El torbellino
Guillermo Lopetegui

El faro...

Las rocas...

Las olas rompiendo en sus intersticios...

No recuerda cuándo decidió dejar la casita del muelle. No recuerda la vez que caminó por los médanos pensando en no volver a mirar para atrás.

Sobre la cúpula de hierro morían las luces del crepúsculo dando un último respiro sobre las caras de la lámpara, las seis caras que se encendían, como una bombita, sobre la inmensidad del universo oceánico.

Bajó del médano pensando que su mano, tan pequeña, se convertiría en la hacedora de una antorcha que velaría el rumor de las aguas.

A lo lejos, junto a la orilla, algunos hombres con buzos y gorras de lana bregaban con los palangres cubiertos de moscas. Una vuelta de los torsos y los palangres golpeaban contra la borda: el bote se escoraba con suavidad, alejándose unos centímetros de la costa.

 

Quitó el candado y dejó la puerta entornada. Caminó hacia otra puerta más pequeña. Dentro se alzaba la humedad, con los doscientos escalones espiraleantes adosados a las paredes cóncavas. En el último tramo bajó la mirada: la oscuridad, como un bulto gélido, ascendía llevándole un aroma a mariscos y sal que empujaba el viento costero. Parpadeó y volvió a sentir el retumbar de sus propios pasos, el silbido de su respiración, el sudor de sus manos extendiéndose a lo largo de la barandilla incolora. Antes de encender la lámpara buscó, desde lo alto, los últimos espejeos del mar en calma: sabía que allá abajo se agitaba algo... y sonrió al blanco de una espuma, como unos ojos que se abrían y cerraban para no volver a mirarlo, apenas para alcanzarle mensajes hasta el oído. Allí se quedó un rato, entregado a un viento sur que le hacía cosquillas en el cuello... cuarenta metros sobre el nivel del mar. Alguien allá abajo, en una de las habitaciones, lo podría estar esperando sobre la frescura de unas sábanas recién tendidas, dejando arremolinarse la cabellera a lo largo del colchón; alguien allá abajo, en cualquiera de las habitaciones, podría estar pensando que él le sonríe al límite del mar, al comienzo del cielo, al umbral de la noche marina.

El retumbar...

El silbido...

El sudor...

 

Las rebanadas de pan se fueron inclinando una tras otra. Apretó dos contra una rodaja de queso semiduro y se sentó contra el alféizar de una de las ventanas. Las lucecitas del barco ondulaban en altamar, hasta que se hicieron casi una suposición.

Recordó que arriba la luz se repartía en seis caras. Y que junto a ellas podía existir un perfil bronceado, una cabellera mojada que iba secando el viento, un cuerpo que se vencía a la modorra del aire puro; el aire que traía los recuerdos de la sal y los mariscos.

Comió el último bocado y buscó la distracción de un cigarrillo dentro de su campera.

Volvió a pensar en las seis caras luminosas, en la barandilla que extendía la perspectiva a las rocas de trazos variados, a las últimas ondas nacidas de una rompiente. El viento sur, bajando ahora por la bóveda, lo anticipaba a cierto perfume, a la imagen vaga de un perfil.

Salió a la noche y caminó en derredor. Observaba cada cono de luz dividiendo la oscuridad, uniendo la lejanía con la impasibilidad de su rostro. La brasa del cigarrillo apenas crepitó entre la suela y el pasto crecido. Volvió y pasó llave a la puerta. Se quitó la ropa y corrió la sábana. Por la ventana fiambrera pasaba el aire en hilos invisibles que cruzaban la habitación. Se detuvo a mirar el extremo de una viga emergiendo de una de las paredes.

Afuera, un ruido sordo hizo temblar la construcción de ladrillo y portland.

 

Los escalones del muelle eran pedazos de madera desunidos que golpeaban contra las rocas; iban mar adentro y volvían arrastrados por las olas. Los tablones del piso giraban en la superficie como aletas de un molino semihundido. Algunos se detenían en las restingas; otros, dejando una estela de espuma, se perdían en la mañana brumosa. Los pedazos que aún se sostenían a las astillas, a los restos enclavados en lo profundo de la arena, se mecían de un lado al otro y de a poco eran cubiertos por las algas. Más allá –y con cierta dificultad- él lograba ver las vertientes terracota y la fachada de su casa perdiéndose entre los fragmentos de las otras que le habían dado forma al pueblo, en una imagen de efluvios solares atravesando con dificultad lo denso de una niebla imprevista. Allá quedaba una porción de arena firme; lo que una vez fue un pueblo. Más acá, los restos del muelle. Y el faro: enclavado en la isla rocosa y ceñido por un cinturón débil de cantos rodados y arena gruesa. Miró hacia el mar y comprendió que el pesquero no iba a volver. El retorno a los médanos. Las sombras de las gaviotas cruzaban su sombra. Reencontró la anchura fresca del mar. El agua amarronada contrastaba con el gris del cielo; apenas una abertura dorada, un anillo de luz débil avivando la densidad de los nubarrones. La reverberancia de una ola le trajo hasta los zapatos la mitad de un remo, luego la otra y los fragmentos de una brazolada. Se acostó sobre la arena empapada y hundió las manos hasta sentirlas heladas y ásperas. Sintió murmullos, ruidos como de cosas que iban arribando a la orilla chocando unas contra otras. Quizás el otro remo, los demás espineles, un palangre que no llegó a usarse, buzos, gorros de lana... Todo estaba allí, como serpenteando a lo largo de la costa, bajo el resplandor anémico de la mañana. A lo lejos, otro ruido: los restos del muelle terminaron de sumergirse bajo la corriente. El se sentía lo único viviente, lo único capaz de moverse a través del silencio que recorría la costa con sus restos de ola disipándose sobre la arena: una enorme medialuna espejeante rota en muchos pedazos, en los que por momentos se reflejaba la interrogante de su rostro.

