El papel
Guillermo Lopetegui

in memoriam Julio Ricci

Puedo repetir la acción las veces que quiera: doblarlo en sus clásicas cuatro partes, cerrar el cajón y pasar a otra cosa.

Puedo abrir el cajón, sacarlo y plegar sus dobleces sobre la mesa, volviéndolo a leer. Fluctuar entre estrujarlo o mirar de nuevo el cajón, que permanece abierto como esperando alguna estúpida resolución mía.

Soy el dueño de la situación, pequeña e insignificante situación, en la que me considero primero y último protagonista.

Prefiero releer los cuatro o cinco renglones; las letras débiles de una vieja máquina; casi se confunden con las sombras que hacen los pliegues del papel; son como manchas, una idea que se plasmó en determinado momento: sería de mañana, de tarde, de noche; será a esta misma hora en que tengo el papel bajo mis lentes. ¿Que estaría haciendo yo en esos momentos?... Una vuelta de esquina que no se dio, un pensamiento que se exteriorizó demasiado tarde, una llamada telefónica que pudo configurar la última oportunidad de ser nosotros: todo hubiera sido viable para cambiar el proceso de la acción. Figurar como único autor ante tal retrospectiva, de nada sirve. Y todo está resumido, amontonado, devuelto, en un centenar de símbolos grises, casi ilegibles.

Vuelvo a considerarme el solo hacedor de mi voluntad y quiero dirigirme con cautela, a través del anfractuoso sendero de la decisión más acertada.

Ya no me alcanza con releer: necesito darle vida a una serie de abstracciones unidas con el objeto de trasmitirme un estado de ánimo, una agitación del intelecto, destinada a mover mi letargo de tantas horas.

 

Ahora es distinto porque puedo escucharme como intérprete de lo ajeno, que sin embargo deja de serme ajeno al concluir la voz y sólo quedar el chirrido de la cinta que gira vacía, hasta el ruido seco y final luego del que retorno a mi silencio; silencio que no es más que la prolongación de aquel girar sobre una misma superficie... sólo que yo no hago “chic” o “trac”: intenté el sonido onomatopéyico, pero lo único que sentí fue una profunda y desagradable sensación de estarme haciendo el clown frente al propio circo de mi persona.

Leer, luego escuchar. Alternar las distintas facetas en que se presenta la idea provee a una proficua oportunidad de apuntar al otro pensamiento desde distintos ángulos; una frase del papel, otra que se reproduce desde la voz de la cinta, convergen hacia un panorama más amplio que el delimitado por la hoja.

Agregándole a esto la sensación visual, convendré en que tengo un concepto acabado de lo que se me quiso decir. Algunas crayolas y la cartulina de un sobre en desuso servirán para el propósito...

Imagen.

Sonido.

Pensamiento.

Comienzo nuevamente, esta vez por la cartulina... pero en ella está representada una imagen carente de unión con el resto: aparecen claros que denotan una falta de criterio estético seguida por mí; no es problema de color ni de trazado: descubro la total ausencia del origen que motivó su creación.

Viene ahora la cinta, y para ella dedico más minutos; concluyo por desconocer a quien emite los sonidos, quien se encuentra exento de toda dependencia: no es mi dicción, tampoco las pausas que acostumbro hacer... y mucho menos el  tono presenta algún analogismo con el mío.

Quién es en definitiva...

Pero allí están, como dos entidades que se han erigido en mi contra, coaligándose con esto que tengo entre mis manos y... y no puedo destruir, como tampoco me animo a borrar la voz de un extraño o partir en dos la cartulina que ya no tiene nada en común con el sobre en desuso.

Me alejo del grabador, del escritorio; abro el ropero y aparto las ropas, los zapatos, los perfumes hasta que me envuelve un conocido olor a naftalina; siento un ruido de perchas que adquiere una sonoridad distinta de la habitual: más hueca, íntima.

Me siento un ajeno frente a lo que me pertenece, o quizá tome ahora un verdadero contacto con los objetos que se me aparecen por todos los flancos.

Tiro de las corbatas que cuelgan en la puerta y logro que se vaya cerrando de a poco.

 

No sé cuánto tiempo habrá pasado.

 

Alguien entra y enciende el grabador... parece que observa la cartulina... puede estar leyendo el papel... Habla de mi ausencia y  borra la cinta: siento el chirrido multiplicado y la voz que se infantiliza estúpidamente hasta tornarse grotesca y desaparecer.

Indudablemente que no comprendió el fragmento de la cartulina porque lo está rompiendo. ¿Y por qué no hace lo propio con el papel?... ¡El papel es lo importante!...

Se aleja. Y no creo que el papel haya dejado de estar sobre el escritorio.

Hubiera sido mejor no abrir el cajón. No releer lo que yo ya sabía. Lo que inconscientemente me estuvo rondando todos estos años.

Pero ahora es tarde para retrocesos. Sobre el escritorio hay mucho más que las palabras. Creí que guardándolo o plegándolo mil veces sobre la madera barnizada nada cambiaría, al contrario: iría por el camino de convertirme en dueño absoluto del significado oculto de aquel mensaje.

Allí quedó el cajón, esperando una respuesta que no le voy a poder dar, una resolución que ya no voy a tomar.

Espero que algún día ese papel, ese mensaje, esa verdad, quiera analizarme a su vez y tenga tiempo para estirarme de nuevo los brazos, flexionarme las piernas, moverme de lado a lado la cabeza, y aunque sea por imprecaciones descubra el estado de mi cerebro.

Aún me queda un resto de valentía para saber afrontar el tiempo... sólo... sólo que la naftalina...

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis, Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Utopías

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