Sinfonietta para profesor y funcionario no docente
Guillermo Lopetegui

Poco antes de finalizar el año, una paulatina inasistencia a los cursos va instaurando el vacío en las tardes de la facultad. El silencio de viernes pasado el mediodía gana los corredores en los diferentes pisos y muchas de las puertas que conducen a los departamentos y las clases quedan cerradas, a excepción de la perteneciente a la Secretaría Administrativa.

Llegó la hora de encender la garrafa y poner agua a calentar. Generalmente echa tres cucharadas de yerba en el porongo que la semana pasada se le cayó al piso de baldosas, rajándose debido a la yerba humedecida que aún tenía del día anterior. Lo refaccionó con diez grapas y cinta aisladora, a la espera de que el arreglo aguante por un buen tiempo.

Pero en tanto la tapa de la caldera no se empiece a agitar restan algunos minutos para salir al corredor del primer piso, caminar y apoyarse en la baranda que da al jardín, en medio del que se alzan los contornos del templo desacralizado cuando era capilla del colegio de monjas que ya no está y que ahora contiene a la biblioteca. Más atrás de la vegetación y de la arquitectura religiosa -rematada en campanario silenciado hace años pero con ausencia de cruz- se extiende otro cuerpo de la facultad al que nadie visita ni puede visitar: el ex Salón de Actos, hoy depósito de objetos prescindibles. Pero la memoria docente y funcionarial no registra quién clausuró la puerta de acceso: si la congregación antes de venderle los locales al gobierno de la época o el último decanato previo al golpe militar o las primeras autoridades de la enseñanza subordinadas al Proceso. Se sabe que las últimas fueron las que se encargaron de hacer una limpieza general tanto de gente como de cosas. Ya nadie recuerda. Incluso, uno bien podría ponerse a pensar -volviéndose al vano de puerta abierta que proyecta un mostrador y al fondo, bajo los ventanales, un mueble ferruginoso al que llaman fichero, una mesita en la que se apoya la Underwood de 1926 y la mesada con garrafa, mate y yerba que quedó hinchándose- en cómo llegó a eternizarse en ese cargo de administrativo de último grado. Pero con recordar no se adelanta nada. En cambio es preciso retornar del paseo corto por el corredor porque la tapa se deja oír agitándose sobre la caldera. La garrafa ya está apagada, el agua en el termo, el mate pronto para la primera cebadura y la silla arrimada contra uno de los ventanales que dan a la calle, la que parece despeatonalizada cuando son las dos y media de la tarde. Un antebrazo apoyado sobre el ángulo de la mesada proporciona la necesaria comodidad para abrir el Reader’s y continuar con la lectura de un condensado que se empezó a leer la semana anterior. Trata sobre la circunnavegación del globo terráqueo que un australiano emprendió en su velero, por lo que se encontró protagonizando un sinnúmero de aventuras que en más de una oportunidad pusieron en serio riesgo su vida.

Esto es lo que tiene de bueno leer: proporciona distracción y uno se aleja de otros problemas que no se sabe si terminan resquebrajando algo de manera definitiva, o si por el contrario podrían definirse simplemente como "cuestiones del momento".

 

Las tres y media de la tarde.

Todavía restan tres horas y media más allí adentro, aunque a decir verdad últimamente no existe mucho entusiasmo por salir corriendo a marcar la tarjeta y desaparecer hasta la media mañana siguiente. No hay motivos para eso cuando hace cuestión de quince días se suscitó una nueva discusión con la novia, lo que originó el rompimiento al parecer definitivo. Esto lleva a que uno se tenga que rehabituar a aquella disciplina de cuando no existía ningún otro compromiso afectivo que el de regresar a la casa de los padres y desde las siete de la tarde a las nueve de la mañana no cumplir sino con la tarea de esperar la cena, por ahí ver alguna película en la TV -principalmente las de acción y sobre todo las de Charles Bronson haciendo de vengador anónimo o triturador-, acostarse, seguir leyendo el Reader’s hasta las dos de la madrugada, dormirse y a las ocho apagar el despertador para empezar a levantarse, con cierta pereza, treinta minutos después.

Difícil que la ex novia vaya a llamar a la Secretaría y mucho menos a la casa de los padres. El último encuentro fue para tomar un café en un bar de esquina de calle transversal a la avenida donde ella habló tranquilamente, pero sin pausa alguna, por espacio de casi una hora y media -cronometrada disimuladamente por ese reloj al que se le consultaba de vez en cuando- explicando las razones que necesariamente debían llevar al rompimiento y donde aseguraba que no habría marcha atrás. De la otra parte no hubo contestación; menos aún en forma de réplica. Tuvo que haberla, pero las palabras se negaron a salir y más adelante se tradujeron en pensamientos y lucubraciones que sólo la lectura del condensado podía atenuar, hacer a un lado, disipar aunque más no fuera durante las horas de la tarde y parte de las de la noche.

Andar de tratos con el silencio fue la constante de los días siguientes -si bien las varias estaciones del compromiso amoroso le habían ido borrando, casi sin advertirlo, las propuestas apasionadas, luego la autodefensa imprevista y por último las reacciones contestatarias-, y cuando terminaba la tarea en la Secretaría; cuando tanto la insoportable directora como el no menos insoportable decano y su comitiva abandonaban la facultad al mediodía, abría el "táper" con la comida preparada por la madre y el almuerzo le llevaba no más de media hora. Después venía y viene siempre la caminata por el corredor, hasta que el vapor comienza a agitar la tapa de la caldera.

Ese viernes, sin embargo, con un chistido resolvió abandonar momentáneamente la lectura y con el termo y el mate salió al reencuentro del corredor, apoyando cierto indefinible malestar contra la baranda y mirando hacia el jardín, cuando se oyeron unos pasos que se venían acercando. Miró a su izquierda e inmediatamente reconoció la figura enjuta, el rostro de nariz aguileña, la cabeza de encrespados rojos y los lentes diminutos del profesor Weiss. No sabía de qué era profesor, pero nunca se le había ocurrido preguntar y hasta cierto punto reconocía que no le interesaba en absoluto. Algunos lo tenían por loco, otros por extraño, los extremistas de derecha por cobarde y los de izquierda por marioneta de la dictadura. Lo cierto es que se trataba del profesor Weiss quien se le acerca, apoya una mano en su espalda y le dice que lo nota "tristón". Sí, podría ser. Tal vez se deba a que hace quince días dejó con la novia. ¿Por qué más podría estar "tristón"?, es el reconocimiento ante un docente extrañamente entrometido e insistente, correcto en sus ademanes aunque de hablar irónico y de tono inalterable.

El profesor Weiss se yergue junto a la baranda. Se quita los lentes y los empaña con el aliento, limpiándolos con un pañuelo tan diminuto como esos dos cristales de forma rectangular. Aguza la mirada hacia el edificio de la biblioteca. Se inclina levemente y parece que le está prestando atención al otro, el que se extiende no se sabe cuántos metros y que contiene al ex Salón de Actos o lo que pueda seguir existiendo en su interior, impenetrable por la puerta que clausuraron hace años. Se vuelve a colocar los lentes y le sonríe.