Remos, espineles, palangres, buzos, gorros que permanecieron allí, inmóviles a lo largo de la inmensidad de curva costera salpicada de cantos rodados y algunos peces muertos; todo allí, tan inmóvil... como ELLA.

Desde su lugar sobre la arena empapada él cerró los ojos y los volvió a abrir: sí, era el mismo bronceado, la misma cabellera desgreñada cayendo sobre los hombros; bajo los bultos de lana cruda de su rompevientos percibió las curvas exactas, intuyó la sal que aún impregnaría la piel de los pechos.

ELLA apartó sus ojos marinos y se alejó a través de los médanos, sin volverse para advertirlo caminando tras la delgadez de sus pisadas.

La perdió de vista.

Cuando llegó al faro encontró sobre la mesa un plato de comida y una jarra con vino natural.

ELLA se encontraba con los codos apoyados sobre la mesa y no se inmutó ante el ruido que él hizo al cerrar la puerta. En aquella mirada que guardaba un color intemporal él reconoció que de noche la amaría; que buscaría el rostro apartando con suavidad la cabellera desgreñada; que luego intentaría acariciarlo y que otra mano, con la misma suavidad con que él había intentado encontrar aquella expresión tras el pelo que parecía eternamente empapado, le apartaría la suya. Y así, el cuerpo de piel salitrosa se incorporaría y los pies delgados se marcharían con pisadas casi silenciosas fuera de la habitación. Después vino la otra puerta, pequeña. La llave de luz, la bóveda iluminada. Las pisadas desnudas, como cacheteando los escalones, se fueron afinando a medida que se aproximaban a la cúpula.

La marcha hacia la mañana se alteró con un nuevo retumbar.

Vuelto de costado él trató de imaginar los ópticos de la lámpara encendiéndose frente a aquel rostro de expresión serena aunque difícilmente interpretable, casi ausente.

 

Apartó los prismáticos, bajó la mirada y se recostó contra la barandilla, a cuarenta metros sobre el nivel de un mar calmo. ELLA lo estaba mirando sin hablar; agregando a su silencio la variante de la compasión: algo que él, quizás, venía buscando hacía mucho tiempo. En las esferas de mar que se le antojaban aquellos ojos, él trató de hallar respuestas. Se fue dejando caer hasta quedar sentado en el embaldosado color ladrillo del piso circular que rodeaba la cabina donde se alzaba la lámpara y sus varios ópticos. Los dedos de una mano le recorrieron las arrugas de la frente, de las mejillas; le recorrieron la línea húmeda que había trazado una lágrima, perdida ahora en lo profundo de las raíces de la barba; otras lágrimas fueron invadiendo el rostro de expresión inconteniblemente convulsionada. ELLA lo estrechó más contra su rompevientos, alzando la mirada de brillos marinos para hurgar entre los espectros de las rocas, de la espuma alocada que echaba sal por los aires a cada romper de una nueva ola retumbando en la inmensidad, el vacío, mientras entre sus brazos mitad bronceado y extraños dibujos de lana cruda, seguía estertoreando un cuerpo.

Allí permanecían los dos, acurrucados en el embaldosado color ladrillo y contra la barandilla, muy junto al volar de las gaviotas y el transcurrir de las nubes coronando el cabo de rocas y cantos rodados engarzados en la arena.

 

Ese día el hombre no habló.

ELLA volvió a caminar sola a lo largo de la arena empapada, de los restos de objetos serpenteantes, de las sombras que volaban cortando su sombra. Se perdió en la acre lejanía: una figura, una raya, un punto.

Pasaron las horas y salió a buscarla. En el otro extremo de la costa encontró los pliegues del rompevientos. Entre los puntos del tejido aspiró los vestigios de un perfume natural que se dispersaba. Se colocó el rompevientos sobre los hombros y regresó al faro, casi sin alzar la mirada de esa ruta de arena que iban improvisando sus pisadas.

Subió los escalones y se recostó contra la barandilla que rodeaba la lámpara, esa que se volvió a encender al caer el sol, cuando los cuarenta metros sobre el nivel de lo supuestamente firme allá abajo le hicieron contemplar, aprehender y sentir la noche más próxima a su figura. Pensó en la costa, a lo largo de la que continuaban pudriéndose los restos del pesquero. Se volvió con mirada medianamente escrutadora adonde antes había estado el muelle... y una línea de espuma blanca pareció guiñarle por última vez. Alzó los prismáticos y hurgó en la tierra firme, en la mancha plateada que la luna pintaba sobre los escombros de lo que había sido el poblado de viviendas espaciadas, con desiguales calles de arena y redes desplegadas y prendidas a un poste y otro, ondulando en la soledad. Evocó la presencia... y fue cuando sólo quiso retener entre sus lágrimas el recuerdo de la silueta ondulante, los ojos de brillos marinos insinuándose por entre los mechones de pelo desgreñado que parecían hablarle, parecían asegurarle que ya no vendrían nuevas noches iluminadas por los ópticos de la lámpara.

Se tapó los oídos y dejó escapar un grito profundo y prolongado. El grito, el quejido, se confundió con un ruido mucho mayor, universal: cuarenta metros bajo sus pies quedaban los restos de la casa, la última casa. El ruido ascendía ahora por entre la construcción cilíndrica en dirección a la cúpula de hierro, en dirección a la barandilla, en dirección a un piso color ladrillo, frío.

Un definitivo retumbar se extendió por entre las rocas, y alcanzando la cúpula se adueñó por completo de la verticalidad cilíndrica y súbitamente oscurecida.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Orillas

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