Corazón de perro
Soledad López

Las casas estaban un poco alejadas entre si, dejando al descubierto sus patios cubiertos de hierba. Cada una, albergaba, por lo menos a siete moradores, la mayoría niños y adolescentes.

Ernesta era una niña ciega que aprendió a caminar asida de la correa de su perro Lobo. 

No por ello se consideraba minusválida, ya que iba con él a todos los lugares cercanos, incluyendo la escuela donde escuchaba solamente la clase, ya que allí no había sistema Braille.

Pero su afán de aprender era tanto que oía las lecciones que la maestra dictaba y se las aprendía de memoria, pues es sabido que los ciegos al no tener visión, desarrollan el sentido auditivo y del tacto, hasta la exageración.

Conocía a sus compañeros de aula solo por el modo de pisar la tierra y sabía de memoria cada pedacito del camino de regreso. A veces a Lobo le daba por tironear la correa, sobretodo cuando otro perro cruzaba cerca, pero Ernesta le susurraba palabras amigables para que se calmara.

Paco era su mejor amigo y solía esperarla a dos cuadras de la escuela para finalizar el trayecto, charlando sobre las tareas que desempeñaba en la chacra junto a su madre.

-Hoy recogimos el maíz, nos queda ahora desgranar las espigas maduras-

¿- Nadie los ayuda?- pregunta Ernesta muy seria.

- Sabes bien que no tengo padre ni hermanos, así que entre mi madre y yo sembramos primero y cosechamos después.-

- ¿Y mañana, tendrás que trabajar en la chacra otra vez?-

- Tenemos que recoger los boniatos antes que llueva; así que unciré la mula al carro de madrugada, mientras mi madre ordeña la manchada.-

La mayoría de los días, ese era el tema que los ocupaba; la chacra, el tiempo y 

Simón, el cuzquito rabón que no se separaba de su dueño por nada del mundo.

Un día, Ernesta no apareció y Paco la esperó hasta que la campanilla de la escuela se hizo escuchar, a través del campo. Mientras la maestra hablaba sobre geografía señalando el mapa de América del Sur, él solo pensaba en su amiga. ¿Qué le habría pasado? Las horas se escurrieron lentas hasta que la campanilla sonó anunciando la finalización de la clase. Paco recogió su cuaderno, lápiz y goma y salió disparado, seguido por su perro rabón. Cuando estuvo cerca del rancho donde vivía Ernesta, vio a un grupo de vecinos hablando a los gritos. Se acercó muy despacio, como con miedo. Quería mirar y al mismo tiempo no quería hacerlo. Al fin dirigió su mirada hacia la puerta; Ernesta estaba tirada en el suelo con la ropa ensangrentada, mientras que Lobo en una charco de sangre, mostraba varios cortes profundos, el más grande casi le había rebanado la cabeza.

¿Qué había pasado? Nadie me supo dar la respuesta.

Pasaron los años, con mi madre nos mudamos a la ciudad y conseguí un empleo como repartidor de comercio y por las noches, lavaba platos y tazas en un café. Con lo que ganaba, podía mantener a mi madre ya viejita y agobiada por el rudo trabajo del campo.

Nunca más volví a la chacra.

Soledad López

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