Texto para una amiga, antes de París
Guillermo Lopetegui

a Nelsa Sans

Difícil reconocer en esta noche, otra cualquiera; antepasados de menguantes o último arroyito hileando desperdicios a la bocatormenta sin semáforo. Difícil trocar junio en setiembre, convirtiendo nubarrones en definitivos efluvios que hagan más límpida la limitación del cuarto. Sin embargo, es junio con nubarrón y noche; sin embargo, suerte, es el cuarto clareándose de a poco a través de Couperin o el Passecaille en Si menor, la salamandra enrojeciendo su hierro ferruginoso, la taza con el manchón de café en el fondo y una Hermes portátil abierta sin suponerlo y todavía sin hoja de oficio en el rodillo, sin suponer que lenta y firmemente toca la vuelta a la otra esquina en esta urbanización de encanto-desencanto y múltiples destinos. Volverse atrás atisbando objetos que hoy, tal vez o con seguridad, sólo sigan existiendo a partir de una sonrisa o del inicio de la penúltima lágrima que es tristeza, o alegría encubierta. Despedirse entonces de los recovecos de la infancia, en donde era previsible reconocer las otras presencias. Podía ser aquel ropero que alineaba viejas formas de chiffones y lentejuelas; podía ser aquel baúl amontonando restos de un “Baile Rosa” en el carnaval desintegrado de 1911; podía ser, por qué no, el vitral fragmentado en los paneles de una puerta angosta entornando policromía de jardines que se imaginaron o creyeron ver, en una tarde de hace muchos setiembres.

Y es todo atrás: una interminable Confitería Americana de entreluces descendiendo a la porcelana de sobrios aromas; los ángeles de la fuente perpetuando en sus sonrisas fantasías de matrices y cabildos; el zaguán de piedra precediendo el centenario museo de maravillas, preguntas, manos pequeñas aferrándose a las otras que conocían el secreto de las vitrinas, la imposición de los arcabuces y la controversia de los lienzos dimensionando el propio sentir, desprovisto de palabras y con tan sólo pupilas que no cesaban de dilatarse ante la imponencia de caballos, espadas, heridos y llanuras de combates afantasmados. Y es todo atrás... Hasta ese mismo caminar redescubriendo la ciudad que indefectiblemente se fue perdiendo poco a poco, tan acompasadamente como aquellas luces en el horizonte, que evolucionan lentas hacia la boca oscura de la bahía acollarada de casas humildes, fábricas detenidas en sus chimeneas apagadas, cafetines en declive y boliches de mármoles veteados por el empecinamiento de la amargura. Y es todo atrás... Como los tantos besos finales que despidieron –una mañana de avenida, o bajo las gaviotas de la Punta Brava en tardes que no tuvieron noche- a los rostros que posteriores días fueron destiñendo en la precaria tela que trazó lo que sí, sucedió alguna vez, pero ya no.

Así entonces este retorno a lo que es calor en el cuarto, este cuarto de clavecín, hojas de oficio, cigarrillo que se enciende con la persistencia de la esperanza en el próximo día. Porque no hay vestigios de albores más allá de los visillos y llegando a la calle yaciente bajo el mercurio; asfalto abandonado entre edificios que ahora sólo cumplen con otorgar siluetas desiguales a la carencia de constelaciones que se arquea sobre los ladrillos, el cemento, la carne de alguna soledad.

Aunque es de suponer que no suceda aquí, donde Couperin cede a Frescobaldi o la Toccata undécima en Sol que trepa las dimensiones de la pieza; donde los cuadros, los retratos y los libros justifican las paredes; donde los otros leños esperan turno para caer en la fragua cóncava, retornando en calor que haga rezumar alguna que otra imagen, alguno que otro palpitar de la jornada pasada... Porque el amanecer que viene no se avizora sino en acertijos que anticipa ese silencio exterior de una noche que nos penetra en parte, en certeza de un frío redoblado que la salamandra aleja en chispas y murmullos de mil duendes carboneros.

Y nada nos prohibe hablar, entretejer, dibujar tecleos llamando a la bahía de pesqueros escorándose junto a muelles de contrabando, marineros semidormidos o polacos retornando, entre tumbos, a sus camarotes de fotos, cervezas y nostalgias de Szczecin, que borren a la mujer que quedó contando dinero en un hotel de Juan Carlos Gómez, o quizá camine apresurada rumbo a recuperar su sombra entre las otras que se agitan al son de cumbias tras los luminosos del “Universal”, o del “Brooklyn Bar” si es que todavía están allí, muriéndose entre dialectos y caras de sueño.