-¿Le parece que el rompimiento sea algo tan difícil de aceptar? -Pero sin aguardar la respuesta el profesor Weiss inmediatamente formulaba otra pregunta, siempre con esa vaga ironía que sin embargo no resultaba molesta; que en todo caso movía a confusiones-: ¿Había planes de casamiento a corto, mediano o largo plazo? -Bueno, no, no se había hablado de casamiento, pero ya iban para cinco años de novios-. ¿Y con eso qué me quiere decir? -hablaba retórico el profesor. Pero reconociendo inmediatamente que tal vez había estado un poco duro, y sin esperar ninguna respuesta, asentía sonriente con los párpados entrecerrados y agregaba con seriedad-: ¿Fue de mutuo acuerdo o quién de los dos dejó al otro? Es importante saber eso -borraba su sonrisa y parecía auscultar las pausas con interés científico. Hasta que se enteraba de que fue la otra parte la encargada de producir el rompimiento, que esta vez amenazaba con ser el definitivo porque jamás habían estado quince días sin hablarse, sin saber uno qué era de la vida del otro. Entonces, Weiss se acercaba un poco más y arqueaba una ceja-: ¿Reconoce que tenían problemas? ¿que estaban un día bien y tres mal? ¿que a veces las conversaciones quilométricas no conducían al resultado esperado, esperado aunque sea por usted, y que después el saldo amargo de esas horas de tira y afloje se traducían en una perpetua incomodidad con la que lo largaban solo de regreso a su casa, ¿con esa ansiedad por que el teléfono suene o tal vez una carta y no pudiéndose concentrar bien en otros menesteres?...-El profesor interrumpía aquel crescendo tonal de preguntas acompañadas de un firme mirar a los otros ojos que iban y venían de la visión del jardín a la de los interiores de la Secretaría Administrativa, reconociéndose entonces que por lo menos ahora esa ansiedad había pasado y en todo caso quedaban las dudas, las interrogantes, aunque esto ocurría dentro de una tranquilidad lentamente recuperada-. ¿Entonces? -alzaba los hombros y después los dejaba caer-. ¡Considérese afortunado! El Destino le devolvió al principio la tranquilidad e inmediatamente después la libertad, sin necesidad de que usted haya tenido que herir a nadie. El mundo no se termina por un quinquenio amoroso. ¡Le tengo una noticia! -Los otros ojos lo miraron extrañado-. ¡Hay vida después de su ex novia! -Inmediatamente señalaba con un índice de uña amarillenta-: ¿Tiene algún otro tipo de compromiso o actividad, fuera de lo que hace aquí? -Pero no le habían entendido la pregunta-. Me refiero a si existe alguna otra mujer, lo que a juzgar por su semblante deduzco que no, o si tiene algún otro trabajo o por ahí sigue estudios nocturnos.-Y volvía a arremeter con las preguntas, aguardando esta vez interesado en que se las contestaran todas-: ¿Tiene hermanos? ¿Existe entre usted y su familia estrecha relación? -Bueno: mujeres no había; otros estudios después del ciclo básico, tampoco; ni hermanos, ni una relación con los padres que sobrepasara los límites normales: se llevaban bien aunque no había mucho diálogo que digamos. Weiss asentía con una sonrisa, recuperando la visión del edificio clausurado que se extendía por detrás de la biblioteca y por encima de la vegetación del jardín-. Perfecto. Esa es su situación -lo volvía a mirar fijamente, metía las manos en los bolsillos del pantalón apoyándose en las puntas de sus zapatos acordonados y se dejaba caer en todo su peso sobre los talones-. La mía es la siguiente. Aparte de ser profesor y catedrático, tildado con toda clase de adjetivos y epítetos, soy soltero y de más estaría decirle que no tengo hijos. Hace tiempo que vengo planeando algo y el destino me dice que usted es la persona indicada. Es más -alzaba el mismo índice-: creo que le ha llegado la hora de ser llamado por el destino, el Destino con mayúscula -rectificaba-, y que este -arqueaba los labios hacia arriba, abría más los ojos e inclinaba levemente la cabeza a un costado -... se encarne en mí. -Le pasaba un brazo por la espalda y con los dedos de la mano derecha presionándole el hombro, lo atraía hacia sí. Luego alzaba el mentón y le señalaba el edificio entrevisto más allá de la biblioteca. Pero no entendían el gesto del profesor, mirando a la vez aquella porción casi olvidada de la facultad. Weiss, entre tanto, lo liberaba de la presión de sus dedos en el hombro y apoyaba las manos en la baranda-. En ese lugar se encierra mucha cosa. Estoy seguro.-Sin embargo no debería ser muy importante porque habían clausurado la entrada hacía tiempo y ni cuidadores dejaron...Pero imprevistamente parecía que se recordaba algo y respetuosamente se le pedía a Weiss que aguardara unos instantes. El no contestaba y mantenía el perfil fijo en aquel edificio alargado, de dos pisos; el que le interesaba era el segundo, con los postigos de todas sus ventanas cerrados ya no se sabía desde cuándo. Y a medida que se alejaba hacia la Secretaría Administrativa volviéndose de reojo al docente, pensó que la tarde esa el destino no había tenido mejor idea que obstaculizarle la existencia con la aparición del profesor Weiss. Entró a la oficina, giró en círculos, se restregó las manos, caminó hasta la mesada, cerró el Reader’s de lectura del condensado interrumpida y lo cambió de sitio, pasó los dedos por el teclado de la Underwood, observó la montaña de fichas que tenía para reordenar alfabéticamente y reconoció que era una tarea a realizarse sin apuros; perfectamente postergable hasta la semana siguiente. Dejó el termo y el mate junto a la garrafa de caldera tibia, echó una mirada circular a la atmósfera inalterable de la oficina y la detuvo en la entrada de puerta completamente abierta al principio, pero que él había entornado no sabía exactamente por qué. Apenas se asomó a la salida: allí, contra la baranda, el profesor Weiss seguía inmóvil con la mirada puesta en ese edificio del que el funcionario no docente jamás se había interesado en todos sus años de administrativo, salvo por simples curiosidades más que pasajeras. Y por un momento lo inquietó algo: la certeza de que, aparte de sus ideas o planes referidos al ex Salón de Actos, Weiss estaba allí, contra la baranda, inmóvil de frente a lo que se le presentaba más allá del jardín, esperando su regreso. Bueno, era asunto de seguirlo para el lado que disparara. Abrió completamente la puerta y avanzó hacia el profesor-. Es importante, sí -hablaba Weiss intuyéndolo y entreviéndolo nuevamente próximo a él-. Allá quedó todo un testimonio desperdigado del que es preciso buscar los fragmentos...

-¿"Testimonio desperdigado"? ¿De qué? -pretendió interesarse el administrativo.

-De nosotros mismos; de cuando la existencia se nos presentaba en sus partes iguales de placer y dolor, alegría y tristeza, luz y sombra, arrojo y temor, pureza y pecado, realidad y fantasía .-Se volvió al funcionario no docente con una sonrisa poco tranquilizadora-: El terror de lo bello, la belleza de lo terrorífico...-El profesor Weiss apoyó sus manos en los hombros del funcionario no docente-: Por favor, ¡ayúdeme! ¡Tenemos que reencontrar todo eso, si no nos matará el hastío que es peor que la misma muerte! Estoy seguro de que en los interiores de aquello usted hallará una parte suya que jamás se le ocurrió pudiera existir, que está en usted y de la que usted hasta hoy no tenía noticia alguna .-El profesor consultó su reloj-. Es una oportunidad inmejorable porque prácticamente se terminaron las clases. Hace unos días -agregó, recuperando la serenidad con un respiro hondo- pude conseguir las dos llaves del ex Salón de Actos, luego depósito y finalmente llamado que nos hacen a usted y a mí para que nos lancemos a buscar lo que merece ser reencontrado. Pero -repuso-, si usted está dispuesto a aceptar esta invitación lo único que me resta preguntarle es si tiene alguna otra tarea pendiente, impostergable...

-Hay que reordenar unas fichas; son un montón .-El administrativo se inquietó-: ¿Por qué me lo pregunta?

-Para poner manos a la obra -se entusiasmó Weiss.

. -¿Manos a la obra? ¿Cuándo?

-Ahora.

 

La escalera tenía sus sinuosidades, algo de musgo, tierra y papeles en los descansos. Weiss decía que referencias a viejos sueños. Para el administrativo, en cambio, era una escalera que no tenía nada de particular; le llamaba la atención por el simple hecho de que se trataba de la primera vez que la subía, y esto podía impresionarle por lo desconocido, pero no por algunos sueños. Generalmente no se acordaba de lo que había soñado y dudaba mucho de que en sus posibles sueños se hubiera visto ascendiendo escaleras que no se sabía exactamente adónde podían conducir.

Weiss le seguía hablando de reminiscencias de lo raro. Pero el administrativo no le decía nada; no tenía por qué decírselo cuando ese lugar se le antojaba como apenas otro rincón de la facultad, si bien imposible de visitar...hasta el profesor Weiss. Llamaban la atención, sí, las ventanas -todas con las celosías bajas- y los veintiocho o treinta metros de largo, lo que quería decir que allí se encerraba mucha cosa. El profesor Weiss emitía sus opiniones con tranquilidad y habiendo recuperado la ironía en el hablar, lo que llevó al funcionario no docente a pensar que lo estarían utilizando, si bien fue una duda momentánea.

Cruzar el jardín, reconocer lo vivido en otra existencia, ¿lejana? ¿cercana?, al encontrar las sinuosidades de la escalera, rozar el musgo y repisar los papeles estrujados sobre los descansos: así continuaba hablando el profesor.

La entrada estaba efectivamente clausurada. Para descubrir el picaporte fue necesario agacharse y mirar de costado porque, a su vez, contra la puerta se apoyaban listones de una madera que parecía estar estacionada hacía siglos, dos puertas -que seguramente habrían cerrado o abierto otros recintos imposibles de ubicar o que ya no existirían- y una plancha de acero. Todo esto no estaba previsto: la perspectiva desde el otro edificio -que el profesor y el no docente habían dejado atrás- hacía imposible el que pudiera saberse qué características tenía la clausura de la entrada a eso que ahora tenían a escasos centímetros.

Weiss dejó escapar un poco de aire sonoro entre los dientes; sus ojos iban de un lado al otro de las órbitas analizando los listones, las dos puertas reclinadas una contra la otra, la plancha de acero caída pesadamente sobre los demás obstáculos. Existían dos posibilidades y aventuró una, tal vez con el secreto deseo de poner a prueba al administrativo.

-Nos vamos. Nos tendríamos que ir, ¿no? Dejaríamos todo y...

-Pero ya que estamos...

La plancha de acero cedió a su pesadez y la apoyaron contra una de las paredes laterales, tapándola luego con las dos puertas y dejando por último los listones en el piso, tarea en la que procuraron no hacer ruido.

El profesor se palpó los bolsillos de su túnica celeste, los de su pantalón gris y sonrió ante el tintineo de las dos llaves que abrían, una el candado y la otra la puerta de madera gruesa trabajada con rostros de fábula enmarcados por guirnaldas entrelazadas. Colocó una de las Star dentro de la cerradura del candado y giró una vez el puño hacia la derecha, presionando con más fuerza hasta que sintió en la palma de su mano el golpe seco de algo que se destrababa. Se guardó el candado en uno de los bolsillos de su túnica, inmediatamente después introdujo la llave en la cerradura de la puerta, la giró dos veces y con suma tranquilidad empujó hacia abajo el bronce del picaporte con cabeza de grifo cubierta de polvo.

Teóricamente la puerta ya estaba abierta. Weiss le dio un empujón brusco y tosió por las partículas de polvo -y hasta de secretos, fue la súbita suposición que le invadió al administrativo- que con cierta lentitud comenzaban a girar cerca de la salida del recinto.

El profesor no abrió del todo. Le sugirió al no docente que entrara primero porque él iría hasta la escalera para asegurarse de que allá abajo no estuviera merodeando nadie.

Y lo que había calculado Weiss podría ser cierto: casi treinta metros de largo.

-Diez de ancho, más o menos, ¿no? -opinó el administrativo.

-Diríamos que sí; no puede tener menos .-Weiss se sacudió las manos y las pasó por su túnica en procura de que no le quedaran restos de polvo.

La puerta permaneció entornada: intermediario forzoso entre la luminosidad que apenas llegaba del exterior -de listones, puertas, plancha y proximidad de una escalera oníricamente subida minutos antes- y los resplandores ocres que desde algún lugar iban a depositarse en los libros colocados en bibliotecas de madera terciada y anaqueles que se adosaban a los fustes de columnas a veces dóricas, otras jónicas o corintias y hasta salomónicas que, enfrentadas, comenzaban por formar un largo y amplio pasaje en el que flotaba la humedad mezclada con el olor a impresos antiguos. Más adelante, a diferentes alturas de los estantes suavemente curvados, los volúmenes se espaciaban dejando lugar a varios frascos de diverso tamaño conteniendo partes que habían pertenecido a un todo y a las que al funcionario no docente no se le podía ocurrir otorgarles ningún nombre más allá de que el profesor Weiss los supiera o no. Uno de aquellos frascos retornaba a su sitio, flanqueado por dos tomos pertenecientes a una enciclopedia que nadie más había vuelto a consultar y de la que el docente negaba haber tenido noticias hasta ese momento; tampoco suponía la existencia de frascos, si bien manifestaba que "intuía" todo aquello cuando el salón de clases quedaba desierto de alumnos y él se inquietaba ante la certeza de que había un sector de la facultad cuyo acceso habían vedado a partir de determinada época difícil de establecer. Entonces, tratando de disipar la inquietud, el profesor inventaba pasatiempos: comenzaba por dar vueltas en círculo entre el pupitre y los primeros bancos; después iba saltando en un pie a lo largo de uno de los pasillos formado por las filas de asientos rayados de birome y al llegar a la otra punta giraba y regresaba por un pasillo diferente hasta que bordeando el pupitre se iba a detener en el pizarrón, donde gastaba varias tizas trazando tatetís. Eran épocas en las que el no docente apenas reparaba en la certeza de que después del jardín estaba lo que finalmente los había convocado; lo que hace tiempo dejó de ser una preocupación para el decanato y el cuerpo docente en general y que posteriormente olvidaron y luego ignoraron las últimas generaciones de estudiantes, encargados de Bedelía, compañeras de la oficina de Personal y cuidadores de los diferentes turnos. Claro que tampoco Weiss -pese a esa inquietud sólo atenuada por pasatiempos secretos- había podido especular extensamente en torno a la porción clausurada de la casa de estudios. "¿Qué tiempo puede quedar para lo realmente importante, cuando uno tiene que cumplir con las malditas clases en donde se supone que porque se es el grado máximo y se tiene el tope de horas semanales los conocimientos que uno transmita serán bien recibidos?... En cambio, lo único que se recibe es un catálogo despiadado de objeciones respecto a tal o cuál autor, tal o cuál teoría, ¡cuando no respecto a nuestro método de trabajo o incluso a nuestra persona! ¡Inaudito! ¡Y uno que tenía que seguir ahí! ¡asistiendo religiosamente cuando por el otro lado estaba esto!...¡Claro que no había tiempo!" Y a medida que se alejaban de la puerta entornada; a medida que avanzaban por entre nuevos libros que a veces servían de marco a la presencia de otros frascos cada vez más grandes y contenedores de líquidos policromos en los que flotaban partes que quizás hubieran pertenecido a un todo, Weiss creía conveniente agregar: "Puedo asegurarle que jamás había estado en este sector de la facultad, si bien la tentación apareció y se estableció en mí a partir de una vez en la que regresaba de la biblioteca y cruzando el jardín fui enlenteciendo los pasos para observar más detenidamente qué era lo que se alzaba por detrás de los árboles. A partir de ese momento empecé a comprender que reingresar al aula, desde la calle pero más aún desde la biblioteca, era la forma inesperada que la agonía adoptaba para mí. Finalmente había tomado conciencia de que existía esto, inserto de manera misteriosa en todo aquello que se supone que es su lugar de trabajo y el mío. Muy bien" continuaba, mirando brevemente a su alrededor, "es cierto que si abriéramos todas las ventanas desde aquí podríamos ver el jardín, el muy original edificio destinado a la biblioteca y, en fin, el resto de la facultad...Pero son lugares que ya no pertenecen a esto que transitamos y en donde vamos siguiendo o deteniéndonos, percibiendo u observando, tocando o tomando, hojeando o leyendo, descubriendo o reencontrando. Aquello es el viernes; con el sol de tal vez las cuatro de la tarde y algún estudiante que todavía se encuentre bajo la sombra de un pino o jacarandá durmiéndose sobre cualquiera de las Situations sartreanas o profundamente abstraído en las Aventuras de Isidoro, a la espera del timbre de entrada a la única materia porque seguramente no se encontró nada mejor para hacer". Después de una pausa el profesor extendía los brazos uno en dirección a la puerta lejana y otro a los confines de aquel pasaje que corría entre bibliotecas: "Aparentemente todo parece pertenecer a lo mismo. Aparentemente".

