Tolstoï (El último viaje), de Ricardo Prieto, en Sala Atahualpa de El Galpón

El compromiso con uno mismo
por Guillermo Lopetegui

Esta crónica podría haberse titulado, también, “Menos es más” recordando la máxima del arquitecto y filósofo Mies van der Rohe. Porque en apenas 60 minutos la más reciente pieza estrenada por Ricardo Prieto -quien además de dramaturgo ya es un reconocido poeta y narrador- aborda, con intensidad, los últimos momentos de ese ícono de la literatura rusa que es el autor de La Guerra y la Paz, Anna Karennina y Resurrección, por mencionar tres de las obras más significativas escritas por Liev Tolstoï (1828-1910).

Con un decorado que bien puede sugerir el bosque que rodea la estación de Astropovo y una pieza de esa estación donde el escritor de 82 años decide apartarse de esta vida y esperar su definitivo encuentro con ese Dios que se convierte en su único consuelo; evocadora, por momentos, del profesor bergmaniano que realiza un viaje de su casa a la universidad en la que recibirá el título de “doctor honoris causa” y que se convierte en un viaje a su vida pasada y a los seres que la poblaron (Cuando huye el día), el coro de monjes de la Iglesia Ortodoxa Rusa es el acertado preámbulo musical –y que luego se va metamorfoseando en la música compuesta por Fernando Condon para la ocasión- con el que hace su entrada “en el último viaje” ese escritor ruso que, sin embargo, también tiene mucho de aquellos “ex hombres” que van a buscar el olvido y la muerte en la Misiones de los cuentos realistas de Horacio Quiroga. Porque siempre el apartarse de esta vida tridimensional supone renunciamientos, pero los mismos son cuestionados por la sociedad cuando parten de creadores, de artistas, de genios cuyo espíritu inquieto se disputan, en este caso, las fuerzas zaristas, los jóvenes que en 1910 ya están soñando con la revolución que se hará efectiva siete años después y en particular los seres más cercanos a la vida de Tolstoï, como lo es la condesa Sofía Andreievna –su esposa-, magistralmente interpretada por Nelly Antúnez quien hace gala de un señorío actoral que en este caso resalta aún más el vestuario (Soledad Capurro) que casi parece, al hacer su aparición, la vivificación de ese “Retrato de la madre del artista”, de nuestro Carlos Federico Sáez.

Pero por supuesto que la obra gira en torno al escritor ruso pero también al soberbio actor que lo interpreta y que, como en el Galileo de Brecht, hace varios años, logra desde su actuación que luego el espectador se interese todavía más por el personaje que interpretó. Nos referimos al magistral Roberto Fontana: un hombre de teatro, un artista que no se repite y que siempre hace creíble el papel que le toca encarnar.

En este caso, y volviendo a la obra, la reclusión de Tolstoï en esa estación supone un apartarse de todo aquello por lo que luchó en el pasado: los cambios para la sociedad de su tiempo y el encontrar la clave que hiciera comprensible su relación con esa esposa que hace lo imposible –y que en la pieza lo logra- por encontrarse una vez más con ese hombre al que ama y odia con la misma intensidad. Tanto el encuentro que tiene con ella, como el que tiene antes con ese estudiante y revolucionario en potencia (interpretado por Rogelio Gracia, quien en los últimos tramos de su parlamento, luego de que ayuda al escritor abrigándolo con un tapado de piel le impone otra intensidad y hasta se diría que candor a su papel) por momentos supone un posible ajuste de cuentas con esa vida con la que el escritor ya se siente cumplido; pero cabe agregar que, antes que nada, Tolstoï ya se siente más que cumplido con aquello que supuso su vida entera y la esencia de la misma, que es su literatura. En todo caso lo único que le va quedando de ella, lo único que le pertenece o que no sale del ámbito de su intimidad, es ese fiel Tcherkov (encarnado por un Gustavo Alonso que está a la medida para el papel) quien ha hecho un renunciamiento a todo y se diría que hasta a sí mismo, por velar los últimos momentos de ese a quien él admira y seguramente ama. Pero hay alguien más en el corazón del escritor; alguien que está lejos y sin embargo muy cerca en el afecto y en la comunidad de intereses espirituales: se trata de ese Mahatma Gandhi a quien Liev Tolstoï le está escribiendo una carta que dicta al fiel Tcherkov. Acusado entonces por un estudiante que quiere ver en el escritor a un artista más comprometido con los tiempos de cambios bruscos y profundos que se avecinan en la Madre Rusia; acusado por una esposa que siempre se sintió relegada frente al genio de su marido, el octogenario escritor sólo haya consuelo en su profunda creencia en Dios y en que tarde o temprano el líder por una India libre de la presencia británica, reciba esa carta desde una lejana estación adonde el remitente pretendió ir a encontrar la paz, como forma de entregarse más digna y humildemente a la muerte.

Allí donde el común denominador del público y algunos sectores de la crítica podrían estar esperando la actitud que adoptará el personaje y por extensión la forma en que se resolverá la obra, la misma se convierte, en poco menos de una hora, en un viaje; un viaje a las profundidades psicológicas y espirituales de un hombre y un escritor que ya no se siente pertenecer sino a Eso con mayúscula a lo que está dispuesto a entregarse, aunque entendiéndose que en el final de la vida muchos resuelven adoptar un compromiso o ratificarlo con uno mismo.

En la actualidad Ricardo Prieto es de los dramaturgos uruguayos más prolíficos y exitosos. Su omnisciencia creadora está puesta de manifiesto en esta inquietud por investigar –como Shakespeare en su tiempo- en aquellas crónicas, relatos de vida, fragmentos poco conocidos de personalidades de la cultura universal o incluso de aquellos que no recogió la crónica oficial, y que puedan constituir la materia que nutra en este caso sus obras de teatro. Como lo expresa el mismo Prieto en el texto que figura en el programa, Tolstoï “está inspirada en los bocetos de una obra teatral inconclusa escrita por el novelista ruso León Tolstoi”.

A la escenografía sugerente de Hugo Millán –un entrecruzamiento de telas en colores claros y apenas dos o tres muebles evocando un pieza- hay que agregar la dirección de Dumas Lerena –otro Señor con mayúscula de nuestra escena teatral- que le otorga a toda la obra una acertada atmósfera “eslava” y universal, pero en donde por ahí –y muy felizmente- al espectador le pueden venir evocaciones del Tarcovskii de Andrei Rublev o incluso, y si bien polaco, al Vajda  de La boda y El bosque de abedules, donde también hay un canto a la vida que se va y a la muerte que se acerca.

La producción general corresponde a Martha Vila Rodríguez: una mujer inquieta y vinculada desde siempre al fenómeno teatral, quien en esos pasados no olvidables –porque en alguna medida siguen vigentes- tiene en su haber la producción y presentación del aquel Ciclo de Teatro Nacional, que se emitiera en 1993 por el canal oficial y dirigió el video Visita al Teatro Solís (1991), que se estrenara en el Teatro Alianza.

Desde el autor hasta la productora, pasando por la soberbia actuación de Roberto Fontana y los excelentes actores que lo secundan, bajo la dirección del experimentado Dumas Lerena, la obra confirma a Prieto como el gran dramaturgo que es y se convierte en una muy sugerente creación a partir de los últimos momentos de un genio de la literatura universal pero, antes, un hombre que siempre fue fiel a sí mismo.

Guillermo Lopetegui
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