Seguramente que nada nos prohibe hablar, entretejer, dibujar un calor de clavecín, una música de salamandra, un cigarrillo de imágenes que no queremos que se apague, un tecleo de voz que sentimos muy cerca –desde otra noche, como siempre próxima y distante- enmarcada en el perfume que baja del peinado diferente a aquel otro -el de hace muchas primaveras- que sin embargo arriba a las arenas que remueve la memoria. Es el retrato de uniformes grises y expresiones inocentes; es la inocencia de esa sonrisa especial que advertimos entre las otras, muy en el fondo de ese momento vuelto papel encuadrado; aproximando el recuerdo de la amiga; rubricando similitudes de los primeros años, con ojos que también se abrieron a este mundo de guerras, multinacionales y miseria; mundo que en su caos reabrió senderos de imprevistos caminares llevándonos al reencuentro.

Y ya no fue la clase con el jardín de juegos del otro lado del ventanal. Fue en cambio cualquier sonata para cello y piano, dos butacas con los programas descansando sobre los abrigos doblados y finalmente un cóctel que después fueron las dos cervezas de la invitación cerrando veladas en ese “Ley Seca” de Capones, Dillingers, incautaciones y masacre ornamentando las paredes –en donde antes hubo viejos lobos de mar y monjes violinistas-, nuestra mesa de madera y por encima el diálogo que nunca cesa en sus incansables descubrimientos de que, felizmente, estamos existiendo...

... Como Frescobaldi, las brasas que siguen cayendo, la noche que perdura fuera y cierto atisbo de claror que nace dentro; aunque por ahí resuene la pregunta inesperada: ¿dónde quedarán los libros, los discos, los cuadros y retratos, y el té sin preparar, cuando ya no estemos?

Y la interrogante inútil es dónde quedará ella cuando este cuarto ya no sea vahos de música e imagen, cuando ya no sea presencia de robe de chambre encorvada sobre el tecleo que machaca las horas nocturnas llamando a ese otro día, aunque sin gritos y con calmada entrega.

 

Porque se acerca la habitación de un hotel en París V; Père-Lachaise en las primeras horas de una tarde particular o 22 de febrero depositando emociones bajo el perfil de Frédéric Chopin; caminares por Champs-Elysées de las infaltables sillitas y las copas blanqueadas en los despertares de invierno; la baguette compartida con el recuerdo de esa otra ciudad a orillas del estuario que un tango adormezca; el detenerse breve en Pont-Neuf, girando Place Pigalle, o de frente a la Conciergerie de futuras fiestas medievales, con arco de salterio acariciando frótolas y bajadanzas que nos devuelvan su rostro.

Y finalmente, llevados por ese recuerdo y pasadas lecturas, Luxemburgo nos ofrecerá un rincón de flores para que en él abramos la botella festejando nuestra íntima consagración del vino rojo, en honor al Miller desfachatado en los tiempos de Clichy o Ville Seurat.

Entonces, no habrá pregunta de adónde quedó la amiga del ballo in maschera, en ese viernes brumoso y frío por donde surcaron reminiscencias de castillos, ecos de The Clash e indiferencias de alguna ninfa o bruja.

Ella seguirá estando en ese caminar por la Île de la Cité; entre arbotantes y burla de gárgolas asomándose al mercado de acuarelas, teteras antiguas y fotos sepia admiradas, analizadas u observadas por el tráfico de turistas; en ese encender del cigarrillo augurando reflexiones de viejomundo o cuando, liviana la botella, le dediquemos el postrer sorbo al igual que se dedican las palabras postreras de un tecleo fermentado en lo que antes fue noche de junio y que ahora, en la evocación que viene desde su auspiciante sonrisa, trae consigo primaveras que inundan el cuarto, penetrándonos.

Setiembre de picos apuntando a las nacientes tonalidades del óleo mañanero, con sonidos dulces como la palabra amiga, esa a la que confirmamos siempre desde un saludo, dos butacas, cuatro cervezas; esa que nos responde siempre desde su serena altivez y en cuya mirada volvemos a corretear una infancia, anhelando jardines junto al ventanal eterno de una clase; intimando la calidez de una mesa de madera, por encima de la que el diálogo le da la bienvenida a nuestro reencuentro de Montevideo... de París.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte Sexto, Montevideo, 1987)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
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