-¿Por qué no, realmente? -comenzó a impacientarse el no docente.

Weiss devolvía a su lugar un diccionario de latín-francés y buscaba otros lomos, leía otros títulos a través de sus lentes diminutos. Sonreía mientras acercaba a su interés un volumen sobre la música en el siglo veinte y dejando correr sus páginas, deteniéndose en algunas de ellas, exclamaba junto al administrativo: "¡Ah! ¡la segunda escuela vienesa! ¡la antesala de la desintegración tonal!...¡Schönberg, Berg y Von Webern! ¡La Harmonialhere y el sistema dodecafónico!... Pero", se volvía brevemente al administrativo, "prefiero al primer Schönberg: la Sinfonía de cámara o Noche transfigurada en su versión original para cuarteto de cuerdas, sin dejar de reconocer, claro", se erguía y alzaba la mirada a las proyecciones externas de una consideración muy particular, "que los Contactos de Stockhausen para sonidos electrónicos sigue siendo una revelación y las Voci, de Berio, ¡toda una celebración de las cuerdas!".

-Cierto. Podría ser "realmente" y su aporte igual vale -retomó el profesor Weiss levantando los ojos por encima de los cristales de aumento. Metió el libro en otro estante y siguió caminando seguido más atrás por el funcionario no docente a quien apenas le enseñó su perfil, entredeteniéndose y reflexionando en voz alta-: Aunque también aceptando el "realmente" estaríamos relativizando el hecho trascendente de encontrarnos por fin aquí: tragando polvo, hojeando volúmenes de tapas desgastadas y extasiándonos frente a los diversos contenidos de todos esos frascos.

El profesor consultaba rápidamente su reloj.

-¿Qué hora es? -balbuceó por reflejo el no docente.

-La hora no importa -contestó casi despectivamente Weiss. Luego meneó la cabeza-. Pero para su tranquilidad le informo que recién pasaron tres cuartos de hora.

Acto seguido, y ante el asombro del no docente, el profesor se quitaba el reloj y lo echaba sobre uno de los anaqueles. Sin embargo, el administrativo creía conveniente no hacer ningún tipo de comentarios y Weiss tampoco los esperaba. Así proseguían, avanzando hacia la búsqueda y el encuentro y de nuevo la búsqueda, obedeciendo al llamado que el profesor decía haber tenido y que por extensión también le competía al no docente, quien por momentos detenía su atención y sus pasos ante una montaña de revistas científicas de fines del siglo pasado. Luego adelantaba los pasos y dejaba que el profesor continuara alimentando su éxtasis frente a los títulos que seguía encontrando -impresos o labrados en lomos gruesos y resquebrajados- correspondientes al sector de tratados que hablaban de plasmas trasudados y telarañas de nervios que crispaban las manos de dibujos viejísimos en anatomías fantasmagóricas.

Allí comenzaron los ruidos: en el inicio de la internación por un sector a cuyos lados casi exclusivamente se ubicaban frascos de tamaño mucho mayor que los que lentamente iban quedando atrás, si bien conteniendo siempre aquellos líquidos en los que flotaban restos de diferentes proyectos; de lo que jamás habría podido encontrar una forma definida, una existencia independiente de aquel recipiente que lo apartaba para siempre de la dinámica vital, cotidiana; fragmentos de estudios interrumpidos; tratados ocultos; quizás el producto de muchas horas dedicadas al interés por las auscultaciones secretas, según Weiss.

-¡Allí! -señaló, abandonando por un momento las especulaciones-. ¡Allí mismo!...¡Analizando el contenido de ese frasco estoy seguro de que vamos a encontrar explicaciones a enigmas que era preciso que nos planteáramos tarde o temprano!

-Se supone que es, bueno, uno de los tantos frascos de los que usarían los otros profesores y los estudiantes en la cátedra -opinó el administrativo, volviéndose a aquel recipiente que sobresalía de los demás y que el profesor no dejaba de señalar. Después se aproximó al frasco y se agachó, interesándose por aquel "antiguo caso de teratología", como se lo aclaró al no docente casi en un susurro mezclado de admiración ante eso que giraba impresionable en la densidad del compuesto.

Weiss apoyó el índice de uña amarillenta en el vidrio opaco. Aguardó a que aquella inexpresividad flotante se enfrentara a él.

-¡Venga y observe! -tiró de una manga de la camisa del administrativo obligándolo a que también se agachara-. ¡Observe bien!...Pudieron ser las orejas, la nariz, el mentón, la frente, como somos -enfatizó- usted y yo. Pero no. Esas traiciones de la creación convirtieron una futura historia personal, con sus alegrías y desdichas, plenitudes y angustias, encuentros y desencuentros, en ese lamentable cúmulo de protuberancias que ahora los dos estamos observando. Sin embargo -cambió de posición, se arrodilló, redobló su atención y meneó la cabeza consoladoramente- fíjese en las cuencas de contornos desiguales, en esas dos bolas amarillentas con un leve iris oscuro en el centro, en esas membranas parecidas a párpados entrecerrados...-Respiró hondo y frunció el ceño-: En esa posible referencia a una mirada está el nacimiento y el deceso de lo que pudo llegar a ser, a pensar, a observar, a interesarse, y que unido a un cuerpo inexistente podría haberse desplazado, buscando, encontrando, palpando un frasco en donde por suerte no están flotando proyectos truncos de usted o de mí o de los dos, sino que por esa gracia del Destino somos nosotros los observadores e incluso los que nos podemos llegar a inquietar ante el descubrimiento de un caso que no es el nuestro.- El profesor Weiss se puso de pie seguido por el funcionario no docente-. Tenemos la suerte de dejarlo ahí: que siga flotando indefinidamente; la suerte de que esté en nosotros la posibilidad de tomar o desechar una dirección a nuestro antojo; la posibilidad para nada remota de que sigamos internándonos hasta los confines mismos de esto que del otro lado de esas ventanas cerradas llaman "el ex Salón de Actos"...En definitiva nos tocó el hecho innegable de estar de este lado -volvió a enfatizar- del vidrio opaco de ese frasco de contenidos teratológicos. Y me parece -finalizó, echando una mirada general al entorno- que es una oportunidad que no debemos desaprovechar.

