Palacio Salvo
Guillermo Lopetegui

Acabaron poniendo barreras hasta el medio de la avenida y por la calle Andes al sur. Sí, tarde o temprano se va a venir abajo; pedacito por pedacito, en un mes o diez días, pero se viene abajo.

Sobre el otro cuerpo él deja de besar, morder, acariciar; no escucha el clásico “Apretame fuerte”. Sobre el otro cuerpo él estira su cuello todo lo más que puede y alza la mirada más allá de la terraza: sabe que está allí enfrente; que primero serán pedazos de mampostería desde los arcos de las ventanas, hasta que un buen día...

Vuelve a escuchar el “Apretame fuerte” y junta voluntades para besar, morder, acariciar de nuevo. Y así todos los fines de semana. El anterior había sido similar aunque el rostro, el cabello, los ojos, la voz, todo fuera distinto; igualdades conformadas por otros momentos y otros nombres.

“Venite para acá. Tengo una amiga que te quiere conocer. Es muy mona, más que Chunga, y estoy segura de que se van a entender. ¡No demores!” Entonces dejó su incierto deseo de ir a la casa de un viejo amigo al que hacía tiempo, mucho tiempo, que no veía. Entonces no habría evocaciones en un parque; conversaciones retrotrayendo la adolescencia hasta la reinstauración en la memoria de nombres femeninos que hacía tiempo no se pronunciaban. No: el amigo y los planes de, quizás, merodear algunas regiones de cierto pasado bastante compartido, quedarían postergados.

El pensó que en todo caso esto era mejor que pasarse hablando de los acontecimientos pretéritos.

“Lucy salió con un amigo, así que me dejó de dueña de casa.”

El fin de semana anterior las palabras habían sido otras.

“Lucy salió con un amigo. Me dijo que utilicemos por supuesto que el dormitorio, pero también, si queremos, la cocina, el living... Bueno: ¡todo!”

Aquello había sido más directo, la voz era simpáticamente vulgar y el conjunto bastante menos atractivo que anteriores oportunidades.

Tomar café, jugar a las cartas, hablar de numerología, de la tercera guerra, del trabajo, del feminismo; luego prender el radiograbador y el inevitable tema del rock de los Ochenta en contraposición a la música nacional y la inevitable  invitación a raíz de “¡Ah, este tema! ¡Todo una época!... ¿Vamos a bailarlo?”. Sí, claro, ¿por qué no? De lo contrario, ¿qué sentido tendría este otro fin de semana tan poco diferente al anterior, a excepción de que tú sos morocha, algo menos alta, con casi nada de tetas pero con un sostenido interés por la numerología, el peligro latente de otra guerra (que todos coincidimos en que sería la definitiva, claro) y el inminente advenimiento de otro carnaval, a puro tablado, mientras te movés con cierta esbeltez y me invitás a la aventura, apartamento adentro, girando, colocándote de espaldas a mí –que voy cerrando la puerta- y encendés un cigarrillo con la colilla del otro?... Sí, ¡claro que vamos a bailar!

Ella estrujó en una mano la caja de cigarrillos y la tiró en el tarro de basura que lucía una bolsa de residuos verde recién colocada. Volvió al living con dos vasos llenos de hielo y alcohol, tomó un sorbo del destinado al hombre, se lo alcanzó, luego lo rodeó con sus brazos y entrelazó los dedos de las manos por detrás de la nuca, mirándolo por algunos segundos para luego amagar a dejar un primer mordiscón en el cuello salpicado del infalible “pour homme”.

Bailaron junto al ventanal. El torció la mirada, el camino que sabía adónde los conduciría; amenguó la intensidad, la conocida y tantas veces experimentada intensidad del momento, para detener sus ojos en la perspectiva monolítica de la otra cuadra, la que iniciaba las muchas veredas de galerías enormes y desiertas, resplandores sonoros disparándose desde los juegos electrónicos, bares de poca gente y precios remarcados de la avenida principal. Recorrió con la mirada cada uno de los pisos, descubriendo fisuras que antes no estaban; pedazos de mampostería a punto de desprenderse. El primero, el sexto, el noveno, el trigésimo hasta allá: casi donde comienzan los miradores.

“Si todo se viniera abajo tal vez los escombros y el polvo subirían hasta por lo menos el cuarto o quinto piso de este edificio, muy inferior al otro en arquitectura y categoría, y entonces...”

Trató de recordar cuándo se había iniciado todo; cuál fue el primer fin de semana; cómo se llamaba aquella a la que luego no volvió a ver; cómo se llamaría la siguiente y si por algún lado existía cierta forma de final.

Acercó su rostro a la oreja de quien era mucho más linda que Chunga y consideró que la cuota con el baile ya estaba cumplida. Entonces comenzó a suceder allí mismo, entre el sofá y la mesa ratona, sobre la alfombra de motivos florales. Días atrás el lugar había sido la cama de Lucy, mientras ella estaría haciendo lo propio en otra casa, en otro rincón de la ciudad que quizás estuviese doblando la esquina o por Bulevar Artigas o cerca de 8 de Octubre o... Nunca se había planteado cuándo pondrían punto final a “Yo voy a salir con... Así que vos venite que aquí se queda... y estoy segura de que te va a encantar”.

El pensó que podría llegar el momento de que se sentaran frente a frente, un día de semana cualquiera, con vasos de leche caliente y música de cámara de por medio o sin música, si es que para Lucy el Razoumovsky Nº 2 era “un bodrio”.

 

“Apretame fuerte.” “Mordeme toda.” “Soy tuya.”

La luz pálida del nuevo día iluminando las vertientes del Solís, como tantas otras veces y como tenía que suceder cuando no estaba nublado; el cansancio en su cuerpo y el ardor incómodo en los labios.

Volvió a contemplarla para luego desviar los ojos abajo, a la avenida, olvidándose de los otros labios que lo seguían recorriendo en saliva; olvidándose de los párpados entornados, del par de piernas que le apretaba la cintura.

Prestó atención al nerviosismo sonoro, a las corridas, a las cabezas que miraban a lo alto; escuchó los primeros lamentos y poco a poco fue estirando el cuello, queriendo llegar con la mirada al otro espectáculo... Ella, mientras tanto, parecía a punto de desmayarse de placer y él, por momentos, cumplía con el ritual de efectuar breves movimientos con las caderas.

Tendrían que haberse sentado con Lucy frente a frente –sin leche ni Razoumovsky- para pensar en la fecha, la hora, la clausura definitiva de toda aquella sucesión de fines de semana. Y su amiga podría estar doblando la esquina o muy lejos. Quizás ella siguiera con el vértigo  de sábados y domingos de intensa disipación, pero entonces tendría que buscar otro número de teléfono, para pronunciar el nombre de otro amigo y asegurarle que no quedaría defraudado con la chica que tenía para presentarle.

Por fin se decidió a clavar la mirada donde comenzaba la cúpula, luego las cuatro torres rodeándola algo más abajo... Y sonrió.

Ella, todavía semidesmayada de placer, no oía los gritos, las corridas; tampoco advirtió los escombros y el polvo.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte Sexto, Montevideo, 1987)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Muertes

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de  Lopetegui, Guillermo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio