la quietud desolada de los páramos. Luego, como una lámpara gigante suspendida en el espacio, la extraña divinidad comenzó a ascender a increíble velocidad. Fue como si una estrella fugaz se corriera en el cielo, desapareciendo en un pozo de sombras en el cosmos.

Media hora más tarde, un pavoroso estruendo retumbó como el alarido final del espanto.

La cordillera de cumbres eternas se quebró por todos lados y convertida en furia líquida,

arrasó con todo lo que a su paso, se oponía. El lago Titicaca desapareció bajo el torrente líquido, la meseta, las rocas, las cumbres, todo, yació sumergido.

Hacia los cuatro confines, la vida había sucumbido a una explosión nuclear. La tierra entera estaba deshabitada. Habría que aguardar varios siglos para que, tal vez, alguna otra especie volviera a habitarla.

Soledad López

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