Así seguían, avanzando hacia una zona donde reaparecían bibliotecas que se alternaban con diferentes alturas de amontonamientos de sillas y butacas de tapices rotos y manchados, mesas de patas desencoladas e inmediatamente después una sucesión de mapas -grandes como sábanas de dos plazas- que colgaban a ambos extremos de esa ruta no planificada donde hacían su aparición nuevas estanterías conteniendo globos terráqueos abollados, catalejos de lentes cubiertas de hongos, cartas marítimas que el olvido había tornado amarillentas y hasta un ejemplar en incomprensible versión original de 1924 de Skibet Gaar Videre, del noruego Nordahl Grieg, frente al que el profesor Weiss le señalaba al funcionario no docente que se trataba de El barco sigue navegando; y cuando decía esto parecía lamentarse de algo, negando en silencio con la cabeza gacha en momentos en que el hallazgo los había llevado a detenerse nuevamente, interrumpiendo por algunos minutos el tránsito de ese pasaje que -conforme se seguía explorando- comenzaba a dar la extraña sensación de que no tuviera fin.

-¿Qué ocurrió? -preguntó el funcionario no docente, tomando entre sus manos aquel ejemplar.

-Yo lo tenía en una versión inglesa que posteriormente le presté a uno de mis estudiantes, recomendándole su lectura...

-Me imagino -dedujo el no docente-: nunca más se lo devolvió...

Weiss levantó la cabeza y se volvió al administrativo, extrañado.

-¿Cómo?...Todo lo contrario: ¡me lo devolvió a los dos días argumentando que los relatos de mar lo "embolaban"!, recuerdo que dijo. -Weiss pasó rápidamente una mano por la tapa de aquella edición original y miró hacia lo que posiblemente los estaría esperando-. Pero ahora deje esa novela o llévesela y tal vez más adelante usted y yo nos ponemos a aprender noruego.

-¡No! ¡Esto me supera! -chistó sonriente el administrativo alzando aquel volumen, pero encontrándose con los ojos de Weiss que súbitamente habían adquirido un brillo estremecedor e irreconocible-...Digo: aprender noruego, porque los relatos de mar me gustan.

-¡No lo sabía! -se sorprendió el profesor, y señaló serio al no docente-: Vamos a volver sobre este tema de sus gustos.

Después, el no docente seguía al profesor en silencio, tratando de no mostrarse inquieto ante el avance lento por entre el eclecticismo de ese abandono que iba en aumento mezclando libros con frascos, muebles con mapas y ediciones originales imposibles de leer...y la proximidad de algunos atriles caídos que comenzaron a dificultar la caminata, entre testimonios de una antigua luthiería en los violines, sin cuerdas ni puente, que se dejaron descubrir dentro de estuches de tapas abiertas olvidadas a diferentes alturas de nuevas estanterías; punto del trayecto al que no dejaban de arribar esos ruidos y sonidos cada vez más audibles, partiendo de los confines de un lugar al que ya era imposible establecerle límites, finales, cuando Weiss nuevamente se detenía.

-¿Y eso? -miró hacia adelante, reacomodándose los lentes y poniendo un oído para fijar mejor la audición.

Algo más atrás el no docente echaba una mirada a las partículas que giraban en lo alto, a los instrumentos olvidados a los costados, a los atriles desparramados en el piso.

-No sé si será conveniente que...

-¡Cállese y escuche! -interrumpió el profesor, visiblemente contrariado. Levantó una mano deteniendo posibles intervenciones-...Lo injustamente olvidado parece venir a nuestro encuentro...Los ruidos provienen de allá adelante y lentamente se van pareciendo a sonidos. Pero...-Entrecerró los párpados y movió la cabeza acompasadamente, mientras sus labios iban describiendo una lenta sonrisa. Después se volvió al no docente con ojos casi desorbitados tras los cristales de aumento-: ¡Preste atención! ¡No son ruidos! ¡Es música!...Esto tiene que tener una explicación .-Miró a los costados hasta que advirtió un rollo de papel pautado metido en otra de las estanterías, junto a un soporte de madera sobre el que se apoyaba horizontal una botella conteniendo una embarcación a escala. Con el mismo brillo estremecedor en la mirada, Weiss torció el perfil atrás intentando rescatar detalles de un tránsito inmediatamente anterior por entre el abandono de diversos muebles, divisando a lo lejos el contorno fantasmagórico de varias sábanas -cosidas unas a otras- cubriendo todo aquello que fácilmente podía llegar a tener tres metros de diámetro por otros tres de alto, alzándose y sobresaliendo a un costado del pasaje entre un aparador y otra estantería-. Vamos a hacer una cosa. ¡Venga conmigo! .-El profesor se fue alejando hacia aquel contorno de diferentes aristas seguido, con el mismo apuro que le había transmitido, por un no docente que sin embargo ignoraba el origen de la premura. Cuando se pararon junto a aquel amontonamiento Weiss miró a lo alto y luego al aparador que tenía a su lado-. Hay que quitar esas sábanas. ¡Ayúdeme! -casi ordenó, alzando un pie. El administrativo entrelazó los dedos de las manos, sostuvo entre ellas aquel zapato acordonado y empujó hacia arriba a un profesor que, con algo de esfuerzo, logró subirse al aparador. Por su parte el no docente trepó con dificultad la estantería, procurando introducir el mocasín en uno de aquellos pocos espacios vacíos luego de cerciorarse de que el peso de lo contenido la mantenía firme, inmóvil contra la pared. Ambos fueron levantando aquellas sábanas entrecosidas y agrisadas por el polvo del abandono, de lo olvidado y finalmente ignorado, hasta que las dejaron caer sobre el piso. Trepados en el estante fueron observando aquel amontonamiento del que, de pie sobre el aparador, les iban destacando una silla Imperio, una butaca de diseño Bauhaus años 20, una mecedora Biedermayer, un sillón Regencia...hasta que Weiss se decidió por una pequeña mesa Luis XV y dos sillas Vieja Viena que remataban la cúspide. Primero quitaron una silla, luego la otra y por último, con más esfuerzo, lograron bajar y apoyar sobre el piso la mesa de patas torneadas y más que pálido dorado a la hoja. Con el cargamento regresaron al sector de los atriles caídos, los instrumentos averiados, el rollo de papeles y la botella con alusiones marinas. Ubicaron la mesa y a cada lado una silla, en medio de ese pasaje que parecía perderse en una eternidad sugerida por el vértice lejano del que venía avanzando, al principio pálido, un efluvio parecido al alba. El profesor Weiss redobló la rapidez de sus movimientos, afinó su poder de concentración en la tarea que se había puesto a realizar sin dejar de tener presente aquel lento avance luminoso, observado de cerca por un funcionario no docente completamente ganado por la curiosidad. Weiss tomó entre sus manos la botella y la trasladó al centro de la mesa, luego desanudó la cinta que ataba aquel rollo y se puso a hojear las páginas plagadas de notaciones musicales-. ¡Siéntese! -le ordenó al administrativo, quien obedeció de inmediato sin apartar su mirada de un profesor que permanecía de pie, absorto, hojeando aquellos papeles; seriedad científica que se fue atenuando a partir de una creciente sonrisa-. ¡Claro! ¡Es la partitura! Pero -meneó la cabeza con una carcajada-...¡le faltan las últimas páginas!

-¿La partitura? ¿La partitura de qué? -se extrañó el administrativo. Weiss enderezó uno de aquellos atriles, se paró en la silla, alzó el atril y lo puso encima de la mesa, comprobó la estabilidad del soporte de metal y desplegó en él la partitura. Al cabo de unos momentos de búsqueda en las hojas que iba desechando dejándolas caer al piso, ubicó la línea pentagramática y comenzó a efectuar movimientos de director de orquesta trazando curvas, alargando una mano que se cerraba en puño tembloroso al tiempo que la otra se alzaba e iba descendiendo vertical hasta quedar colocada de costado, contra el pecho, agitándose para sostener el ritmo frente al ceño fruncido de un administrativo que, arqueando una ceja y girando la expresión de costado, seguía con extrañeza aquellas gesticulaciones. Entonces Weiss, sin dejar de dirigir, procuró superponer el timbre de su voz a los agudos de aquella música.

-¡Es una sinfonietta! ¡Una obra a medio camino entre la sonata y la gran sinfonía! ¡Es lo que estamos escuchando! ¡Pero como faltan las últimas páginas lo único que nos queda por hacer es esperar a que la música lo gane todo, nos envuelva y así podamos saber cómo es la resolución del tema final correspondiente al último movimiento! ¡Mientras tanto yo sigo dirigiendo y usted empieza a hablar!

-¡¿A "hablar"?! ¡¿De qué?! -se inquietó el administrativo.

-Me dijo que le gustan los relatos de mar. Es un buen comienzo...Ahora fíjese en esa botella, deténgase en lo que encierra, después ¡comience a hablar! ¡y considérese afortunado de que contemos con un fondo musical, que yo por el momento mantengo a raya, acorde con lo que usted tiene para contar!

-Bueno, es una botella -se reacomodó el funcionario no docente en la silla de asiento desesterillado. El profesor Weiss había alzado los dos brazos con los que parecía elevar y sostener el sonido de los vientos, colocando luego uno de ellos en posición vertical y señalando a lo infinito a fin de darle entrada a los compases de la percusión y a la arremetida de las cuerdas graves preludiando el tema que las cuerdas agudas, en pizzicato, comenzaron a desarrollar en un breve adagio que iba evolucionando hacia un andante moderato-. Dentro tiene una embarcación, un velero de tres palos. Pienso conducirlo por una ruta que vengo intentando trazar en los papeles desde hace tiempo. -"¿Adónde lleva esa ruta?" había inquirido el profesor, colocando la palma de una mano hacia abajo y haciéndola pendulear siguiendo la variación del oboe solista-. Todavía no lo sé; pero sí sé de dónde parte .-El funcionario no docente permaneció unos segundos en silencio. "¡No se detenga demasiado!" le había sugerido Weiss, casi como otra de sus órdenes, indicando con el perfil alzado y la mirada atenta la intervención del triángulo al final del solo del oboe, seguido de las cuerdas de los violines, con tres rasgueos del arpa, que retomaron con variaciones el tema anterior-. Parte de varias mesas de café en las que estuve hablando durante cinco años de una aventura que quería emprender, pero también compartir. En cambio se me contestaba con el silencio o el gesto burlón, la mirada inexpresiva o desdeñosa, la despreocupada imposibilidad de seguirme por lo que inmediatamente después tenía que surgir el que yo necesariamente desechara mis propósitos. No insistí más porque en el fondo de mí reconocí una voz que me decía que ya no podría modificar los acontecimientos, lo ya conocido, lo que ya no estaba dispuesto a seguir aceptando y que sin embargo al principio sobrellevé y luego arrastré .-"¡¿Qué era lo que no estaba dispuesto a seguir aceptando, sobrellevando o arrastrando?!" había inquirido el profesor sin dejar de dirigir o hasta de contener la nueva arremetida de las trompetas, trompas, tubas, piccolos y flautas traversas, seguida de los cellos que de arpegios suaves pasaban a abordar el tema en la forma marcha-. Esa estructura cotidiana donde entraban el hartazgo, la monotonía, la humillación, el desdibujamiento, la impaciencia, la verborragia, las alteraciones, las esperas, las contradicciones, los mutismos...Y todo eso parecía que se modificaría previa elección de otra mesa de café céntrico en donde sin embargo me iba sintiendo cada vez con menos fuerzas para discursear por espacio de hora y media, a veces dos, porque a cambio lo único que obtenía era el silencio o la réplica implacable .-Trazando en el aire un círculo rápido con la mano al principio abierta; cerrándola en el puño pretendidamente tembloroso Weiss había atrapado todo el sonido de la masa orquestal en un silencio de dos compases de redonda: lapso breve en el que, con algunas muecas, el administrativo miró de reojo a sus costados y se inclinó de nuevo sobre los contornos, disminuidos o aumentados según la posición desde donde se la observara, de la embarcación dentro del envase de vidrio. Weiss extendió los brazos hacia adelante; con un gesto de la cabeza dio la entrada a todos los registros de las cuerdas que en serenata iniciaron otro tema, y seguidamente dirigió la mirada al administrativo-. Aunque hubo una última vez. De nuevo el desencuentro. La silla que tenía frente a mí quedó desocupada, oí los pasos que se fueron alejando pero no levanté la vista que tenía fija en los numeritos del ticket, luego pagué y abandoné aquel bar, llegué a mi casa y me encerré en mi dormitorio, tiré algunos libros y abrí una enciclopedia sobre la cama, busqué los oceános, los golfos y los archipiélagos tentando los detalles de esa ruta y pensando en el lugar en el que me estuviera esperando la embarcación. Pero no supe dónde se encontraba... -El funcionario no docente se volvió unos instantes a la intensidad de esa luz que venía avanzando desde lo infinito por entre muebles, mapas, frascos y libros al compás de aquella música que el profesor Weiss persistía aún en contener-...No lo supe, hasta hoy -alzó la mirada a las gesticulaciones de director de orquesta.

El profesor interrumpió los movimientos con aquella batuta imaginaria; se agachó, aproximó el cuerpo, se arrodilló sobre la mesa y acercando la expresión de ojos extremadamente abiertos por cierta premura, tomó al no docente por la camisa cuando la sincronización de música y luz avanzaba en un crescendo que amenazaba con ser ensordecedor e intenso hasta la ceguera.

-¡Entonces déjese de joder! -soltó entre dientes-. ¡Tenemos que seguir hacia adelante! ¡Lo que dejamos atrás ya no existe para nosotros! ¡Ni la oficina, ni el jardín, ni mis clases, ni el resto del edificio, ni sus perdederas de tiempo sentado en una mesa de café pretendiendo modificar lo que en definitiva acabaría por modificarlo a usted! ¡Piense, pero piense rápido, en la puerta que abrimos, en esa música y esa luz hacia la que tenemos que ir para que usted encuentre su embarcación y yo colabore otorgándole un sentido seguro y diverso a la ruta! -Fue soltando de a poco la camisa, retornó a la partitura, dejó correr tres páginas, ubicó el pasaje que estaban escuchando o que los estaba empezando a abrazar lentamente y meneó la cabeza-. ¡Es este!...¡No falta mucho para que termine, y cuando eso suceda ya tendremos que estar corriendo hacia la luz, porque puede ser peligroso que nos alcance aquí, entre lo que dejamos y lo que necesariamente tenemos que tomar! ¡Pero bajo ningún concepto nos podemos quedar a medio camino! ¡entre lo que se nos viene y lo que ya no importa que siga estando o no del otro lado de la puerta antes clausurada y ahora entornada! -Súbitamente el funcionario no docente divisó el resplandor que penetraba lo hasta ayer clausurado y hoy entornado, reconociendo la realidad de ese día que lo había arrastrado tras las inquietudes del profesor Weiss en dirección a un montón de objetos olvidados. Entonces otro crescendo, pero de origen nervioso, se fue sincronizando con la premura por abandonar ese lugar cuando aún la voz de Weiss, mezclada con el allegro-presto que marcaba los inicios de ese posible último movimiento de la sinfonietta, se dejó escuchar solemnemente angustiante en los oídos del administrativo-: Esto aún no está terminado y puede admitir dos finales: el que se corta abruptamente por la ausencia de las últimas páginas de la partitura, y en ese caso no sé qué puede ocurrir con nosotros -acotó, bajando brevemente el tono de voz-, o aquel que deberemos escuchar aunque ya necesariamente metidos en el cono de ese resplandor que se agranda cada vez más y que tarde o temprano nos va a alcanzar. ¡Pero no nos puede alcanzar aquí, sin nosotros haber respondido a esa luz! -Weiss se echó contra el administrativo sin dejar de mirar a los confines de un lugar al que una música hacía sacudir los objetos y al que una luz, amenazando con volverse enceguecedora si es que antes no se iba hacia ella, parecía en principio redimensionar y luego tragarse para siempre lo que contenía eso que algunos llamaban ex Salón de Actos y otros simplemente depósito de cosas prescindibles. Por encima de sus lentes el profesor encontró la expresión crecientemente irritada del no docente quien con una mano tanteaba la mesa y agarraba la botella por el gollete-. Una cosa es que aceptemos esa luz yendo a su encuentro y otra muy distinta que nos atrape en esta indecisión. Pero, ¡claro!, lo mediocre también tiene su encanto engañoso o su engaño encantado; como lo prefiera. En todo caso del otro lado de aquella lejanísima puerta entornada lo espera la desaparición de un sueño -"¡Pesadilla!", parecía gritar alguien o algo dentro de las paredes craneanas del administrativo- y la seguridad de despertar a lo que ya conoce -"¡Pesadilla! ¡Pesadilla!", clamaban más fuerte- y que por conocido lo podrá tranquilizar -"¡Pesadilla! ¡Pesadilla! ¡Pesadilla!", señalaban de manera insoportable-, supongo -soltó una risita el profesor e inmediatamente miró hacia esa mano del no docente-. Pero, ¡espere! ¡no se altere y baje esa botella! Si me la parte en la cabeza lo único que ocasionará será un rompimiento lamentable de esa hermosa tradición artesanal que no ha descuidado imprimir, con el encanto de la meticulosidad, detalles como el puente, el castillo de popa, la proa tallada, los botes, escalerillas, velas de pergamino, camarotes, en fin: como por estos lugares muy pocos saben de preciosuras concebidas a escala. Es más -seguía calibrando Weiss la tensión del administrativo-: si me parte esa botella en la cabeza usted creerá -enfatizó, señalando con el índice la posible amenaza que se cernía sobre él- haberlo hecho e incluso, hiriéndome, no estará haciendo otra cosa que matar o dañar algo que no me animo a definir con exactitud pero que, de tener una explicación, tal vez esté -Weiss se volvió a lo que habían dejado ya no se sabía cuándo- del otro lado de aquella puerta entornada. ¡Decídase antes de que sea tarde!

El funcionario no docente alzó aún más la mano que aferraba la botella y la dejó caer pesadamente sobre el profesor Weiss; pero este esquivó el golpe, trastabilló y se fue de espaldas contra una de las estanterías ocasionando un ruido entre agudo y grave por el atril que se volcó cuando lo rozó con un lado del cuerpo enjuto y por los estuches de los violines sin cuerdas ni puente que cayeron uno tras otro al empujar hacia atrás y luego hacia adelante aquella estantería, golpeándose la cabeza en el filo de una de las tablas horizontales, deslizándose lentamente hacia abajo hasta caer a un costado, con las piernas y el torso sobre otros atriles y la cabeza junto al clavijero de un violín que todavía estaba girando en el piso.

El funcionario no docente se agachó junto al cuerpo inerte del profesor Weiss. No sabía si estaba muerto o simplemente desmayado o aun -pensó, riendo nerviosamente- si estaría durmiendo. Hurgó en los bolsillos de la túnica celeste hasta encontrar las llaves y el candado, alzó su nerviosismo a aquel vértice de eternidad casi encandiladora y comprendió que tenía que apurar sus pasos antes de que fuera demasiado tarde debido a que el volumen de la sinfonietta hacía caer libros, sacudir mapas, reventar frascos, correr los muebles de un costado al otro del pasaje o hacer venir abajo aquella montaña de sillas y mesas antes cubiertas por las sábanas entrecosidas con un estruendo sobrecogedor y casi obstruyendo el camino, con lo que se tornaba dificultosa la carrera por alcanzar la puerta entornada, cada vez más próxima por la distancia que le iba ganando a ese espacio de sacudimientos y vibraciones, llegando finalmente a rozar la posibilidad de la salida; de recuperar aquella tarde entornada, cuando se detuvo junto a la puerta. Todavía miró a los confines enceguecedores de aquel lugar porque creyó oír ruidos metálicos en medio del atronar de la música; movimiento de piernas y brazos tratando de reacomodar el cuerpo y hasta algo parecido a un gemido, o podría ser una palabra dicha en voz alta, o un llamado...o simplemente una carcajada que, reverberando, se iba perdiendo bajo el peso sonoro de la sinfonietta. Antes de abandonar aquello el funcionario no docente pronunció, gritó, clamó el apellido del profesor pero nadie le contestó, cuando los decibeles de la música partieron en miles de fragmentos de vidrio oscuro el enorme frasco que contenía ese antiguo caso de teratología, desparramándose el líquido ambarino por el que comenzó a navegar aquel cercenamiento olvidado, entredeteniéndose a veces, girando en su propia deformidad otras, en dirección a los zapatos del administrativo. Este casi saltó hacia el exterior, tiró fuerte del picaporte y volvió a cerrar la puerta, recostándose en ella con todo el peso de su cuerpo extenuado y un lado del rostro completamente transpirado y de rasgos alterados por la posición en que lo habían dejado el sacudimiento y los nervios.

No supo cuántos minutos después, pero se apartó y por un tragaluz miró a lo distante del edificio conocido, familiar, alzándose más allá de las copas de los árboles que conformaban el jardín. Pasó nuevamente la llave con dos vueltas, colocó y cerró el candado y con algo de dificultad volvió a dejar verticales las otras dos puertas, los listones y todavía con más dificultad la plancha de metal, clausurando la entrada que ningún cretino se tomaría el trabajo de remover, porque sólo a un loco se le ocurriría allegarse a esa parte de la facultad que, aun estando en ella, hacía tiempo había dejado de pertenecerle, de existir.

Caminó decidido de retorno por la escalera, iba a empezar a bajar, pero por última vez miró a esa definitiva clausura -ya por el jardín, y desde donde nadie lo advirtiera, lanzaría con todas sus fuerzas aquel llavero por encima del techo del ex Salón de Actos-, pronunciando casi en un susurro: "Profesor Weiss...".

 

Del cielo carente de nubes fue descendiendo una entreluz que precedía la noche, cuando se encontró con la montaña de fichas -a un lado de la máquina de escribir- que había pensado dejar para la semana siguiente pero que empezó a reordenar alfabéticamente reinsertándolas en los diferentes cajones ferruginosos y chirriantes. Abrió las ventanas que daban a la calle y respiró un aire que hacía siglos se había mezclado con el carbono de los caños de escape y las torres humeantes que apenas divisaba, lejanas, asomando por encima de los techos de las casas, en aquellas factorías cercanas a la vía férrea adonde arribaba el oleaje pesado y aceitoso de la bahía.

Ningún estudiante, colega o compañero preguntó por él, ninguno lo buscó por entre las diferentes clases, o en la biblioteca, o en los salones del subsuelo o incluso en el baño o la cantina desde que algo avanzada la tercera hora de la tarde de ese día viernes se iniciara un diálogo, con la posibilidad de emprender cierta expedición a un lugar en el que una sinfonietta inconclusa o de final desconocido, una luz de rechazado o atrayente enceguecimiento, ocuparían en diferentes registros e intensidades la atención de un profesor y de un funcionario no docente.

Siguió reacomodando las fichas con las secretas ganas de reírse a veces y de lamentarse otras, porque sabía que a nadie se le ocurriría aventurarse hasta el ex Salón de Actos donde todos aquellos libros antiguos, frascos enormes, mapas desconocidos, muebles desvencijados, partituras incompletas y botellas encerrando el producto de minuciosas perdederas de tiempo a escalas incomprensibles ya no interesaban, por lo que nadie se molestaría en subir una escalera que hacía quién sabe cuánto había pasado a cumplir -como el depósito mismo- la función de no conducir a nada que valiera la pena; o quizás sólo pueda conducir a esa otra realidad dentro de la que el profesor Weiss seguirá buscando eternamente.

Pensaba esto cuando sólo le quedaban unas pocas fichas por guardar.

Caía la noche y en la planta baja las compañeras de Personal limaban las uñas o repasaban el esmalte, redelineaban los párpados, frotaban la base en los cachetes, aprontaban bolsos y carteras y se disponían a abandonar la oficina y el edificio hasta el lunes siguiente.

Fue cuando comenzó a ocurrir.

Allá arriba: en la Secretaría Administrativa.

Se asomó a uno de los ventanales y miró hacia donde supuestamente tenía que estar la calle iluminada. Pero un apagón en los faroles de mercurio parecía haberla borrado y con ella el telón de fondo de las viviendas en la vereda de enfrente, en esa ciudad al sur de un planeta que giraba con otros en un sistema relegado a los arrabales de esa Vía Láctea desparramada en una porción eónica del Universo.

Lo que le sorprendió aún más fue que, a excepción de la Secretaría Administrativa, el resto de la facultad había quedado súbitamente a oscuras. Desde el ventanal miró la entrada a la oficina: la negrura parecía haberse agolpado contra el vano de la puerta adonde sin embargo caminó pretendiendo salir; pero su siguiente paso quedó oscilando peligrosamente cuando procuró pisar las baldosas de un corredor que, costaba creerlo, ya no estaba. No supo por qué causa extraña, estúpida, pero prefirió acatar una intuición que le aconsejaba esperar allí dentro, replegándose lentamente hacia la mesada y apoyando todo el cuerpo contra el borde de la plancha de mármol sin dejar de mirar adelante. El nerviosismo le impedía moverse hasta el teléfono para discar el interno de Personal y escuchar al menos las voces de las compañeras o las poco amigables de aquellos elementos de tropa asimilados a la seguridad de la casa de estudios. Desechó la posibilidad -por demasiado incoherente- de llamar a la casa de los padres: ellos no iban a poder hacer nada desde el otro lado de la negrura, en la tranquila cotidianidad de la telenovela o la cena a punto de servirse, ignorantes de la situación que se estaba produciendo en la Secretaría Administrativa; menos iba a llamar a la casa de su ex novia, por la que todavía sentía los restos de un profundo rechazo ante el riesgo de retomar una charla reconciliadora en la mesa de café que quizás ella, como siempre, elegiría, pero en la que él aventuraría, por primera vez en cinco años, el relatarle con pocas palabras las razones por las cuales consideraba que el reencuentro era absolutamente en vano; tan imposible, como lo que empezó a suceder cuando en la Secretaría Administrativa también se produjo un apagón y del otro lado de la negrura que se seguía agolpando en el vano de la puerta abierta; más allá de la supuesta baranda en el inexistente corredor del primer piso y del otro lado del ex templo, imprevistamente todas las ventanas del Salón de Actos comenzaron a redelinearse ante un resplandor que traspasaba las celosías -como si se tratara de los miles de ojos encendiéndose de nuevo de una criatura fantástica desaletargándose de su sueño de siglos, de eones, en procura de atrapar la vigilia eternal- seguido de una iridiscencia sonora que comenzó por hacer oscilar cada vez más rápido el badajo de la campana -que nadie había vuelto a tañer desde la desaparición del colegio de monjas- y que junto a los haces enceguecedores cruzó el espacio que mediaba entre el Salón de Actos y la entrada a la oficina encargada de dar curso a los trámites administrativos, donde penetró como un vendaval ensordecedor descolocando puertas y agitando ventanas hasta hacer trizas los vidrios, volando los pocos papeles existentes en el mostrador, volcando sillas, sacudiendo el fichero y abriendo las cajas-sorpresa de los cajones en los que las fichas comenzaban a saltar alternadamente y salían disparadas hacia todos los rincones obligando al funcionario no docente a cerrar los ojos y cubrirse con los antebrazos echándose al suelo peligrosamente alfombrado de vidrios, cartoncitos rectangulares, pedazos de porongo y restos de yerba lavada, en momentos en que la Underwood de 1926 cabalgaba como una locomotora a punto de venírsele sobre su cabeza cuando la trocha del teclado asomó amenazante en el borde de la mesita a punto de desencolarse y al pie de la que se encontraba tirado el funcionario no docente, ciego por el resplandor que lo absorbía todo; procurando taparse los oídos con las manos temblorosas por miedo a quedar sordo ante la serie indefinida de golpes de timbales afinados en La y Mi, que en un crescendo imposible de detener iba camino de hacerle reventar los tímpanos, cuando casi llorando gritó aquel nombre femenino que en los últimos días se había negado a pronunciar; invocó casi desesperado aquella presencia, la de ella, la única mujer, su novia.

Y se desmayó.

 

Todo estaba en orden.

Nada se había descolocado o hecho trizas, volado para siempre o sacudido en forma violenta, abierto súbitamente o disparado hacia cualquier sitio.

Se palpó los brazos, las piernas, la cara; volvió a cerrar los ojos y se pasó las yemas de dedos aún temblorosos por la piel delgada de los párpados; con una mano se frotó el pecho sin encontrar indicios del mínimo rasguño; comprobó que tampoco se había quedado sordo cuando le llegó una risa; ratificó el perfecto estado de su vista al volverse a la entrada de la oficina y mirarla desde el suelo.

La presencia había borrado la visión del ex Salón de Actos atrás, muy atrás, mientras permanecía parada en el vano de la puerta.

Ella le preguntó qué hacía sentado en el piso y él le contestó que sinceramente no lo sabía, no recordaba por qué estaba ahí.

La mujer le dijo que conforme pasaron los días al principio no pensó; después empezó a inquietarse, hasta ese día viernes en el que luego de comentarlo con algunas amigas se sintió con coraje para ir hasta la facultad y sorprenderlo, si bien en la charla que se imponía procuraría enumerarle los varios puntos en los que el hombre tendría que cambiar a fin de no ocasionar otra pelea, que desde ya le advertía que sería la definitiva.

La novia, después, le ordenó al novio que se parara, que firmara rápido la tarjeta si es que todavía quedaba alguien en Personal, que se fueran al bar de la esquina y que no quería acostarse tarde porque al otro día tenía que madrugar.

Bajando la mirada y comenzando a ponerse de pie, el futuro marido obedeció.

Guillermo Lopetegui
Crepúsculo de los cautivos
Montevideo, 1997

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